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CAPÍTULO VI » Prim y Santo Domingo

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Basándose en argumentos tan peregrinos como la llamada a la mayor concordia y armonía entre el capitán general de Cuba y el jefe del Ejército expedicionario, formulada por el Gobierno en varias reales órdenes, y la no menos discutible teoría de que correspondía al primero de ellos la máxima responsabilidad en nuestra acción militar y política en América, el duque de la Torre envió a Prim, el 17 de abril, varios escritos conminándole a cambiar de estrategia o a resignar el mando. En última instancia, argumentaba Serrano que la orden de retirada de un ejército comprometido por un tratado internacional era competencia exclusiva del Gobierno, a quien debía consultarse antes de proceder en este sentido.

El gran problema era, una vez más, el tiempo, casi dos meses que se consumirían en una consulta de tal naturaleza. ¿Y mientras? Pues según el capitán general de Cuba, aguardar acantonados en la zona más saludable.

Decía el duque de la Torre, pensando suavizar sus exigencias, que conocía bien las altas dotes personales y el patriotismo del marqués de los Castillejos, pero que ante las gravísimas consecuencias que se derivarían para España, tanto en el interior como en el exterior (vaticinaba incluso la posible caída del Gabinete O’Donnell), en caso de repliegue de nuestras fuerzas, esta medida no podía aplicarse bajo ningún concepto. Así pues, por un lado, anunciaba el envío del general Gasset para que se hiciese cargo del mando y, por otro, pretextaba no disponer de buques necesarios para el regreso de hombres y material, a la par que le advertía de la inconveniencia de utilizar barcos ingleses.[190] A pesar de sus afirmaciones, Serrano demostraba en su escrito no conocer bien a Prim y tampoco las difíciles circunstancias en que vivía el Ejército español en México. La respuesta del conde de Reus a la intromisión del capitán general de Cuba retrataba, por enésima vez, al personaje. Entre el asombro y la ira por lo que se le antojaba una osadía incalificable, reprochaba al duque de la Torre que se hubiese amparado en otros para condenar su gestión y emplazaba a los senadores que le habían juzgado en La Habana para más adelante. Pero era al capitán general al que aplicaba un auténtico «repaso» por vulnerar el decoro del jefe del Ejército y ministro plenipotenciario en México. Apoyándose en una carta de O’Donnell se reafirmaba en impedir —escribía con el estilo de la época— que España gastara sus tesoros y la sangre de sus soldados para ayudar a construir un trono para el archiduque Maximiliano.

Después le recordaba los atropellos que los franceses estaban empezando a cometer con los mexicanos y algún desagradable incidente entre aquéllos y los soldados españoles. Finalmente, le señalaba el ínfimo apoyo social que tenía la opción monárquica encabezada por Maximiliano.[191]Por todo ello siguió adelante con sus planes y procedió sin tregua a embarcar las unidades de la primera brigada en los buques españoles e ingleses que tenía a su disposición. Así, a bordo del Álava salieron de regreso a Cuba las primeras tropas reembarcadas el 19 de abril de 1862, siguiéndole, en otro barco español y tres más ingleses, la mitad del Ejército expedicionario mandado por el conde de Reus.

Desde luego Prim daba señales de estar mejor informado que Serrano no sólo de lo que ocurría en México sino también de lo que sucedía en Madrid. Al duque de la Torre no le quedó más remedio que rectificar pronto el tono y aun el fondo de algunas de sus exigencias. Apenas un par de semanas después de su ultimátum manifestaba, en respuesta a las protestas del conde de Reus, que sólo convocó la junta con el ánimo de asegurarse mejor en sus decisiones; especialmente en la de enviar o no los buques que se le pedían, pues en caso de hacerlo pasaba a compartir la responsabilidad de una retirada en la que no creía. Si bien alegaba que, a pesar de todo, ordenó que se preparasen. Aceptaba el no unirse al carro de Francia a toda costa, aunque recelaba de Inglaterra, recordando que junto a las columnas de Hércules se alzaba aún, en Gibraltar, el pabellón inglés. En cuanto a las publicaciones contra Prim se disculpaba con argumentos poco convincentes y lamentaba, como uno de los mayores pesares de su vida, haber visto de modo distinto al del marqués de los Castillejos aquellos graves asuntos. A manera de conclusión declaraba: «Si el honor nacional, si el decoro del general en jefe y de sus tropas, si los intereses de España exigen la retirada, sea en buena hora...». ¿Cuáles eran las razones de tan notable cambio? Simplemente, las informaciones llegadas de España en que se manifestaba el apoyo del Gobierno, en lo fundamental, a las tesis de Prim, aunque aún se recelaba de las consecuencias de una retirada unilateral. Más bien se pensaba todavía en Madrid que una acción militar sobre la capital mexicana terminaría siendo ineludible.[192] No tuvo el conde de Reus la ocasión adecuada para marchar sobre México capital como jefe del Ejército expedicionario español, en cuya ciudad debía haber realizado otra misión bastante especial, al margen de las encomendadas en sintonía con el Tratado de Londres. Nada más y nada menos que traerse para España, de grado o por fuerza, las cenizas de Hernán Cortés, que se hallaban depositadas, después de una azarosísima peripecia, en uno de los muros de la iglesia de Jesús Nazareno. Pero cuando llegaron a sus manos las instrucciones en este sentido sus tropas ya habían vuelto a La Habana.[193] Las noticias de México trataron de ser aprovechadas por la oposición en Madrid; sin embargo, ni los demócratas ni los progresistas más radicales podían apoyar sus censuras al Gobierno en la conducta liberal observada por Prim y los más acendrados conservadores tampoco se atrevían a empeñarse en una gran batalla, hasta ver el desenlace de la cuestión.

La aventura de México en cifras

 

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l margen de cualquier debate político, o de otra naturaleza, respecto a la gestión llevada a cabo por el marqués de los Castillejos en esta empresa, algunos datos constituyen una llamada a la reflexión y una ayuda inestimable para evaluar la cuestión adecuadamente.

La expedición a México costó, según las cuentas presentadas en las oficinas de la administración militar de la isla de Cuba, alrededor de millón y medio de pesos.[194] Hasta un total de 6.969 hombres de los 8.000 que participaron en la campaña ingresaron alguna vez en el hospital durante los seis meses que ésta duró y de aquéllos, 1.556 hubieron de ser reembarcados para La Habana. El número de muertos se elevó a 131 (78 de fiebre amarilla, 18 de tifus y el resto de otras enfermedades).[195]

Al margen de estas cifras, que ayudan a entender, al menos en parte, las disposiciones abandonistas de Prim, se pusieron también de manifiesto las graves deficiencias de material que sufrían las fuerzas armadas españolas en América. Aquel Ejército expedicionario apenas contó, para el transporte por tierra, de sus víveres y efectos, con poco más de una treintena de caballos; medio centenar de bueyes; doscientas muías, casi la mitad inútiles por distintos motivos; otra treintena de carros, muchos inutilizados en las primeras jornadas; y la misma cantidad, prácticamente, de carretas, si bien de éstas sólo pudieron utilizarse trece, pues para hacerlas rodar se necesitaban dobles yuntas de bueyes que no había; dos furgones y una galera.[196] La mayor parte de estos efectivos fueron adquiridos en México o enviados desde La Habana dos meses después de que hubiesen desembarcado las tropas. Ante tal panorama de bajas y penuria de recursos, ¿qué podía hacer Prim en un país de las dimensiones de México?

Prim otra vez en casa

Sin embargo, la verdadera batalla respecto a aquella expedición empezaba a jugarse en el momento en que las primeras tropas emprendían el camino de regreso a la Gran Antilla. Prim era consciente de la necesidad de hacer llegar a la reina, debidamente avalados por personas de confianza, los informes que inclinaran el ánimo de Isabel II a aprobar la decisión adoptada. No podía ignorar tampoco que Serrano hacía algo parecido, pero en sentido opuesto, para que el Gobierno O’Donnell, y después la soberana, condenaran el proceder del marqués de los Castillejos. Se trataba de una carrera por ver quién llegaría primero y alcanzaría el éxito. El conde de Reus, diríamos con un símil deportivo, tenía además a la mayoría del público en su contra (léase Gobierno y opinión pública), pues la campaña lanzada en Francia y en la mayoría de los periódicos españoles le habían granjeado un entorno adverso.

Prim comisionó a Antonio M.a del Campo y al conde de Cuba para que se trasladaran a Madrid, vía La Habana, con el objeto de llevar a la Corte todos los documentos y comprobantes justificativos de la decisión tomada. Pero desde tiempo antes, justo en el momento en que pensó en la retirada, había enviado el aviso de tales propósitos a sus amigos de Barcelona y, sobre todo, de Madrid para que fueran preparando el terreno cerca de Palacio.

Serrano, por su parte, encomendó sus opiniones a Cipriano del Mazo, a quien mandó a la capital de España para transmitir el mensaje condenatorio de las medidas adoptadas por el conde de Reus.

O’Donnell y su Gobierno acabaron inclinándose por las tesis de Serrano, en buena parte debido, según decíamos, a los durísimos ataques que monsieur Brillant, en medios políticos franceses y publicaciones como La Patrie en aquel país, o La Época,entre nosotros, dirigían contra el marqués de los Castillejos, quien no contaba con el apoyo de ningún grupo político y con muy pocos en la prensa, salvo La España y La Regeneración, pues ni siquiera La Iberia defendía su comportamiento en México.

A pesar de todo, los argumentos de Prim habían convencido a la reina, que se hallaba en Aranjuez. Por eso, cuando el presidente del Consejo de Ministros se acercó al Real Sitio para despachar con la soberana y, entre otras cosas, exponerle su rechazo acerca de la solución adoptada en el tema de México, se encontró con que Isabel II encomiaba aquella decisión. A O’Donnell no le quedó otro remedio que declarar en el Congreso, el 19 de mayo de 1862, que el Gobierno aprobaba la conducta del conde de Reus. A los tres días le comunicaba, oficialmente, al interesado esa misma decisión.

Entre tanto, el 9 de mayo había llegado Prim a La Habana con el disgusto por el comportamiento de los franceses; por el sacrificio poco lucido que había tenido que hacer; por sus diferencias con el duque de la Torre y su recelo hacia la decisión del Gobierno acerca de su gestión; por la situación en que quedaban los mexicanos y, en especial, por la muerte y el dolor de tantos soldados españoles. Pero también con la satisfacción de haber cumplido con lo que creía su deber y por otro motivo, de índole muy personal, porque su mujer esperaba un nuevo hijo.

Por lo demás, estaba deseando salir de Cuba, donde lógica mente no se sentía cómodo con el general Serrano. Así pues, dejó la isla en cuando pudo, embarcando en el Ulloa rumbo a Nueva York, y de allí a Londres, para llegar finalmente a París, donde quedaría su familia mientras él se trasladaba a Madrid.

Su estancia en Estados Unidos, inmersos en la guerra de Secesión, le permitió conocer la capacidad militar y la organización política de la Unión. Aquello fue un auténtico «camino de Damasco» para Prim, que quedó impresionado profundamente por el potencial norteamericano. Jamás se le volvería a ocurrir ninguna bravata frente a los «yanquis» y sí tendría, desde entonces, la sospecha de que ellos eran la gran amenaza para el futuro de nuestras Antillas.

Al cabo de algún tiempo, en julio de 1862, el conde de Reus había llegado a Madrid, tras pasar por Cataluña, y dedicó algunas semanas a preparar su contraataque frente a todos aquellos que le habían vilipendiado en su ausencia. Igualmente pudo en aquellos días informar al Gobierno de diversos aspectos sobre el tema de México y, en particular, de sus relaciones con Serrano.

A principios de agosto viajó a Bayona para recoger a su familia que se desplazaba desde la capital francesa, y acompañarla a Madrid. El resto del verano lo pasaría compaginando ocio y negocio, es decir, alguna que otra cacería, incluso en Valencia, y la puesta a punto de la documentación «mexicana», de cara a la próxima etapa parlamentaria.

Pero antes de la batalla política sería padre por segunda vez, en este caso de una hija, nacida el 22 de noviembre de 1862, y a la cual bautizaron en la capilla real, en Palacio, el 27 del mismo mes y le impusieron los nombres de Isabel Francisca Teresa Antonia Cecilia. La fiesta del bautizo fue un acontecimiento social de primer orden en el Madrid de aquellos días.

La expedición a México a debate en el Senado

 

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l debatirse en la Cámara Alta el proyecto de contestación al discurso de la Corona, Prim introdujo una enmienda, el 9 de diciembre de 1862. El objeto de aquélla era tomar la palabra para defender su gestión al frente del cuerpo expedicionario en México, lo cual se le había pedido por varios prohombres políticos y no pocos periódicos y además le parecía obligado como funcionario. Durante su discurso en aquel foro, que se extendió a lo largo de las sesiones de los días 11, 12 y 13 del citado mes y año, el conde de Reus fue rebatiendo los cargos que, en particular desde Francia pero también en otros ámbitos, se le habían imputado. Su exposición se apoyaba en la certeza de haber cumplido las instrucciones del Gobierno, como buen español y como general de la reina de las dos Castillas. Esa seguridad de haberse ceñido a su deber y estos títulos le situaban, a su juicio, por encima de cualquier maledicencia. Pero además, no había hecho otra cosa que desarrollar una actuación generosa, noble y paternal hacia los mexicanos y mantener la política de España independiente de la de cualquier otra potencia, sin ser instrumento de nadie. Una actitud —según sus palabras— hidalga, noble, franca e insistía, una vez más —como título que compendiaba todo lo anterior—, española.

El debate subsiguiente a su intervención se alargó hasta el 23 de diciembre y polarizó en buena parte la atención del país. Prim rebatió en primer término a los que le acusaron de seguir una política antifrancesa. «¿Habrá —se preguntaba— quien razonadamente pueda decir que yo fui enemigo de Francia?...» —y contestaba— «... ni soy (siquiera) enemigo de la Francia oficial que tan mal me ha tratado, ni puedo serlo mucho menos del augusto Soberano que rige los destinos de aquel país, y de quien he recibido tantas muestras de benevolencia.»[197]Otra cosa sería la respuesta al ministro imperial monsieur Brillant, de quien se ocuparía más adelante.

Paso a paso, con la documentación precisa fue rebatiendo todos y cada uno de los cargos y de las insinuaciones sin base ni fundamento que, con fines denigratorios, se habían lanzado contra él. Apoyándose en el Tratado de Londres y en las instrucciones del Gobierno español dejó bien claras cuáles habían sido sus decisiones y los motivos de las mismas.

Dos ejes principales marcaron el fondo de sus intervenciones en el Senado. Uno fue la política interior española, y el otro el de su actuación a propósito de los planes franceses. En el primer caso, el discurso de 11, 12 y 13 de diciembre de 1862 y las controversias posteriores fueron mucho más que la rendición de cuentas por la empresa mexicana. Fue la ocasión para un análisis certero de la política española del momento. Un diagnóstico acerca de la posible quiebra de la Unión Liberal, cuyas tensiones internas acabarían amenazando con provocar la salida de aquélla de los progresistas. Prim vio en los ataques que se le dirigían un signo de fractura a corto plazo y aprovechó para reclamar que, entonces, les llegara el poder a sus correligionarios no como había venido sucediendo, por vía de la revolución, sino por las puertas de la legalidad, para bien de la monarquía y del país. Una vez más el marqués de los Castillejos se separaba del papel de conspirador compulsivo, de revolucionario de barricada que, con tanta frecuencia como simplicidad, se le había asignado.

Demandaba el Gobierno al amparo de la Constitución y de la Corona para demostrar que sabía gobernar, pues «quien alcanza el poder por la revolución —proclamaba— no gobierna como quiere, sino como puede». Consciente del alcance de sus palabras se apresuró a pedir perdón al Senado por esta inoportuna digresión, pues «no hay que ocuparse ahora de estas cosas», pero el mensaje quedaba patente.

En cuanto a la posición de España con respecto a Francia, el marqués de los Castillejos partía de un dicho catalán: «El francés te fa vent, aferret i visça Espanya», mediante el cual expresaba la independencia con que habría de comportarse ante el vecino del Norte. A partir de ahí dio a monsieur Brillant un auténtico repaso. En algún momento le acusó de querer herir no sólo al conde de Reus, sino a España y ahí, de nuevo Prim: «... cuando se quiere herir la dignidad y la altivez española, entonces no transijo».[198]

La prensa y el discurso de Prim

 

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ampoco los periódicos que le habían combatido, con tan escaso rigor como gran animosidad, le trataron bien en aquella hora de rendir cuentas. La prensa ala que se refería Prim en su discurso ante el Senado sobre la expedición de México, a la cual consideraba uno de los factores responsables del clima creado por su falla de objetividad, reprodujo y ratificó los mismos cargos de los que se le había acusado, en la mayoría de los casos, desde que se conoció el acuerdo de La Soledad, aunque algunos serían incluso anteriores. Unas acusaciones que se habían consolidado tras la retirada de las tropas españolas, y que aunque dirigidas contra el marqués de los Castillejos, alcanzaban en ocasiones también al Gobierno.

El amplio catálogo de las publicaciones más señaladas en la descalificación de la gestión del marqués de los Castillejos iba desde La Esperanza, el gran diario del carlismo, que se quejaba entre otros motivos porque, figuradamente, Prim se descubría al hablar de Juárez y se ponía el sombrero al referirse a Pío IX; el neocatólico La Regeneración; o el católico, apostólico y romano El Pensamiento Español, hasta el progresista independiente Las Novedades, de Fernández de los Ríos; pasando por La Época, órgano de la Unión Liberal; El Diario Español, de tendencias semejantes al anterior; El Reino, poco menos que la voz de O’Donnell; El Contemporáneo, enemigo conservador de esa formación política y, por tanto, del propio duque de Tetuán, etc. No faltaban tampoco los de inspiración liberal avanzada como El Eco del País o, el escindido del seno demócrata, El Pueblo, sin olvidarnos del Diario de Barcelona, que ahora, a diferencia de otras ocasiones, atacaba a Prim. Este último medio, con tonos hiperbólicos, adjudicaba al conde de Reus el desgraciado honor de merecer la reprobación de toda la prensa, sin distinción de partidos.

Ciertamente que algún periódico le trataba mejor, pero no le faltaba razón a El Pueblo cuando ironizaba señalando que a Prim no le vendría mal resucitar El Eco de Europa para encontrar un defensor seguro.

Las andanadas contra el conde de Reus diferían en el talante y el rigor, pero uno de los principales cargos se concretaba en lo que estos medios consideraban el desprecio del de Reus ante las reclamaciones de los treinta mil españoles asentados en México, supuestas víctimas de todos los atropellos del Gobierno Juárez, tanto en sus personas (expulsión de los españoles de Tampico) como en sus bienes (estimados en más de doscientos millones de pesos), de los cuales algunos habían sido expoliados —siempre según aquella prensa— en más del 50 por ciento.

Mayor unanimidad aun había en señalarle como antipatriota y antiespañol, por la política que había desarrollado en apoyo de Juárez; la apología del régimen revolucionario mexicano y su máximo dirigente hecha en el propio Senado español y, por si fuera poco, su defensa de las razones de México y las sinrazones de España ante el conflicto planteado. Más de un periodista concluía que, al fin y al cabo, no había hecho otra cosa que lo anunciado en 1858.

Todos subrayaban que Prim había puesto en peligro los intereses de España, transformando lo que debió ser política nacional en política personal. Aquí surgían diferentes interpretaciones acerca de los posibles motivos de aquella actitud. A los ojos de unos había tratado, simplemente, de asegurarse sus cuantiosos intereses en tierras aztecas. Otros le seguían imputando oscuros afanes por coronarse rey de México. Aducían éstos, en apoyo de sus ataques, los artículos publicados en El Eco de Europa, aparecido bajo los auspicios del general en jefe y plenipotenciario español. En ellos se alababa a Prim sobremanera y parecía proponérsele como alternativa a Maximiliano de Austria.

Sobre sus supuestos desaciertos militares y diplomáticos, en la base de casi todos sus «pecados», se lanzaban opiniones condenatorias pero sin la unanimidad de las descalificaciones anteriores.

Entre las contadas excepciones en que los medios de prensa se situaron a favor de Prim, el periódico más destacado en su defensa fue La España, cuyo propietario era Pedro Egaña. Podía sorprender un tanto la actitud, en este caso, de una publicación ideológicamente en la frontera del absolutismo. Pero lo cierto es que circulaban por Madrid toda clase de rumores sobre la formación de un posible gobierno, ante la inminente caída de O’Donnell, en el cual se aseguraba tomarían parte el conde de Reus y el dueño del medio que con tanto ardor le apoyaba. Al cabo de poco tiempo, otros rumores aseguraban que Prim se había negado a esta proposición surgida en Palacio.

Terminada su exposición, rebatiendo todas las acusaciones en el Senado, Prim haría una doble llamada de enorme calado político. La primera, dirigida a los hombres de Estado que en un futuro pudieran regir los destinos de España, para que jamás hiciesen cuestión de partido de las relaciones con las repúblicas hispanoamericanas y que, en adelante, esas relaciones fuesen las que debían corresponder a países por cuyas venas circula la misma sangre, religión, lengua y costumbres. Nada de enfrentamientos a la búsqueda de imposibles sometimientos anacrónicos; nada de falsos paternalismos.

La segunda fue una constante invocación a lo largo de toda la vida del conde de Reus, la invitación concordia entre todos los españoles, incluidos los del continente americano, iguales en consideración y diferentes en sus respectivas independencias. Un argumento, a manera de recordatorio: «... no olvidéis los males sin cuento —recordaba a sus compañeros del Senado— que hemos atravesado antes de que la España haya llegado a constituirse. No olvidéis la sangre derramada por nuestras discordias políticas.»[199]

Otros ecos de la intervención de Prim en la Cámara alta

 

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emos procurado no caer en la tentación de recoger los cientos de episodios anecdóticos que enmarcan la vida de Prim. Sin embargo, reconocemos que en algunos casos no hemos podido evitarlo, por cuanto constituyen trazos identificativos del personaje, difícilmente superables. Este que sigue es uno de los ejemplos denotativos de su orgullosa catalanidad. Una vez concluida su exposición en el Senado, del 12 de diciembre, en defensa de su gestión en tierras aztecas, asistió a una recepción. Al llegar a la casa del anfitrión, la dueña le felicitó por la brillantez con que se había desenvuelto en la Cámara alta. Lástima —le comentó— de ese terrible deje catalán... Prim respondió, tan amable como firme, pero sin asomo de contrariedad: «Señora... el disgusto sería mío, si al hablar públicamente en Reus me notaran dejo castellano».[200] Aún provocaría alguna que otra secuela inmediata el debate referente a la actitud adoptada por Prim en México. En enero de 1863, el conde de Reus y el duque de la Torre volvían a encontrarse al regreso de éste de Cuba. La disparidad de criterios entre ambos acerca del desenlace de la cuestión mexicana había derivado en agria polémica. Dados los usos de aquel tiempo y el genio del marqués de los Castillejos, la disputa amagaba con terminar en duelo. Las presiones de todo tipo hicieron imposible el lance, no sin disgusto del catalán, lo cual dio origen a una de tantas anécdotas —reales o ficticias— que se repiten en todas sus biografías. Frustrado Prim en su intento de batirse con Serrano por la consideración del escándalo que se hubiera desatado, comentó: «¡Como ha de ser! Se empeñan en que los hombres públicos seamos mujeres públicas!»

En los acontecimientos de esta índole, lo de menos es su veracidad, puesto que la posible verdad cede ante la verosimilitud del episodio, y tal reacción sería perfectamente creíble.

A modo de resumen, habremos de convenir en que, al margen de evitarnos males mayores, lo cual quizá, no fuese poco, la expedición a México se saldó con escasos resultados positivos para nuestros enviados, aparte de la más o menos notable mejoría de la imagen de España en aquel país. No se consiguió cobrar la deuda ni la mayoría de las reparaciones previstas, algo que los ingleses sí lograron; ni tampoco se derrocó a Juárez, lo que muchos deseaban.

En buena medida España, de Londres a Orizaba, hizo el papel de marido burlado, y aunque la historia no terminó en tragedia, como les sucedió a los franceses, nuestro mayor éxito fue la retirada a tiempo. Hasta un partidario furibundo de Prim se veía forzado a reconocer, con no poco desencanto y de forma un tanto exagerada, que con otra alianza como la de Londres y otra expedición como la de México, nuestra influencia al otro lado del Atlántico podía reducirse a poco más que la del Principado de Mónaco.[201] Sólo los más avisados, Cánovas o Mon de una parte, y el mismo Prim en otro sentido, percibieron el verdadero significado dela fracasada expedición a tierras aztecas y más tarde del fiasco de la intervención en Santo Domingo. En esta última no llegó a intervenir, «al menos directamente, pero a propósito de la cual el conde de Reus, como veremos, escribiría aconsejando realizar el esfuerzo necesario para obtener la victoria militar antes de adoptar la decisión política que se estimara más adecuada.

Prim y Santo Domingo

 

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n la lista de intervenciones allende nuestras fronteras buscando mayor protagonismo internacional y menores problemas internos, España abordaría la anexión de Santo Domingo, solicitada por una parte de los dominicanos.

¿Cómo se había llegado a ese punto? Desde su independencia de 1844, la República Dominicana era víctima de las disputas entre sus dos caudillos más destacados: los generales Pedro Santana, de un lado, y Buenaventura Báez, de otro. En su querella ambos buscaron el respaldo de alguna potencia extranjera con el fin de derrotar a su oponente.

A partir de 1858, Báez venía demandando la ayuda norteamericana y, en respuesta, Santana pidió la anexión de su país a España en 1860. Apoyada esta solicitud por el entonces capitán general de Cuba, Francisco Serrano, fue ratificada por el Gobierno O’Donnell y, a pesar de la oposición del presidente de Haití, Fevre Geffrard, de Estados Unidos y de una parte de la población dominicana, Isabel II, no sin algunas voces discrepantes de nuestros políticos, concedió la reincorporación de Santo Domingo a la Corona española por Real Decreto de 19 de mayo de 1861.

A partir de febrero de 1863, con el beneplácito de Haití se produjeron las primeras insurrecciones armadas contra la presencia española. La situación se fue agravando y desembocó en una guerra complicada por el medio inhóspito en que se debía combatir y la falta de medios. Aunque en la primavera de 1864 teníamos en aquella isla más de veintidós mil quinientos soldados, muchos de ellos no estaban útiles para batirse.

En poco más de un año habíamos tenido dieciséis mil bajas, la inmensa mayoría por enfermedad. No tardaron en alzarse algunas voces en Madrid que pedían la retirada de nuestras tropas, una medida muy peligrosa si se tomaba desde una posición de debilidad, pues el prestigio de España quedaría dañado irremediablemente.

Cuando apareció en La Gaceta el proyecto de abandono de la isla de Santo Domingo, Prim publicó en los periódicos un estudio militar sobre las necesidades que había que cubrir para tener éxito en la campaña que debía comenzar en noviembre de 1865 y decidir después la solución política. De aquel trabajo se desprendía la idea de que no era conveniente abandonar la isla. Lejos del espíritu partidista que todo lo invade, ayer y hoy, aseguraba escribir por encima de egoísmos particularistas; únicamente como español.

Solicitaba el envío de fuerzas suficientes para imponer respeto al enemigo y acabar la campaña rápidamente. Al menos 20.000 hombres, disponiendo del material y los medios necesarios, tendrían que reforzar a los que allí combatían. De manera pormenorizada describía los diferentes aspectos de aquella expedición y se manifestaba convencido de que el país respondería unánimemente a las necesidades para mantener el brillo de nuestras armas. Prim sabía que la derrota, sin paliativos, camuflada de cualquier forma, dejaba abierto el proceso de independencia de Cuba y Puerto Rico.

No fue escuchado y abandonamos Santo Domingo el 11 de julio de 1865. Apenas tres años después nos veíamos enfrentados a la guerra de los Diez Años en la Gran Antilla.

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