Prim

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CAPITULO V » De una empresa militar a otra

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Fuera del Parlamento alguna pluma, como la de Pi i Margall, se unió a las tesis del conde de Reus.[159]Pero salvo excepciones, en el campo político Prim se quedó prácticamente solo en la crítica al intervencionismo [160]y sus advertencias se perdieron en la selva belicista que le rodeaba.

Sin embargo, los contactos negociadores, movidos desde la capital mexicana, y las circunstancias internacionales recondujeron la cuestión, por el momento, por la vía del diálogo.

En efecto, después de varios meses de negociaciones y tras salvar no pocos obstáculos, nuestro embajador en París, Alejandro Mon, alcanzaría un nuevo compromiso con el representante de México en la capital francesa, el general Almonte.[161]El denominado tratado Mon Almonte, de 26 de septiembre de 1859, iba a suponer la última oportunidad para el pacífico entendimiento hispano-mexicano. México se comprometía a satisfacer las demandas españolas y, de este modo, se reanudaban las relaciones diplomáticas. España envió a Pacheco al frente de nuestra embajada en la capital azteca, ante el Gobierno de la república mexicana en el que Miramón había reemplazado al mencionado Zuloaga. Pero si el Gobierno O’Donnell pensó en algún instante desempeñar un papel de arbitraje entre los dos bandos en conflicto en México, poco le duró la esperanza, pues Juárez rechazó el acuerdo el 30 de enero de 1860, cuando aún festejaba Mon el pacto logrado.

 

A

plazado el estallido del contencioso hispano-mexicano, la política exterior española tenía otro de sus casi permanentes focos conflictivos, e intermitentemente violentos, en la costa norteafricana. Vimos a Prim envuelto en uno de estos incidentes en 1855 y podríamos encontrar, antes y después, multitud de ejemplos similares. En el mismo discurso de la Corona de 1 de diciembre de 1858 en el que se aludía a los problemas de México, el Gobierno español se refería al estado en que se hallaba otro de esos incidentes. «El rey de Marruecos ha reconocido, como no había hecho hasta el día, un principio consignado en sus tratados con España, conviniendo por consecuencia en la indemnización del buque apresado por los moros del Rif hace más de dos años.» Así, un tanto esperanzadamente se comunicaba a las Cortes la situación respecto a nuestros vecinos del Sur; pero por si acaso, se añadía: «Confío que seguirá haciendo igual justicia a mis reclamaciones y que no tendré necesidad de recurrir a la fuerza para hacer respetar el pabellón español, y evitar que se repitan los excesos que contra nuestras plazas y contra nuestros buques mercantes han cometido los rifeños en diferentes épocas».[162]Esta disposición para obligar a respetar nuestra dignidad y nuestros derechos, ya sobrado tiempo desconocidos, según se decía, era aplaudida por los representantes de la nación en su respuesta al mensaje regio.

La confianza en mantener unas buenas relaciones con el sultán de Marruecos no tardó en diluirse. En 1859 el Gobierno español proyectó construir algunos fuertes para mejorar las defensas de Ceuta. Uno de ellos, el de Santa Clara, fue destruido por los moros la noche de San Lorenzo. Dos días después, el 12 de agosto de 1859 protagonizaron otros incidentes que desembocaron en el ataque a nuestras garitas a un kilómetro de la línea divisoria, para concluir escarneciendo —como escribían los autores de la época— los escudos de España. Era el 23 de agosto.

Inmediatamente, la prensa española clamó por la guerra. Varios contingentes de tropas, entre ellos los batallones de cazadores de Barbastro y de Madrid, fueron enviados para reforzar la guarnición de Ceuta, en tanto O’Donnell pedía al sultán el castigo de los agresores y diversas reparaciones, incluido un aumento del territorio bajo soberanía española. En un principio pareció que podía alcanzarse una solución pacífica, pero los marroquíes no acababan de cumplir las exigencias de España. La opinión pública en nuestro país se mostraba enardecida por recurrir a las armas.

África, casi lo mismo que decir Marruecos para los españoles de tantas generaciones y desde luego para los de entonces, tenía resonancias míticas y legendarias en lo más profundo del subconsciente hispano. Aquel nombre, de confusas dimensiones geográficas, despertaba a este lado del Estrecho los más fervorosos sentimientos patrióticos. África era la sombra imprescindible de la luz española; una combinación reactiva de nuestra identidad. El Gobierno declaró la guerra el 22 de octubre de 1859. «Si no inventa O’Donnell la guerra de África, sabe Dios lo que habría pasado», afirmaba Galdós y añadía: «Fue la guerra un colosal sahumerio». Llegó a tal extremo la reacción popular que en pocas fechas se recaudaron veinticuatro millones de reales para contribuir a la lucha, así como medicinas, material hospitalario, ropas, etc.

«La guerra de África —escribía Alarcón a propósito del conflicto de 1859-1860, en principio, es una gran cuestión nacional para España... revela a los demás y nos revela a nosotros mismos la conciencia... de nuestro ser, de nuestra fuerza, de nuestra independencia.» La mayoría de los españoles de entonces así lo entendieron, sin importar demasiado otros aspectos.

Fue la de 1859-1860 la contienda que mayor seguimiento periodístico había despertado hasta la fecha en la historia española. Numerosos redactores, algunos de ellos escritores notables, y un buen número de ilustradores de los principales periódicos se encargaron de relatar, en palabras e imágenes, cuanto ocurría en Marruecos.[163]Esta circunstancia permitió que las noticias de la guerra fuesen seguidas con todo detalle por la población y las gestas de los principales jefes alcanzaron una resonancia nunca antes conocida.

Desde primeros de octubre de 1859, cuando ya las relaciones con Marruecos se hallaban al borde de la ruptura, Prim escribió a O’Donnell sobre el conflicto que se avecinaba y le pidió que le permitiese participar en él. Según Muñiz, el conde de Reus hubiera ido a aquella guerra hasta de ordenanza. Al fin consiguió que se le encomendase el mando de la división de reserva, que, en un principio, se pensó en otorgar a José Orozco. El 22 de octubre, el mismo día en que se hizo oficial la guerra, anunció a su madre que partiría para África. El 31 de aquel mes salió de Madrid para reunirse en Antequera con las tropas a sus órdenes.

Lo de menos era si la contienda podía o no evitarse y rápidamente se ordenó la creación de un cuerpo de Ejército de Observación en Algeciras, al mando del general Echagüe. A éste se uniría el segundo cuerpo de Ejército, a las órdenes del general Zavala, y un tercero, a cuyo frente se puso a Ros de Olano; más una división de caballería encabezada por Alcalá—Galiano y otra de reserva dirigida por Prim, a quien el Gobierno, en principio, había dejado al margen. E1 jefe de Estado Mayor era Luis García y el mando conjunto de aquel ejército compuesto por 163 jefes, 1599 oficiales, 33000 soldados, 3000 mulos y 74 cañones, se lo reservó el propio O’Donnell.

A las fuerzas de tierra se unieron otras navales, concentradas en Algeciras. Se contaba con los vapores de ruedas Vasco Núñez de Balboa, Castilla, Bizarro, Ulloa, Santa Isabel y Vigilante, más la goleta de hélice Buenaventura, todos al mando de Segundo Díaz Herrera (en enero de 1860 fue sustituido por Bustillo). La Armada con estos y otros buques realizó el transporte de tropas y equipos necesarios, que fueron desembarcados entre Ceuta y Cabo Negro, el abastecimiento, el traslado de enfermos, la comunicación, etc. Además colaboró en el bombardeo de algunas posiciones en Río Martín, Larache, Arcila y otros puntos; incluso alguna fuerza combatiría a pie a las órdenes del teniente Lobo.[164] O’Donnell se planteó como objetivo principal de la compañía la ocupación de Tánger, pero Inglaterra se opuso firmemente a este proyecto y el conde de Lucena debió optar por Tetuán. La empresa no era fácil, pues el sultán contaba con más de 40.000 hombres. Las operaciones comenzaron el 18 de noviembre con el desembarco de las tropas de Echagüe.

El 27 de ese mes la división de reserva embarcó en Algeciras y, mandada por Prim, cruzó el Estrecho a bordo del vapor Wifredo. Sus primeros esfuerzos se centraron en la realización de las obras que habían de abrir el camino hacia Tetuán. El 12 de diciembre protagonizaría ya un notable combate contra los moros, que se batían bravamente a las órdenes de Muley-el-Abbas, hermano del sultán; repitiendo otro enfrentamiento similar el 17 y, de nuevo, el 22.

El desabastecimiento, el cólera y los ataques del enemigo provocaron en sólo unos días más de 3.500 bajas. Pronto algunos nombres de los alrededores de Ceuta comenzaron a ocupar un lugar propio en la historia militar española, Sierra Bullones el primero de ellos. Emprendido el camino hacia Tetuán la división de reserva, la de Prim se colocó a la cabeza del Ejército, y el 1 de enero de 1860 resonó en toda España la segunda y más significativa de aquellas referencias bélicas: los Castillejos.

Llegaba el momento culminante en la épica del conde de Reus, su retrato en el momento crucial de aquella batalla, en la pluma de Pedro Antonio de Alarcón: «Yo vi a Prim en aquel supremo instante —relataba el autor del Diario de un testigo de la guerra de África—, pues me encontraba allí, en compañía del valeroso e inspirado Vallejo... y en verdad te digo que tanto él como yo nos entusiasmamos mucho más con la sublime actitud del conde de Reus que con la vista de las tiendas africanas —y añadía—, legándonos un cuadro no superado por ningún pincel. Es menester conocer a aquel hijo de la guerra, a aquel fiero catalán, a aquel ardiente soldado para imaginarlo en tan crítica situación. Estaba pálido y casi verdoso, sus ojos lanzaban rayos, su boca contraída dejaba escapar una especie de rugido que lo mismo parecía un lamento que una histérica carcajada...».

No ahorró Alarcón, como vemos, ningún trazo romántico en su descripción. Pero por encima de aquella visión literaria —no poco distante de los gustos y el estilo actuales— una realidad se impone. El hombre que se lanzaba a caballo, delante de los batallones del regimiento de Córdoba, en el momento decisivo de la jornada, y que se jugaba la vida por España y por la reina, no era ya el joven oficial de francos que buscaba la gloria y los ascensos a cualquier precio, porque los necesitaba para vivir, o al menos para escalar posiciones en la sociedad. Aquel jinete ya no tenía veinte o veinticinco años, sino cuarenta y cuatro y un hijo de dos.

Era teniente general del Ejército, conde de Reus y vizconde del Bruch, senador vitalicio, suficientemente rico y famoso. Además, se encontraba allí por propia voluntad y había tenido que hacer no pocos esfuerzos para conseguirlo. ¿Qué ambiciones materiales y mezquinas podía tener? Ninguna, sin duda. Simplemente, estaba en el puesto de su deber militar, como lo había estado cientos de veces; como lo estaría, en momentos no menos peligrosos, en su puesto político.

Ante tal comportamiento suenan a ciertas las palabras del sargento cojo, del personaje galdosiano, Milmarcos, cuando decía: «... aprendíamos de él a despreciar la vida». Pero ¡cuidado!, que en el conde de Reus veía don Benito, a la vez, al hombre cauto en las ocasiones que pedían cautela.

Tras la victoria del 1 de enero de 1860 el Ejército avanzó hacia Tetuán y Prim tomó el mando del segundo cuerpo por enfermedad del general Zavala. Poco a poco, el conde de Reus se fue convirtiendo en el centro de atención de aquella guerra. Numerosos enfrentamientos jalonaron la marcha de nuestras tropas, que nuevamente se vieron involucradas en una batalla de envergadura el 31 de enero.

Semanas antes, el 18 de diciembre de 1859, se había dispuesto la formación en Cataluña de cuatro compañías de voluntarios con sus cuadros de oficiales, suboficiales, cabos y cien soldados cada una. El brigadier jefe del Estado Mayor, José Halleg, publicó en Barcelona el 27 de diciembre un bando en el que podía leerse: «Los que deseen formar parte de los voluntarios de Cataluña se presenten en la Secretaría del Gobierno militar de esta plaza, donde serán reconocidos y filiados, si tienen la aptitud que se requiere...».[165] No tardaron en cubrirse las plazas de aquella convocatoria y el 26 de enero de 1860 embarcaban los voluntarios en el San Francisco de Borja. Un gentío inmenso acudió a despedirles. Los aledaños de la Ciudadela, plaza de Palacio, muralla del mar, paseo de la Barceloneta y andén del puerto se encontraban llenos de gente de todas las clases sociales que comentaban la presencia, entre aquellos expedicionarios, de jóvenes de familias distinguidas junto a otros de extracción social modesta. No faltaron el obispo de la diócesis barcelonesa y las autoridades civiles y militares, que arengaron a los que partían.

E1 3 de febrero desembarcaron cerca de Fuerte Martín, con su comandante Victoriano Sugranyes a la cabeza. Y aunque ahora el público era bien diferente, llegaban a las playas africanas, como salieron de la Ciudad Condal, en medio de gran expectación. Fueron recibidos por O’Donnell y Prim, ídolo de los soldados, a los que deslumbraba por su valor. Apenas formados con sus vistosos uniformes, les dio la bienvenida en lengua catalana de forma sencilla y directa: «Catalans: benvinguents al valent exercit de Africa que us seb y acuel com camrades...».En pocos minutos les invitó a combatir con el valor que correspondía a los depositarios de la honra de Cataluña.

En ese deseo se centraba su principal preocupación. Como escribía Núñez de Arce, corresponsal de La Iberia en aquella guerra, Prim estaba enormemente contento por la presencia de sus paisanos, en los cuales veía la expresión de la solidaridad y el patriotismo de su tierra; deseaba que, por encima de todo, cumplieran como buenos, que fueran dignos de sus hermanos de armas. En un momento de su discurso volvió a la prolongación lógica de su sentimiento catalanista. Al referirse a O’Donnell le alaba porque «ha sabido levantar a nuestra España de la postración en que yacía... y que sus hijos, dignos herederos de su antigua poesía, son capaces de hacer por la patria todo cuanto humanamente pueden hacer los hombres».

España y Cataluña, la patria grande y la patria chica, sin distinción posible. Palabras en catalán que algunos de los presentes entienden y otros no, pero que todos los que las escuchan sienten emocionados porque Prim habló allí con un lenguaje universal, el del corazón. Pérez Calvo escribía al respecto: «He conocido y he oído a oradores muy notables, tanto en nuestro país como en el extranjero, pero no he visto en ninguno reunido tanto vigor, tanta pasión, facilidad tan grande, ni frases tan sentidas, ni pensamientos tan tiernos y elevados, y esto sin preparación...». Al día siguiente condujo a sus hombres a la conquista del campamento de Muley al Abbas y entre los soldados que aquel 4 de febrero ganaron la batalla de Tetuán figuraron, sin desdoro, para satisfacción del conde de Reus, los voluntarios catalanes, que a falta de mayor instrucción y preparación militar, llevaban en el alma sus palabras de la víspera. Fueron estos mismos los que en la mañana del 5 de febrero de 1860 colocaron en lo alto de la alcazaba de Tetuán la primera bandera española.

Las noticias que llegaban a nuestro país sobre la situación en África ensalzaban tanto el nombre del conde de Reus como el de los catalanes. Barcelona seguía con especial entusiasmo lo que sucedía al otro lado del estrecho y una comisión, integrada por notables personalidades, abrió en la capital del Principado una suscripción para regalar un sable de honor a Prim. El anuncio de aquella iniciativa se justificaba por la bravura, la pericia y el arrojo del general en la guerra de África «... glorias del pueblo español... (que) envanecen a Cataluña... y nosotros, como buenos españoles, hemos visto con satisfacción —señalaban los miembros de la comisión— que se dedicaba una espada al digno jefe del Ejército (O’Donnell) y como buenos catalanes creemos cumplir un acto de justicia ofreciendo un obsequio patriótico al conde de Reus... ¡Loor inmortal a los bravos españoles! —concluían—, que sacrifican su vida y su reposo para colocar a esta nación magnánima a la altura que le corresponde...».[166] Algo parecido se hizo en Reus y en otros muchos pueblos. Los catalanes residentes en Madrid, bajo la presidencia de Madoz, acordaron levantar un monumento en memoria de la intervención de los voluntarios de Cataluña en la jornada del 4 de febrero.[167] Tras la toma de Tetuán se entablaron, el 11 de febrero de 1860, los primeros contactos para alcanzar un posible acuerdo de paz, los cuales duraron hasta el 23 del mismo mes; pero la exigencia española de que los marroquíes nos entregaran la plaza de Tetuán no fue aceptada y continuaron las hostilidades. Unos días después, el 27, se sumaban a las fuerzas de O’Donnell cuatro tercios vascos mandados por el general Latorre.

Reanudada la guerra, pronto tendría lugar otra de sus batallas más importantes y, cómo no, con Prim nuevamente como protagonista principal. El domingo 11 de marzo las tropas españolas habían logrado la victoria de Lanuza y, a partir de ahí, comenzó el avance sobre Tánger. El encuentro decisivo entre las tropas de O’Donnell, que pretendían tomar la ciudad, y los hombres del sultán, que trataban de evitarlo, se produjo en Wad-Ras. Desde el 23 de marzo este nombre y el del conde de Reus resultarían inseparables, y a ello contribuyeron, de manera inestimable, los voluntarios catalanes, quienes, en un momento crítico de la lucha frente a un enemigo muy superior en número, sufrieron más de un 40 por ciento de bajas en apenas unos minutos, pero mantuvieron sus posiciones.

Al sultán no le quedó otro remedio que pedir la paz. Rápidamente se consiguió un armisticio, primero, y unas semanas después el acuerdo definitivo por el cual, entre otros puntos, quedó establecido que Marruecos cedía a España el territorio en torno a Ceuta, (de Sierra Bullones al barranco de Anghera), el emplazamiento de una pesquería en Santa Cruz de Mar Pequeña y se ratificaban las concesiones sobre Melilla, el Peñón de Vélez de la Gomera y Alhucemas que se había firmado el 24 de agosto de 1859. Además, se fijaba una indemnización de guerra que ascendía a cuatrocientos millones de reales y, como garantía del cumplimiento de lo pactado, mantendríamos la plaza de Tetuán.

A cambio habíamos tenido cerca de diez mil bajas (algunos elevan esta cifra a catorce mil y otros la reducían a siete mil) y 327 millones de reales de gastos. Para muchos no hubo el menor equilibrio entre las dimensiones de la guerra y los logros de la paz. El mismo Ros de Olano diría «hemos ganado todas las batallas y hemos perdido la guerra». En el Congreso, al hacer balance de la campaña, Nicolás Mª Rivero acusó al Gobierno de haber obtenido una paz decepcionante. Aun así, la victoria provocó en toda España una oleada de alegría genera.

La vuelta de África

 

E

l 28 de abril de 1860 embarcó O’Donnell con parte del Ejército de regreso a España. Al día siguiente lo hicieron Prim y los voluntarios catalanes, junto a otras unidades, y llegaron a Alicante el 1 de mayo. Allí el recibimiento, como en todos los puertos a los que arribaron las tropas a su regreso, Algeciras, Cádiz, Málaga, Valencia... constituyó una profunda demostración de júbilo. En las calles alicantinas, abarrotadas de gente, el conde de Reus y sus hombres fueron vitoreados durante horas. Abriéndose paso a duras penas llegaron al Ayuntamiento, donde Prim dio los correspondientes ¡vivas! a la reina, a España, al Ejército de África y, lógicamente, al pueblo de Alicante. Tanto en aquel escenario como después en el Casino resaltó extraordinariamente los méritos de O’Donnell e hizo una llamada a la concordia política. La fiesta terminó con una velada teatral y una serenata en honor del conde de Reus.

La provincia de Alicante le obsequió con un bastón de mando y, además, recibió otros muchos dones, pero el que mayor satisfacción le produjo aquel día fue el nombramiento de cabo segundo, extendido por el jefe de los voluntarios catalanes, a favor del vizconde del Bruch (título que llevaba desde su nacimiento el hijo del conde de Reus), que apenas contaba dos años, y a quien como un gesto solidario, de carácter simbólico, su padre había hecho alistar en las filas de aquel cuerpo.

Pero si Alicante se volcó en afecto a los soldados, Barcelona no iba a ser menos. Los voluntarios, junto con el batallón de cazadores de Arapiles, llegaron a la Ciudad Condal el día 3, la Cruz de mayo, de 1860. La acogida que se les dispensó fue espectacular y duró dos días. En ella, junto a las autoridades, figuró en lugar destacado la madre de Prim. La Diputación Provincial de Barcelona publicó un encendido texto de salutación: «Cazadores de Arapiles, voluntarios de Cataluña, al regresar a España —decía la institución barcelonesa—, la provincia de Barcelona, orgullosa de nuestras glorias os saluda... Loor y prez a los que en Castillejos..., en Tetuán y Wad-Ras han enaltecido el nombre de España... ¡Viva la reina! ¡Viva España!». El secretario de aquella corporación no era otro que Manuel Durán y Bas.

Parte de la ciudad estaba engalanada. Al entrar en la plaza de Palacio habían elevado una pirámide en honor de los soldados, en cuya base figuraba una alegoría de la historia y junto a ella, la efigie de una matrona representando a España en actitud de coronar a los vencedores. Varios textos patrióticos redactados para la ocasión aparecían en aquellos escritos. En uno de éstos podía leerse: «Hoy es día de sentir el placer inmenso de que seamos todos españoles, y nada más que españoles...». El alcalde, José Santa María, felicitó a los que regresaban con la victoria de modo igualmente efusivo; mostrándose orgulloso de los voluntarios que habían cumplido cuan dignos hijos de la noble España. No cabía duda y el precio pagado así lo demostraba; cuarenta y seis muertos y ciento sesenta y cinco heridos, sobre los poco más de cuatrocientos hombres que habían partido, eran un testimonio elocuente.[168]No podía faltar el discurso de Víctor Balaguer que, en catalán, vino a repetir, más o menos, lo mismo que habían expresado otros oradores.

Por todas partes resonaba el nombre de Prim, quien al llegar a Alicante se había separado de los voluntarios para seguir viaje hacia Madrid, dejando para después su visita a tierras catalanas, donde le llovían toda clase de obsequios. El Instituto Industrial de Cataluña le ofreció una faja de teniente general ricamente adornada. La recaudación popular sirvió para entregarle un sable de honor. En la vaina aparecían representadas las armas de España y de Cataluña. Lo mismo hizo su ciudad de Reus, mientras que el Ayuntamiento barcelonés acuñó una moneda de oro dedicada a Prim. Hasta de Puerto Rico y otras partes de la América hispana llegaron felicitaciones diversas.

Varias razones impidieron que el conde de Reus acompañara a los voluntarios en su vuelta a la capital del Principado. Regresaba convertido en el gran héroe popular, en el personaje más famoso de la vida pública española. La guerra de África colmó de honores a los generales que habían mandado el Ejército vencedor. O’Donnell recibió el título de duque de Tetuán; Echagüe, el de marqués del Serrallo; Zavala, el de marqués de Sierra Bullones; y Ros de Olano, el de marqués de Guad el Jelú.[169]Sin embargo, por encima de todos, sobresalía Prim, aquien se otorgó el título de marqués de los Castillejos, el 19 de marzo de 1860, por los méritos contraídos en la batalla del mismo nombre, en Cabo Negro y en Tetuán. Coincidiendo con su llegada a España, fue nombrado, además, comandante general de ingenieros. Así pues, estaba obligado a presentarse en la Corte.

El 2 de mayo de 1860 Prim viajó de Alicante a Madrid. Su entrada en la estación de Atocha fue apoteósica. Al frente de la multitud que allí se había congregado estaban Olózaga, Madoz, Salamanca, Córdova, Calvo Asensio, Carriquiri, Sagasta, Pérez Calvo...; es decir, muchos de sus amigos y correligionarios más importantes, y sobre todo, su esposa, que había salido de París el de abril para esperarle. El marqués de los Castillejos volvió a lanzar ¡vivas! a la reina, a la Constitución y a O’Donnell.

Los días siguientes transcurrieron entre festejos dedicados a los vencedores de África. Los catalanes residentes en Madrid ofrecieron un banquete a Prim y a Ros de Olano, ambos naturales de Cataluña, y en el teatro Novedades se le dedicó la representación de un drama, compuesto para la ocasión, titulado La guerra de África o la rendición de Tetuán. Aunque la mayor distinción la obtuvo de la reina, que ofreció un banquete a los generales del Ejército expedicionario y sentó a Prim a su derecha.

Los actos para celebrar la victoria culminaron con un desfile en el cual participaron diversas unidades en representación de todas las fuerzas que habían intervenido en la campaña. El 11 de mayo de 1860, con sus generales al frente, recorrieron aquellas tropas las calles madrileñas de Atocha a Palacio; como recogía la prensa «... bajo los ojos de la reina y los aplausos frenéticos de un pueblo que cubre a sus soldados de flores y de coronas...», O’Donnell y Prim fueron objeto de los mayores reconocimientos.

El conde de Reus recibió, como en todos los lugares del país, múltiples regalos, entre los que destacaba un magnífico caballo que le entregó el marqués de Salamanca y una corona de plata donada por el Casino de Madrid. La descripción pormenorizada de los acontecimientos de aquellas fechas llenaría un buen número de páginas, pero no es ése nuestro objetivo y, por ello, sólo nos limitamos a recoger algunos de los más significativos.

Destaquemos, no obstante, el exquisito comportamiento del conde de Reus, buscando no eclipsar ni el menor espacio de la figura del jefe del Ejército y del Gobierno y llamando a la unidad de todos los liberales con el lema de reina y Constitución. Dicho de otro modo, en 1860 Prim seguía diciendo exactamente lo mismo que en 1843 y en 1854.

Convertido en centro de atención general le abrumaban por aquellos días toda clase de homenajes, pero también de peticiones, como si fuese una especie de «hacedor universal». Desde la solicitud de esta o aquella recomendación, su nombre se utilizaba para cualquier empresa. Hasta se le asociaba con una hipotética expedición militar para mantener en el Trono al rey Francisco II de Nápoles, tal y como publicaba El Reino el 2 de junio de 1860.

Pero, a pesar de las grandes satisfacciones recibidas, Prim se encontraba con que su posición en la política no acababa de resultar cómoda. En el seno de la Unión Liberal había demasiadas cuestiones con las que no estaba de acuerdo y, al mismo tiempo, no quería aparecer como factor de desestabilización intrigando o, simplemente, permitiendo que se diese pábulo a no pocos rumores sobre los proyectos de tal o cual grupo que quisiera presentarle como cabeza del mismo.

Un personaje incómodo

 

A

mediados de julio volvió a Francia, en concreto a Vichy, donde año tras año hemos dicho que se sometía a la acción salutífera de aquellas aguas. Su popularidad había cruzado las fronteras de toda Europa y en el país vecino se le recibía en medio de señaladas muestras de adhesión y respeto. Coincidiría en la citada estación termal con Napoleón III, que le distinguió con múltiples atenciones, al igual que el resto de los dignatarios de la Corte francesa que acompañaban al emperador y grandes personalidades de diferentes sectores y nacionalidades. También, como hacía habitualmente, después de unas semanas se trasladó a París, donde permaneció en compañía de su familia hasta finales de agosto.

En su ausencia arreciaron los bulos acerca de su posible incorporación a cualquiera de las múltiples combinaciones gubernamentales que, un día sí y otro también, se inventaban por doquier. La guerra de África había proyectado definitivamente a Prim al primer plano de la política española. La epopeya de Marruecos le convirtió en una opción nueva, en una alternativa a los Narváez, Espartero y O’Donnell y a los políticos civiles. Desde 1860,parecía seguro que el marqués de los Castillejos, más o menos pronto y por uno u otro medio, llegaría a la presidencia del Gobierno. Prim era ya demasiado importante para desempeñar puestos secundarios, pero tenía por delante un considerable número de oponentes de la generación anterior y carecía de un partido propio que le sirviese de plataforma. Sus enemigos, desde entonces, trataron de presentarle tan sólo como un general valiente.

Este empeño en descalificar al conde de Reus como político se mantendría hasta el fin de sus días, incluso cuando llegó a ser no sólo el jefe del Gabinete en 1869, sino el auténtico hombre fuerte de España y un notable estadista. Si como militar exhibió unas dotes incuestionables, mucho más allá de la simple valentía, como político demostraría una talla muy superior a la de muchos de los hombres de Gobierno, civiles y militares, de su tiempo.

A comienzos de septiembre regresó a España, en esta ocasión a Cataluña, para seguir recogiendo las mieles del triunfo en Marruecos. Desde la Junquera a Barcelona le fue ofrecido un rosario de agasajos. Arcos de triunfo, decenas de discursos, banquetes, composiciones literarias ad hoc, (como algún romance que se dedicaba al nuevo Cid Campeador), obsequios diversos y hasta alguna corrida de toros, jalonaron el camino del «Bayardo catalán». Ayuntamientos, casinos, teatros y toda clase de escenarios fueron marco de homenajes en los que cada municipio, cada institución, parecía rivalizar en honor del marqués de los Castillejos. Figueras, Gerona, Tordera, Mataró, San Juan de Vilasar, Barcelona... En la capital del Principado, además del Ayuntamiento, la Junta de Fábricas y el Instituto Industrial de Cataluña se esmeraron cuanto les fue posible en agradar a Prim. Como signo máximo de distinción fue nombrado hijo adoptivo de Barcelona, honor que en lo que iba de siglo sólo había recibido Madoz.

Si las ceremonias de los continuos agasajos cambiaban poco, la actitud y el comportamiento de Prim seguían siendo los mismos de meses atrás. Los elogios que recibía los volcaba en sus soldados, en especial, en los voluntarios catalanes; tampoco se olvidaba de O’Donnell y sus invocaciones, a la reina y a la patria, eran las mismas. En un almuerzo en el Salón del Ciento, durante la obligada alocución que seguía a los postres hizo algunas referencias que, aun en la línea de sus declaraciones habituales, bien merece la pena destacar. Por un lado, empleó una figura retórica para referirse a los soldados españoles que utilizó varias veces en sus discursos a lo largo de su vida. Dijo que en el pecho de aquellos combatientes «arde la sangre de los Guzmanes»; la sangre de Castilla, como la de los Berenguer y Rocaforts sería la de Cataluña, y el conde de Reus sentía ambas por igual como suyas.

Pero su expresión de mayor calado entre las palabras dirigidas a exaltar el papel de O’Donnell en la guerra de 1859-1860, sería ésta; «... con tal Ejército, con tal jefe, y estando España unida, triunfaríamos no digo de los marroquíes sino de cualquiera otra potencia que intentase pisar sobre nosotros...». No le faltaba razón si vemos lo ocurrido, de entonces acá, en mirada retrospectiva. En efecto, esa España unida, a pesar de algunos, casi siglo y medio más tarde se presenta en el concierto mundial ocupando un puesto entre las naciones más avanzadas. Guzmanes, Berengueres y Rocaforts, pero también Garcías, González, Prats, Corominas, Vilas... y tantos otros españoles que trabajan y se esfuerzan en paz han demostrado ser capaces de superar las trincheras del atraso, la incultura, la violencia cainita (salvo unos cuantos) con el mismo ímpetu que aquellos voluntarios catalanes asaltaban las líneas enemigas.

Al cabo de varios días de festejos en la Ciudad Condal, Prim marchó a Baleares el 13 de septiembre de 1860, a bordo del Lepanto, para formar parte de la comitiva que acompañó a los reyes en su visita a aquellas tierras. El 21, la Corte se trasladó a Barcelona y con ella el conde de Reus. La capital de Cataluña ofreció en honor de los regios visitantes numerosos y brillantes actos. La reina visitó Montserrat y durante su estancia en la Ciudad Condal recibió grandes muestras de simpatía.

Terminada la visita, Prim y su familia viajaron, por último, a Reus. Camino de su localidad natal pasaron por Villafranca, Torredembarra y Tarragona, que le tributaron un reconocimiento tan cálido como el de otros lugares. Pero todo quedó superado por el afecto que recibió de los reusenses. En un monumental arco de triunfo se colocó esta inscripción: «La esforzada ciudad a su hijo el excelentísimo señor conde de Reus».

Volvía ahora el hijo predilecto, después de múltiples avatares que le habían convertido en hijo pródigo, y en algún tiempo en hijo repudiado. Aquel reencuentro con sabor a reconciliación cerraba una larga etapa de recelos y Prim, para quien después de su madre y su familia Reus significaba todo y por la que experimentaba un afecto sin límites, se sintió realmente feliz.

Todo el catálogo de adornos callejeros, alegorías, escritos laudatorios, arcos triunfales... se veían en las calles reusenses. Tantos amigos y tantos recuerdos no podían por menos que emocionar al marqués de los Castillejos. No hubo institución pública ni privada que no se sumase al homenaje. Hasta los dependientes de la Fabril Algodonera le honraban, con una portada de tres arcos, en la calle de San Juan.

Alojado en casa de su amigo del alma, Matías Vila, permaneció varios días en Reus. Después de aquella agradable estancia, a finales de octubre volvió a la Corte, vía Valencia, pasando por Tortosa, Vinaroz y otras poblaciones. En la capital valenciana y en los demás lugares visitados se le dispensaron múltiples testimonios de admiración. En la ciudad del Turia se le organizó un acto particularmente grato para Prim, una cacería en la Albufera.

De una empresa militar a otra

 

E

n los primeros días de noviembre de 1860 Prim se encontraba ya en Madrid. El prestigio, ganado en la contienda recién concluida, resistía incluso a la decreciente estima que la propia guerra merecía pocos meses después de acabada. Guerra grande y paz chica, era el juicio más extendido. Como tantas veces, los españoles se movían con extraordinaria facilidad entre los extremos pendulares del entusiasmo sin límites y el desprecio ridículo. Si en los Castillejos o en Wad-Ras las tropas de O’Donnell hubieran retrocedido, la sensación de desastre habría anegado al país durante décadas; como se logró la victoria, a pesar del elevado precio que nos costó, el sentimiento de triunfo pronto quedó en nada. Pero como decíamos, no era éste el caso de la estimación popular al conde de Reus.

Todavía le quedaba por recibir uno de los últimos honores ganado en África. El 20 de enero de 1861 se celebró la ceremonia de cubrirse los nuevos grandes de España. Mucho se ha escrito a colación de las palabras que Prim pronunció en aquel acto. A la hora del preceptivo juramento de fidelidad, el marqués de los Castillejos, después de agradecer a la reina la distinción otorgada, diría «... Si el deber de un general, como el de todo militar, es servir siempre con lealtad y valentía a su reina y a su patria, cuando este general sea grande de España, ¿qué no deberá intentar para hacerse más y más digno del aprecio de su augusta reina que tanto le ennobleció? Deberá hacer, señora —añadió—, lo que puesta la mano en el puño de su limpia espada promete hacer el marqués de los Castillejos: defender vuestros derechos al trono constitucional de las Españas contra los que osaran atacarlos, y defender también vuestra persona siempre, en todas ocasiones, y cualesquiera que fueran las vicisitudes de los tiempos, hasta derramar la última gota de mi sangre, hasta exhalar el último suspiro...».

Muchos de los detractores de Prim utilizarían luego este compromiso para acusarle de traidor, cuando en 1868 fuera uno de los principales responsables del derrocamiento de Isabel II. Fijándonos en las dos promesas contenidas en este juramento no parece tan claro que pueda imputársele ninguna felonía. Por un lado, juraba defender a la reina constitucional, no a la soberana al margen de la Constitución, y en 1868 Isabel II llevaba años al margen de la letra y el espíritu del texto de 1845. Por otro, la obligación contraída de salvaguardar la persona de la reina no tuvo necesidad de cumplirse, pues la soberana pasó la frontera francesa, camino del exilio, sin el menor problema para su seguridad.

Una vez más habría que insistir que, en los términos del juramento emitido, Prim no hacía otra cosa que reafirmar lo que había proclamado a lo largo de toda su vida y repetido cientos de veces en los últimos meses. ¡Viva la reina! Y lo que había defendido y defendería toda su existencia: ¡Viva la Constitución!.

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