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CAPÍTULO VI » Prim y Santo Domingo

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CAPÍTULO VI

México

En el verano de 1861 se produjo un nuevo episodio conflictivo de nuestras accidentadas relaciones con México. La cuestión mexicana se situaba, otra vez, en el epicentro de nuestra política exterior. Aquella circunstancia iba a ofrecer a Prim la oportunidad de demostrar que su espada estaba verdaderamente al servicio de España en cualquier lugar y ocasión. Por otro lado, ese mismo acontecimiento permitiría al Gobierno alejarle, nuevamente de la Corte.

Aunque el Tratado de Mon-Almonte parecía haber abierto las puertas al entendimiento pacífico hispano-mexicano, una vez más, las esperanzas de normalización se verían pronto defraudadas. Desde la firma de este acuerdo, la situación en México cambió radicalmente en apenas unos meses. La ofensiva lanzada por los revolucionarios consiguió notables avances a lo largo de 1860. Además de otros éxitos menores, ya en agosto de ese año dominaban Guadalajara y Puebla y el 11 de enero de 1861 las tropas de Juárez entraban en Ciudad de México. Miramón emigró a Europa; lo mismo hizo el nuncio pontificio, junto con la mayor parte de los obispos y varios representantes diplomáticos. También el embajador español hubo de regresar a nuestro país.

París se convirtió entonces en un hervidero de intrigas a cargo, principalmente, de los partidarios del régimen derrocado por Juárez. Varios prohombres, opuestos a la revolución triunfante, veían en una intervención europea el único medio para acabar con ésta. Hidalgo, Gutiérrez Estrada o el mismo Almonte, junto con algunos más conspiraban a favor de una acción armada dirigida por Francia u otras potencias de Europa. Sólo el «círculo liberal mexicano» buscaba, con más voluntad que medios, contrarrestar tales iniciativas invocando la libertad de México.

Entre tanto, la actitud antiespañola de Juárez, manifestada en reiteradas ocasiones durante los años precedentes, hacía presagiar un enfrentamiento abierto con nuestro país en breve plazo. Aunque habremos de reconocer que los españoles dábamos pie, una y otra vez, a los recelos «juaristas»,[170]el Gabinete presidido por O’Donnell y comenzó a planear una acción armada en México. Pero la actuación del Gobierno revolucionario mexicano no sólo desató las hostilidades con España sino que pronto afectaría también a otras potencias europeas. Como era de esperar, la decisión adoptada por el Congreso mexicano, el 17 de julio de 1861,de suspender por dos años el pago de las obligaciones de la deuda extranjera, originó en Francia e Inglaterra una fuerte reacción que concluyó en la ruptura con el régimen de Juárez. A partir de ese momento la respuesta militar de España, Francia e Inglaterra sólo era cuestión de tiempo.

Los preparativos de una intervención armada

 

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or parte española, circulaban todo tipo de rumores sobre cuándo y cómo se llevarían a término las acciones militares en México. Prim vivía aquellas semanas con especial preocupación ante lo que se anunciaba como inevitable, en su triple condición de general, senador y hombre con familia e intereses en tierras aztecas. En plena crisis hispano-mexicana, el conde de Reus, al igual que en tantas otras ocasiones, se trasladó a Francia en el verano de 1861,con objeto de tomar las aguas en Vichy; aunque en esta oportunidad otros asuntos atraían de modo prioritario su atención. Así, en agosto de ese año asistió en París a una reunión entre De la Fuente, representante de Juárez, y personal de la embajada española. Fue uno de los últimos intentos, sin éxito, para reconducir la situación a la vía pacífica. También durante ese viaje tuvo oportunidad de entrevistarse con Napoleón III y comentar de manera detenida con el emperador la situación de México. En el curso de la conversación, y a la vista de los acontecimientos, Prim manifestó sus deseos de encabezar las fuerzas españolas, que nuestro Gobierno parecía irremediablemente dispuesto a enviar a tierras mexicanas, y de que las tropas francesas ocuparan un lugar junto a las nuestras.

La ocasión se aproximaba rápidamente. El 6 de septiembre de 1861, Mon, que seguía en la embajada de París, advirtió al Gobierno español sobre las intenciones de franceses e ingleses de apoderarse de las aduanas de Veracruz y Tampico, a fin de asegurarse el cobro de los créditos no satisfechos por México. Este proyecto nos obligaba a no quedar rezagados en el camino de una posible intervención en aquel país. Por ello, O’Donnell anunció a los Gobiernos de Londres y París su decisión de actuar en México, conjuntamente o en solitario, en cuanto fuese posible; seguramente a partir de finales de octubre, cuando el peligro de fiebre amarilla hubiese remitido.

No se trataba de simples palabras. El 11 de septiembre, el Gobierno español cursó órdenes a Serrano, capitán general de Cuba, para que aprestara las fuerzas precisas con las que llevar a cabo dicha intervención. Se trataba de un total de once buques, que irían al mando del general don Joaquín Gutiérrez Rubalcaba, para transportar y proteger a unos 6000hombres, a las órdenes del también general don Manuel Gasset y Mercader. A ese contingente habría que sumar las tripulaciones, la artillería, etc.

Franceses e ingleses no pensaban quedarse atrás, así que en pocas semanas las tres potencias dieron forma al compromiso compartido de actuar en México. La fórmula para conseguir armonizar sus diferentes objetivos no podía ser otra que reducir las metas a un mínimo común y concreto.

El Tratado de Londres de 31 de octubre de 1861 [171]se ajustaba en todo a los intereses británicos, tendentes a limitar la intervención tripartita a reclamar, únicamente, las deudas pendientes y a asegurar la protección de las personas y los bienes de sus súbditos, evitando aventuras políticas de mayor alcance para no molestar a Estados Unidos, a los cuales se apresuraba a tranquilizar y a ofrecer la posibilidad de participar en la expedición conjunta.

Adquirido el compromiso una pregunta quedaba por contestar, ¿quién mandaría aquella expedición española a México? El capitán general de Cuba, Serrano, parecía ser uno de los aspirantes con mayores probabilidades, bien de manera directa o por medio de alguno de sus subordinados en la Gran Antilla: los ya mencionados Gasset y Rubalcaba; pero no faltaban otros nombres, entre ellos, el de Prim. Cierto que el conde de Reus, como hemos visto, se había significado por su oposición a aquella aventura en 1858; sin embargo, también había expresado su disposición a participar en la misma si se consideraba necesario. En 1861, llegado el momento, el marqués de los Castillejos solicitó dirigir nuestra intervención contra Juárez. No era Prim un mal candidato. A su afán lógico por seguir los acontecimientos en México lo más cerca posible, se unía su prestigio y experiencia bélica, que tras los éxitos de África alcanzaba el máximo apogeo. A nadie escapaba, además, que era uno de los militares y políticos españoles que mejor conocían la realidad mexicana y, por otra parte, contaba con el apoyo de Napoleón III, protagonista decisivo en la escena internacional de aquellos años y, desde luego, en lo tocante a la intervención en México.

Con todo, los nombramientos del conde de Reus como jefe del cuerpo expedicionario y plenipotenciario español ante el Gobierno mexicano con fecha 13 y 17 de noviembre de 1861, respectivamente, [172]levantaron grandes ampollas en varios sectores y desataron la fuerte oposición de quienes señalaban negativamente sus vínculos en aquella república hispanoamericana. En la nómina de los disgustados por la designación del conde de Reus estaba, en primer término, Serrano. Hasta el punto de que, alegando motivos de salud, pidió repetidamente poco después su relevo en la Capitanía General de Cuba. Por el contrario, entre los que se apresuraron a felicitarle se hallaba el jefe del cuerpo expedicionario francés, Jurien de la Graviére.[173] Envuelto en la oposición de los más, el contento de algunos y el respiro del Gobierno, que le veía alejarse con satisfacción, Prim se preparaba en el último tramo de 1861 para regresar a América. El destino le llevaba no sólo al Caribe, como en 1847, sino a tierra firme del Nuevo Continente.

La participación española desempeñaba un papel nuclear en la expedición internacional y, sin embargo, el Gobierno O’Donnell no fue consultado por los conservadores mexicanos, exiliados en Europa, que, con Almonte a la cabeza, diseñaron su propia estrategia política en París y la ratificaron en Viena. El Gobierno de Madrid, herido por el desaire, expresó el lógico descontento cuando posteriormente aquéllos solicitaron su respaldo. Tal vez creyeron en un mayor seguidismo del Gabinete español respecto a Napoleón III; bien al contrario, España eligió el asunto de México como una ocasión para recobrar parte de su perdido prestigio internacional y tenía allí sus propios intereses.[174]

A La Habana

 

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l 23 de noviembre de ese año, después de haber recibido el 17 instrucciones del ministro de Estado, (el equivalente al actual de Asuntos Exteriores), Saturnino Esteban Collantes, embarcó Prim en Cádiz, a bordo del Ulloa, con rumbo a La Habana. Le acompañaban su esposa, su hijo y algunos fieles colaboradores, encabezados por su inseparable Milans del Bosch. Al otro lado del Atlántico aguardaba a Prim una dura prueba militar (que nadie sabía si debía concluir en guerra abierta) y una complicada misión diplomática. Para salir airoso en su cometido contaba apenas con la relativa confianza del Gobierno O’Donnell, más largo en palabras que en los medios que realmente le ofrecía, pero también con la enemiga de Serrano, forzado a ser su colaborador decisivo en un lugar secundario. Finalmente, debía lidiar con la desconfianza recíproca de unos aliados ocasionales, franceses e ingleses, con sus particulares y, como pronto se vería, no siempre coincidentes miras sobre la cuestión mexicana.

Las órdenes recibidas, algo imprecisas y discrecionales, en el marco de la convención tripartita, tampoco le ayudaban en exceso, y por si todo esto no fuera suficientemente preocupante, las indicaciones confidenciales acerca del pensamiento de Isabel II, favorable al posible establecimiento de una monarquía española en México, acababan de complicar sensiblemente su tarea.

Al cabo de varias semanas de viaje, y tras tocar el 16 de diciembre en San Juan de Puerto Rico, Prim llegaba a La Habana, la víspera de Nochebuena. La ciudad, convertida en plataforma de la política de O’Donnell en América, le recibió con el mismo entusiasmo con que había despedido unos meses antes a las fuerzas que partían para Santo Domingo. En aquellos días postreros de 1861 el fervor delirante de la población habanera arropaba a Prim. Muchos creían ver en los nuevos acontecimientos el inicio de la recuperación de la presencia española en sus antiguos territorios.[175]Pero en la capital cubana le esperaba también una sorpresa no tan agradable. El general Serrano, dando muestras de la prepotencia virreinal con que actuaban frecuentemente nuestros capitanes generales en Ultramar y del desencanto que le había suscitado el nombramiento del conde de Reus, se había adelantado a enviar a México, el 17 de diciembre de 1861, la mayoría de los efectivos dispuestos para la intervención.

A pesar de los formulismos, aparentemente corteses, las relaciones entre ambos estaban condenadas a ser, cuando menos, tensas. En una breve nota, el duque de la Torre comunicaba al recién llegado marqués de los Castillejos que le había destinado para su alojamiento la quinta de los Molinos.

Prim de La Habana a Veracruz

 

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penas repuesto de su viaje desde la Península, e informado de los pormenores relativos a las fuerzas españolas que ya se habían enviado a México, dejó por el momento a su mujer y a su hijo en Cuba y, rápidamente, se incorporó a la cabeza de aquellas tropas.

Como siempre, desplegaba incesante actividad. El 2 de enero de se embarcaba en el Francisco de Asís,acompañado del Ulloa y el San Quintín, rumbo a la costa mexicana. Los días 6, 7 y 8 llegaron a su destino las tropas aliadas. Prim desembarcó en Veracruz el 8 de enero de ese año y tomó el mando del contingente español. El número de sus soldados, además del conocimiento y las relaciones de todo tipo que le unían a México, le convertían, de hecho, y así lo reconocieron sus colegas francés e inglés, en el jefe principal de aquel Ejército expedicionario europeo. Necesariamente habría de asumir responsabilidades y decisiones trascendentales, militares y políticas, en su calidad de general en jefe y de plenipotenciario.

Multitud de dificultades esperaban al conde de Reus. Por un lado, la situación política de México, dicotomizada entre una minoría conservadora, monárquica o republicana, y una mayoría que apoyaba a Juárez, extremadamente radicalizadas ambas, en un clima de violencia que prolongaba la guerra civil. Por otro, la diferencia de objetivos entre los mismos aliados, en especial de España e Inglaterra con Francia. Tampoco facilitaba las cosas la dualidad de representación en que se encarnaban el mando militar y las competencias diplomáticas en los aliados ingleses, Dunlop y Wyke, y franceses, Jurien de la Graviére y Dubois de Saligny, respectivamente; y en este caso, por si fuera poco, la diferencia de criterios entre ambos. A ello se unía la gran distancia, casi dos mil leguas, que le separaba de España y, en consecuencia, la tardanza en las comunicaciones, que podía alcanzar cerca de dos meses desde que se enviaba algún documento hasta que se recibía la respuesta. Había que sumar en este capítulo de obstáculos, como ya dijimos, sus poco fluidas relaciones con el capitán general de Cuba y, por encima de todo, la penuria de medios de los que disponía, tanto en hombres como en material.

El 10 de enero, en una primera reunión, los representantes de Inglaterra, míster Wyke; de Francia, Jurien de la Graviére y el propio Prim fijaron las principales metas de su presencia en México y tres días más tarde volvieron a verse para presentar un ultimátum al Gobierno Juárez. España exhortaba al cumplimiento del Tratado de Mon-Almonte y a la indemnización correspondiente a los quebrantos sufridos por sus súbditos, entre ellos los derivados del apresamiento del Maria Concepción. Exigía, además, excusas oficiales por la expulsión del embajador Pacheco y garantías para los españoles residentes en tierras mexicanas. Las demandas inglesas se expresaban en términos parecidos, en líneas generales, aunque más perentorias en cuanto al cobro inmediato de 650.000 pesos, correspondientes al pago del saqueo sufrido por el consulado del Reino Unido en San Juan de Potosí y en su legación en la capital de México. Sin embargo, Francia, por su parte, trataba de imponer, entre otras cosas, la ejecución del abusivo acuerdo financiero firmado en su día entre Miramón y la banca Jecker, por el cual el Gobierno mexicano había recibido 750.000 pesos, en efectivo y diversos bienes, a cambio de 15.000.000 de pesos en bonos del Tesoro. Esta cláusula provocó la desavenencia con los ingleses. El desencuentro anglo-francés motivó que la nota para el Gobierno de México acabase siendo un texto cargado de generalidades en el cual se hablaba, en primer término, de contribuir a la pacificación y regeneración del país, siempre que se asegurase el arreglo de las cuestiones pendientes entre México, Francia, Inglaterra y España.

Prim en México

 

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ientras, el Gobierno de México, por medio de su ministro de Asuntos Exteriores, el general Manuel Doblado, aunque se quejaba del apremio de míster Wyke, se había apresurado a contestar a Prim aceptando la entrega de la aduana de Veracruz y la fortaleza de San Juan de Ulúa. A la vez se mostraba dispuesto a desplazarse hasta Puebla para conferenciar en privado con los representantes de España e Inglaterra.

La diversidad de criterios, bien patente entre ingleses, españoles y franceses, lastró desde el principio la capacidad de los expedicionarios. Pronto los hombres de Juárez vieron con sorpresa y alivio, en la requisitoria que se les presentó el 14 de enero de 1862,que aquellas tropas exponían respetuosamente sus reivindicaciones, que estaban dispuestas a la negociación y que, además, carecían de unidad de acción.

En ese Gabinete de Juárez ocupaba, lo que en la jerga actual sería la cartera de Hacienda, un tío de la esposa del marqués de los Castillejos, José González Echevarría, llamado a desempeñar el papel de puente entre los representantes de las potencias del Tratado de Londres y las autoridades mexicanas, en más de una ocasión.

La contestación del Gobierno mexicano se produjo el 23 del mismo mes, y en ella el ministro Doblado aprovechaba para resaltar la solidez del régimen juarista, asentado en la voluntad general, desde Nuevo León y Sonora hasta Yucatán y Chiapas. Una realidad muy diferente de la que se había vivido hasta finales de 1860. Según él, no era, pues, necesaria ninguna intervención armada de las fuerzas de Londres, París y Madrid. Ese gobierno, autoproclamado sólido y fiable, decía contar con la voluntad y los medios suficientes para satisfacer las exigencias que se le planteaban y ofrecía negociar en Orizaba los convenios que dieran fin a los problemas pendientes. Más aún, invitaba a los representantes europeos a trasladarse hasta aquella ciudad, sin otro acompañamiento que una guardia de honor de 2.000 hombres, pudiendo reembarcar los contingentes militares restantes para que no diese la sensación de que se habían arrancado a México los acuerdos por la fuerza.[176]

En vistas de esta actitud, el conde de Reus informaba al capitán general de Cuba de las buenas perspectivas para alcanzar un arreglo en breve plazo. No obstante, le pedía el envío de todos los hombres disponibles, de medios de transporte y de dinero para hacer frente a los gastos de mantenimiento de sus fuerzas, incrementados por los elevados precios de todos los bienes y, en especial, de los alimentos frescos. Al margen de esta carestía, lo peor era el gran número de soldados afectados por el vómito negro, enfermedad que mermaba alarmantemente las filas de aquel ejército español. En pocas semanas se contaban por centenares los hombres que habían de ser devueltos a los hospitales de La Habana. Hasta los generales Rubalcaba y Gasset fueron de los primeros reembarcados.

A finales de enero de 1862 salían de la capital de Cuba, a bordo del Álava y del San Quintín, el resto de las fuerzas y el material que aún se podía enviar a las costas de México hasta que se dispusiera de otros barcos. Un escuadrón, la compañía de zapadores, una batería rodada completa, carros, muías, carretas y cuanto se iba pudiendo acopiar, incluso algunos presidiarios a cambio de rebaja en sus condenas.

Serrano, frustrado por no ser el único centro de atención, se quejaba nuevamente de su mala salud y de la falta de dinero, quedando a la espera —decía— de que el Gobierno le autorizara a regresar a la Península. Pero aún ofrecía un último esfuerzo para tratar de hacer llegar algunos carros más, a bordo de los escasísimos y pequeños barcos disponibles, la Pinta, el Pizarro o el Carolinas.[177] No ignoraban los gobernantes mexicanos el desgaste que sufrían las tropas francesas, inglesas y españolas, en sus insalubres emplazamientos cerca de Veracruz. El tiempo acabaría, sin duda, jugando a favor de Juárez y la estrategia, por su parte, de dar largas a todos los acuerdos se convertiría en un arma no desdeñable. Aunque por el momento, existía aún la lógica intranquilidad en los círculos políticos de la capital mexicana, en especial por las informaciones que circulaban sobre los propósitos secretos de los franceses para derribar la república e imponer una monarquía.[178]

Prim, desde el momento en que puso el pie en Veracruz, trató por todos los medios de evitar tensiones innecesarias y desarrolló una intensa labor que debía permitirle cumplir, cuanto antes y de forma pacífica, la misión que se le había encomendado. Aprovechaba para ello sus conocimientos y relaciones en México, con objeto de hacer creíbles sus buenas intenciones, a la par que buscaba eludir conflictos entre las tres delegaciones europeas. En la primera de tales funciones, su inseparable Milans del Bosch, Rascón, Zamacorra y otros de sus comisionados le prestaban una inestimable ayuda, contando también con algunas de las personalidades mexicanas más interesantes, tales como el general Vraga, jefe del Ejército jurista en la región. Pero era sobre todo en las de los franceses. Cualquier incidente le parecía sospechoso. El mismo hecho de que La Graviére hubiese pedido a Vraga bagajes y muías, en lugar de hacerlo por mediación de Prim, hacía recelar al Gobierno revolucionario de la excesiva autonomía de Francia. Aquel episodio, además de costarle el cargo al citado jefe militar mexicano, por atender tales demandas, (lo que acarreó su sustitución por el general Zaragoza), se tradujo en la exigencia de un comunicado conjunto de las tres representaciones que ratificara la voluntad dialogante manifestada, una y otra vez, por Prim. Más aún, el Gobierno de México se mostraba reacio a que las tropas del ejército expedicionario buscaran emplazamientos más salubres en otros puntos del país, e instaba a los europeos a entrevistarse con los comisionados que enviaría a Orizaba para tratar las diferentes cuestiones. Este requerimiento produjo en el ánimo del general español y de sus colegas franceses e ingleses notable irritación.[179]

La respuesta del marqués de los Castillejos reflejaba bien la contrariedad provocada por una actitud que entorpecía sus propósitos concordatarios. «... No tengo palabras —contestaba a su pariente González Echevarría— para hacer comprender a usted el mal efecto que nos ha causado a los que tanto hemos hecho para evitar un rompimiento...» Lamentaba que con sus actitudes obstruccionistas y un tanto arrogantes el Gobierno mexicano ofrecía nuevos argumentos a los más intransigentes, es decir, a los franceses. En su tajante respuesta, mezcla de razones y advertencias, Prim se retrataba, una vez más y advertía, «Usted me conoce bien, amigo y tío querido, y sabe usted que no soy jactancioso ni fanfarrón, pues bien oiga usted las palabras de un hombre de guerra que se precia de conocer su oficio, que le teme a Dios porque es buen cristiano, pero que a nadie ni a nada más le teme; y tome usted acta de mis palabras para que en su día, en Londres, en París o en México las recordemos: “El Gobierno mexicano no podrá impedir que las tropas aliadas vayan a Orizaba y Jalapa, los mexicanos defenderán valientemente las posiciones que el Gobierno les confía, pero los aliados perderemos mil hombres y Jalapa y Orizaba quedarán en nuestro poder y lo que después sucederá Dios lo sabe y, usted y nosotros podemos presumirlo pero de seguro que no será nada bueno para este país, ni para su actual gobierno».»[180]

Concluía emplazando al ministro Doblado, o a otro miembro del Gobierno, para el 18 de febrero, en La Purga, entre la Tejería y la Soledad, para aclarar con él cuanto fuese preciso.

Vemos que, como siempre, Prim no despreciaba al rival y tenía un sentido claro del deber proyectado sobre un tiempo que, desde el pasado histórico, condicionaba su comportamiento; a la vez que confería al futuro la cualidad de historia aplazada, de referente inevitable que habrá de juzgar al presente. Sabe en carne propia de lo terrible de la guerra y nadie como él intentará evitarla en todos los momentos, pero no dudará en combatir hasta donde sea preciso. Esta actitud es, sin duda, otra de las constantes de su vida.

Para aliviar un tanto sus preocupaciones de aquellas fechas, se producían también acontecimientos más agradables. El 9 de febrero salían su mujer y su hijo de La Habana a fin de reunirse con él en México. Además en aquellos días Serrano, aparte de anunciarle la llegada de los primeros contingentes de soldados enfermos a los hospitales de Cuba, le prometía reponer los efectivos que fuesen necesarios y le remitía 300.000 pesetas. Otras informaciones, enviadas el 7 y 8 de febrero desde la Península, tardarían más en serle conocidas, pero resultaban igualmente positivas.

En este sentido, Calderón Collantes ya se había enterado, como solía ser habitual, por los periódicos franceses de su llegada a México y le instaba a perseverar en la política de lealtad hacia los aliados y de no intromisión en la política mexicana.

La empresa de imponer una monarquía sin el respaldo amplio de la población, que contaría además con la oposición de Estados Unidos y el resto de las repúblicas hispanoamericanas, sería descabellada y, en ese caso, insistía, deberíamos quedar al margen. Por su parte, O’Donnell le aseguraba que la iniciativa de Serrano de enviar las tropas a Veracruz antes de tiempo no sólo no contó con la aprobación previa del Gobierno, sino que le produjo gran contrariedad; no obstante —añadía en tono conciliatorio— creía que el duque de la Torre había obrado por patriotismo y dado que todo salió bien no era menester ocuparse más del asunto. Lo verdaderamente importante para nosotros habría de ser la satisfacción de las reclamaciones presentadas y, a ser posible, contribuir a la normalización política de aquel país. El duque de Tetuán se expresaba en su carta con toda rotundidad: «Nosotros tenemos interés en que se funde un gobierno estable en México, pues no podemos ser indiferentes a sus desgracias, pero no tenemos absolutamente ninguno en que éste sea monárquico para que lo ocupe una dinastía extranjera».[181] La opción negociadora tomaba cuerpo, no sin dificultades, auspiciada por la conveniencia política y la necesidad militar. En este último aspecto, todos reconocían que las fuerzas expedicionarias eran insuficientes para dominar México a punta de bayoneta. Lo había expresado con sorpresa el propio Santa Ana. Hasta Serrano, tan belicoso desde La Habana, aceptaba que de cara a una guerra debería disponerse al menos de 25.000 soldados. Wyke y Prim pensaban lo mismo, estimando necesarios entre 20.000 y 30.000 hombres. Afortunadamente, pese a las no pocas fricciones despertadas, su tío González Echevarría le anunciaba a Prim, el 13 de febrero, que Doblado, autorizado por Juárez y animado de los mejores sentimientos, iría a entrevistarse con él en La Purga.

No todos en el bando español se mostraban tan conciliadores. Ante la falta de acción militar y los rumores de un hipotético acuerdo, Serrano, siempre incordiante, escribía a Prim animándole a la batalla. «Basta de contemplaciones y gaitas, a obrar con resolución y paso firme» —pedía el capitán general de Cuba, quien de paso ofrecía, sin que nadie se lo hubiera solicitado, sus propios planes políticos y militares—. «El partido conservador sin conventos es lo que nos conviene prevalezca en la política de ese país» —señalaba el duque de la Torre—, y en cuanto a la estrategia «se debe establecer —aconsejaba el bloqueo riguroso por el golfo y por el Pacífico y tratar a la baqueta a ese partido infame —se refería al de Juárez— que lo que pretende es ganar días para que nuestros soldados perezcan en las costas», y ya en términos un tanto contradictorios con la urgencia pedida, anunciaba «espero que nuestro gobierno, Francia e Inglaterra enviarán fuerzas suficientes para que lleguen ustedes a México, conserven la comunicación con Veracruz y puedan disponer de 8 o 10.000 hombres para recorrer el país y dominarlo».[182]Recomendaba, para acabar el cuadro, que se hiciese pagar la guerra a los mexicanos, ya en metálico, ya en víveres, caballos, muías y todo lo que pudiera obtenerse. Aunque se disculpe el tono coloquial, el contraste entre las apreciaciones de Serrano y Prim resultaba enormemente revelador.

Acuerdos y desacuerdos

 

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as cosas, poco a poco, acabaron rodando por caminos menos confrontativos y, el 19 de febrero, tal y como estaba previsto, aunque por razones de comodidad fue en La Soledad y no en La Purga, se reunieron el ministro de Asuntos Exteriores mexicano y el conde de Reus, en nombre de las tres naciones signatarias del Tratado de Londres. Allí establecieron los preliminares de un acuerdo cuyos puntos más destacados eran los siguientes: el Gobierno de México se avenía a cumplir con las reclamaciones de los aliados; las negociaciones definitivas se abrirían en Orizaba; hasta que concluyeran éstas, los soldados expedicionarios se desplazarían a aquella ciudad, a Tehuacán y a Córdoba, lugares más aptos para acampar; si no se llegara a ningún acuerdo pacífico, esas tropas se retirarían nuevamente más allá de la línea de defensa que los mexicanos les permitían ahora franquear, o sea, al otro lado de Paso Ancho; en ese caso, los soldados enfermos en los hospitales y que no pudieran ser trasladados quedarían bajo la protección de México; finalmente, y como prueba de la transacción lograda, la bandera mexicana ondearía junto a la española, la francesa y la inglesa en Veracruz y San Juan de Ulúa.

El pacto alcanzado en la Soledad entre Prim y Doblado debía ratificarse por el Gobierno mexicano y los representantes de los tres países europeos implicados. Este trámite no habría de resultar fácil, sobre todo por lo que a los franceses se refería. Sin embargo, el ascendiente de Prim, la evidencia de la realidad y la sensatez con que se comportaba en todo momento, indujeron a La Gravière a aceptar un texto tan lejano a los propósitos del Gobierno de su país. Sería este hecho, tal vez, el mejor testimonio que podemos encontrar de la acertada estrategia del marqués de los Castillejos en relación con el problema de México.

La Gravière no podía ignorar las graves consecuencias que aquel gesto entrañaba para su carrera y, sin embargo, dio su asentimiento al compromiso adquirido por el conde de Reus. Con todo, lo estipulado en La Soledad no despejaba definitivamente la posibilidad de un enfrentamiento armado y Prim pediría refuerzos por si acaso. Pero para los partidarios de la guerra fue una frustración.

Al conocerse los pormenores de lo tratado en La Soledad, tanto en Cuba como en la Península se hicieron patentes, de forma mayoritaria, las manifestaciones de desencanto. Sólo en Inglaterra, de modo explícito o tácito, se aceptaban positivamente los compromisos firmados. En Francia explotó una auténtica indignación. La prensa gala, especialmente la más conservadora, arremetió con dureza contra lo que consideraba un deshonor para su país, una traición de Prim, vendido a los mexicanos, y una deslealtad de España. La distancia y los propósitos más o menos ocultos, hasta entonces, de Napoleón III hacían más comprensibles estas reacciones.

Serrano, que unos días antes de conocer el acuerdo entre Doblado y Prim anunciaba el envío del segundo batallón de Nápoles con Gasset ya recuperado, a la par que mostraba su preocupación por la escasez de medios disponibles, no pudo ocultar su frustración ante la noticia del tratado comunicada por el Isabel. Ese sentimiento era compartido por muchos españoles en Cuba. El duque de la Torre suspendió, por el momento, la remesa de algunos hombres, ya sanos, de los que habían venido a los hospitales; maíz, heno y cien mil pesos, y entre nota y nota deslizaba su descontento: «... mi lealtad —exponía francamente a Prim—— no me permite negar a usted que yo hubiera deseado otra solución para acabar cuanto antes y hacer los menos sacrificios posibles... Si eso se arregla se habrá consolidado el Gobierno de Juárez —uno de sus temores, y por eso desconfiaba, pero al fin parecía resignarse— y haga el cielo que él y sus gentes comprendan la situación y que conscientes de sus grandes deberes hacia su patria, los cumplan dignamente».[183]

En Madrid, el 22 de febrero de 1862, el ministro de Estado, Calderón Collantes, todavía sin aviso de lo que había sucedido en La Soledad, escribía a Prim recomendándole ser generosos y sinceros a la par que fuertes y previsores. Desde mediados de enero sabía, por medio de nuestro embajador en París, Alejandro Mon, según la comunicación del ministro monsieur Thouvenel, que Francia aumentaba en más de 4.000 hombres (con cinco batallones de suabos) sus fuerzas en México y conocía, además, que el objetivo prioritario de Napoleón III era implantar la monarquía con Maximiliano de Austria. Le advertía que «sería estúpido ayudar a la ejecución de un proyecto que no habíamos concebido nosotros, antes bien, del cual habíamos sido marginados hasta que todo estaba decidido. En esas circunstancias lo más importante sería cuidar antes que nada de nuestro ejército, bravo y grande en la lucha, cuyo comportamiento debía hacer que México volviera a sentirnos como hermanos».[184]

Más explícito se mostraba en su carta de un día antes el jefe del Gobierno español. No tenemos compromiso ninguno —manifestaba O’Donnell— sobre el proyecto monárquico francés y —de manera muy confidencial añadía— «por mi cuenta le diré a usted que me parece un disparate pensar en una monarquía para México».[185]

Un mes más tarde, el 22de marzo de 1862, cuando se confirmaron los informes acerca de los acuerdos con Doblado, O’Donnell se hacía eco de la gran polvareda armada en Francia con tal motivo. El embajador francés en Madrid, míster Barrot, protestaba enérgicamente, pero habría que proceder con cautela. Eso sí, no sería malo —añadía el duque de Tetuán— que desapareciese Juárez y se le reemplazara por otro, aunque fuese Doblado, porque este paso desarmaría bastante a los contrarrevolucionarios.[186]

Pero era Calderón Collantes, unos días después, quien exponía detalladamente la fuerte sacudida originada sobre todo en el país vecino. Viejas y nuevas acusaciones contra el conde de Reus proliferaban en distintos medios. En la prensa francesa el clamor condenatorio era unánime; lo mismo ocurría en los círculos profranceses de La Habana y hasta en un escrito de Almonte se lanzaban contra él toda clase de calumnias. Se le acusaba de inclinarse a favor de Juárez, de apoyar a los «rojos» en contra de los «conservadores»; aunque aquéllos, según algunos como Pacheco, eran antiespañoles y estos últimos decididos españolistas. No faltaban otros más audaces que, en su afán descalificatorio, le tildaban de estar de acuerdo con Doblado para proclamarse rey de México.

Lo más importante, sin embargo, era que el Gobierno español, sin tener en cuenta tales infundios y en respuesta a la carta de Prim del 28 de febrero, en la cual había dado cuenta de lo sucedido, aprobaba lo pactado a la espera de que las futuras negociaciones en Orizaba arrojaran resultados satisfactorios. No obstante, junto a las habituales recomendaciones de prudencia y firmeza, para lograr que México tuviese un gobierno fuerte y estable, se unía el reproche por haber consentido que la bandera mexicana volviese a ondear en Veracruz.[187]

En todo caso, el epicentro del seísmo político y diplomático era París. El arreglo, aunque precario, de La Soledad se había concretado en los momentos en que Francia se lanzaba decidida y abiertamente a imponer su ya confesada política en México. Napoleón III consideró un insulto a la enseña francesa la cláusula de retroceder en caso de ruptura. El Gobierno mostraba su profundo disgusto y el almirante Jurien de la Gravière fue cesado fulminantemente; aunque, dada la lejanía, tardaría semanas en enterarse de ello.

Mientras, los acontecimientos de México andaban por nuevos derroteros no exentos de dificultades. Si en un primer momento, el acuerdo entre el Gobierno mexicano y los expedicionarios europeos permitió mejorar las condiciones de sus emplazamientos y facilitó su aprovisionamiento de víveres frescos, pronto iban a surgir nuevas tensiones. Las autoridades de México, al amparo del espíritu negociador, pretendieron recuperar de inmediato la administración de correos y de la aduana de Veracruz. Argumentaba Doblado, respaldado por González Echevarría y el propio Juárez, que ésta sería la única fórmula para recobrar la normal actividad en la entrada y salida de efectos mercantiles. A cambio ofrecía aceptar la supervisión de un interventor nombrado por los representantes de España, Francia e Inglaterra. Claro que haciéndose con el control de aquel puerto deseaban evitar la llegada de Miramón, Almonte y otros tantos conservadores emigrados que movían los hilos de la trama con que se intentaba derrocar a Juárez.

Las negociaciones para aquella devolución no serían fáciles, por la intransigencia de míster Wyke, pero mayores problemas le acarrearía al marqués de los Castillejos la presencia, entre el contingente francés, de aquellos activistas que regresaban del exilio. A finales de febrero de 1862 el más conspicuo de ellos, Almonte, estaba ya en Veracruz. No tardó en entrevistarse con Prim y en comunicarle que el proyecto para la instauración de Maximiliano, como monarca de México, contaba con el respaldo de los Gobiernos de París, Londres, Viena y Madrid. Prácticamente, venía a decirle que no cabía más alternativa que el empleo de la fuerza para derrocar a Juárez y sustituir la república revolucionaria por la monarquía conservadora.

El conde de Reus, mejor informado de lo que su interlocutor suponía, no sólo no aceptó este discurso sino que, al corriente del rechazo mayoritario en México a las ideas monárquicas, comprobó de primera mano el delirio de los emigrados y el error en que incurría Francia al creer en ellos.

Así pues, mientras las relaciones con los mexicanos avanzaban aún con los roces lógicos, la imagen de Prim y del cuerpo expedicionario español ganaba en su estima sensiblemente, despertando una confianza en aumento, si no entre la población en general, sí entre los políticos. Lógicamente, en el campo de los emigrados y sus valedores franceses ocurría todo lo contrario. Iba a ser, pues, de esta banda de donde provendrían las mayores dificultades, algo de lo que hasta el mismo Serrano advertía a Prim desde La Habana a mediados de marzo.

En el intento de mantenerlos controlados, Prim pidió a los franceses que no permitieran salir de Veracruz a los emigrados políticos que habían vuelto a México, a los cuales el Gobierno de Juárez no sólo no permitía la entrada, sino que les amenazaba con duras condenas. La permanencia en Veracruz de aquella gente, al menos hasta el fin de las negociaciones con el Gobierno mexicano y, en última instancia, hasta que se obtuviera la amnistía solicitada para ellos, evitaría graves conflictos.

Pero las circunstancias se mostraban adversas a las intenciones del marqués de los Castillejos. En realidad, desde el aviso de la llegada de nuevas unidades francesas al mando del general Lorencez, comenzaba en México, de hecho, la liquidación del Tratado de Londres. Españoles e ingleses se sintieron al margen de la nueva situación. Las tropas británicas que debían haberse desplazado a Córdoba, según los preliminares de La Soledad, se quedaron en Veracruz, desde donde la mayoría comenzaron a ser enviadas por el comodoro Dunlop a las Bermudas, en evidente signo de ruptura. Prim se trasladó a Orizaba y los franceses a Tehuacán, excepto las tuerzas de Lorencez, que acamparon en Veracruz.

Los propósitos belicistas de Francia, la disidencia británica y las actuaciones del Gobierno Juárez amenazaban con llevarse por delante todos los esfuerzos de Prim a favor del diálogo y de las soluciones pacíficas.

No es lo único, pero la pela es la pela

 

A

nte los agobios financieros por los que transcurría la Hacienda mexicana y las resistencias de los aliados para devolverles la aduana de Veracruz, Juárez decretó una contribución del 2,5 por ciento sobre los bienes de los españoles residentes en el país azteca y anunció un empréstito forzoso de 500.000 pesos que deberían afrontar seis casas de crédito. Prim creía que, de ellas, tres eran españolas, aunque lo seguro es que una era la suya, mejor dicho, la de su familia. El conde de Reus presentó a su tío, González Echevarría, una dura protesta en la cual le conminaba a venir hasta Orizaba para arreglar este asunto, que le parecía una exacción intolerable y vejatoria para los españoles. Reclamó que se desistiera de tales medidas si los mexicanos esperaban, en breve, la devolución de la aduana; en caso contrario, estaba dispuesto a romper lo convenido en La Soledad.

En aquel empréstito, como acabamos de reseñar, se veía implicada la casa hispano-mexicana Agüero González y Cía. en la cual Prim tenía intereses directos por medio de la familia de su esposa. La cantidad que tenían que sufragar, asignada por el Gobierno, rondaba los 100.000 pesos, los cuales deberían entregarse en dos plazos, el primero en el momento de la emisión y el segundo a comienzos de abril de 1862. Poco antes de la fecha prevista para la conferencia de Orizaba, el ministro Doblado le comunicaba que aquella entidad había sido exceptuada del préstamo forzoso y no sólo no debería abonar la cantidad pendiente sino que se le reembolsaba lo ya pagado. «Usted comprenderá —se le decía en aquella carta— que la consideración guardada con esa casa mexicana es debida a la persona de usted.»

Pero apenas se solucionaba una vía de conflictos surgía otra. Buen ejemplo de cómo se complicaba la cuestión era la carta que le enviaba el almirante Jurien de la Gravière. En ella elogiaba la conducta del conde de Reus no por mero cumplimiento sino conciencia. «Deseo —escribía el militar francés— que su gobierno, que el mundo entero, si esto le conviene, conozca la justicia que deseo haceros. Nuestra política ha sido la misma, una política de conciliación y prudencia. Nuestros objetivos ulteriores apenas han diferido. Yo quería la monarquía, usted la deseaba también, pero usted la juzgaba imposible. Tenga por seguro que no voy a escatimar esfuerzos para hacer prevalecer mis ideas.»[188]Pero a estos propósitos —en parte tranquilizadores— añadía su decisión de romper la convención de La Soledad si en Orizaba no era aceptada la solución monárquica con Maximiliano de Austria.

Por de pronto, desconfiando de una resolución favorable, anunciaba su inmediata marcha hacia Paso Ancho, donde prometía llegar no antes del 15 de abril, fecha de la esperada conferencia. Aislado en Tehuacán se veía atenazado por las dudas y tan pronto hablaba de ruptura como de necesidad de permanecer aliados, de marcharse como de quedarse, del pesimismo del rechazo popular como del optimismo de una aceptación pacífica de la monarquía... Finalmente, decidiría marchar al otro lado de las posiciones mexicanas del Chiquihuite.

Hacia la ruptura

 

L

as inquietudes de Prim aumentaron sensiblemente con la salida de Almonte de Veracruz, aun en contra de la opinión de La Graviére. No cabía ninguna duda de que se habían impuesto en la delegación francesa las tesis de monsieur de Saligny, decidido a buscar a todo trance la suplantación del gobierno Juárez por la monarquía de Maximiliano. Nada parecía importar a los delegados de Napoleón III que el régimen juarista se hubiera asentado, de hecho y de derecho, contando con el respaldo de nueve de cada diez ciudadanos de México. El conde de Reus era consciente de que en la inmediata reunión prevista para el 9 de abril iba a producirse, de modo inevitable, la ruptura entre los aliados. Tan seguro estaba Prim del sesgo indeseable que tomaban los acontecimientos, que no dudaba en afirmar a sus íntimos la decisión de reembarcarse con sus tropas y abandonar México antes de mediados de mayo.

Más aún, su certeza del desgraciado futuro de los proyectos a favor del archiduque era tal que llegaría a desafiar a quienes pudieran pensar lo contrario, «guarde usted esta carta —escribía al marqués de Salamanca— y en su día hablaremos». Sabía que aquello supondría una formidable reacción en España. ¿Qué dirían la reina y el Gobierno cuando tuvieran noticia del reembarque de las tropas? No obstante, confiaba en que tras la primera conmoción, de amigos y enemigos reconocerían que obraba con prudencia, abnegación y patriotismo. Esperaba algunos ataques, pero en su calidad de senador se defendería de todos los cargos y el tiempo, por último, demostraría que obró con acierto.

También deseaba que en Francia se comprendiera su comportamiento cuando se abriese camino la verdad. Ciertamente, le preocupaba la respuesta del país vecino ante su decisión de no secundar los planes franceses y, en particular, sentía el disgustos que ocasionaría a Napoleón III. Pero al igual que en los demás casos, esperaba —se decía a sí mismo— que el emperador terminara por reconocer que obraba como cumplía a un general español obediente a su gobierno. Finalmente, le confesaba a Salamanca que no le quedaba otra alternativa que la retirada, so pena de faltar a sus deberes como funcionario, como español y como hombre leal.

Estaba decidido, pues, a no embarcarse en aventuras insensatas, aunque la decisión le causaba todo tipo de incomodidades políticas y diplomáticas, incluso un gran disgusto personal, por verse obligado a separarse de los «... bravos franceses a los que profesaba un innegado cariño». No podía comprender como Saligny comprometía, tan imprudentemente, el decoro, la dignidad y hasta el honor de las armas francesas. El marqués de los Castillejos insistía una vez más en que para evitar el fracaso se necesitarían al menos 20.000 hombres, y aún así, sus opciones de dominar México no garantizaban el éxito, pues en aquel medio hostil sucedía lo que en su momento había dicho Napoleón I, «... si el Ejército lo forma mucha gente, se muere de hambre y si lo forma poca, se lo come la tierra». A medio y largo plazo se le antojaba imposible que los franceses mantuviesen la monarquía en México; pensaba que ni siquiera serían capaces de formar un gobierno estable.

En su afán por reconducir lo que entendía como «política fatal», adoptada por los representantes galos, no dudó Prim en pedir la ayuda de su amigo José de Salamanca. Las vísperas de la conferencia de Orizaba escribía al banquero solicitándole que empleara todas sus influencias en París a fin de evitar lo que entendía como el camino a una catástrofe segura.[189] Las grandes dimensiones del desastre que se anunciaba le parecían tan evidentes que, como amigo y admirador de Napoleón III, creía que el emperador no estaba realmente al tanto de lo que sucedía. A sus ojos el responsable de los errores era monsieur de Saligny, a quien profesaba un profundo rechazo, hasta el extremo de que manifestaría: «Yo no soy francés y, sin embargo, no perdonaré jamás a ese hombre los males que va a causar a mis bravos camaradas». Por eso había escrito a Napoleón III, una afectuosa pero firme carta el 17 de marzo, aunque temía que su aviso no llegaría a tiempo, por eso también incitaba a Salamanca para que avisara al Gobierno francés de lo que se le venía encima.

El diagnóstico de Prim era rotundo: el régimen monárquico no resultaba viable y la república, con Juárez a la cabeza o con Almonte, no podía pagar las deudas que se les exigían por falta de recursos. Entonces, ¿para qué derribar un gobierno en beneficio de otro?

La reacción de Serrano

 

C

onfirmada la noticia acerca de sus propósitos de retirar las tropas de México, se suscitó un gran revuelo en La Habana. Una campaña orquestada, o al menos consentida, por las autoridades de la isla, promovió entre la opinión pública todo tipo de rumores y comentarios, algunos hasta en francés, burdamente manipulados en contra de Prim. Aprovechando este ambiente Serrano trató de evitar el reembarco de los expedicionarios españoles a todo trance. Movido por las quejas de los círculos profranceses, acordes con su propio criterio sobre la forma en que debía haberse desarrollado la intervención en México, intentó retomar el protagonismo absoluto en la dirección de los acontecimientos. Creyó llegado el instante de hacer valer su autoridad en el control de una empresa de la que siempre se había sentido desplazado injustamente.

En cuanto supo del próximo regreso de nuestros soldados, además de otras medidas no demasiado transparentes, reunió en la capital de Cuba, y el 16 de abril, una junta de notables, integrada por ex diputados, senadores y jefes militares residentes en la Gran Antilla. Entre ellos estaban Del Mazo, O’Reylly, el marqués de Marina y el obispo de La Habana. Debían manifestar su decisión de impedir la idea del conde de Reus de consumar sus planes abandonistas y significar la voluntad general dispuesta a mantener la bandera española en tierras mexicanas, a cualquier precio.

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