Prim

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CAPITULO V » De una empresa militar a otra

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CAPITULO V

Del bienio progresista a la Unión Liberal

 

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l 23 de septiembre de 1854 ya estaba Prim de vuelta en España. Pero, habiendo transcurrido casi tres meses desde el inicio de la revolución, partía necesariamente de una posición secundaria en el nuevo esquema de poder. El conde de Reus no había participado en los movimientos que en Vicálvaro empezaron a derribar al Gobierno moderado. Cuando el 28 de junio de 1854 el general Dulce se alzó en armas contra el Gabinete del conde de San Luis, Prim se hallaba a miles de kilómetros. En efecto, aunque prevista en principio para el 13 del mismo mes, al fin, dos semanas más tarde, se puso en marcha aquella insurrección militar en la cual se habían comprometido otros generales como O’Donnell, Messina y Ros de Olano. El Gobierno trató de resistir enviando contra los sublevados una parte de la guarnición de Madrid, al mando del general Blaser. El encuentro de ambas fuerzas en Vicálvaro no resolvió nada pues, tras unas horas de combate, unos y otros se retiraron sin vencedores ni vencidos. Por tanto, el primer tiempo de la revolución de 1854 concluyó sin éxito.

Los moderados que apoyaban la sublevación necesitaban nuevas adhesiones. El 7 de julio, desde Manzanares, hacia donde se habían desplazado los insurrectos, O’Donnell firmó un manifiesto, redactado por Cánovas, en el cual quedaban expuestos los objetivos clave del levantamiento: mantener el Trono, pero sin la camarilla que lo deshonraba, y el respeto a la voluntad nacional.

A tales propuestas se sumaron los progresistas y la revolución se extendió por casi toda España, llegando a su punto culminan te el 17 de julio en Madrid. La multitud asaltó los palacios de María Cristina y del marqués de Salamanca y el del presidente del Ejecutivo, el conde de San Luis. La reina intentó frenar el golpe nombrando un nuevo gobierno, a cuyo frente puso al general Fernández de Córdova, pero era tarde.

Isabel II, ante la gravedad de la situación, lanzó un mensaje al país reconociendo los errores cometidos y prometiendo enmendarlos. A la vez llamó a Espartero al Gobierno, con la intención de que sirviera como muro de contención de un movimiento que amenazaba con llevarse por delante, al menos, la dinastía borbónica. El 29 de julio Espartero entró en Madrid, pero también O’Donnell, no había otra solución que un acuerdo entre ambos para compartir el poder y así se hizo por el momento.

Otra oportunidad

 

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na pléyade de militares y políticos habían contribuido a la revolución de 1854 y eran, lógicamente, los llamados a recibir los honores en primer término, a ocupar los principales cargos de la nueva Administración. Prim trató de situarse a la sombra de su antiguo enemigo, Espartero, y reemprender su carrera política. Para ello dirigió un manifiesto a sus paisanos de cara a las elecciones a Cortes Constituyentes que iban a celebrarse en octubre de 1854.

En aquel texto proclamaba su adhesión desde el principio al movimiento revolucionario de junio: «En Rutschuk me hallaba yo cuando el cañón de Vicálvaro —les decía— anunció al mundo que se había enarbolado el pendón de la libertad española. Desde aquel momento —aseguraba— mi alma traspasó el espacio y se fue derecha a mi tierra para decir a mis valientes paisanos que había llegado la hora de nuestra regeneración...».[136] Más adelante hacía una referencia a lo sucedido en 1842 y 1843. Aprovechaba para señalar los errores cometidos a manera de confesión y advertencia. «El desacuerdo que en el malhadado año de 1842 se introdujo en el campo liberal escribía—, elevó al poder en 1843 (sic) al partido malamente llamado moderado». ¿Quién sabía mejor de los errores cometidos en aquella ocasión que el mismo conde de Reus?[137]«Pero ahora el partido moderado —añadía—, a su vez murió por la inexorable ley de su fatalidad. Se dividió en 1852 y las mismas causas produjeron los mismos efectos. En 1854 ha vuelto el poder a nuestras manos. ¡Justicia de Dios! Quien a hierro mata, a hierro muere.»[138] Sus propuestas para solucionar los problemas existentes estaban claras: asegurar la libertad reorganizando la Milicia Nacional, mejorar el poder militar reformando el sistema de reclutamiento en un sentido social más justo; frenar las intromisiones de la Iglesia en las contiendas políticas y poner orden en la Hacienda pública. Todo ello buscando la unión de los liberales, perdonando incluso agravios pasados, pero sin olvidar las lecciones recientes, de las cuales aportaba su propio ejemplo, pues «... yo no soy de los que menos han sufrido...; prisiones, consejos de guerra en que el poder fiscal pidió la pena de muerte... confinamientos... destierros... persecuciones...». En resumen, como objetivos de la Asamblea Constituyente que se anunciaba, para dar al país un marco jurídico-político más abierto que el de 1845, pedía, tal vez con más audacia de la aconsejable, «... una Constitución monárquica... con todas las garantías de una república, y en el orden administrativo: moralidad, economía, equidad en la distribución de contribuciones, desarrollo a la instrucción, protección a las artes e impulso a las obras de utilidad pública...».[139] El escrito del conde de Reus provocó airadas reacciones, en pro y en contra, en una Ciudad Condal que trataba de volver a la normalidad tras la revolución política, la tensión social y el azote del cólera que, sólo en los meses de agosto y septiembre, se había llevado por delante más de cinco mil personas. A las páginas del Diario de Barcelona y otros medios de prensa llegaron, a la vez, las notas más críticas y las manifestaciones de apoyo al citado manifiesto. Para sus enemigos, que no se olvidaban de la «traición» de 1843, Prim había pergeñado malamente unas líneas con ideas incoherentes y mezcolanza de principios; y advertían del peligro que encerraba su figura para la unidad liberal que ahora se precisaba. Para sus amigos, el conde de Reus había sido una víctima de los moderados, de modo que sólo los que le odiaban podían acusarle de haber medrado en la época anterior, sin parar en mientes en las prisiones, los confinamientos y los destierros que había soportado a lo largo de los últimos once años. Además existía una prueba irrefutable a favor de la moralidad de Prim en la vida pública, todavía entonces su patrimonio seguía contando, únicamente, con su cabeza, su corazón y su espada.[140] A aquellas alturas y contra lo que algunos han escrito, tildándole de conspirador inquietante, a la búsqueda de grados y honores, la carrera militar de Prim debía poco o nada a los favores políticos. Era general porque había sido soldado, comido durante años pan de munición y luchado con valentía durante siete años por la Constitución y por la reina. Sus ascensos militares no los había ganado en las antecámaras de Palacio, ni haciendo coro a los ministros, los había conseguido en el campo de batalla y —como diría en más de una ocasión— la faja de general no la había sacado de ninguna intriga sino de su cartuchera.

Con todo, el conde de Reus encontraría no pocas dificultades para conseguir el acta de diputado que estaba obligado a ganar en las elecciones fijadas, en principio, para el 4 de octubre de 1854. Aunque las circunstancias por las que atravesaba Barcelona, entre otras el referido ataque del cólera morbo, obligaron a un aplazamiento de tres semanas.[141] Bajo el lema de ¡Unión de los liberales! y ¡Viva la moralidad! bullía la lucha electoral. Llovían los manifiestos de todas las ideologías, desde el firmado por Montemolín al que llevaba la rúbrica de María Cristina de Nápoles, y junto a ellos los de no pocos candidatos a ocupar un escaño en las próximas Cortes Constituyentes.

La prensa de aquellos días recogía varias propuestas de candidaturas y sólo en algunas aparecía el nombre de Prim y casi nunca ocupando un lugar preferente. Manuel de la Concha, Dulce (entonces capitán general de Cataluña), Messina, Figuerola, Degollada, Ríos Rosas... por un lado; y por otro, los Figueras, Pi y Margall, Masadas, etc., figuraban en casi todas las listas electorales de la capital catalana.

En aquella Barcelona castigada por los problemas sanitarios, con la sombra de las «selfactinas» planeando sobre el horizonte laboral, se veía con notable éxito la representación de la obra Españoles sobre todo, en el teatro Nuevo de Gracia, o la no menos significativa No me toques a la reina, escenificada en el Liceo. Pero el verdadero interés, al menos en determinados círculos, se encontraba en aquellas elecciones en las cuales Prim se batía en las urnas desde una posición poco favorable. Al fin, de los 9.637 votantes, sobre los 24.051 que tenían derecho, 5.708 apoyaron su candidatura en una consulta popular en la que los republicanos, más o menos disimulados, lograron un notable éxito en la Ciudad Condal y sus alrededores.

Reafirma su posición política

 

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penas celebrados los comicios, Prim viajó a Madrid, donde cayó enfermo, y según publicaba El Esparterista,a pesar de no tratarse de una afección grave, fue visitado por el duque de la Victoria para interesarse por su salud. Un mes más tarde, el 26 de noviembre de 1854, causaba alta en la Cámara y no tardó mucho en manifestar sus ideas acerca de las grandes cuestiones de fondo de aquellos días: el papel de la monarquía y la Constitución. En los pocos meses transcurridos desde su regreso a España había templado, sustancialmente, alguno de sus puntos de vista. Así lo reconocía en su discurso ante las Cortes el 30 de noviembre de 1854.

En el manifiesto a sus paisanos, al que ya nos hemos referido, hablaba de la necesidad de implantar en España una monarquía con formas republicanas. Esa sombra de ambigüedad, tras la que se refugiaba en principio cautelosamente, acerca del posible alcance final de la revolución, le parecía ya un grave error. Con la pasión del converso proclamaba ahora su entusiasmo monárquico. ¿Qué sería de nuestra España sin la monarquía? Se preguntaba y respondía con énfasis, «... el caos, la confusión, la anarquía, la disolución...».[142] Frente a los sectores más próximos a las tendencias republicanas, argumentaba desde la más pura teoría liberal que el rey reina pero no gobierna, y por tanto, la responsabilidad de los errores pasados no podía corresponder a la Corona sino a los sucesivos ministros que habían ejercido el poder. La solución hacia el futuro no estaba en derribar el Trono, sino en exigir a los ocupantes del banco azul moralidad, dignidad y eficacia.

El 4 de diciembre de 1854 volvió a la palestra parlamentaria. Le tocaba ahora tranquilizar a la opinión sobre supuestas amenazas reaccionarias que, en teoría, hacían renacer los fantasmas de 1843. Combatió, pues, a los que desde su propio partido abogaban por apartar a los moderados del poder recordando que, sin la iniciativa de O’Donnell y Dulce, difícilmente habrían podido los progresistas llevar adelante el movimiento revolucionario contra la «polacada». Salía al paso de los que censuraban la política de entendimiento, buscada por el Gobierno del duque de la Victoria, y expresaba su total apoyo al Gabinete. Su postura era clara, el país necesitaba un gobierno fuerte y compacto, una gestión transparente y honesta. Esto le parecía más importante que la política de gestos fáciles, de suprimir la contribución de consumos, medida popular, sin duda, pero poco más que episódica.

En las Cortes de la revolución de 1854Prim aparece, en palabras de Ordax Avecilla, como representante de la burguesía catalana, en concreto de los fabricantes de algodón. Curiosamente, aunque no por primera vez en su trayectoria política, se veía tachado de conservador, casi de reaccionario. Tampoco sería la última. Desde luego el conde de Reus no era entonces, ni lo fue nunca, un revolucionario de barricada. Un hombre de los que, a falta de otros recursos, debían recurrir a la tea y al puñal. Bien al contrario, confesaba sin rubor su defensa permanente del orden y la propiedad.

En aquella legislatura, que concluiría en julio de 1855,tuvo oportunidad de demostrar, por enésima vez, su dedicación a la defensa de los intereses de Cataluña, al menos del sector empresarial que le había apoyado en las elecciones. Cuando el Gobierno se propuso reformar los aranceles de aduanas cundió la alarma en la Ciudad Condal. La Diputación y el Ayuntamiento de Barcelona, la Sociedad Económica de Amigos del País, la Junta de Comercio y la de Fábricas... todos se movilizaron al unísono para evitar cualquier apunte librecambista, y enviaron a Madrid una comisión que, mediante el apoyo de los parlamentarios catalanes, con Prim a la cabeza, lograron que se abriese una información parlamentaria para debatir la cuestión.

El conde de Reus no se perdió ninguna de las sesiones de aquella comisión. Se informó cuanto pudo sobre el problema y se asesoró por especialistas en la materia. Dentro y fuera de la Cámara batalló al máximo, hasta conseguir la retirada del proyecto, al menos de momento, granjeándose con ello la gratitud y confianza de los fabricantes, cuyo respaldo político disfrutó durante mucho tiempo.

Como parlamentario daba muestras de un aplomo creciente y, aunque mantenía la fogosidad de antaño, podía ya afirmar con bastante razón «... yo no hablo nunca por hablar, sino que hablo después de haber pensado...»,[143]y aunque eso no le privara un ápice de seguir empleando una oratoria de estilo directo y rotundo, insistía «... hace mucho tiempo que he renunciado a todo lo que no es circunspecto y serio...». Los debates parlamentarios ya no eran para él refriegas personales. Ciertamente había ganado en preparación y capacidad, se presentaba a sí mismo como un general de la monarquía constitucional, capaz de discutir las cuestiones políticas sin que ello derivara, inevitablemente, en un duelo a muerte. Su posición no dejaba lugar a dudas, «yo he sido siempre lo que soy —proclamaba—, monárquico-constitucional. —Y añadía—: Quiero a la reina doña Isabel como la he querido siempre y como la he defendido siempre en el campo de batalla y en la tribuna».

Le separaban de los republicanos, a aquellas alturas, cuestiones ideológicas y motivos personales difíciles de superar. Estos últimos seguramente le marcaron para el resto de su vida. Les acusaba, en concreto a algunos esbirros de Ordax Avecilla, de haber insultado a su madre en Barcelona, «¡miserables —clamaba con ira en la tribuna del Congreso—, Miserables, Miserables —repetía—, los que tal hicieron!»[144] Dada la veneración de Prim por su madre no creemos que olvidara nunca esta afrenta. Sin embargo, en aquella ocasión pudo demostrar el modelado espiritual de un político de altura. El conde de Reus, por primera vez en circunstancias semejantes, no devolvería el ultraje para no matarse con Avecilla.

De París a Melilla pasando por Granada

 

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n nuevo contratiempo en su salud apartó a Prim de las obligaciones parlamentarias en los primeros meses de 1855. Al poco tiempo de recuperarse salió de Madrid, el 20 de marzo, con destino a la que podríamos llamar su segunda residencia, es decir, a París, donde llegaba una semana más tarde. Mientras, en España, el cólera se aprestaba a matar a otros cuantos centenares de personas.

Los asuntos privados consumían entonces los días y no pocos de los dineros del conde de Reus en Francia; de la capital a Vichy y, tras una breve estancia en Panticosa, de nuevo al balneario francés, tan célebre por la vida social que en él se desplegaba como por sus aguas. En septiembre de 1855 dejó Vichy y regresó a París y, a las pocas semanas, tras haberse acercado antes a Bayona, volvía a España. Entre tanto, había sido reelegido diputado por Barcelona, en elección parcial escrutada el 30 de mayo.

El 28 de septiembre el gabinete presidido por Espartero solicitaba a las Cortes, conforme al artículo 3 de la ley de 6 de mayo de 1855, la autorización para colocar al frente de una Capitanía General al mariscal de campo don Juan Prim, conde de Reus, diputado por Barcelona. La comisión nombrada al efecto, presidida por Serrano, accedió a la petición el 2 de octubre, «... pues no sería justo privar al Gobierno de los servidores que hubiera menester».[145] Prim, nombrado para aquel destino, completó el trámite comunicando a la Cámara haber aceptado el cargo de capitán general de Granada, el 15 de octubre de 1855.

¡Al fin! mandaba nuevamente y volvía a reencontrarse con la ciudad de la Alhambra. En tiempo breve desde su llegada a la capital granadina logró asegurar el orden en la zona, pues tal era el objetivo que se le había encomendado. Restablecida la calma se encontró en condiciones de abordar un viejo problema que afectaba a nuestras posesiones norteafricanas, en particular a Melilla. Los rifeños hostigaban, con cierta frecuencia, a las embarcaciones que se aproximaban a sus costas y a las guarniciones españolas.

Otro en su lugar seguramente habría permanecido en su acogedora residencia, paseando a las orillas del Darro y cultivando las relaciones sociales. El conde de Reus, sin embargo, no era capaz de permanecer quieto. Así, el 25 de noviembre de 1855, se desplazó a Melilla para estudiar sobre el terreno alguna posible respuesta a los últimos ataques sufridos. Llegado a tierras melillenses, y tras informarse de la situación, se puso al frente de varias unidades y avanzó hasta Cabrerizas. Una vez allí, y en combinación con el fuego de los barcos Castilla y Pantera, recorrió diversos puntos de los alrededores de la ciudad infligiendo a los moros un fuerte correctivo. Al día siguiente repitió las operaciones con resultados parecidos. Tranquilizada la zona norteafricana, regresó a Granada.[146] Aquella expedición dio un nuevo impulso a su carrera militar. El 5 de febrero de 1856 fue ascendido a teniente general, aparte de por su antigüedad como mariscal de campo, como recompensa por los méritos contraídos en su misión en Oriente y las acciones frente a Melilla de hacía sólo unos meses. Este ascenso no le impidió mantener su acta de diputado, al no incurrir en incompatibilidades, según el dictamen correspondiente de 26 de enero de 1856.

Entre unas y otras cosas, durante casi un año no había acudido a la tribuna de las Cortes y hasta enero de 1856 no volvería a subir al estrado del Congreso. O lo que es lo mismo, había quedado prácticamente al margen del proceso constitucional, cuyas bases empezaron a ser discutidas en febrero de 1855, si bien el articulado del nuevo texto no fue objeto de debate hasta octubre de ese mismo año. Bien es cierto que, aunque este trámite concluyó en apenas dos meses, aquella constitución no llegó a promulgarse.

Cambio de estado y de fortuna

 

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n la vida de casi todos los hombres acaba desempeñando papel decisivo alguna mujer; las más de las veces, la esposa. El caso de Prim no sería una excepción. El matrimonio tuvo también en él una enorme influencia, tal vez más de la que han estimado la mayoría de sus biógrafos. Fue a comienzos de la década de 1850, como dijimos, cuando el conde de Reus conoció a la que acabaría compartiendo con él éxitos y fracasos hasta el fin de sus días, durante casi dos décadas, las más trascendentales de su existencia. La elegida fue Francisca Agüero González, «Paquita».

Nacida en México en 1823, aunque algunos retrasan la fecha hasta 1830 y otros hasta 1833, era hija de Francisco Agüero, originario del Puerto de Santa María, de padre mexicano y madre española; y de Antonia González, también de ascendencia hispana. La familia llegó a crear una de las casas de negocios más importantes del país azteca, Agüero González y Cía. Constituida en 1825 y disuelta en 1862, aquella sociedad estuvo vinculada a los ferrocarriles, a las minas de plata (entre ellas algunas de las más productivas del mundo en la zona de Zacatecas), a la compra de bienes eclesiásticos puestos en venta por el Estado y a las finanzas.[147]En 1841 murió el padre y en 1849, al igual que otras muchas familias mexicanas, la madre emigró a París llevándose a Paquita a la capital francesa, donde pasó a vivir en la rue d’Astorg, n.° 16.

En la brillante corte de Napoleón III y Eugenia de Montijo aquellos potentados hispanoamericanos tenían franco acceso a los círculos de la pareja imperial y formaban parte destacada de la mejor sociedad parisina. Prim, en uno de sus frecuentes viajes a Francia, tuvo oportunidad de empezar a tratar a Paquita. ¿Cómo era aquella señorita con la que el conde de Reus estaba dispuesto a «sentar la cabeza»? Él mismo, con su habitual estilo directo y conciso se la describía a su madre de esta manera: «... es hija única —en realidad había tenido un hermano ya fallecido—, (...) bien educada, modesta, virtuosa, bonita... y tiene más de un millón de duros, lo que no es despreciable...».[148] Ante tal conjunto de virtudes de toda clase, el conde de Reus se hallaba decidido a contraer matrimonio rápidamente. Así pues, como era preceptivo por su condición de militar, solicitó el oportuno permiso a la reina, que se lo concedió por Real Orden de 22 de junio de 1852. Se mostraba entusiasmado y pensaba construirse una casa nueva en Reus, a la altura de las circunstancias. Sin embargo, la boda y estos otros proyectos tendrían que esperar. La madre de la novia se oponía a la unión de Paquita con un hombre no sólo bastante mayor que ella, sino de vida azarosa como correspondía a un profesional de la milicia, medios económicos reducidos e ideas políticas poco acordes con las de la acaudalada mexicana.

A pesar de sus sentimientos amorosos, la joven se plegó a los deseos de su madre y exigió a Prim que abandonase su ideología. Como no podía ser de otra forma, dado su carácter, el conde de Reus, fiel a sí mismo, se rebeló ante tales pretensiones y el noviazgo quedó roto por el momento.

La guerra ruso-turca acabó por interponerse también en los proyectos matrimoniales de Prim, haciendo más largo el desencuentro de la pareja, aunque ambos sufrieran por aquella separación a la espera de que las aguas volviesen a su cauce. Al fin se presentó la ocasión cuando, en el intervalo entre su primer y segundo viaje a Oriente, el conde de Reus pasó varias semanas en París. No fue demasiado tiempo, únicamente de enero a abril de 1854, sin embargo, sirvió para que reanudara aquella relación amorosa.

Más tarde, terminada definitivamente su misión en el este de Europa, Prim regresó de nuevo a la capital de Francia, a finales de marzo de 1855. Desplegaría entonces una vida fastuosa, sin reparar en gastos, más allá de sus parcos ingresos, para obsequiar a Paquita y preparar la boda como se merecía. Pero de nuevo un acontecimiento inesperado, la muerte de un pariente de la novia, obligaría a aplazar el enlace durante otro año.

¡Por fin!, después de tantas dilaciones, en los albores de la primavera de 1856 pudo señalarse la fecha de la boda para el 3 de mayo. La reina Isabel II y su esposo Francisco de Asís accedieron a ser los padrinos de la ceremonia y delegaron su representación en el marqués de Mos y en doña Antonia González de Agüero.[149]El templo de la Magdalena, tras el compromiso civil celebrado en la alcaldía de París un día antes, acogió los actos religiosos con el aparato y la pompa correspondientes a la pareja y a la presencia de los importantes invitados. Isabel II otorgó a doña Francisca Agüero, ya de Prim, el ingreso en la Real Orden de Damas Nobles de M.a Luisa, con la cruz correspondiente, y añadió el regalo de un broche de brillantes para sujetar la banda.

El conde de Reus, a punto de cumplir los cuarenta y dos años, cambiaba de estado civil después de las singladuras suficientes como para haber acumulado las más variadas experiencias. Al tiempo que sentaba la cabeza, empezaba un nuevo tiempo en su vida junto a la mujer de la que se mostraba sinceramente enamorado. Pero el cambio no sólo afectaba a su situación personal, con las responsabilidades derivadas de su nueva familia, suponía a la vez un giro trascendental en su posición económica y un impulso decisivo en la escala social. Adiós a las deudas y a las peticiones de préstamos, de entonces en adelante podía vivir como el gran señor que siempre quiso ser y sin necesidad de recurrir a los adelantos del amigo Maciá. Su círculo de amistades, diplomáticos, políticos, hombres de negocios, militares, etc., se amplió sensiblemente.

El mismo se vio ocupado en asuntos financieros. Sus dificultades habían pasado de cómo administrar los treinta y siete mil quinientos reales al año, que correspondían al sueldo de un teniente general en situación «de cuartel», a invertir rápidamente tres o cuatro millones de reales en acciones de la Fabril Algodonera de su amigo Maciá.

No obstante, pese a estas ventajas el matrimonio de Prim fue un enlace en el que los intereses materiales desempeñaron un papel secundario muy por detrás del afecto que se demostraron ambos, cumplidamente, en todas las circunstancias, favorables o adversas, en que se encontraron inmersos hasta la muerte del conde de Reus. La amplia correspondencia que hemos consultado así lo demuestra sin lugar a dudas. Paquita siguió a Prim en destinos alejados, poco cómodos y no exentos de incertidumbre en cuanto a su desenlace. Estuvo a su lado, discretamente, en las horas del destierro y de peligro.

La vuelta de los moderados. Prim en problemas

 

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a armonía y la colaboración entre progresistas y moderados, indispensables para afianzar la situación política salida de la revolución de 1854, no duraron mucho. La necesaria unión liberal, de la que sólo debían quedar excluidos los demócratas, por un lado, y los moderados más intransigentes, por otro, no acabó de fraguar entre 1854 y 1856. Cierto que se realizó una importante obra política, con la elaboración de un texto constitucional, aun cuando no entrara en vigor, y la aprobación de dos centenares de normas reformistas, aparte de la nueva fase desamortizadora y de leyes de enorme alcance como la Hipotecaria, la de Ferrocarriles, la de Instrucción pública o la de Estadística. Pero apenas un año después de iniciada la andadura conjunta de moderados y progresistas se sucedieron diversas agitaciones sociales en Barcelona y en varias provincias castellanas. Unas tensiones que se reprodujeron al verano siguiente con notable violencia. Aunque no eran sólo agitaciones de este tipo las que perturbaban el panorama político, también el carlismo volvía a echarse al campo.

El 14 y 15 de julio de 1856 la Milicia Nacional aplastó en Madrid a los alborotadores que habían salido a la calle. En Barcelona el capitán general Zapatero hizo lo propio, entre el 17 y el 20 del mismo mes. Pero la respuesta que el Gobierno debía dar a aquella agitación social enfrentó al ministro de la Gobernación, Escosura, con el de Guerra, O’Donnell, partidario este último de una mayor contundencia frente a los desórdenes. Espartero apoyó a Escosura, pero la reina forzó la caída del duque de la Victoria.

Rota la alianza de 1854 y divididos una vez más los progresistas y moderados en distintas banderías, la Corona volvió a entrometerse en el juego político y, en un claro ejemplo de ello, acabó provocando la salida de O’Donnell del Gobierno y el regreso de Narváez al poder.

Tras su boda Prim continuó en Francia durante algún tiempo. Allí tuvo noticias de los acontecimientos de España. Los ecos de los motines revolucionarios, de una parte, y del levantamiento carlista, por otra, le llegaban hasta Vichy y le provocaban sentimientos de enojo y dolor ante lo que estaba sucediendo. De vuelta en Madrid, apenas aplastados los tumultos de julio de 1856, aprobó la política de orden impuesta por O’Donnell. Creía, pues, que el país necesitaba de una vez por todas paz y sosiego.

Instalado en su nueva casa de la calle de Alcalá, número 70, era innegable que la fortuna le sonreía. Pronto sería dueño de un castillo y de varios miles de hectáreas de tierras de caza en los montes de Toledo, en el término municipal de Retuerta, cerca de la carretera de Navahermosa a las Ventas con Peña Aguilera. Compró, además, inmensos pinares en la Sierra del Segura, de cuya extensión nos da idea el hecho de que, en la primera tala que efectuó, empleó a trescientos hombres durante dos meses. Con casa en Barcelona y París, grandes propiedades en México, valores bursátiles en la capital francesa y otras plazas y con dinero abundante, ¡qué situación tan diferente de la de los apuros que le habían perseguido hasta sólo unos meses antes!

Pero como apuntábamos, frente a su plácida situación personal, la evolución política le preocupaba seriamente. No vio con buenos ojos la vuelta a la Constitución de 1845, aun cuando estuviera modificada en alguno de sus apartados. La salida del Gobierno del conde de Lucena, en octubre de 1856, y el regreso al poder de Narváez no podían por menos que causarle contrariedad. En diciembre había decidido reintegrarse a la política presentándose a las inmediatas elecciones a Cortes por Barcelona. Precisamente, en esas mismas fechas se descubrió en esta ciudad una conspiración, real o supuesta, que el gobernador civil Ordóñez y el capitán general Zapatero reprimieron con extraordinaria ferocidad. Al amparo del estado de sitio, fue arrestado un buen número de personas, la mayoría de las cuales no habían cometido otras faltas que figurar como simpatizantes de las ideas progresistas o apoyar a los demócratas. Varios de los afectados eran amigos de Prim, quien vio en aquella actuación una maniobra para evitar que tomaran parte en las operaciones electorales que se aproximaban.

El conde de Reus expresó su disgusto por lo que estaba ocurriendo en una carta a Mariano Pons y Tarrech, uno de los arrestados (¡cuántas veces encontramos este nombre en algún pasaje de la vida de Prim!). En ella censuraba airadamente la gestión llevada a cabo por Zapatero y Ordóñez en aquel caso. No contento con este testimonio privado, publicó el mismo texto en La Iberia el 6 de enero de 1857. El escándalo fue mayúsculo y el periódico, retirado de la circulación.

A propósito de tales acontecimientos, unos días más tarde, al salir de una recepción en la embajada francesa fue detenido y, sin más consideraciones, trasladado al Alcázar de Toledo. De este modo, por haber salido en defensa de sus amigos se encontró sometido a un proceso, del cual fue nombrado fiscal el brigadier Reina y abogado defensor el general Zavala, y cuya instrucción se desenvolvía con inusitada lentitud. Prim, a pesar de las consecuencias de su gesto, no se arrepentía de aquel hecho, pues creía haber cumplido con su obligación; así —escribiría—, «... yo soy liberal por sangre, por educación, por instinto y no puedo ver con frialdad que hombres menguados acaben con la libertad que tanta sangre me cuesta».[150] Le preocupaba, eso sí, cómo se iba prolongando, sospechosamente, la causa mientras se acercaba la fecha de las elecciones.

El 12 de marzo, al cabo de dos meses de iniciados los trámites, se celebró el juicio en Consejo de Guerra, presidido por el conde de Campo Alange. Vistos los cargos se le condenó a seis meses de presidio en el castillo de Alicante, aunque se le rebajó la pena a residir en esta ciudad durante el tiempo recogido en la sentencia. Una vez cumplida ésta, podría marchar a su finca de los montes de Toledo.

Paralelamente, la batalla electoral seguía su curso y el Gobierno no ahorró medios para combatirle, incluida alguna campaña en los periódicos sobre su posible ilegibilidad. Por tanto, si en 1854 la pugna había resultado dura ahora iba a serlo aún más. Candidato por Tarragona, no consiguió en las votaciones del 25, 26 y 27 de marzo de 1857 la mayoría necesaria y hubo de acudir a la segunda vuelta, que tuvo lugar los días 3 y 4 de abril. En esta ocasión se enfrentaba mano a mano con otro candidato llamado Altés. La prensa calificó de reñidísima la batalla entre ambos;[151]tanto que incluso llegaron a cruzarse importantes apuestas a favor de uno y otro. La voluntad de los electores se decantó por Altés por 189 votos contra los 171 de Prim.

Tampoco alcanzó el triunfo en Barcelona, pero aún le quedaba otra oportunidad. Aspirante, a la vez, como entonces era práctica corriente, por más de un distrito, sus paisanos de Reus le otorgaron la correspondiente acta de diputado por 255 votos de los 384 electores que pasaron por las urnas.[152]Dadas las circunstancias este éxito alcanzó gran eco en los medios de comunicación y en los círculos políticos del momento. Así lo resaltaba Prim, que continuaba en el alcázar toledano aún a finales de marzo de 1857, con una carta de agradecimiento a quienes le habían respaldado.

Casi de inmediato fue trasladado a Alicante y hasta allí le llegaron las noticias dc los múltiples abusos que, como de ordinario, habían tenido lugar en los comicios recién celebrados. Incluso recibió la nueva, poco agradable, de que algunos de sus propios electores en el Priorato querían cobrar sus votos a un precio desorbitado. Desde esa misma atalaya alicantina seguiría las tareas de unas Cortes, abiertas el 1 de mayo y cerradas el 16 de julio de en las cuales, después de todo, no llegaría a tomar asiento.

Pero en Alicante no todo serían impaciencia, desasosiego y frustración. A finales de mayo pidió que se le conmutara la pena por la de extrañamiento, para viajar a Vichy con su esposa, que esperaba el primer hijo. Otorgada la autorización, el 20 de junio de 1857 el matrimonio Prim estaba ya en París. Allí quedaría Paca mientras el conde de Reus se desplazaba al balneario de Vichy, al que tantas veces acudió a lo largo de su vida. En él permaneció cuidando su salud hasta mediados de agosto, en que regresó a la capital del II Imperio. A orillas del Sena pasó la parte final de aquel verano, como siempre, entre los asuntos familiares y la permanente atención a las cosas de España.

La nueva singladura política comenzó en octubre de 1857 con importantes cambios. Narváez dejaba el Gobierno en manos de Armero. Las intrigas, y las cada vez más graves disensiones entre los moderados, habían dado fin al cuarto de los ministerios presididos por el duque de Valencia. «Cayó don Ramón. Vamos a ver ahora», escribía Prim resumiendo el incierto panorama de la política española. Volvía a vislumbrarse la necesidad de un golpe de timón buscando recuperar el entendimiento de moderados y progresistas, hasta donde fuera posible, bajo un liderazgo fuerte.

Ni el Gabinete Armero, en cuyo transcurso nacía el futuro Alfonso XII, el 28 de noviembre, ni el de su sucesor y antagonista Istúriz, apoyado por Bravo Murillo, dentro del taifismo que dominaba en el campo moderado, fueron capaces de conseguir la estabilidad imprescindible para abordar cualquier proyecto político de envergadura.

La vida institucional giró en torno al nacimiento del príncipe.

Las Cortes, que en un principio debían reunirse el 30 de octubre, vieron aplazada por tal motivo su apertura hasta el 10 de enero de En esa ocasión, el candidato gubernamental a la presidencia del Congreso fue derrotado por Bravo Murillo, por lo cual el Ministerio que había sucedido a Narváez dimitió.

Prim, que había estado en España durante unas semanas, con motivo de los festejos por el nacimiento del heredero de la Corona, emprendió viaje de regreso a París el 14 de diciembre de 1857 para pasar las Navidades junto a su familia. Faltaba poco para la llegada de su primer hijo. Pero una grave preocupación azotaba su espíritu durante aquellos días por la enfermedad que padecía su madre. No obstante, las cosas acabaron resolviéndose de forma venturosa. El 10 de enero de 1858 nació en la capital francesa el primogénito del conde de Reus, bautizado cuatro días después como Juan José Francisco Antonio Pablo Hilario. Poco más tarde, a principios de febrero, su madre había superado los achaques físicos y, entre la alegría lógica por ambos acontecimientos, Prim recobraba el ímpetu de las mejores ocasiones.

Regresó entonces a Madrid, pero corrían malos vientos políticos y al cabo de unos días, con real licencia para viajar por el extranjero, se hallaba de vuelta en París. No se detuvo allí tampoco mucho, y en abril se encontraba en Portugal, estudiando la posibilidad de construir un ferrocarril de Oporto a Vigo. No conviene olvidar este perfil de hombre de negocios que el conde de Reus había adquirido desde su matrimonio y, en aquellos días, hablar de asuntos de tal naturaleza acababa conduciendo, tanto en España como en Portugal, a las construcciones ferroviarias. Sin embargo, los acontecimientos políticos portugueses le impidieron culminar sus gestiones y partió de Lisboa para Francia vía marítima. A primeros de mayo de 1858 escribía a su madre desde París. Todo discurría por buen cauce y en junio emprendió el obligado viaje al balneario de Vichy.

Pero si la primera parte de 1858 estuvo marcada por sus asuntos particulares, la segunda contemplaría su retorno a la política en una coyuntura bien distinta de las precedentes. Se trataba del más importante ensayo realizado hasta entonces para superar las luchas incesantes y estériles entre la revolución y la reacción. Las mismas que habían impedido el normal desenvolvimiento de las instituciones liberales. El 30 de junio de 1858 se hacía cargo del poder el general O’Donnell, a la cabeza de la Unión Liberal, es decir, de la fórmula en que se pretendía acomodar a los hombres de los antiguos partidos constitucionales, capaces de ajustarse a las necesidades de la política española, dejando de lado los extremismos estériles.

La Unión Liberal

 

E

n el espíritu de convivencia que debía fundamentar la Unión Liberal en todos los órdenes se inspiró O’Donnell para proveer las vacantes de senadores vitalicios en la Cámara alta. Fruto de ello fue el nombramiento del conde de Reus para ocupar uno de esos puestos. Al fin y al cabo, con aciertos y errores, hacía más de quince años que Prim invocaba el compromiso pacífico entre liberales. No abjuró entonces, ni nunca, de su condición de progresista, pero tampoco tuvo que forzar su conciencia para situarse en línea con los que pretendían el mejor desarrollo del régimen constitucional. A partir del 14 de julio de 1858, el nuevo senador vitalicio apoyó, unas veces, y criticó otras al Gobierno que, hasta 1863, iba a disfrutar de una estabilidad desconocida con anterioridad en la España contemporánea.

Desde su incorporación a la Cámara alta el 10 de diciembre del mismo año,[153] pocos días después de abrirse la legislatura, quedó patente que el conde de Reus no hacía seguidismo de las tesis gubernamentales. Pronto dio pruebas de esa independencia de criterio que acabamos de señalar. La primera ocasión de intervenir de forma destacada en aquel foro se le presentó a propósito de los problemas de España con Marruecos y México. Un tema, este último, en el cual sus especiales intereses no eran desconocidos ni para el Gobierno y los círculos políticos y sociales, ni para la prensa.

Las relaciones de España con las repúblicas del Nuevo Mundo habían corrido de continuo a la ventura, sin rumbo fijo y pendientes, casi siempre, del criterio personal de quienes las manejaron. El caso de México no constituía ninguna excepción y los resultados eran francamente negativos, hasta llevarnos a un enfrentamiento preocupante.

El contencioso hispano-mexicano venía de lejos.[154] Mantenido desde la independencia de Nueva España, se había tratado de encauzar, sin éxito, en diferentes ocasiones. Las reclamaciones españolas, recogidas en el tratado de 28 de diciembre de 1836, por el cual nuestro Gobierno reconocía la república de México, y en cuyo artículo 8.° obligaba a este país al pago de diversas cantidades correspondientes a su deuda con ciudadanos españoles, no fueron atendidas en los términos acordados.[155]No tardaron en surgir discrepancias en cuanto al tipo de deuda contraída por México y las disputas desembocaron en las primeras reclamaciones oficiales, por parte española, en 1842.

Las posteriores transacciones entre México y España firmadas en 1847, 1849 y 17 de octubre de 1851 tampoco tuvieron eficacia en la práctica.[156]El 12 de noviembre de 1853 se concluyó un enésimo convenio que siguió la misma suerte. Las relaciones entre ambos estados atravesaron por dificultades cada vez más serias hasta 1856. A finales de ese año, el 18 de diciembre, fueron asesinados cinco españoles en San Vicente, cerca de Cuernavaca. Este incidente agravó la ya de por sí candente situación. El embajador de España responsabilizó al Gobierno mexicano y exigió un castigo ejemplar para los asesinos en el plazo máximo de ocho días, amenazando, caso de no ser así, con la ruptura de relaciones entre los dos países. La respuesta de las autoridades mexicanas no satisfizo a nuestro representante y las relaciones diplomáticas entre España y México quedaron en suspenso el 19 de enero de 1857, tras lo cual se retiró la legación española a La Habana.

Desde luego, al margen de la mayor o menor culpabilidad de los gobernantes mexicanos, algunos españoles residentes en aquellas tierras no habían contribuido —según Prim— ni a dar la mejor imagen de España ni a facilitar el entendimiento de ambas naciones. Entrometiéndose en política, o en asuntos económicos poco claros, cuando las autoridades de México les ponían en dificultades se acogían a nuestro pabellón, presentaban las reclamaciones que les parecían oportunas, aunque fuesen bastante descabelladas, y provocaban constantes litigios diplomáticos.

Las difíciles circunstancias por las que atravesaba México, sumido en el conflicto civil entre el Gobierno de Zuloaga y el movimiento revolucionario dirigido por Juárez, no permitían demasiado margen de maniobra a los dirigentes mexicanos. Así, poco después de la ruptura las autoridades de Ciudad de México trataron de restablecer el diálogo enviando a España a Lafragua. Pero el ministro de Estado español, en aquellos momentos Pedro José Pidal, se negó a recibirlo. Los intentos de Francia y del Reino Unido, para desbloquear la situación, serían rechazados por el Gobierno que encabezaba Narváez y un clima de crispación se fue extendiendo por los círculos políticos y sociales españoles.

En el mensaje de la Corona de 1 de diciembre de 1858 se abrió de nuevo la controversia sobre este tema. «He adoptado todos los medios compatibles con la dignidad nacional —decía la reina— para evitar que llegue a turbarse la paz entre dos países unidos por vínculos fraternos...», pero a renglón seguido de esta aparente benevolencia, añadía algo mucho más preocupante, «...si contra mis deseos y esperanzas no se obtiene de las negociaciones pacíficas pronto resultado, emplearé los recursos ya preparados para apoyar mis reclamaciones...».[157]Se refería el Gobierno O’Donnell, por boca de Isabel II, a algunos buques de la escuadra reunida en La Habana, los cuales habían sido enviados a situarse en el río de Tampico y en aguas de la isla de los Sacrificios con el fin de proteger la vida y los intereses de los ciudadanos de nacionalidad española.

La prensa monárquico-constitucional se declaró partidaria de la política de fuerza, en tanto que las publicaciones próximas partido demócrata se mostraban claramente opuestas. En el Senado, durante el debate sobre el proyecto de contestación al mensaje de la Corona, la voz de Prim se alzó contra el belicismo rampante. España, a juicio del conde de Reus, no tenía razón para hacer la guerra a México.

El conde de la Almina y Ros de Olano intentaron evitar las críticas de Prim calificando su enmienda al citado texto como inconstitucional. No fueron los únicos que le atacaron en nombre del honor nacional. Calderón Collantes, ministro de Estado, mostró el mismo desacuerdo con la actitud del marqués de los Castillejos, aunque sin tratar de silenciarle.

A pesar de todo, la voz del reusense se alzó clara, como siempre, frente a las trabas que intentaron ponerle, sin más norte que los dictados de su pensamiento. Con su actitud dejaba a un lado otros intereses, sin importarle la popularidad o impopularidad de lo que decía, colocándose, sin miedo, a contrapelo de la opinión pública, extraviada por la pasión patriotera; pero igualmente alejado de la demagogia del partido demócrata. No hay que dejarse llevar —advertía— por las grandes palabras: dignidad, decoro, honra nacional, si no están hermanadas con la razón y con la justicia. Este discurso, que recogía no pocas invocaciones a la paz, más allá de los límites de cualquier posición de partido, incluso de su filiación progresista, podía sorprender un tanto viniendo de un hombre del que bien podía decirse que la guerra había sido su vida. Incluso la maledicencia de algunos pudiera hacer sospechar que sus vínculos familiares con México le aconsejaban anteponer el honor y el interés de la nación mexicana a la honra de España. Prim, defendiéndose de imputaciones tan perversas, aduciría entonces la responsabilidad que le alcanzaba en su condición de político y de senador, acusando al Gobierno y a los parlamentarios en general de desconocer la cuestión.

El sentido común, poco frecuente en la clase política, le empujaba a tratar de impedir a toda costa la guerra hispano-mexicana, o al menos que ésta se emprendiese a la ligera, como colofón a una injusta arrogancia por parte de España. No debía cometerse el error de creer a los que, aprovechando la ignorancia general acerca del asunto, excitaban la agresividad de casi todos. Para combatir a los instigadores de aquella exaltación, Prim leyó en el Senado una carta en la cual descubría parte de las maniobras iniciadas años antes en aquel sentido. Se trataba de un texto de enero de 1855 en el que aparecían descritos los pasos dados en la prensa (El Clamor Público, La Iberia, El Látigo... además de otros periódicos) y en el Congreso para sustituir al embajador español en México, Lozano y Armentia por Zayas, hombre ligado a los tenedores españoles de la deuda de México, y empujar al Gobierno español a la confrontación.[158]

Quedaron a la luz los turbios manejos de algunos, desde antes y después de 1853, para exigir a las autoridades mexicanas el pago de unos títulos de deuda de legitimidad dudosa. Prim, bien informado por el citado Lozano y Armentia, entre otros, denunció las irregularidades que se estaban cometiendo.

Igualmente trató de reconducir, a su justa medida, el resto de los motivos aludidos por los partidarios del uso de la fuerza; en particular, el otro casus belli, en el que se sustentaba la amenaza de guerra por parte de España. Lo cierto, señaló, era que el asesinato de los cinco súbditos españoles ocurrido en San Vicente se había producido a manos de una banda de delincuentes, no de las tropas o la policía de México. Era algo que podía ocurrir en cualquier país del mundo y más en uno como aquél, sometido a la desorganización de la guerra civil. Las autoridades mexicanas, a las que se acusaba de negligencia en el caso y de despreciar las reclamaciones del Gobierno español, habían realizado, inmediatamente, las gestiones precisas para descubrir y castigar a los responsables, hasta el punto de que al cabo de poco tiempo eran ya ocho los criminales ajusticiados por su participación en los sucesos de San Vicente.

Por último, planteó al Gobierno el dilema con que iba a enfrentarse en caso de seguir adelante en sus afanes intervencionistas. ¿A quién reclamaría? ¿Al Gobierno de Juárez, que se hallaba en Veracruz, o al de Zuloaga, instalado en la capital? Estaba claro que cada uno de ellos intentaría descargar las obligaciones exigidas en el otro y entonces, ¿a quién atacar? ¿A Juárez, a Zuloaga o a los dos a la vez? Y concluía tratando de desviar el belicismo dominante, señalando a Marruecos como el punto hacia el que dirigir nuestras reivindicaciones, pues allí sí que se insultaba de forma reiterada al pabellón español y se amenazaba a nuestros soldados.

Marchar contra México, aseguraba Prim, poca o ninguna gloria supondría para España y, por el contrario, nuestra imagen quedaría seriamente dañada entre los mexicanos, mientras avanzaba imparable la influencia de Estados Unidos. Pero si a pesar de todo, y desdichadamente, se fuera a la guerra, sólo un deseo animaba su corazón, que España venciera, y si para conseguirlo se necesitaba una espada ofrecía la suya sin condiciones. Pocas formas encontraríamos más cabales de la expresión del patriotismo dominante en el orden de valores de aquel tiempo; con la patria se está con razón o sin ella. No obstante, aquella alocución le valió ser tachado de antiespañol. Pastor Díaz dijo de él que ningún enemigo de nuestro país pudo fulminar una declaración de incapacidad más absoluta contra la nación, contra todos los poderes y contra la soberanía de España.

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