Prim

Prim


CAPÍTULO IV » Observador en Oriente

Página 11 de 29

CAPÍTULO IV

La década moderada

 

T

erminada la lucha en Cataluña, y disuelta la división que mandaba, Prim volvió a Madrid decidido a abordar una nueva singladura en su carrera política. No obstante, si creía en la posibilidad de la unión de los partidos, por la que había combatido, si pensaba en un ordenado y pacífico juego político-institucional, acorde a la Constitución de 1837, y si, en suma, esperaba que la reina fuese la garantía de la libertad, debió de sufrir pronto un notable desengaño.

Durante su ausencia de la Corte se habían producido ya importantes cambios. El Gobierno López, una vez declarada la mayoría de edad de Isabel II, había dejado su lugar a otro presidido por Olózaga, desde el 20 de noviembre de 1843. Pero en breve plazo iban a producirse otras variaciones más llamativas y preocupantes. El espíritu de concordia entre las distintas fuerzas políticas, invocado para derribar a Espartero, se había esfumado, como dijimos, y pronto se planteó una grave crisis entre el Ministerio progresista de Olózaga y los moderados. Cuando éste se comprometió, por decreto de 26 de noviembre de 1843, a reconocer todos los empleos concedidos por el Regente hasta su caída, Narváez, capitán general de Castilla la Nueva, y Serrano, ministro de la Guerra, presentaron su dimisión.

Visto el cariz que tomaba la cuestión, Olózaga trató de disolver las Cortes y presentó a la reina el oportuno decreto el 28 de noviembre. Acusado de violentar la voluntad de Isabel II para obtener su firma, fue depuesto en medio de un gran escándalo. Su Gabinete había durado tan sólo nueve días. En su lugar se instauró un Ministerio presidido por González Brabo. La reina María Cristina pudo regresar a España, donde volvió a desempeñar un papel importante en la política del país y al cabo de unos meses, concretamente en mayo de 1844, llegaría al poder el hombre que marcaría la década siguiente, Ramón M.a Narváez, y con él, los moderados.

Lo cierto es que en el período de casi un año que transcurre entre el derrocamiento de Espartero y el primer gobierno del duque de Valencia, los progresistas no habían sido capaces de proporcionar al país un nuevo rumbo político suficientemente claro. La epopeya revolucionaria se agotaba y España precisaba una etapa de reorganización en todos los órdenes. Otra cosa es que aquella empresa fuera abordada con unas pautas políticas en las que la Corona, al margen del espíritu constitucional, acabaría alineándose con uno solo de los partidos; o sea, lo contrario de lo que el conde de Reus y otros progresistas habían buscado en su lucha contra el duque de la Victoria. Después de tanta sangre y de batirse contra muchos amigos, lo que había conseguido era sustituir el sectarismo de los «ayacuchos» por el de los moderados, aunque la diferencia de colado entre ambos proyectos políticos fuese enorme.

Prim y Narváez

 

Q

ue el conde de Reus no se conformaba ni con el rumbo que tomaban los asuntos políticos, ni con el trato que el Gobierno le otorgaba, quedó patente con inusitada rapidez. Cuando el Gabinete González Bravo le nombró comandante general y gobernador militar de Ceuta, como ya vimos, el 19 de enero de 1844, no le restaba otra salida que marcar distancias con los nuevos gobernantes. ¿Acaso podía aparecer unido al carro de los moderados en una batalla contra el progresismo, al que siempre perteneció? ¿Cabía, en buena lógica, que uno de los protagonistas, sin duda, de los acontecimientos políticos y militares de los últimos meses, los cuales habían dado un vuelco a la situación en España, ocupara un cargo tan secundario como el gobierno militar de Ceuta?

Alegó motivos de salud y rechazó el nombramiento. Pero en el país constituía un motivo de preocupación constante para las nuevas autoridades. Peor aún, desde las filas progresistas tampoco era bien visto, por cuanto le acusaban de haber conducido a los moderados al poder. Afectado su ánimo por la guerra intestina en que se había visto inmerso, le convenía a él, personalmente, y al Gobierno también alejarse de las intrigas de la Corte. Pidió pues la oportuna licencia y marchó a Francia.

Sin embargo, permaneció poco tiempo al otro lado de los Pirineos, pues sus medios económicos no le permitían vivir sin ahogos en la capital gala. Así, a mediados de octubre de 1844, Prim se hallaba de nuevo en Madrid y no tardaría en verse envuelto en graves aprietos, al descubrirse una conspiración para asesinar a Narváez, quien ya había sufrido un atentado en noviembre de 1843. El comandante Joaquín Alberni, delator de la supuesta conjura, fue invitado, según su testimonio, por el teniente del regimiento de Navarra, Fermín Tomás, a unirse a otros dos sujetos, Miguel Ferrer y un tal Ventureta, para asesinar al duque de Valencia la noche del 24 de octubre, cuando se dirigiese al Teatro del Circo. Se contaba con otros hombres: Rafael García, Calixto Fernández y Nicolás de la Barrera Montenegro. Las armas necesarias se guardaban en casa de un zapatero de la calle Concepción Jerónima, llamado Molia. Tampoco faltaba el dinero, veinte mil duros, para pagar a los implicados. Al magnicidio debía seguirle el levantamiento de varias provincias.[102] Prim no figuraba en esta primera denuncia. Pero en sucesivas declaraciones del mismo Alberni, el conde de Reus acabó apareciendo como instigador, responsable principal del complot y suministrador de las armas que se iban a emplear. Por esta acusación fue detenido el 27 de octubre de 1844 y arrestado, primero en el cuartel del Regimiento de San Fernando y, luego, desde el 29, en el de Guardias de Corps. También fueron presos sus ayudantes, Sanz y Ortega.

El 4 de noviembre se inicio el Consejo de Guerra, que debía juzgar a los encausados en la llamada «conspiración de los trabucos».[103] Tres de estas armas fueron encontradas en casa de Molia y varios testigos afirmaron que pertenecían a Prim. Otros individuos, alguno de los cuales no llegó a comparecer ante el tribunal, aseguraron que el conde de Reus protestaba contra el Gobierno, diciendo que se debería acabar con tal o cual personaje; o bien que, directamente, les había propuesto tomar parte en la insurrección que estaba preparando para asesinar al general Narváez. Con la misma falta de pruebas corrían otros cargos.

Prim declaró que los trabucos podían ser suyos o no, porque todos se parecían, pero que, en cualquier caso, su criado los había entregado al comandante Francisco Fort mientras él estaba fuera de Madrid y no conocía dónde habían ido a parar.

El fiscal solicitó la pena de muerte para el conde de Reus y el resto de los acusados, sin que en su alegato brillaran especialmente las argumentaciones jurídicas para fundamentar tal petición. Mayor solidez tuvo la intervención del mariscal de campo Ricardo Schelly, abogado defensor de Prim, pero el peligro de una resolución condenatoria continuaba siendo algo más que una posibilidad.

La insuficiencia de los testimonios presentados y la pobreza de la acusación motivó la decisión de abrir nuevas diligencias. Con todo, cuando el tribunal volvió a reunirse el 14 de noviembre de 1844, las cosas no habían cambiado mucho. En aquellos días Alberni había «ilustrado» sus declaraciones precedentes con nuevos detalles. Prim, por su parte, tomó la palabra para rechazar las imputaciones que se le hacían, en particular, la de planear el asesinato de Narváez. Fue un discurso sereno, razonado y vibrante, mediante el cual iba refutando, uno a uno, los cargos en su contra. El fallo del Consejo de Guerra condenó al conde de Reus a seis años de prisión en un castillo y a los demás, a otros cuatro años.

En pocos meses, Prim había pasado del pináculo de la gloria al castillo de San Sebastián de Cádiz, desde donde debía ser enviado a las Marianas. Pero la desgracia se detuvo a medio camino y las súplicas de su madre lograron la concesión del indulto. Narváez se mostró entonces magnánimo, aunque el de Reus, en un debate en el Congreso años más tarde, no reconoció este gesto sino que acusó al duque de Valencia de despotismo.

Para apreciar el apuro en el cual había estado Prim, conviene recordar tal vez que Zurbano, fracasado en un intento de sublevación, moriría fusilado en enero de 1845 y, curiosamente, sus gritos frente al pelotón ejecutor fueron ¡Viva la reina! ¡Viva la Constitución de 1837! ¡Viva la libertad!; los mismos que, en tantas ocasiones, habían lanzado casi todos los militares liberales y, entre ellos, el conde de Reus. Se daba además la circunstancia de que la reina aludida era, obviamente, Isabel II, que continuaba siendo la soberana en ejercicio, por lo que vitorearla no debía ser ningún delito; en enero de 1845, la Constitución de 1837 seguía vigente, aunque estuviera en proceso la que debía sustituirla; y por último, ensalzar la libertad era consustancial a todos los liberales. Por tanto, las culpas que costaron la vida a Zurbano fueron las derivadas de la lucha partidista, conducida a los senderos de la violencia a falta de otros cauces. La misma que asoló la historia política española en todo el segundo tercio del siglo XIX.

En horas bajas

 

D

espués de ser perdonado hubo de residir durante varios meses en Écija, en una especie de extrañamiento en el cual, según sus palabras, «existe y no vive». Allí pasaría algunas semanas de 1845 tocado por la añoranza de su Reus natal, como se desprende de una carta a su amigo Maciá,[104] aunque a la vez temía el momento de volver a su ciudad, cuyo levantamiento a favor de la Junta Central había contribuido a aplastar. Aunque, por otro lado, la persecución a la que le estaba sometiendo el Gabinete Narváez empezaba ya a lavar un tanto su imagen en medios progresistas. En aquel pueblo andaluz se consumía pasando las fechas sin pena ni gloria y sin saber cuándo podría regresar, al menos, a Madrid. No obstante, esperaba que fuese pronto y estaba en lo cierto. El 22 de abril se dispuso su pase a la capital de España, en situación de cuartel, con treinta mil reales de sueldo al año. Una corta paga para la forma de vida que él entendía debía corresponderle con todo, aquello era un paso adelante, si bien la falta de expectativas políticas favorables a corto plazo y el acoso del Gobierno, que le consideraba sospechoso de cualquier tentativa golpista, no le aconsejaban permanecer en la Corte.

Se repetía la situación de un año antes; si acaso la conveniencia de poner tierra por medio era ahora mayor. En consecuencia, el 19 de mayo de 1845 obtuvo licencia para marchar al extranjero, un permiso que le fue ampliado por doce meses más a principios del año siguiente. Durante ese tiempo viajó por Inglaterra, Italia y, sobre todo, por Francia.

Fueron tiempos difíciles acompañado de Rosa, la mujer con la que mantenía relaciones desde bastante atrás. Escaso de recursos económicos, en enero de 1846 se hallaba en Marsella decidido a sentar la cabeza y romper con su amante. Se quejaba entonces de la política y de la vida que llevaba, sin otra distracción que los libros, que «... por cierto —manifestaba—, no son mi fuerte».[105] Le resultaba complicado abandonar a Rosa, tanto por afecto confeso como por temor, o al menos recelo disimulado, a las consecuencias de la ruptura con una persona que conocía muchos de sus secretos. Tenía Prim entonces doblado ya el cabo de los treinta y un años. Era mariscal de campo y conde de Reus; un personaje muy conocido que, si volvía a España, no podría presentarse con aquella amante a la cual, por otra parte, se mostraba agradecido, porque le había seguido fielmente desde que salieron de París en 1843. Pero lo cierto es que, convencionalismos morales al margen, apenas le alcanzaban los fondos disponibles para ir tirando y un buen matrimonio podría darle respaldo social y financiero. Sus preferencias en este terreno eran transparentes. Le gustaría que su futura esposa fuese española, de Cataluña, si era posible, y, mejor aún, de Reus; pero que contara con una dote importante, con dinero, que era lo que el reusense no poseía.

Sus amigos le afearon que abandonase a Rosa. Tanto Maciá como Milans del Bosch le criticaron duramente, pero su voluntad se mantuvo firme. Aunque este incidente le acarreó no pocos disgustos, pues aquella mujer sabía todas sus andanzas y, despechada, como temió Prim, una vez vuelta a España iba divulgando en Madrid algunas actividades, reales o supuestas, que no dejaban al conde de Reus en buen lugar.

A lo largo de 1846 Prim residió buena parte del tiempo en Marsella, a pesar de efectuar breves desplazamientos a otros puntos, como Montpellier. Los funcionarios diplomáticos españoles y la policía francesa le seguían la pista y mantenían, sobre él y algunos amigos que le acompañaban, un discreto control, no sin algún pequeño sobresalto, como el recibido en agosto de aquel año, cuando fueron sorprendidos por unos agentes y temieron ser detenidos.

Mientras, se habían producido en España importantes acontecimientos políticos. Desde que el conde de Reus saliera para el extranjero, los moderados habían instaurado los cimientos de un nuevo régimen. Las reformas hacendísticas de Mon, el texto constitucional de 1845 y diversas medidas en otros campos, conformaban una realidad institucional muy diferente de la inmediatamente anterior. Por último, el matrimonio de Isabel II iba a cerrar, por el momento, el capítulo de los grandes asuntos de Estado.

Con motivo del enlace regio y del de su hermana la princesa Luisa Fernanda, se concitaban múltiples factores internos e internacionales. La extensa lista de posibles candidatos fue una muestra de la heterogeneidad y complejidad de los intereses en juego. Para no aburrir al lector, dejaremos a un lado el desarrollo de las negociaciones e intrigas que la reina madre, María Cristina, los partidos, el Ministerio Narváez, las distintas facciones cortesanas, y los gobiernos extranjeros, sobre todo de Francia e Inglaterra, llevaron a cabo para buscar el mejor, o el menos malo, de los pretendientes. Al fin se acordó el casamiento de doña Isabel con don francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz; y el de su hermana, con don Antonio de Orleans, duque de Montpensier. La boda de la reina se celebró el 10 de octubre de 1846, y con tal motivo se relajaron un tanto las tensiones políticas.

En ese ambiente, a finales de año Prim había regresado a España por algún puerto de Andalucía. Camino de Madrid fue asaltado en Andújar, «lo que no dejó de darme gusto —escribió a poco a sus amigos de Reus—, en primer lugar por lo divertido que es y luego porque, por casualidad, llevaba unas monedas de más: gracias a ellas... no hicieron más que quedarse con el dinero».[106] Su llegada a la Corte fue acogida no sin recelo por las autoridades, aunque esperaba que le dejarían en paz. Instalado en la calle de la Montera, número 8, pronto renegó de la situación en que se encontraba. No veía la menor opción de cambios políticos, como no fuese por la fuerza, y se confesaba decidido a la lucha. Pero sus andanzas no pasaban desapercibidas al Gobierno y, de nuevo, tuvo que abandonar nuestro país. Desde el otro lado de los Pirineos siguió con atención cuanto ocurría en España. Atravesaba entonces una etapa aparentemente contradictoria. No podía vivir tranquilo en tierras españolas, pero tampoco fuera de ellas; tan pronto buscaba alejarse, forzado por las circunstancias, como estaba deseando volver.

Su impaciencia resultaba comprensible, porque el paso de los días no le sacaba del ostracismo. Sólo una preocupación acuciaba a Prim más que su vocación política, el cuidado constante de que a su madre llegasen, con puntualidad, los recursos necesarios para que subsistiera dignamente.

En Francia continuaba sin poder eludir la vigilancia a la cual se hallaba sometido por orden expresa del Gobierno español. Así sabemos que en agosto de 1847 estaba en la estación balnearia de Luchón, en compañía del cónsul inglés en Barcelona, y que había recibido la visita del inefable infante don Enrique, uno de los aspirantes frustrados a la mano de Isabel II, al cual habían apoyado, precisamente, Inglaterra y los progresistas. El conde de Reus se quejaba desde hacía algún tiempo de mala salud y de las huellas de sus múltiples heridas. A pesar de que alguno de sus amigos había tratado de quitar importancia al asunto, Prim, secuelas guerreras aparte, padecía del hígado y la costumbre de acudir a tomar baños de aguas medicinales para combatir tal afección la mantuvo a lo largo de toda su vida. Independientemente de que, por lo general, los grandes centros balnearios constituían un magnífico lugar de encuentro de la alta sociedad y un escenario ideal para la conspiración.

Recuperado de aquel episodio hepático, a finales del verano de 1847 volvió a España y, quizá sin esperarlo, la suerte le brindó una nueva oportunidad para reintegrarse a los círculos del poder.

En la Capitanía General de Puerto Rico

 

D

esde su regreso del exilio, el conde de Reus se movía por Madrid, como casi siempre, en medio del desasosiego provocado por el largo período vivido en la oposición y la falta de un horizonte de cambios en el poder. Así se lo confesaría a su amigo Maciá: «El caso es —le dice—... que a mí no me dejan en paz, y aunque me metiera bajo siete estados para separarme más y más de la política, creerían que conspiro y vuelta a las persecuciones y vuelta a Francia y... no puedo, no puedo, no puedo...». Tampoco su situación económica era tranquilizadora. En la misma carta añadía «hoy le digo a mi madre que te escribo rogándote le mandes tres mil reales. Si pidiera algo más dáselo también y apunta mon cher que si Dios quiere, antes de mucho tendré el gusto de pagarte lo que has dado a mi mamá».[107] La solución se le presentaría, un tanto impensadamente, de la mano del nuevo Gobierno Narváez, cuya Secretaría del despacho de Guerra ocupaba el general Fernando Fernández de Córdova, viejo amigo de Prim, con quien había intimado durante 1843, y al cual había salvado la vida. Córdova le ofreció la Capitanía General de Puerto Rico. ¿Qué hacer? ¿Debía admitir un cargo venido de los moderados? La huella de 1843 seguía viva en el ánimo de Prim, aunque pronto la dejaría a un lado, aceptando el nombramiento propuesto. Creía que su presencia en la capital española poco significaría entonces para el bando progresista, y, además, consideraba que las posibles críticas le vendrían más que por amor a la causa, por despecho y envidia de quienes no podían disfrutar de una oportunidad semejante.

Cierto que motivos bastante prosaicos le ayudaban a tomar la decisión. Entre otras cosas, el estado de sus finanzas que, como acabamos de señalar, no atravesaba por la mejor coyuntura; aunque esperaba poder cobrar del Ministerio de Guerra los sueldos atrasados y un anticipo sobre los futuros hasta un total de cuarenta mil reales.[108] Pero, entre tanto, nadie diría que pasaba estrecheces. Desde luego su frecuente presencia en las grandes fiestas de la sociedad madrileña resultaba espectacular. Según la prensa, su llegada a una recepción en Palacio, el 10 de octubre de 1847, por ejemplo, fue todo un acontecimiento: «A la hora designada —comentaban los periódicos— llegó a la plazuela de Oriente una elegante berlina, con un hermoso tronco de yeguas inglesas, en cuya portezuela se destacaba el escudo de armas cubierto de una corona condal y a ambos lados del mismo, dos catalanes con manta, barretina en la cabeza y trabuco en la mano. De aquella berlina descendía el apuesto y bizarro conde de Reus, mariscal de campo en los ejércitos nacionales, joven que apenas llegaba a los treinta años, vestido de gran uniforme con la bota de ceremonia, calzando espuela de oro, ostentando en su pecho la placa de San Fernando y ciñendo en su talla un elegante cinturón de oro».[109] Por encima de otras contingencias había que estar a tono con las circunstancias y, como siempre, Prim hacía alarde de su condición de catalán y de militar distinguido.

El 18 de octubre de 1847 firmaba la reina el nombramiento de capitán general de Puerto Rico a favor de don Juan Prim «... teniendo en consideración el bien del servicio».[110] Las competencias de aquel cargo eran inmensas. Podemos apreciarlas en las instrucciones que le fueron entregadas en nombre de la propia Isabel II «... como capitán general y presidente de la Audiencia podéis ordenar en mi nombre, general y particularmente, lo que os pareciere conveniente y necesario al buen gobierno de la Isla, y a la Administración de Justicia...».[111] Unos días antes, en una carta a su madre en la cual le anunciaba el inminente suceso, Prim resumía, magníficamente, lo que aquello significaba: mandar en jefe y parecerse a un virrey. Además, no tardaría en recibir, como si fuese el maná bíblico, ochenta mil reales en concepto de adelanto para su viaje de ida y vuelta a Puerto Rico.

El 23 de noviembre embarcó en Cádiz en la corbeta Villa de Bilbao y salió en la madrugada siguiente hacia la pequeña Antilla. Emprendía su primera singladura americana, con grandes ilusiones, mientras el Gobierno le veía partir, con no menor alivio, al librarse de las preocupaciones de hallarle envuelto en cualquier conspiración.

Llegó a San Juan de Puerto Rico el 15 de diciembre y tomó posesión de su cargo de forma inmediata. Un incidente acaecido a su llegada nos retrata, una vez más, al personaje. El conde de Mirasol, que cesaba en aquella Capitanía General, no consideró oportuno hacer personalmente entrega del mando, simbolizado en las llaves de la ciudad, a su sucesor. Entendía que un noble de abolengo como él no debía tratarse de igual a igual con quien, a su juicio, era poco menos que un advenedizo; y pretendió marcar distancias delegando para la ceremonia en el general segundo cabo. Cuando éste, de acuerdo con el protocolo habitual, le entregó las citadas llaves en nombre de la reina y del conde de Mirasol, Prim, ofendido por el desplante, contestó que las recibía sólo en nombre de su majestad.

Lo cierto es que iba a añadir a su currículum, a muy temprana edad, la experiencia de gobierno en las Antillas, por la que pasarían en Cuba o Puerto Rico, los más destacados militares de la España del Ochocientos. Aquella peripecia, en condiciones a veces difíciles, serviría para poner de manifiesto el carácter, bastante impetuoso aún, del Prim de aquellos años.

Según Santovenia, la Administración de Puerto Rico se hallaba contaminada de todo tipo de irregularidades a la llegada del conde de Reus. La discrecionalidad de los sucesivos capitanes generales, guiados no pocas veces por la búsqueda de beneficios personales, se veía amparada por la peculiar situación jurídico— política existente en aquellas posesiones españolas. La Constitución de 8 de junio de 1837, en su artículo 2°, establecía que «las provincias de Ultramar serán gobernadas por leyes especiales».[112] Pero estas normas, como código propio, nunca se elaboraron.

Como nuevo capitán general, el conde de Reus verificó la habitual visita a la isla desde los días finales de 1847. En su recorrido de varias semanas se detuvo en los pueblos principales: Ponce, San Germán, Guayamo... y tuvo ocasión de apreciar la precaria situación económica y los problemas de comunicaciones, terrestres sobre todo, que padecía Puerto Rico. Deficiencia, esta última, que tenía además gran importancia estratégica.

Casi de inmediato, las peculiaridades del clima tropical le provocaron una fuerte disentería, la cual le mantuvo enfermo gran parte del mes de mayo y prácticamente todo el de junio de 1848. A tal punto llegaron sus problemas de salud, que solicitó permiso a la Corte para ir a curarse a tierras más propicias. El Gobierno acordó primero concederle el permiso (R.D. de 3 de julio de 1848), pero aprovechó la ocasión para cesarle «considerando el estado decaído a que ha llegado la salud del mariscal de campo, don Juan Prim, conde de Reus, capitán general de Puerto Rico. He dispuesto relevarlo de dicho cargo...» —decía otra disposición similar de la misma fecha que la anterior—. Para reemplazarle se nombraba al general Juan de la Pezuela.

El 7 de agosto recibió la noticia de su sustitución y, en uno de sus rasgos habituales, contestó dándose por enterado y manifestando su deseo de salir inmediatamente para Europa, dejando al cargo de la isla al general segundo cabo. No le parecía oportuno continuar ni un día más en Puerto Rico, «... pues un capitán general cesado —escribía en su respuesta al ministro de la Guerra—, hasta que llega el sucesor, se encuentra en una posición falsa y aun violenta». No obstante, aguardaría la llegada de Pezuela para ser relevado «ordenadamente», aunque no acudió a recibirle por haberse fracturado un pie, días antes, en una caída del caballo.

Así, el 5 de septiembre de 1848 entregaba el mando de la isla, y una semana después, se alejaba de ella a bordo de un barco inglés. Sin embargo, no regresó a España, sino que, alegando motivos de salud, se trasladó a Francia, y llegó a París el 13 de octubre. Salía de América, por tanto, menos de un año después de su llegada, pero aunque entonces no pudiera sospecharlo, no era un adiós definitivo, sino un largo ¡hasta la vista! que se cumpliría catorce años después.

Pocos meses y muchas experiencias, de toda naturaleza, había vivido en su peripecia antillana. Pero en todas era fácil señalar un denominador común: el reflejo del temperamento volcánico y el genio expeditivo de Prim. Tanto en la forma de abordar los asuntos cotidianos como los más comprometidos, mostró una gran resolución.

Los problemas económicos, agravados por la crisis del azúcar de 1847-1848, tuvieron, sin duda, repercusiones sociales negativas, particularmente intensas sobre los sectores puertorriqueños más débiles. Una coyuntura que no sería ajena al auge del bandolerismo. Pero, además, no olvidemos que la fecha de 1848 marca un hito en la historia de las revoluciones, y lo sucedido entonces en el Viejo Continente no podía por menos que tener algún reflejo en los territorios americanos, en especial en aquellos vinculados a países europeos. La agitación de los esclavos, movidos por las prédicas de libertad de aquellos días, resulta bastante lógica.

Ambas cuestiones fueron afrontadas por el capitán general de Puerto Rico con la misma decisión con que asaltaba los reductos enemigos, en el campo de batalla, años atrás. Contra la delincuencia pretendió asestar un golpe rápido y ejemplificante. Detenido uno de los malhechores más célebres de la isla, el apodado El Águila, acusado de asesinato, lo mandó ejecutar en un plazo no superior a tres horas. Confesado el delito, ninguna otra de las exigencias formales de un procedimiento de tal naturaleza fue tenida en cuenta por Prim. Aquel asunto le traería algunos disgustos, pues la falta de respeto a las garantías jurídicas figuró como el primero de los cargos en el juicio de residencia que, práctica habitual, siguió a su mando antillano. Un cargo del que evidentemente se le encontró culpable.

El otro tema de especial preocupación para Prim, durante su gobierno en Puerto Rico de 1848, fue evitar que algún levantamiento de esclavos diera al traste con el orden social y político establecido. A este fin aplicó dos tipos de medidas, preventivas unas y represivas otras. En el primer apartado se incluirían la búsqueda de información, sobre todo en Santo Domingo, por medio de un buen número de agentes asentados también en las Antillas francesas, Venezuela y Curaçao. A esto había que añadir las severísimas normas implantadas, que anunciaban tremendos castigos para los implicados en cualquier intento subversivo, y la vigilancia constante hacia lo que sucedía en los enclaves más cercanos.

Desde luego, las noticias que llegaban de zonas próximas —Yucatán, Jamaica, Venezuela, las mencionadas Antillas francesas, etc...— avisaban de no pocas revueltas en la primavera de 1848. Por si fuera poco, a finales de mayo llegó a Puerto Rico la goleta Argos,portando medio centenar de personas que huían de la sublevación estallada en la Martinica. La alarma se extendió por toda la isla. El conde de Reus respondió con la rapidez que le era natural, publicó un bando el 31 de mayo y una circular complementaria el 9 de junio, esta última para aclarar las dudas de la Audiencia. Ambos textos se conocerían como el «código negro».

En síntesis, Prim disponía que todos los delitos cometidos por individuos de raza africana, libres o esclavos, serían juzgados por tribunales militares en procedimientos sumarísimos. Más aún, autorizaba a los dueños de esclavos a dar muerte en el acto a cualquiera de estos que se sublevase y les otorgaba competencias para sancionar cualquier otra falta que cometiesen. Las penas previstas eran terribles, para comprobarlo basten unos pocos ejemplos. Todo africano esclavo que alzase armas contra los blancos sería fusilado, y si fuese libre, se le cortaría la mano derecha, siempre y cuando no hubiera causado daño físico a sus propietarios, pues en ese caso, también sería reo de muerte. El insulto y la amenaza se castigaban con cinco años de presidio.

Pero como decíamos, el conde de Reus seguía con intranquilidad, no ya sólo la situación en Puerto Rico, sino el peligro de que ésta se viera perjudicada por lo que estaba ocurriendo en sus inmediaciones. En este sentido, las islas de Santo Tomás y Santa Cruz, posesiones danesas con las que tenía nuestra Antilla importantes relaciones comerciales, constituían una seria amenaza. Para evitar complicaciones, Prim ofreció ayuda al gobernador danés el mismo 31 de mayo, pero éste la rechazó equivocadamente, pues el 3 de julio estalló allí una revolución generalizada y entonces hubo de solicitar el auxilio que antes despreció. Los rebeldes habían tomado West End, uno de los principales núcleos urbanos de Santo Tomás, y amenazaron Bass End, donde se hallaba la residencia del gobernador.

Recibida la petición por medio del vapor Eagle, Prim, a falta de otros medios de transporte, mandó embarcar en el mismo quinientos hombres de los Regimientos Cataluña e Iberia, dos piezas de artillería y una sección de ingenieros. Aunque en latitudes un tanto especiales, la bandera del Regimiento de Cataluña iba a ondear, por segunda vez, en suelo danés, la primera lo había hecho en 1807-1808 en la isla de Langeland. La sola presencia de las fuerzas españolas provocó la desbandada entre los sublevados. Hasta un total de trescientos fueron detenidos y dos de ellos, ejecutados. La revuelta podía darse por liquidada a los pocos días, pero aún se mantendrían allí las tropas españolas varias semanas. El 7 de agosto fueron retiradas las primeras unidades y el 30 de noviembre, ya con Pezuela en la Capitanía General, todas las demás.

La expedición había supuesto un sensible coste para las depauperadas arcas de la Hacienda española en Puerto Rico, y desde la intendencia de la isla, a pesar de la disposición de Prim, se pretendió que fueran los daneses los que sufragaran los gastos producidos. La respuesta del conde de Reus le retrataría por enésima vez. Primero, en cuanto a su concepto de autoridad: «Cualquier determinación —advertía al intendente— dada por esta Capitanía General no hay poder humano en este territorio que pueda alterarla, ni mucho menos derogarla».[113]Segundo, en lo referente a su sentido de la justicia, «el Gobierno danés no correrá con los gastos —señalaba— ni aunque quisiera, porque la ayuda se hace en beneficio de Puerto Rico». Tercero, por su idea de la honra de España, «... los soldados españoles no son mercenarios —proclamaría—. Consentir el pago danés iría en contra del honor nacional y de —algo que él, siendo catalán, apreciaría siempre— la generosidad castellana».[114] Todos sus desvelos y esfuerzos para impedir las revueltas de esclavos en Puerto Rico no pudieron evitar dos intentos de sublevación, ocurridos en la primera mitad de agosto, que tuvieron por escenario los distritos de Ponce y Vega Baja. Pero ambos se sofocaron rápidamente al precio de cinco condenas a muerte, una de ellas conmutada por diez años de presidio; y varias sentencias de reclusión o azotes para los otros once implicados.

Tal vez aquellos castigos nos parecen excesivos desde la óptica de hoy. El conde de Reus procedió en Puerto Rico con la fuerza, la energía y el vigor que pensaba eran acordes a las circunstancias de 1848 y al marco jurídico, un tanto excepcional, en el que se movía. Pero no podemos ignorar la ideología subyace bajo aquella forma de gobernar, que no es otra que la del convencimiento de la desigualdad entre las razas. Algo que él mismo argumentaba en las diferencias de los comportamientos de blancos y negros. «Cuando hay revolución entre negros —diría en el Congreso en 1851- perece todo (...) (el ejemplo de Haití continuaba asustando a los europeos). En España no es lo mismo —aseguraba—. Aquí hay una revolución, un motín, pero queda siempre el Trono; quedan las instituciones y queda siempre España.»

No obstante, al margen del racismo, común a gran parte de sus contemporáneos, y a pesar del poco tiempo que ejerció aquel mando, Prim tuvo ocasión de mostrar sus inquietudes a la defensiva ante las posibles secuelas sociales, incluidos los «espasmos revolucionarios» relacionados, en mayor o menor grado, con la crisis económica que vivía la isla. Abordó, asimismo, una política dirigida a reactivar la economía portorriqueña, con importantes reducciones fiscales y recorte de los gastos públicos, a la par que concedía toda clase de facilidades, y no pocas ventajas, a los colonos que se establecieran en aquellos lugares. Todo ello sin olvidarse de llamar la atención al Gobierno acerca de la necesidad de mejorar las comunicaciones por tierra y por mar. Pero no acabaron aquí sus medidas en pro de la mayor actividad económica. Decidido a facilitar la salida de los productos de algunas partes de la isla, afectados hasta entonces por restricciones aduaneras, abrió al comercio los puertos de Caborrojo, donde existía una importante colonia catalana, Guayanilla, Fajardo, Humacao y Santa Isabel. Además, favoreció en lo que pudo la construcción de almacenes en el barrio de la Marina de la propia capital.

Junto a las cuestiones anteriores hubo de ocuparse de otras más perentorias, como la del abastecimiento de harinas, especialmente en San Juan. Algunas prácticas monopolistas y todo un cúmulo de maniobras especulativas distorsionaban la llegada y el precio de un producto tan esencial. Para corregir los problemas era urgente asegurar el suministro en cantidades suficientes en cualquier momento. Así, a pesar de la oposición de los grupos agiotistas, trajo harina de Santo Tomás y puso en marcha la construcción de un depósito capaz de garantizar la disponibilidad de la misma, llegando a acuerdos con varias de las casas de comercio más importantes de San Juan.

El balance oficial de la gestión de Prim en Puerto Rico se resume en la resolución de las acusaciones que, al igual que a cualquier autoridad española, se le podían imputar para ser vistas en el juicio de residencia seguido al finalizar su mandato. Nueve cargos se sustanciaron contra el conde de Reus, todos ellos por supuestos abusos de autoridad, especialmente en su relación con otras instituciones de la isla. Pero nadie le reprochaba haberse enriquecido personalmente. El único incidente en este ámbito se había reducido a pedir, en justicia, que se abonasen sus haberes en moneda fuerte y no en pesos macuquinos —los que circulaban en Puerto Rico—, de menor ley y valor, petición que fue denegada por el Gobierno en abril de 1848. Una vez concluido el proceso se dictó sentencia el 2 de junio de 1851. En esta resolución se le condenaba por ocho de las nueve acusaciones de las que debía responder y el Tribunal Supremo, a pesar del recurso presentado por Prim, le impuso, el 15 de enero de 1852, una pena de inhabilitación especial por tres años para ejercer puesto superior de gobierno en ninguno de los dominios de su majestad en Ultramar.[115] Sin embargo, los verdaderos resultados de su gestión no habían sido en modo alguno negativos. El orden se había mantenido en circunstancias difíciles y la intensa labor del conde de Reus removió viejas inercias y puso en jaque no pocas de las corruptelas de la Administración colonial. No le faltaron conflictos con el intendente, con parte del Ayuntamiento de San Juan, con los miembros de la Audiencia, con algunos comerciantes acaudalados y hasta con la Iglesia, por haber encerrado al cura de Manatí. Visto en la distancia, y en relación con su entorno, el paso de Prim por Puerto Rico se asemejó bastante a uno de los huracanes típicos de la zona.

En cualquier caso, como decíamos, a diferencia de lo que ocurría tantas veces en casos semejantes, nadie podría reprocharle haberse lucrado con aquel cargo. Al regresar a Europa, su economía particular seguía en un punto tan poco desahogado como en el que se hallaba cuando partió hacia las Antillas. Apenas recalado en la capital francesa, de vuelta de Puerto Rico se declaraba sino en quiebra, liquidando. En América sus ingresos se habían limitado al sueldo de capitán general. Incluso bastante tiempo después de su paso por la Capitanía General, aún se le retenía por la Hacienda un tercio de su paga para hacer frente a los débitos que, contra él, existían por adelantos recibidos en Cataluña y para el desplazamiento a Puerto Rico.

En marzo de 1850, todavía se le exigía el reembolso de esta cantidad, ante lo que el conde de Reus interpuso una súplica a la reina para que le fueran condonadas tales deudas, pues alegaba tener «... la buena costumbre de gastar siempre su sueldo, pues así cree que deben hacerlo hoy los altos funcionarios para dar decoro al puesto que ocupan, y mucho más en vuestros dominios de Ultramar, donde el capitán general revestido de vuestro elevado poder es un reflejo de vuestra real persona». Isabel II, atendiendo a tan peregrinos argumentos, le eximió de los pagos pendientes.

De vuelta a la penuria

 

L

legado a París en octubre de 1848 pasó unas semanas en la capital francesa. Pero, por un lado, la vida a orillas del Sena era demasiado cara para su maltrecha economía y, por otro, no le convenía en aquella coyuntura retrasar en exceso su vuelta a España, donde tenía que dar la cara tras su paso por Puerto Rico. De manera que, a finales de diciembre, ya estaba Prim de regreso en Madrid a la expectativa de un nuevo destino.

Sus primeras impresiones acerca del futuro que le aguardaba no fueron demasiado pesimistas. El propio Narváez pareció confirmar tales esperanzas cuando, en marzo de 1849, se ofreció a mandarle a Canarias o a Filipinas. Sin embargo, pasaron las semanas y los meses y de aquella promesa no quedó nada. Tal vez no porque el duque de Valencia olvidara su compromiso, como han dicho algunos autores, sino porque Prim no quiso plegarse a la política del Gobierno.[116] Sin destino, los días para el conde de Reus volvían a transcurrir con demasiada lentitud y con pocos incentivos. Apenas disfrutaría un pequeño paréntesis de luz en aquella temporada de sombras. Sólo en junio de 1849 salió un poco de la monotonía, cuando le fue impuesta la gran cruz de la Orden de Danenburg, con la que el Gobierno danés le había reconocido la importancia de la ayuda prestada en Santo Tomás y Santa Cruz. Precisamente, las noticias que llegaban por entonces de las Antillas españolas, en especial de Cuba, eran bastante intranquilizadoras.

Pero, al margen de aquellos episodios, Prim se desesperaba ante la misma coyuntura que tantas veces le tocaría subir: situación profesional de cuartel, paga insuficiente y ningún mando; alternativa: de nuevo a viajar al extranjero. Pasaría, pues, pequeñas temporadas en Londres y en París, siempre entre los agobios económicos y la esperanza de un mejor porvenir. Junto a las visitas a ambas capitales cabe mencionar su estancia en el balneario de moda, que en ese momento era Vichy.

Desde su salida para Puerto Rico, Europa se había visto sacudida por la marea revolucionaria de 1848. En España, Narváez, en su segundo gobierno, pudo frenar sin grandes riesgos los intentos de 26 de marzo y de 7 de mayo en Madrid; el primero con algunos gritos de ¡Viva la República!, y el otro auspiciado por los progresistas y el embajador británico. La situación se superó tan rápidamente que el duque de Valencia pudo entregar los pasaportes a míster Bullwer, por entrometerse en la cuestión, y conceder una amnistía general.

Sin embargo, los problemas de la política española tenían su origen, más que en la amenaza revolucionaria, en la división de los mismos moderados y en la incapacidad de los progresistas para aglutinar sus propias fuerzas, a pesar del regreso de Espartero a Madrid, el 8 de enero de 1848. Todo ello unido a la intromisión negativa de la Corona en el juego político y a las intrigas de una Corte con personajes como María Cristina, Riánsares, el rey consorte, el padre Fulgencio, sor Patrocinio, etc.

El bloqueo institucional y el partidismo excluyente inducían al recurso a la violencia como arma política, no sólo de las fuerzas al margen del régimen, como el carlismo en guerra, hasta bien entrado 1849; o las intentonas armadas del republicanismo en Cataluña a comienzos del mismo año, sino también entre los propios liberales. La dinámica de atomización del partido en el poder y la perturbación institucional apenas pudieron ser frenadas por el duque de Valencia hasta enero de 1851. A partir de ahí, el fracaso de los intentos de Bravo Murillo por moralizar la vida pública y reducir el protagonismo militar hasta diciembre de 1852, abrió la puerta al declive de los moderados y al posterior ensayo revolucionario de 1854; pero no adelantemos en exceso.

Un paso importante en su carrera política

 

D

isueltas las Cámaras el 4 de agosto de 1850, el Gobierno Narváez convocó elecciones a Cortes, que tuvieron lugar el 31 del mismo mes. En ellas, aunque la división entre los progresistas daba ocasión para un triunfo rotundo del Gabinete conservador, el ministro de la Gobernación encargado de tales comicios, el conde de San Luis, se excedió sin duda al asegurar el éxito gubernamental. La representación nacional salida de aquellas urnas fue motejada de «Congreso de familia» y a los escasos diputados concedidos a los progresistas se les llamó, despectivamente, «diputados consentidos». Algunos, como Madoz, renunciaron a su escaño en señal de disconformidad con las manipulaciones cometidas, aunque volvería al cabo de algunos meses.

Prim fue elegido por el distrito de Vich al obtener 106 votos de los 193 emitidos, con lo que venció al marqués de la Cuadra. Como otros compañeros de partido, también protestó de las irregularidades electorales, pero desde los bancos del Congreso, «porque yo soy diputado por mis propias fuerzas —declararía orgulloso—, más que eso, lo soy contra la voluntad del Gobierno». En efecto, las trabas a su candidatura en Ligueras, en Granollers y Tarragona habían impedido su triunfo en alguno de estos distritos, y aun en Vich, donde ganó su acta, tuvo que superar la guerra que le hizo hasta el obispo.

Por ello podía denunciar sin reparos que, en algún caso, se había utilizado a los soldados para evitar que los votantes eligieran a un candidato no ministerial. Aunque, como militar, iba más allá y lo que pretendía, además de censurar las manipulaciones electorales, era que no se usase al Ejército en las luchas electorales.

La relación de circunscripciones expuesta por Prim en las que se habían realizado auténticas tropelías era muy amplia. Noya, Cea, Palencia, Reus, Logroño, Jerez, Valdepeñas, Algeciras, y tantos otros lugares, fueron escenarios de presuntas corruptelas. Frente a esa política de manipulación y a los atropellos cometidos, exclamaba: «¡Vive Dios que la sangre se rebela a tanto ultraje!». Como tantas veces, no titubeaba ni temía a posibles represalias: «... podré ir a parar a un rincón de las islas Marianas, pero por donde se va, se vuelve...» —y otra vez el Prim romántico—: «y si no vuelvo tampoco me da mucho cuidado...».

En aquella legislatura la tribuna parlamentaria sirvió al conde de Reus, especialmente, para reivindicar su trayectoria militar y política. Para responder, en la forma que ya vimos, a una insinuación del conde de San Luis sobre si tenía «ambiciones impacientes», justificando su aspiración legítima de ser general. Pero, por encima de todo, aprovechó aquella oportunidad, después de tanto tiempo de ausencia de las Cortes, para protestar por la situación a la que se había visto relegado los últimos siete años.

Era el momento de pasar factura públicamente por el trato recibido. Recordó cómo dejó su escaño para ir a jugarse la cabeza por la reina y, a cambio, recibió persecuciones y extrañamientos. Sus contrincantes políticos en aquella Cámara no eran otros que los moderados a los cuales había allanado entonces, involuntariamente, el acceso al poder. Al fin conseguía regresar al Congreso, pero su grupo se hallaba en la proporción de 1 a 30 frente a los diputados gubernamentales. Sin embargo, huyendo de cualquier victimismo, y a pesar de encontrarse en reducida minoría, llamaba a los suyos a la lucha: «Opongamos hierro al hierro y no quede golpe sin respuesta.»[117] Aunque se quejaba de su poca práctica parlamentaria, demostró que el tiempo no corría en vano. El conde de Reus se atrevía ya a entrar en el corazón del debate político; en la crítica al discurso de la Corona, es decir, al programa del Gobierno. Ya no era un diputado más, empezaba a ser la cabeza de un amplio sector del progresismo y, retirado momentáneamente Madoz de aquella Asamblea, se convertía en la voz de la oposición. Más aún, cuando éste volvió al Parlamento mantuvo sus propias ideas, no siempre coincidentes con las de don Pascual. Sus palabras a manera de dardos afilados irían a clavarse en los puntos débiles de la política interior, a la que calificaba de intolerante y exclusiva, y de la exterior, arrogante y débil. En este último apartado aludía a los anteriores incidentes con Inglaterra. Compartía la medida de Narváez frente a la intromisión del embajador británico: «Pues yo, altivo español cual el primero, no consentiré jamás que los extranjeros vengan a mezclarse en nuestros negocios.» Lo que no aceptaba era la debilidad posterior que podía «mancillar —a su juicio— la honra de trece millones de altivos y nobles castellanos». Desde luego, aquí castellano era, una vez más, sinónimo de español y Prim, catalán en todos los órdenes, se sentía uno más de aquellos castellanos.

Siguió su repaso tratando de nuestras relaciones con Francia, con Nápoles, con el Vaticano, a propósito de la expedición militar española en auxilio del Pontífice, una empresa a la cual se opuso en todo momento. No comprendía cómo soldados españoles de un Gobierno constitucional habían ido a Roma para abolir allí la Constitución, y encima, desempeñando un papel secundario respecto a los franceses.

Tampoco escaparían a sus censuras las carencias del Ejército español, mal armado y, en consecuencia, en inferioridad de condiciones frente a los de las naciones más adelantadas de Europa. Ni por un momento se olvidaba Prim de los asuntos militares.

Leyendo este discurso del conde de Reus se puede apreciar la gran transformación que se había producido en él. Su estilo, su argumentación con algún ribete historicista, al gusto de la época, la amplitud y la calidad de su intervención y su talante nos dejan ver, ya en sazón, al político que Prim llevaba dentro. Pero a la vez, al futuro gobernante «lo mismo puedo yo llegar al banco azul que su señoría» —le dijo al marqués de Pidal—. Aunque no sólo se postulaba como alternativa a los moderados de forma tan directa, sino de modo indirecto, procurando neutralizar los temores de algún sector del moderantismo «porque —confesaba— ha pasado para mí la época en que las revoluciones halagaban mi espíritu belicoso». Pero al mismo tiempo, reclamaba el marco que hiciese innecesaria la violencia, «... por eso —añadía— combato al Gobierno para que entre en la ley...». Su posterior protagonismo en tentativas revolucionarias, más que la hipocresía de estas palabras, lo que reflejaría sería la falta de respuesta gubernamental a sus demandas. Cuando vuelva a la senda de la revolución lo hará convencido de su necesidad y de que no quedaba otro remedio para restaurar la legalidad.

Las palabras del conde de Reus fueron contestadas, en primer término, por el propio Narváez, quien le reconocía, implícita y explícitamente, como cabeza de la oposición. El debate entre ambos fue la interpretación dual, cada uno según la óptica de su partido, de lo ocurrido en 1843.

Ir a la siguiente página

Report Page