Prim

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CAPÍTULO IV » Observador en Oriente

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Desde su nueva responsabilidad, Prim se atrevía a tocar al menos una faceta que hasta entonces le parecía ajena. Gracias a sus horas de reflexión y estudio, de preparación en suma, no desdeñaba, si no con grandes conocimientos técnicos, sí con la dignidad que el Congreso requería, abordar algunos temas relacionados con la Hacienda, ya fuera interpelando al Gobierno, a propósito del relevo de Bravo Murillo [118]al frente de las finanzas públicas, como presentando enmiendas a la aplicación de los presupuestos para el año 1851.No es que el conde de Reus se hubiese convertido de la noche a la mañana en un Necker, en un Colbert o en un Mon, sino que por allí atisbaba uno de los puntos flacos del Gobierno Narváez. Demostraba, paso a paso, que su madurez como político seguía creciendo y que, ciertamente, se empezaba a perfilar como un futuro gobernante.

El 14 de enero de 1851 caía el Ministerio presidido por el duque de Valencia y era sustituido por otro, a cuyo frente estaba Bravo Murillo. ¿Cómo entender aquel cambio, cuando Narváez contaba con una aplastante mayoría en las Cortes? El apoyo de la reina madre a Bravo Murillo resultó decisivo para que el político extremeño, marcando distancias con el duque de Valencia y el conde de San Luis, tuviera ocasión de afrontar su programa de moralización de la Administración y saneamiento de la Hacienda. El conde de Reus, con cierto optimismo, habló de la remoción del duque de Valencia por el descontento del país. Porque aquel Gobierno —decía— era la personificación de la crueldad, de la intolerancia, del exclusivismo, de los desmanes, de la arbitrariedad, de la violación de las leyes...; hasta tal punto que se había llegado a arrestar al rey consorte —según Prim—. Tuvo que medir entonces sus armas oratorias, en duro combate contra el marqués de Pidal.

El gabinete Bravo Murillo encontró enseguida obstáculos notables en su camino. El primero fue, desde luego, la oposición de los militares a sus proyectos de reforma de las Fuerzas Armadas.

No sería el único, pues a principios de abril, cuando se trataba en el Congreso del arreglo de la deuda, saltó a la luz un grave escándalo referente a las especulaciones bursátiles. Dos días después, el 7, se disolvieron las Cámaras.

El panorama electoral no se presentaba para los progresistas mucho más despejado que en la ocasión anterior. Los fraudes, inducidos o amparados por el nuevo ministro de la Gobernación, Bertrán de Lis, no distaban mucho de los de su predecesor. Alguna publicación de la Ciudad Condal denunció las maniobras oficiales.[119]El Gobierno ofreció al conde de Reus, nuevamente, la Capitanía General de Puerto Rico. Un destino al que la enfermedad y las circunstancias políticas habían puesto, como hemos visto, un abrupto final en su primera etapa. Aquello, sin embargo, no cuajó, pero sí le apartó momentáneamente del juego de las urnas.

No obstante, pasados dos meses de legislatura sí tuvo ocasión de presentarse y Prim acabó haciéndose con el acta correspondiente al distrito de Universidad, en Barcelona, vacante por renuncia de Doménech, en la legislatura que había comenzado el 1 de junio de 1851 e iba a terminar el 7 de enero de 1852.

La junta directiva de elecciones del partido progresista en Barcelona, se había decidido a otorgarle el 15 de julio de 1851 aquella candidatura gracias al apoyo de los industriales. Las razones que expusieron para tal designación no eran otras que su enorme popularidad («no hay quien no le conozca en España y fuera de ella»); su condición de catalán, de soldado de probada bravura, y sus dotes de orador animoso y distinguido. Pero más significativa aún era la presencia en la mencionada junta de viejos conocidos, con los que el conde de Reus había tenido sus más y sus menos en 1843, entre ellos, Mariano Pons y Tarrech.

No hubo unanimidad en la designación de Prim. A pesar de que Espartero había predicado ya el olvido, la reconciliación y la concordia en las filas progresistas, la sombra de 1843 seguía siendo demasiado alargada. El de Reus quiso agradecer aún así la confianza que le otorgaban y envió una carta a la citada junta electoral que, junto con algunos de sus discursos en el Congreso en los meses siguientes, constituye el compendio más acabado del pensamiento de Prim tanto político como económico.

Prim repetía, una y otra vez: «La fe política es para mí un dogma —escribía—, como la fe del cristianismo, y la que yo profeso —tranquilizaba a sus paisanos industriales—, que no tiene nada de exagerada, que no puede asustar a nadie, y que está en relación con las que profesan los hombres más amantes de las monarquías constitucionales. Esta fe, digo —aquí se nos presenta un Prim que a su impulso vital de siempre añade la cara de la reflexión—, nacida del estudio que he hecho de los hombres y de las cosas, nacida de las comparaciones que he hecho de todos los sistemas de gobierno que rigen en el mundo, esculpida está en mi pecho, y como la creo la mejor para el bien del país y mayor gloria de mi reina, con ella me salvo o con ella me condeno»... «Mis sentimientos de hoy-se refería a los de naturaleza política— me los legó mi padre, y este lenguaje franco y leal es nacido de mi amor profundo por la libertad, es nacido de la convicción última de que solamente cobijadas por el árbol santo de la libertad pueden ser ilustradas y felices las naciones...». En cuanto a las doctrinas económicas —continuaba—, «mis principios económicos son también muy conocidos. Impulsar el comercio y levantar las trabas que tiene hoy su agente principal, la Marina, que por desgracia no son pocas. Desarrollar la agricultura dotando las provincias de puentes, caminos y canales, y en primera línea defender a palmos y a pulgadas la tan combatida industria catalana como la industria nacional, y sin la cual no hay riqueza posible en las naciones... Los que pretenden de buena fe que la competencia desarrolla las industrias, en mi concepto, deliran». No cabe más clara manifestación de nacionalismo y proteccionismo, al lado del impulso a las infraestructuras con ribetes que de la Ilustración irían al Regeneracionismo. «Yo admitiré la competencia —decía— cuando nuestra industria esté a la altura de las extranjeras y cuando con ventaja podamos competir. Con la prohibición han llegado las naciones cultas y previsoras al estado de prosperidad y riqueza en que las vemos. Este es mi sistema. Y digo que defenderé la industria catalana como siempre la he defendido, no para granjearme en estos momentos las simpatías de los fabrican tes, pues hace mucho tiempo que me honro con ellas. La defenderé porque, como vosotros, estimo la prosperidad y el engrandecimiento de esta noble tierra, porque tengo aquí mi familia, mis afecciones (sic), mis amigos, y últimamente, porque nací entre vosotros, porque hablo vuestra lengua, y porque late en mi pecho la sangre de los Berengueres y Rocafort.»[120]Otra vez el catalanismo en su formulación más rotunda.

Reanudada la actividad parlamentaria, no tardó Prim en dar testimonio de su compromiso con Cataluña y no sólo en lo relativo a los intereses económicos. Apenas reabiertas las Cortes, en noviembre de 1851 anunció una interpelación al Gobierno sobre la proyectada aplicación en el Principado del estado de sitio, vigente desde 1843, «... porque es muy conveniente que... sepan los catalanes si han de estar eternamente mandados como un país conquistado o como el zar de las Rusias manda a sus cosacos».[121] Genio y figura, sin duda, ahí asomaba el Prim de siempre. El Gobierno fue dando largas y el conde de Reus insistió en su propósito hasta el límite de la amenaza: «... hay una campana que ahoga la voz de Cataluña —denunciaba—, y es preciso que esa campana se levante...».

No conseguiría la respuesta a su interpelación, a pesar de reiterar su demanda, pero no por ello dejó pasar la oportunidad de recriminar al Gobierno la injusticia con que, según él, se trataba a Cataluña, manteniendo en suspenso las garantías constitucionales. «¿Cuál es la causa? —preguntaba en el Congreso, y sin el menor reparo denunciaba—: La causa es vuestra pequeñez, ministros de la Corona, la causa es el raquítico conocimiento que tenéis en la ciencia de gobernar. Cataluña es un país vigoroso —diría—, Cataluña es un país robusto; los catalanes son altivos, belicosos y de esforzado corazón, pues palo y hierro a los catalanes, decís vosotros, olvidando que al caballo fogoso y de pura sangre no se le puede domar con el látigo y la espuela porque —advertía—, indudablemente, se dispara y arroja al jinete por el aire...»[122]En ese mismo sentido, advertiría al Gobierno, de manera acorde a la retórica de moda, «la condición de los catalanes es la del tigre que despedaza al que le maltrata...». A renglón seguido llevaba la cuestión a sus raíces más profundas. «¿Hasta cuándo hemos de ser tratados como esclavos? ¿Somos o no somos españoles? —E insistía—. Los catalanes ¿son o no son españoles? ¿Son españoles los catalanes? Pues devolvedles las garantías que les habéis arrebatado (...) igualadlos a los demás españoles... Si no los queréis como españoles, levantad de allá vuestros reales (...), pero si siendo españoles les queréis esclavos —desafiaba recordando la política de Felipe V—, ... sea Cataluña talada y destruida y sembrada de sal como la ciudad maldita, porque así y sólo así venceréis nuestra altivez, y solamente así, domaréis nuestra fiereza».

Estas palabras, y el resto de su alocución en la misma línea, conforman, sin duda, un alegato tan apasionado como el que más de cuantos se hayan pronunciado nunca en defensa de Cataluña. Aunque, observaré, que se hace sin ahorrar dureza en la denuncia del agravio, pero sin mistificaciones, sin buscar la confrontación con otras regiones españolas en particular ni contra el resto de España en general. Se atacaba de frente la política equivocada de un Gobierno, no la pertenencia esencial a un país.

Sólo la preterición, el desprecio, la desconsideración y el trato vejatorio en pie de desigualdad provocarían la escisión, proclamaba sin ambages; insistía en los errores del Gabinete, porque «... los catalanes quieren ser iguales a los demás españoles (...) piden que se les guarden sus derechos constitucionales, puesto que han contribuido a levantar el edificio constitucional (...) como todas las demás provincias de España».

Quienes oprimían, de forma real o supuesta, eran los moderados, incluidos los catalanes que apoyaban la causa moderada, no los madrileños, ni los andaluces, ni ningún otro español por su condición de tal. Además, la situación denunciada era la herencia de una historia que a todos atañía, en la que todos habían tenido su responsabilidad. «¿Qué ha pasado en Cataluña (...) después del año de maldición, después del año 1843? Triste, muy triste es recordarlo —se lamentaba—, porque lo que allí ha pasado envilece y deshonra nuestra historia.»[123] No la del Principado, no la de un partido, no la de una peripecia que le sea ajena hasta al conde de Reus, sino la de España, la de todos.

La nota más dura de su crítica iba dirigida contra los moderados, por su pretensión de considerar a los demás desleales y traidores, porque conspiraban y se sublevaban, olvidando que ellos habían alcanzado el poder, en buena medida, por medio de la conspiración y la sublevación. Prim abjuraba de toda veleidad que conducía a la defensa de derechos en exclusiva, al maniqueísmo de cualquier tipo.

Tenía razón el conde de Reus, grande había sido la contribución de Cataluña a favor de la reina y de la libertad; diez batallones de francos ofrendaron sus vidas y multitud de nacionales, como los de la esforzada Reus, siguieron la misma senda. Cierto que hubo otros catalanes que se alzaron por el absolutismo o el centralismo o el republicanismo y combatieron contra la legalidad vigente. Pero la política del Gobierno moderado consintió en desarmar a la Milicia Nacional, considerándola el brazo armado del partido progresista, e imponer el estado de sitio en el Principado; en un castigo por un lado partidista, y por otro, injusto, porque afectaba a todos los catalanes.

La cara más amarga y oscura de aquella política en Cataluña, desde 1843 a 1851, sería la represión ejercida y fruto de ella la muerte de ciento cuarenta y tres hombres, a los que sumar decenas de deportados y otros abusos, en este caso fiscales, contra personas y bienes. Catalanes arcabuceados sin sentencia legal, sin formación de causa —clamaba Prim en el Congreso—. Pero ¿quién habría procedido con tal fiereza? ¿Quién había ejecutado a aquellos desgraciados? Pues los Mozos de Escuadra —respondía con la misma rotundidad—, no la Guardia Civil, ni el Ejército; y cuando, de inmediato, se alzó la voz del desnortado de turno en defensa de aquel cuerpo sin que nadie se lo hubiese pedido, el conde de Reus rechazó el intento, pues no se trataba en modo alguno de culpabilizar a «aquella tropa de suizos —como les llamaba de manera simulada— que obedece ciegamente a quien manda, sea tirio o troyano». Los responsables eran las autoridades, el Gobierno que había permitido, tolerado y mandado semejantes actos de vandalismo.

Ni maniqueísmos, ni exclusivismos, ni tampoco culpabilismos generalizados como forma de irresponsabilidad. Para evitarlo, el conde de Reus exigía el respeto a las leyes, empezando por la Constitución, como antídoto contra la violencia. Prim rechazaba la arbitrariedad, la ilegalidad que empuja a la rebelión y puede poner en peligro o derribar las instituciones.

El rebelarse contra el agravio y la injusticia, aunque unas veces con más acierto que otras, debía estar inscrito en sus genes. El mismo ardor con que clamaba a favor del Principado le haría solicitar una respuesta adecuada a los ultrajes que Estados Unidos nos inferían —según su criterio, a propósito de Cuba—, y lo mismo al sultán de Marruecos por algunos incidentes con las tribus rifeñas. En política exterior, el conde de Reus no distaba mucho, a aquellas alturas, del joven coronel de 1841. Nada de protestas diplomáticas, nada de notas. Solución a las ofensas, un par de miles de bombas, disparadas por algunos de nuestros barcos, contra ciertos puestos marroquíes. En cuanto a Estados Unidos, también satisfacción sangrienta del agravio «no se crea que... son una nación tan fuerte que no pudiéramos nosotros darle mucho que sentir». ¡Cuánto y en qué poco tiempo maduraría Prim también en este terreno como lo había hecho en otros! Pero ¿habría algo más normal para el español de entonces que estas actitudes? Hasta en los errores asomaba a cada paso su españolidad.

Aunque el eje de la actividad política y parlamentaria del conde de Reus, en el poco tiempo en que funcionaron las Cortes durante el Gobierno Bravo Murillo, fue la defensa de Cataluña, sus reclamaciones se extendieron al rearme de la Milicia Nacional, a la recuperación de la libertad de imprenta, al establecimiento del sufragio universal para las personas mayores de veinte años que supieran escribir...; dicho de otra forma, a lo sustantivo del programa progresista, compaginando de este modo su condición de diputado catalán y de líder de un partido nacional.

No tendría ocasión para mucho más. Las noticias del golpe del Estado de Luis Napoleón en Francia, el 2 de diciembre de 1851, sirvieron de pretexto para que Bravo Murillo cerrara las Cortes el 7 de enero de 1852. Casi un mes más tarde un cura, Martín Merino, atentaba contra la reina convirtiendo, de nuevo, el episodio sensacionalista en centro de la vida nacional.

Apenas anunciado el cierre del Congreso, Prim salió de la Corte y marchó, una vez más, a Francia. Primero a Vichy y, posteriormente, a París vía Burdeos. Instalado en la capital francesa, a finales de enero de 1852, vivía en la rue Blanche, número 44. La afición del conde de Reus por aquella ciudad, auténtico corazón de la Europa de entonces, venía, como sabemos, de muy atrás, pero en esta ocasión, ya con treinta y siete años a la espalda, un motivo muy importante de índole personal le llevaba a las orillas del Sena aún con más agrado: el amor. La elegida, finalmente, no era de Reus, ni catalana, ni siquiera española, pero además de su atractivo físico y espiritual, cumplía el otro requisito que, en su día, señalara Prim para la que hubiera de ser su esposa: tenía dinero. Un problema, sin embargo, retrasaría su enlace matrimonial varios años: la oposición de su futura suegra. Ya hablaremos de esta peripecia.

Durante aquel alto en su actividad política, dos preocupaciones absorbían la mayor parte de su tiempo: la constante atención a su madre y el avance en sus proyectos matrimoniales, aunque esto último le obligaría a desplazarse a Londres, Vichy o donde fuera necesario. Sin embargo, no perdía de vista ni un momento cuanto ocurría al sur de los Pirineos. Así, sabía que Bravo Murillo, sin partido, sin respaldo popular y carente de una espada, sólo contaba con el apoyo de la reina para mantenerse en el poder. Por tanto tenía la certeza de que aquel gobierno no duraría mucho.

Poco importaría que las realizaciones políticas y administrativas de aquel Ministerio fueran, en muchos casos, útiles y necesarias. La forma de gobernar, fundamentalmente, a través de reales órdenes y decretos, obviando en lo posible los requisitos constitucionales, y sobre todo al margen de los partidos, levantaron en su contra a moderados y progresistas. Ante la oposición en aumento, Bravo Murillo, epígono en no pocos aspectos del despotismo ilustrado, volvió a cerrar las Cortes el 2 de diciembre de 1852, y convocó otras nuevas para el 1 de marzo de 1853. Pensaba acometer una profunda reforma de la Constitución en cuanto a las libertades políticas, en sentido involucionista.

Las últimas singladuras de la década moderada

 

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a reacción contra aquel proyecto fue general y la reina dejó caer a Bravo Murillo, a quien sustituyó por Roncali, desde el 14 de diciembre de 1852 al 14 de abril de 1853. Empezaba el principio del fin de la década moderada.

Las elecciones anunciadas para el 4 de febrero de 1853 se ajustaron a las pautas corrientes de manipulación, continuando la práctica habitual. Prim se preparó para volver a la arena parlamentaria y solicitó el oportuno pasaporte a nuestra legación en París, encontrando no pocas trabas para conseguirlo pero acabó venciendo todas las dificultades. Candidato por la circunscripción de Barcelona, obtuvo nuevamente acta por su distrito de Universidad.[124]No soplaban vientos muy favorables para la oposición progresista, pero el conde de Reus quiso estar en su puesto de batalla.

Aquellas Cortes estaban llamadas a una corta existencia, concretamente, lo que tardara el Gobierno Roncali en verse hostigado seriamente por ellas. Las filas moderadas seguían divididas y partían de su seno algunas de las más ácidas críticas al Ministerio, sin que faltaran tampoco las de los progresistas. Desde el principio las dos cámaras, Senado y Congreso, expresaron su profundo rechazo a las pretensiones del Gabinete, empeñado en potenciar el poder de la Corona en detrimento de la Constitución vigente.

El fraude electoral serviría de motivo para abrir el fuego contra el Gobierno. Pero, además, como venía siendo casi una constante, los escándalos financieros y las especulaciones más llamativas, respecto al negocio de los ferrocarriles, ofrecían también un fácil blanco para la denuncia y la descalificación del Ministerio Roncali.

El 6 de abril fue una jornada parlamentaria especialmente movida. En la Cámara alta se escuchó la voz del general Concha en un ataque a fondo contra las maniobras agiotistas de Salamanca, en connivencia con el Gobierno e, incluso, con el más directo entorno familiar de la soberana. En el Congreso, el asalto a las posiciones gubernamentales corrió a cargo del conde de Reus. El terreno para la batalla fue el proceso llevado a cabo para adjudicar el acta de Vigo, ejemplo particularmente escandaloso entre cuantos se habían cometido en las últimas elecciones.

En aquel debate se nos presentaba Prim como un parlamentario directo en su estilo; contundente como siempre, pero demostrando la experiencia acumulada. Hablando con creciente soltura, con un lenguaje cada vez más fluido; con una técnica ajustada a los cánones de la oratoria entonces en boga; con referencias a la historia, antigua o próxima; con frecuentes comparaciones respecto a lo que ocurría o había ocurrido en otros países; es decir, arropando sus argumentos con una notable erudición que nada hacía suponer en sus primeros tiempos que llegaría a alcanzar. Puso de manifiesto la irresponsabilidad con que se ejercían las tareas gubernativas y cómo la Constitución era poco más que letra muerta frente al cúmulo de abusos cometidos.

El mismo se había visto imposibilitado de acudir a Barcelona para hacer campaña en defensa de su candidatura, y por si fuera poco, una vez elegido diputado obtuvo un pasaporte que le marcaba el itinerario que debía seguir estrictamente para llegar a Madrid: Bayona, Irún, Tolosa, Vitoria y Burgos.

Mientras, en la Ciudad Condal el gobernador Lasala perseguía a los amigos de Prim, aunque el verdadero objetivo de aquel acoso era el conde de Reus, de quien aseguró que no se sentaría en el Congreso. En este punto reaparece el Prim de siempre, irreductible a cualquier amenaza o insulto a su persona. Como político, sus formas parlamentarias habían evolucionado, pero como hombre, mantenía las actitudes de antaño. «Yo soy buen soldado, buen español, buen liberal —responde a las acusaciones de que lo único que ambicionaba era ser grande de España—, y siempre noble y cumplido caballero. Dudo que el señor Lasala sea otro tanto» —añadía, y le desafiaba como años antes hiciere con Fray Gerundio, pues estaba dispuesto a «escribirle en la frente con la punta de su espada» todo lo que pensaba y decía de él.

Sin embargo, lo más importante de aquella alocución no fue la descripción del caso particular de su candidatura, aunque (itera un significativo exponente de lo acaecido a otros muchos, incluido el propio Narváez o el conde de San Luis, maltratados ahora por sus correligionarios en el poder; ni siquiera la descalificación de los atropellos del Ejecutivo en Barcelona, en Madrid y en tantos lugares que fue repasando a continuación. Lo más trascendente fue la advertencia lanzada en un momento del debate: «sin las libertades patrias, conculcadas de forma reiterada... más tarde o más temprano, el trono de doña Isabel II irá rodando por el suelo».[125] Este anuncio, diríamos que a quince años vista de la revolución de 1868, fue un toque de atención muy serio lanzado por el hombre que hasta ese momento, y tantas veces después, había invocado la defensa de la Constitución y de la reina como objetivos de su vida política, pero que por encima de estos dos objetivos o inseparable de ambos, había hecho bandera de la libertad. Aquí está la coherencia entre el pensamiento y la actuación de Prim. Por Isabel II se batieron miles y miles de españoles, entre ellos el conde de Reus, mientras la reina representaba la libertad frente al absolutismo. Sin libertad y Constitución, la reina no sería nada.

El gobierno Roncali, conde de Alcoy, no pudo resistir los embates parlamentarios y cerró las Cortes el 9 de abril de 1853, aunque esta medida no le salvó de la caída. Cinco días más tarde, en pleno descenso de los moderados, le sustituyó un Ministerio encabezado por Lersundi, pero el margen de maniobra de estos «gobiernos palatinos» era realmente escaso y la salida, dado el distanciamiento entre la Corona y las fuerzas políticas, se presentaba cada vez más complicada. Moderados y progresistas, de forma un tanto parecida a la de 1843, volvían a unir sus fuerzas para acabar con aquella situación.

Entretanto, no habían transcurrido muchos días desde que concluyeran las tareas de las Cortes cuando Prim volvía a emprender el camino hacia París. En abril de 1853 lo hacía con el estímulo del enamorado que va a reunirse con la mujer que ama, aunque eso sí, debía respetar, como a su venida, el itinerario que le habían marcado. Además, las legaciones españolas en el extranjero estaban prevenidas para que, en cualquier caso, no fuera visado su pasaporte, ni el del también general Ortega, a fin de que ninguno de los dos pudiera regresar a España sin autorización expresa del Gobierno. En la capital francesa le esperaban sus asuntos amorosos, envueltos en la pugna con su futura suegra. Un enfrentamiento que se le antojaba mucho más duro que el que le había planteado el general Lasala.

Observador en Oriente

 

E

n repetidas ocasiones estuvo llamado Prim a conseguir éxitos y honores más allá de los límites de la «vieja piel de toro ibérica». Puerto Rico, enclave lejano, aunque tierra entonces española, había abierto el capítulo de destinos que, en parajes distantes, marcarían en buena parte la vida militar del conde de Reus. Al mundo antillano seguirán ahora el este de Europa, más concretamente Turquía y Bulgaria; luego el norte de África; después nuevamente al otro lado del Atlántico, con México como escenario. Espacios alejados y circunstancias muy diferentes jalonaron aquellas páginas de la biografía de Prim. Su primera experiencia en Puerto Rico había sido un mando militar y político en circunstancias de paz, aunque amenazada por las secuelas de las revoluciones de 1848. Las dos últimas, a las que hemos aludido, consistieron en sendas expediciones militares en las cuales España aparecía, bien involucrada en guerra abierta, como en el caso marroquí, o al borde de la misma, como sucedería en tierras aztecas. Pero su misión en Oriente no estaba inducida por la participación española en ningún conflicto, sino por la oportunidad de observar en directo cómo se desarrollaba la confrontación entre Rusia y Turquía.

A mediados del ochocientos, el imperio otomano atravesaba por difíciles circunstancias derivadas de sus propios arcaísmos amenazaba con desintegrarse definitivamente. Los intereses de las grandes potencias occidentales, Francia e Inglaterra; de otros estados con proyección sobre los territorios europeos dominados, a duras penas, por Constantinopla, Austria y Prusia y, sobre todo, de Rusia, eran otros tantos factores de presión añadidos, con efectos a veces contrapuestos sobre los gobernantes turcos.

Así por ejemplo, desde los últimos meses de 1852, Francia, aprovechando el asesinato de un fraile católico en el que, por falsas acusaciones, se había visto involucrado el agente consular español en Antioquia, Miguel Diat, relanzó su vieja política de aparecer como la gran protectora de los cristianos de Oriente.

Las reclamaciones del representante del Gobierno de Napoleón III fueron atendidas por las autoridades turcas, que castigaron a los asesinos, pagaron 130 000 piastras para la construcción de una iglesia en la misma Antioquia o en Alepo, y sólo presentaron alguna reticencia a las demandas de los franceses sobre la cuestión de los Santos Lugares. Pero en conjunto, bien podría decirse que el sultán se plegaba con docilidad a las exigencias de la Corte de París, por lo cual Bonaparte no tenía motivos para buscar la liquidación de un imperio turco que le permitía desempeñar su papel protagonista en la región sin grave peligro.

Tampoco Inglaterra contaba con razones para acosar seriamente al sultán en aquellos momentos. Sus aspiraciones en el Mediterráneo oriental y Egipto se veían satisfechas. La política de Londres sobre el imperio turco podía sintonizar perfectamente con la de París.

Sin embargo, desde enero de 1853 el zar Nicolás I se mostraba decidido a intervenir en una situación que se le antojaba poco menos que terminal. Para el autócrata ruso el turco era un enfermo próximo a expirar y no quedaba otro remedio que tomar las medidas oportunas ante el que consideraba inminente desenlace. Así, unas semanas después de que el zar comunicase esta teoría al embajador británico en San Petersburgo, y a tono con la misma, el príncipe Menshikov exigió al sultán que la iglesia ortodoxa, asentada en territorio del imperio otomano, quedase bajo la protección de Rusia. En realidad se buscaba algún motivo para intervenir y, como era presumible, las pretensiones del zar fueron rechazadas. En respuesta, Menshikov abandonó Constantinopla en mayo de 1853 dando un ultimátum a los turcos. El camino a la guerra estaba abierto con la oposición de Francia e Inglaterra, preocupadas por este afán intervencionista ruso que amenazaba el equilibrio existente.

Por las mismas fechas, el embajador francés en Madrid, el marqués de Turgot, comunicaba confidencialmente al Gabinete Lersundi las advertencias de Napoleón III a los rusos que se disponían a ocupar Moldavia y Valaquia, si los turcos no obedecían a las imposiciones de Nicolás I. El Gobierno de París manifestaba su intención de solucionar el conflicto mediante una conferencia en la que participarían Inglaterra, Prusia, Austria, Rusia e incluso Francia. De paso, criticaba las exorbitantes pretensiones de Rusia y aseguraba que cumpliría sus compromisos de 1841 para garantizar la integridad de Turquía.

España se mantenía al margen de la cuestión. Por un lado Rusia, reacia a reconocer a Isabel II y mostrando siempre simpatías por los carlistas, no despertaba particular atracción para el Gobierno de Madrid, sino más bien recelo. Pero tampoco convenía hostigar a la Corte de San Petersburgo. Por otra parte, nuestras relaciones con Turquía eran mínimas, ni siquiera teníamos embajador en Constantinopla en aquellos momentos. Así pues, la neutralidad parecía la línea de conducta más aconsejable. Sin embargo, la cautela ante la posición que adoptaron las grandes potencias llevaba a nuestro Ministerio de Estado a tal inacción que la legación española en la capital otomana carecía de instrucciones claras sobre lo que debía hacerse.

Desde la capital francesa asistió Prim al agravamiento de las tensiones entre Rusia y Turquía, a la par que se verificaban los preparativos de Inglaterra y Francia para frenar el expansionismo zarista. A finales de la primavera de ese año la ruptura entre Constantinopla y Moscú estaba a punto de producirse. Era tan evidente el inicio del conflicto que antes de que ocurriera, el 12 de junio, el conde de Reus fue nombrado por el Gobierno español comisionado en Turquía: «al objeto de examinar el estado de aquel ejército y asistir a las operaciones que puedan (sic) tener lugar si, desgraciadamente, se rompieran las hostilidades entre la Puerta Otomana y Rusia...».[126]Esta disposición satisfacía a casi todos. Por un lado, al Ministerio, que colocaba a Prim en un lugar lo suficientemente alejado para apartarle de cualquier actividad política; por otro, al mismo afectado, tanto por las malas circunstancias en que navegaban sus relaciones amorosas, debido al empecinamiento de la madre de su novia en impedir la boda, como por la posibilidad de mejorar sus conocimientos profesionales y sus contactos sociales, amén de percibir un sueldo nada despreciable de sesenta mil reales más otra cifra igual como gratificación; cantidades que deberían abonársele por nuestra legación en la capital turca con cargo al Ministerio de Estado.[127]Aunque se acordó finalmente que los pagos de sueldos y gratificaciones se harían por la casa Aguirre Bengoa en París.[128] El epistolario de Prim con su amigo Maciá, citado de nuevo por Olivar Bertrand, nos muestra la satisfacción del reusense por la tarea que se le encomendaba y las condiciones ofrecidas: «... voy contento —afirmaba—, contentísimo».[129] Menos entusiasmo mostraban nuestros diplomáticos en Viena, que no dudaban en expresar su extrañeza ante el hecho de que un gabinete conservador nombrara, jefe de la comisión militar a Oriente, a un general «... cuyos antecedentes y manifestaciones parlamentarias implican tanta hostilidad a estos mismos gabinetes...».[130] Más aún, señalaban que Turquía, aunque lejos, no era en aquellos momentos el lugar más a propósito para enviar a Prim, puesto que al rumor de los aprestos de guerra acudía allí «... la parte más osada de la emigración revolucionaria de Hungría, Polonia e Italia». Igualmente contrario a la presencia del conde de Reus en la corte del sultán se mostraba nuestro embajador en París, el marqués de Viluma.

Aquellas reticencias no impidieron que el ministro de la Guerra español Lersundi ordenara que el coronel Federico Fernández San Román y el teniente coronel Carlos Detenre se incorporaran a la comisión que, encabezada por Prim, se dirigía a Constantinopla. Como ayudante de campo del conde de Reus fue designado Augusto Pita del Corro. El conde de Reus pedía que una escolta de una docena de voluntarios catalanes, al mando de un sargento, acompañara a los comisionados. Una vez en Constantinopla habrían de unírseles otros jefes y oficiales españoles, hasta un número de seis, que allí habían acudido con real licencia, y además, el comandante piamontés Corona y el capitán inglés Rodees. Algo después lo harían también un comandante polaco, el médico francés M. Pelletan, jefe de Sanidad del Ejército de Rumelia, y por encargo del sultán, se le sumaría, en calidad de intérprete, el comandante turco Saofet-Effendi.

Recibidas las instrucciones del Gobierno, en las cuales se le encomendaba prestar atención no sólo a los diferentes aspectos del Ejército otomano, sino también a las posibles incidencias políticas, se dispuso Prim a viajar a Constantinopla. En el caso, más que probable, de que comenzase la guerra debería unirse al cuartel general de Omar Pachá, pero procediendo siempre con la cautela precisa para evitar incidentes diplomáticos con otros países. No se entretuvo demasiado en los preparativos del viaje y aprovechó los días previos a su partida para realizar diversas gestiones, que habrían de resultarle de no poca utilidad. Así, a comienzos de julio, se entrevistó con Veli Edim Rifart Pachá, embajador turco en la capital francesa, al que puso al corriente de su misión. Además, incorporó a la expedición, en calidad de secretario de la misma, al marqués de Serravalle, italiano naturalizado español, notable políglota que podría prestarle importantes auxilios.

No obstante, desde el principio aparecían algunas dificultades y como en tantos otros momentos, el carácter resuelto de Prim chocaría con la lentitud y, a veces, incoherencia de la maquinaria administrativa. Debía partir sin tardanza, pero la casa encargada de facilitarle los fondos necesarios se negaba a hacerlo por cuanto no había recibido ni el dinero ni la autorización pertinente. Aquello no le detuvo y para atender a la adquisición del equipamiento necesario tomó un préstamo de 80.000 reales de la casa Gil y Cía., operación que habría de suponerle, más adelante, no pocos problemas burocrático-financieros.

Mientras, los acontecimientos se deslizaban hacia la guerra. En junio de 1853 las tropas rusas habían avanzado al Pruth y en julio, al mando de Gortschakoff, ocuparon Moldavia y Valaquia.

La situación aconsejaba actuar con rapidez y superados los obstáculos a duras penas, la comisión con Prim al frente acudió a despedirse de la reina madre en su palacio de la Mailmaison. El 16 de julio salió hacia Marsella, donde llegó tres fechas más tarde. El 21 de ese mes embarcaron el conde de Reus y sus subordinados en el Osiris, con rumbo a la capital turca. Tras hacer escala en Malta, Sira y Esmirna arribaron a Constantinopla el 1 de agosto, y fueron recibidos por los diplomáticos de nuestra representación ante el sultán.

Apenas llegado se entrevistó Prim con el gran visir Mustafá Bajá, el ministro de Asuntos Extranjeros, Bohid Bajá, y el presidente del Supremo Consejo de Justicia, quienes le recibieron con ostensibles muestras de simpatía. La actividad militar y política de las autoridades turcas, apoyadas decididamente por Francia e Inglaterra, confirmó al conde de Reus en la creencia de que la guerra era inminente. Un sentimiento nacionalista exacerbado agitaba a la población turca. Hasta 125000 soldados, con el refuerzo de 15000egipcios y el apoyo franco-británico le parecían una fuerza muy capaz de enfrentarse a los rusos.

El 6 de agosto visitó al ministro de la Guerra, Mehemet Alí Pachá, que le distinguió con un trato también amigable, y en los días siguientes pudo conocer a algunos de los más importantes jefes militares e inspeccionar diversas unidades y cuarteles de la ciudad.

La culminación de estos actos protocolarios tendría lugar el 15 de agosto, cuando Su Majestad Imperial, el sultán, recibió al conde de Reus, quien pronunció un breve pero sentido discurso que causó evidente complacencia al emperador turco. Sin duda, tales atenciones acentuaron las simpatías de Prim por la causa de la Sublime Puerta. Más adelante, en 1855, confesaría por escrito sus acusadas filias y fobias respecto a la cuestión de Oriente. Rusia y el zar le parecían culpables, sin paliativos, de aquella guerra. Su proceder altanero y provocativo contrastaba, a los ojos del conde de Reus, con la tolerancia y buena disposición de los gobernantes otomanos.

Como siempre hasta entonces, anteponía su espontaneidad, con frecuencia excesiva, a otras consideraciones. No es de extrañar que con el mismo apasionamiento no pudiera disimular su sentimiento por la escasa presencia y significado de España en Constantinopla. En su condición de general español se dolía del pobre aspecto de la embajada española, pero mucho más de que hacía doce años que ningún buque de nuestro país llegaba a la capital turca.

Las manifestaciones a favor de la guerra se sucedían en Constantinopla al paso de los días. El 8 de septiembre los más exaltados, movidos por los ulemas, exigieron al sultán que declarara la guerra a Rusia o abdicase. Sólo las negociaciones entre las potencias, buscando una última oportunidad para la paz, frenaban el enfrentamiento. Pero la llamada «nota de Viena» en la que se recogían las condiciones de Austria, Prusia, Francia e Inglaterra fue finalmente rechazada por el zar y, con ello, el camino de la guerra estaba definitivamente abierto.

Un poco antes, Prim, que deseaba trasladarse cuanto antes al cuartel general del Ejército turco, establecido en Schumla, había emprendido el viaje hacia este punto el 28 de agosto de 1853. Las autoridades de Constantinopla ofrecieron un barco de su armada como medio para que la comisión española, en la que causaba baja el marqués de Serravalle, llegara a Varna a través del mar Negro. Sin embargo, el conde de Reus prefirió marchar por tierra, recorriendo los Balcanes, con el fin de conocer mejor lo que podría convertirse en el teatro de las futuras operaciones.

Al cabo de casi un mes, el 22 de septiembre, arribaban Prim y sus acompañantes al emplazamiento que había elegido para establecerse el general en jefe otomano, Ornar Pachá. Atrás quedaban más de 700 kilómetros de malos caminos, cubiertos en difíciles circunstancias, que hicieron enfermar a varios miembros de la comisión, entre ellos Carlos Detenre y el propio conde de Reus. El cordial recibimiento de que fueron objeto alivió las penalidades sufridas.

Los jefes turcos parecían confiar aún en el arreglo pacífico de las diferencias y así lo comunicó Prim al Gobierno español, aunque él personalmente no creyera mucho en esta posible solución. En efecto, el 4 de octubre el sultán había emplazado a Rusia a retirarse de los principados en el término de quince días, en caso contrario comenzaría la guerra. Las tropas mandadas por Ornar Pachá recibieron la noticia del ultimátum el 8 de octubre y el 9 prestaron solemne juramento de fidelidad sobre el Corán.

Las cifras del Ejército turco en Bulgaria hablaban de un total de 110.000 hombres: 64.000 soldados regulares, 25.000 reservistas y 10.000 voluntarios con 220 piezas de artillería. Prim estimaba aquellas fuerzas en no más de 90.000 hombres, de los cuales unos 20.000 estaban en Schumla y el resto desplegados a lo largo de la orilla derecha del Danubio. Frente a ellos, 69.000 infantes, 16.000 soldados de caballería y 312 piezas de artillería con las que los rusos contaban en los principados ocupados.

El conde de Reus pensaba que, a pesar de cuanto venía sucediendo, la guerra no empezaría inmediatamente, al menos a gran escala, pues ni rusos ni turcos disponían de los medios necesarios para atravesar el Danubio y la proximidad del invierno también desaconsejaba emprender grandes operaciones. Le parecía lo más probable, como así sería, que los contendientes se limitaran a buscar posiciones favorables para una gran ofensiva en primavera.

El 23 de octubre comenzaron las escaramuzas entre turcos y rusos. Ornar Pachá decidió tomar la ciudad de Kalafat, importante punto estratégico, como primer objetivo de sus acciones. La comisión española, incorporada al Estado Mayor de Ornar Pachá, salió de Schumla el 27 de octubre y se dirigió a Tortokán. Allí participaron, más que como observadores neutrales, como asesores del jefe turco en varias de las operaciones que propiciaron el paso de algunas unidades otomanas al otro lado del Danubio. Cuando los rusos trataron de recobrar las posiciones fueron derrotados en Oltenitza. Sin embargo, pocos días después, a finales de noviembre de 1853, los rusos se tomaron la revancha hundiendo una flota turca en Sinope, en el mar Negro.

Como había previsto Prim, las duras condiciones climatológicas impusieron un compás de espera en la guerra, retirándose las tropas a los cuarteles de invierno tras abandonar los turcos la cabeza de puente que habían establecido. Sin embargo, durante los meses finales de 1853 y comienzos de 1854 los rusos, al preparar la siguiente campaña, incrementaron extraordinariamente sus contingentes militares en los principados, llegando a reunir más de 156.000 hombres y 620 piezas de artillería. La comisión española regresó a Schumla, de allí a Varna y, seguidamente, a Constantinopla.

El conde de Reus se despidió del Ejército turco manifestando —según sus palabras— «... mi reconocimiento al digno general que lo manda, como cumple —decía— a mi deber de caballero y de general español».[131]Haciendo gala de su magnificencia, regaló las tiendas de campaña y los caballos de la comisión a los oficiales más distinguidos de Omar Pachá. Suspendidas las hostilidades y sin nada que hacer allí durante varios meses se dispuso a regresar a España, vía Francia, hasta la primavera siguiente, y así se volvió a Constantinopla, adonde llegaron el 6 de diciembre. Una vez allí, además de entrevistarse nuevamente con el sultán, elevó a nuestro gobierno una propuesta de condecoraciones para las principales autoridades turcas, que tantas deferencias habían tenido con la comisión española.

La actuación de Prim mereció los elogios de los turcos y el beneplácito de ingleses y franceses, pero fue criticado por austríacos y prusianos. Hubo, incluso, algunos periódicos en Esmirna y Francfort que le acusaron de excesivas complacencias con los otomanos, y hasta de haber aceptado el mando de una división del Ejército del sultán. Ante tales noticias, el Gobierno español preguntó reservadamente a nuestro encargado de negocios en Constantinopla sobre la veracidad de las mismas y una vez desmentidos tales infundios aprobó cuanto la comisión había realizado.

Prim se embarcó en el Osiris el 25 de diciembre de 1853, y llegó a Marsella el 5 de enero de 1854. Desde allí intentó seguir hacia Madrid vía París, pero el Gobierno español, encabezado ahora por el conde de San Luis y con el general Blaser como ministro de la Guerra, le ordenó permanecer en la capital francesa, junto con los demás integrantes de la comisión.[132]Una vez en la ciudad del Sena comunicó al ministro de la Guerra que, los rumores de los círculos políticos, daban por hecho el envío de un ejército francés, en apoyo de los turcos, para la primavera de 1854.

Al margen de avisar al Gobierno lo que se comentaba en medios parisinos y de enviar a Madrid al coronel Fernández San Román, para completar los informes relativos a la primera estancia en Oriente, Prim aprovechó aquellas fechas para tratar de reemprender sus escarceos amorosos con la que más tarde sería su esposa.

Durante su estancia en París, fue objeto de no pocos agasajos y atendió a diversos asuntos personales, como reclamar a nuestro Gobierno algunas cantidades de dinero. En concreto pedía que se le reembolsaran los gastos que debió afrontar para mostrar el decoro y la dignidad que correspondían a su misión y a la categoría de un general español. Banquetes, regalos y otras atenciones le habían obligado a gastar 53000 reales de su patrimonio, cifra que el ministro aceptó sufragar.

Mientras llegaba el momento de partir otra vez para Oriente, Prim gozaba en la capital francesa de la confianza de la emperatriz Eugenia y de Napoleón III, quienes le recibieron el 29 de enero de 1854. El emperador le consultó ampliamente acerca de las circunstancias que rodeaban al Ejército turco y su capacidad. Lo mismo hizo el príncipe Jerónimo Napoleón, unos días más tarde, quien le confirmó la próxima partida de un ejército francés a Oriente y la ruptura con Rusia en plazo breve.

El conde de Reus continuaba informando cumplidamente al Gobierno de Madrid acerca de cuanto se decía en París sobre la cuestión ruso-turca. A medida que se acercaba la primavera se esperaba la reanudación de la guerra y, con ella, el envío a la zona, por segunda vez, de la comisión militar española. En marzo de 1854 fueron incorporados a la misma el capitán José M.a Enfile y el coronel Ambrosio Garcés de la Marcilla, que no llegaría a viajar a Oriente, pues sería sustituido por el capitán Salustiano Sanz.

Prim recibió entonces instrucciones semejantes a las de su primer viaje, al menos en lo fundamental, es decir, continuar desempeñando «... su papel de observador de modo digno y compatible con su propio honor y el de la nación a la que representaba, evitando —le decía el ministro de la Guerra— comprometer su persona y la de los que tiene a sus órdenes en situaciones que puedan interpretarse por las potencias extranjeras como de intervención activa directa o indirectamente».[133]Era una forma de advertirle contra los impulsos de su carácter vehemente manifestados en la ocasión anterior, aunque, eso sí, se le autorizaba a destacar algunos de sus oficiales a donde estimara oportuno. De paso, acorde a su doble política de palo, no demasiado fuerte, y zanahoria, en cantidades reducidas, para mantenerle controlado y no del todo descontento a la vez, el Gobierno español le condecoraba con la cruz laureada de San Fernando de segunda clase.

Como resumen de aquella misión se le ordenaba elaborar una memoria general de la campaña, con todos los datos que pudieran adquirirse, y enviar a Madrid el trabajo desarrollado cada mes. Previamente, antes de salir de París habría de remitir un presupuesto en el que apareciera la estimación de gastos de la comisión, también mensual, tanto para el pago del personal como el coste de los viajes y de todo el material y efectos necesarios. Para el período que iba de marzo a diciembre de 1854, el conde de Reus cifró las necesidades de aquella expedición en 511.760 reales.

La experiencia precedente y los nuevos cometidos asignados a la comisión demandaban la ampliación de sus efectivos. Entre otros, Prim insistió en la incorporación de una docena de hombres armados, adictos y valientes, para encargarse de la seguridad. Como buen catalán pensaba que los mejores para esta misión serían los Mozos de Escuadra, entre los que no sería difícil encontrar voluntarios suficientes. Caso de que el Gobierno no accediese a que fueran Mozos de Escuadra, solicitó que, al menos como mal menor, se le permitiera llevar hombres de su país a los cuales armaría y equiparía con traje catalán. La petición fue atendida, aunque con una mínima reducción de sus efectivos, ya que —desmintiendo las esperanzas de Prim— no fueron muchos los que acudieron a alistarse en tal empresa, si bien finalmente se logró reclutar una decena de los componentes de las llamadas Rondas Volantes de Cataluña.

Los preparativos continuaron a lo largo de marzo de 1854 y mientras se completaban, Prim marchó a Londres para una breve estancia invitado por lord Raglan, general jefe del cuerpo expedicionario británico. Allí se entrevistó con el general Lacy-Evans, con lord Dudley-Stuart y con lord Clarendon y estuvo en la Cámara de los Lores y en la de los Comunes, recibiendo repetidas muestras de la mayor consideración. Su visita a la capital inglesa coincidió con la fecha, 27 de marzo de 1854, en que Francia e Inglaterra declaraban formalmente la guerra a Rusia. Un ejército de cada uno de estos países se dirigiría a Oriente para sumarse a las fuerzas navales francesas y británicas que se habían desplazado a Constantinopla (donde recalaron el 15 de noviembre de 1853), y que desde enero de 1854 se encontraban ya en el mar Negro.

Sin duda esta llamada a Inglaterra para ser consultado por tan altos dignatarios, junto con el interés demostrado por el propio Napoleón III, era la constatación de que el conde de Reus estaba considerado en Europa como una de las referencias más autorizadas, sobre los aspectos militares, de la cuestión de Oriente.

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