Prim

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CAPITULO VII » La sublevación en el cuartel de San Gil

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CAPITULO VII

Prim y la reorganización del partido progresista

 

A

finales de 1862 volvió a encenderse la alarma de los intereses catalanes en Madrid. La presión librecambista, a iniciativa de Figuerola, entre otros, hizo que el Gobierno anunciase una reforma arancelaria. Aunque los propósitos gubernamentales no afectaban al sector textil algodonero, las reacciones en Barcelona no se hicieron esperar, como siempre que la menor sombra se proyectaba sobre el proteccionismo vigente. El mecanismo de respuesta fue el habitual, es decir, designar una comisión que, con el apoyo de la mayoría de los diputados por las provincias de Cataluña, dieran la batalla en el Parlamento y en los círculos políticos y periodísticos para frenar los proyectos de librecambio.

Madoz, mascarón de proa de este tipo de gestiones en diversos momentos, apadrinó también en aquella ocasión las tesis proteccionistas. Sin embargo, su visita al ministro de Hacienda, Salaverría, concluyó en fracaso. Los congresistas catalanes se reunieron para discutir la conveniencia de nuevas tentativas en el sentido de la que acababa de realizarse sin éxito. Nadie había convocado a Prim a aquella miniasamblea. Pero el conde de Reus acudió y, ante la sorpresa de unos, el descontento de otros, y el respeto de los más, manifestó haberlo hecho porque sabía que allí se ventilaban intereses catalanes, y en cualquier lugar que esto sucediese no faltaba nunca la presencia del marqués de los Castillejos.

Admitido, finalmente, a la discusión (no olvidemos que Prim no era diputado sino senador), demostró conocer la situación a fondo y, con su influencia, logró que el Ministerio modificase el texto de reformas preparado. Pero aun así, los catalanes no quedaron demasiado satisfechos del gobierno O’Donnell, al que auguraron, sin equivocarse, una próxima caída.

El hundimiento de la Unión Liberal

Los días de la Unión Liberal estaban contados y el liderazgo del conde de Lucena parecía en cuestión. El conde de Reus advertía, también en el Senado, de un próximo cambio de Gobierno y, lo que sería más grave, de un posible vacío político. Recordó al duque de Tetuán que si él dejaba de ser el gran capitán de la Unión Liberal ésta se vendría abajo; exactamente lo mismo que le había dicho cuatro años antes.

El 17 de enero de 1863, menos de tres semanas después de estas palabras de Prim, terminaba el Gobierno largo de O’Donnell y, aunque trató de recomponer la situación con un nuevo ministerio, apenas dos meses más tarde, el 2 de marzo de ese año, se cerraba una etapa en la historia política española con el hundimiento del unionismo, que ya había dejado de ser tal en sentido amplio. Muchos progresistas abandonaron aquel barco para retornar a sus orígenes y lo mismo hicieron algunos moderados.

Durante este breve epílogo, en los meses primeros de 1863, la agitada vida que Prim había vivido en el Senado, a lo largo de diciembre de 1862, daría paso a una singladura apacible. Apenas si apareció ya en más que alguna sesión protocolaria, como integrante de la Diputación designada para felicitar a Isabel II, con motivo de la fiesta de Epifanía; o en una de las parcelas de su especialidad, como miembro de la Comisión sobre el proyecto de ley para fijar la fuerza permanente del Ejército correspondiente a 1863.

Aparte de esto, tan sólo registramos una intervención parlamentaria suya de cierta entidad, no en relación con la política nacional, sino para conocer un poco mejor su situación patrimonial. Fue el 29 de enero, a propósito de debatirse la ley que regularía la competencia de los ingenieros de montes. Ante la sorpresa de algunos se pronunció, de forma vehemente, en contra de las excesivas atribuciones que habían demostrado tener en determinados casos. Se trataba, simplemente, de un pasaje en el cual la ideología política cedía el paso a la exposición de sus criterios personales como propietario de grandes pinares que había sufrido, en carne propia, la actuación de aquellos profesionales; en unos momentos en que los abusos en la explotación maderera estaban causando verdaderos estragos en la riqueza forestal del país.

Pero volvamos a otro plano. Rota, pues, la Unión Liberal, en marzo de 1863, se entraba en una pendiente por la que la situación política española se deslizaba con grave peligro. Los moderados, divididos en clanes más irreconciliables que nunca, no podrían enderezar el rumbo del país; a lo sumo, servirían como elementos de una estrategia de «parcheo» que a nada conducía; o peor aún, que llevaba necesariamente al vacío. Los progresistas tampoco habían superado a aquellas alturas sus conflictos internos, y además seguían proscritos por la Corte. La hora de Narváez o del propio O’Donnell, aun cuando continuaron siendo hombres importantes, había pasado. Isabel II y su entorno caminaban hacia el precipicio. Era sólo cuestión de tiempo.

El Diario de Barcelona publicaba por aquellos días un repaso del panorama político que resultaba tan poco optimista como el que acabamos de reseñar. Para Ruperto, seudónimo con el que firmaba sus juicios el redactor de aquel periódico, acaso Sánchez Bregua, el Ministerio Miraflores, sustituto de O’Donnell, tenía los suficientes enemigos y tan limitados apoyos que bien podía presagiársele una corta vida.

En cuanto a Narváez, afirmaba el mismo articulista, «creo de buena fe que el duque de Valencia ha concluido física y moralmente su misión pública». El grupo Armero-Mon no lograría, según él, abrirse camino y tendrían que ser apoyados, cosa poco probable, por Lersundi, González Bravo, Bertrán de Lis, etc.

Ríos Rosas no tendría fuerza ni condición para organizar con su grupo un ministerio. Los Concha no despertaban demasiados odios pero deberían buscar un respaldo que no tenían. ¿Y Prim? Del conde de Reus decía el periódico que se encontraba reorganizando el partido progresista; pero el comentarista expresaba sus dudas de que pudiera conseguirlo, aunque se decía que Espartero le había cedido ya la jefatura de aquellas huestes. Ahora bien —reconocía—, si este hecho, el del beneplácito del duque de la Victoria, se confirmara, no podría olvidarse que Prim estaría llamado a ejercer una gran influencia en el curso de la política española. Con todo, en líneas generales, Ruperto o Sánchez Bregua concluía: «El porvenir se presenta incierto y nebuloso.»

En efecto, el marqués de los Castillejos, junto con Olózaga, se dedicó a la recomposición del partido progresista una vez que Espartero quedó relegado a poco más que jefe honorario. Escindido en mil pedazos el partido moderado, agotada la Unión Liberal, parecía llegada la hora del partido progresista. La reina madre y el conde de Reus hablaron acerca de esta posibilidad, aunque la cuestión no era fácil de resolver. Ni las prerrogativas de la Corona y la soberanía nacional se compaginaban a gusto del progresismo; ni el texto constitucional de 1845 colmaba sus aspiraciones.

Hacía falta, además, avanzar en la consolidación de ese progresismo como fuerza política para que llegara a ser, realmente, una alternativa eficaz. Había pues que recorrer un camino largo, a partir de la reunión en casa de Olózaga, el 19 de marzo de 1863, en la que algunos notables, con Prim como personaje destacado, se comprometieron a llevar a cabo esta empresa.

El partido progresista necesitaba una etapa de preparación antes de encontrarse en condiciones de gobernar. Ni podía ni debía tener prisa en llegar al poder, pero cuando lo hiciere —decía Prim a sus compañeros— daría a España la libertad hermanada con la seguridad de un orden que no era el ofrecido por los moderados. Sin embargo, el progresismo demostró pronto su impaciencia por disfrutar del poder.

Los gobiernos palatinos

 

E

n la primavera de 1863, con el marqués de Miraflores al frente de un ministerio que pretendía llevar a puerto su programa conservador, aunque con algunas concesiones en sentido liberal, Prim protagonizó un duro enfrentamiento en el Senado con el duque de Valencia. Cuando Narváez lanzó algunas acusaciones contra el partido progresista, el conde de Reus respondió con llamativa dureza, acusándole de que su administración, entre 1848 y 1857, había sido sanguinaria, arbitraria y despótica.

En tono encendido hizo repaso de las deportaciones a Filipinas y Marianas, sin mediar ninguna causa; de las detenciones sin motivo y de los fusilamientos, sobre todo, en Madrid. No omitió su propio proceso y condena en 1844 como ejemplo de los abusos cometidos, y remató con un juicio que resumía cuantos atropellos se habían cometido: «La sangre, cuando se derrama sin poderosos motivos de justicia, acaba manchando la frente del que la derrama.» Lo único que le reconoció a Narváez fueron sus virtudes militares, pero para contraponerlas a sus carencias políticas. «Yo no he negado nunca al duque de Valencia cualidades de buen soldado... pero le niego buenas dotes de hombre de Estado y de Gobierno.»

La respuesta del duque de Valencia fue igualmente explosiva. Empezó negando que Prim representara al partido progresista, en cuyo nombre había hablado, afirmando que el progresismo no transigiría jamás con Narváez. Acusó al conde de Reus de ambicioso, de farsante y de buscar el enfrentamiento entre los partidos; le negó su condición de progresista y le recordó que cuando le conmutó la pena impuesta por el Consejo de Guerra, recibió una carta del mismo Prim calificándole como el hombre más generoso que jamás había conocido. El escándalo fue mayúsculo y ninguno de los dos quedó en buen lugar ante la opinión pública.

Las sesiones de Cortes fueron suspendidas al día siguiente, paso previo a su disolución en agosto, y se convocó la próxima reunión para el 4 de noviembre. La lucha política se centró entonces en el inmediato proceso electoral. Madoz y Prim se prepararon para la campaña tanteando los medios de los que podrían disponer en Cataluña. El conde de Reus se trasladó a Barcelona para dirigir la batalla en las urnas, aunque pronto los industriales, que siempre le apoyaron, hubieron de frenar un tanto su entusiasmo.

En un país gobernado más por intrigas que por ideas, el miedo ocupaba un lugar destacado y la burguesía catalana recelaba de un triunfo del partido progresista.

Prim se declaró entonces más amante del orden que los mismos industriales y, por supuesto, monárquico y dinástico; adujo, como en tantas ocasiones anteriores, las múltiples veces que se había jugado la vida por Isabel II. Estas manifestaciones tranquilizaron un tanto a los empresarios catalanes, que se comprometieron, al menos, a ser neutrales en aquellas elecciones. Pero la crisis y remodelación del Gobierno, a primeros de agosto de 1863, dio paso a una circular electoral que desmentía las esperanzas, depositadas por diversos partidos, en que la prevista llamada a las urnas estaría realmente abierta a todos.

El retraimiento

 

A

la vista de las cortapisas electorales impuestas por el Gabinete Miraflores y el entorno que le sostenía, los progresistas se apartaron de las instituciones. Los periódicos, inspirados por Calvo Ortega y Sagasta (La Iberia)y por Olózaga (Las Novedades)lanzaron la consigna del retraimiento. El 8 de septiembre de 1863, el partido progresista hizo público un manifiesto en el cual denunciaba el sistema electoral y anunciaba su completo apartamiento de la vida pública, retirándose, añadían, «en la actitud más pacífica, a conservar tranquilamente la fe en sus principios y la esperanza de verlos un día adoptados por todos los que, sinceramente, desearan el planteamiento y la consolidación en España de un régimen verdaderamente constitucional». Algunos progresistas disentían de esta táctica, por ejemplo Cortina, pero la mayoría aceptó la medida.

Entre los más contrarios a aquella retirada a un Aventino sin horizontes, estaba Prim que, aun acotando el retraimiento, trató durante mucho tiempo de reintegrar a sus correligionarios a la senda de la legalidad.

Así, cuando las Cortes abrieron sus puertas a primeros de noviembre de 1863, Prim, senador vitalicio, se encontró con lo que podríamos llamar vacaciones parlamentarias. Unos días que aprovechó no para asistir al enorme triunfo de «la Patti», con La sonámbula de Bellini, que supuso en aquel Madrid «... un verdadero acontecimiento...», como decía La Iberia,[203] sino para practicar una de las aficiones por las que siempre demostró más pasión: la caza. Hasta el 13 de noviembre no regresó a la capital de cazar patos en la Albufera valenciana con el barón de Cortes y Andrés Campo. Era aquél un ejercicio cinegético que repetiría en más de una ocasión a lo largo de su vida, incluso para ocultar actividades políticas.

Algunos periódicos[204]hacían un lugar en sus páginas para tratar —según ellos— de la «profunda crisis del partido progresista», aludiendo «a sus tensiones internas de las que saldrá... para el poder o para la democracia...», es decir, hacia la radicalización que le haría cruzar al campo republicano. La Iberia negaba tales disensiones en el seno del progresismo y rechazaba las trabas que se le oponían para no otorgarle el poder. Eso sí, admitía el órgano progresista que o accedían al Gobierno o al cementerio.

A finales de 1863, y a pesar de los esfuerzos de Prim, el partido progresista estaba dispuesto a continuar «retraído», según el discurso de Olózaga de 20 de diciembre, en el teatro de los Campos Elíseos, al que Prim se abstuvo de asistir. Sólo si se producía una reforma electoral se reintegrarían a la normalidad.

La situación política se complicaba entre las continuas trifulcas de los moderados; la tensión en el bando progresista, donde el retraimiento cada vez convencía menos; la incapacidad de los unionistas, más allá de su hostigamiento al Gobierno y la decisión de los demócratas de lanzarse por la vía revolucionaria, preconizada por el periódico La Democracia, recién creado. Como ejemplo de la primera de aquellas circunstancias, el Gabinete Arrazola, que sucedió al de Miraflores, no pudo mantenerse ni siquiera tres meses (de 17 de enero a 1 de marzo de 1864) y el de Mon-Armero, que lo reemplazaría aguantaría apenas seis.

Por su parte, el 8 de febrero de 1864 los progresistas ratificaron, aunque a regañadientes, la inconveniencia de reintegrarse a las instituciones mientras no se llegara a una legalidad verdaderamente común para todos los partidos. Esta decisión no significaba un estancamiento de la posición progresista sino un peligroso deslizamiento hacia la revolución, en connivencia con los demócratas. La evocación de diversas efemérides patrióticas como la del 5 de marzo de 1838, o la del 2 de mayo de 1808... fueron otras tantas ocasiones para manifestar en la calle sus demandas políticas.

Coincidiendo prácticamente con esta última celebración, el 2 de mayo de 1864, los progresistas habían hecho traer desde Portugal las cenizas de Muñoz Torrero. El 3 de mayo se reunieron ante el teatro de los Campos Elíseos más de tres mil progresistas, muchos de ellos representantes de las distintas provincias españolas.

Los discursos se prolongaron varias horas y todos los oradores coincidieron en señalar aquella fecha como el punto de partida de una nueva etapa política. Olózaga expresó su convencimiento de que allí entraba la causa del progreso en el período infalible del triunfo definitivo. Balaguer saludó en nombre de Barcelona al bravo y heroico pueblo de Madrid. Unos más conocidos y otros menos, les siguieron en el uso de la palabra Gallifa, Madoz (que brindó por la soberanía nacional), Benda, Ruiz Zorrilla, Péris y Valero, Sagasta, Cantero, Quintana, Aguirre, Candau, Alvarez Borbolla, Casall, Figuerola («asistimos —diría— a las postrimerías de la lucha del oscurantismo contra la civilización»), Mata, Salmerón, Asquerino, Ametller... y algunos más... y Prim que se hallaba cada vez más afianzado en el liderazgo del progresismo, o al menos de buena parte de él.

Allí, el conde de Reus habló de los poderosos enemigos que deberían vencer, para lo cual hacía falta mantenerse unidos, único modo de superar «los obstáculos tradicionales —según frase de Olózaga de años atrás— que se oponían a su llegada al poder». Pero lo más importante, anunciaba que «a los dos años y un día —de aquel acto— la bandera progresista ondearía triunfante desde Cádiz a la Junquera; desde Badajoz a Irún».[205]

Esta afirmación fue acogida con frenéticos aplausos, pero de momento, más que una declaración de guerra, su alocución era el reflejo de la esperanza de que sus relaciones con la reina María Cristina y con la propia Isabel II acabarían llevando a los progresistas al poder. Remataron la reunión unas palabras de Olózaga que colocaban a Espartero en la categoría de gloria nacional y, por tanto, por encima del bien y del mal, o sea, al margen de un posible gobierno. Aquellos términos abrieron un notable foso entre ambos.

El 5 de mayo, prolongando las jornadas de exaltación progresista y demócrata, los restos de Muñoz Torrero fueron solemnemente conducidos al cementerio de Atocha. Entre los que presidieron la ceremonia estaba Prim, junto a Olózaga, Morejón, Sagasta y Muñiz.

Las manifestaciones de aquellos días de mayo crisparon aún más la situación y las relaciones entre el Gobierno, y el entorno cortesano, con los progresistas y demócratas.

A conspirar

 

N

o tardó mucho Prim en ver frustradas sus aspiraciones de conseguir el poder por vía pacífica y contribuir de este modo al reforzamiento de la dinastía. Agotada aquella posibilidad, el conde de Reus marchó a Francia, acompañado de su familia, para instalarse en París y, de allí, seguir viaje hasta los balnearios de Vichy y Panticosa. Las sospechas del Gobierno volvieron a convertirle en un sujeto vigilado a todas horas, en cuanto cruzaba la frontera española por la Guardia Civil y, apenas al otro lado, por la policía francesa y los agentes españoles en el país vecino. Como muestra del ambiente que se respiraba, durante su breve ausencia se sucedieron varios tumultos en diferentes puntos de España: Barcelona, Valencia y otras ciudades, en protesta por el recargo de algunas contribuciones.

El 3 de agosto de 1864 regresó a Madrid, coincidiendo prácticamente con otros dos hechos significativos: la salida de Madoz, con quien Prim conspiraba, para Francia y un pequeño movimiento insurreccional protagonizado por una parte del Regimiento de Saboya. Aplastado este intento fácilmente, el Gobierno aprovechó la oportunidad para enviar lejos al general Contreras, al brigadier Milans, a los coroneles conde de Cuba y Escalante, y para dispersar a numerosos jefes y oficiales progresistas por guarniciones de la periferia peninsular. También se vio afectado el conde de Reus, todavía con licencia para viajar al extranjero, quien protestó enérgicamente, puesto que acababa de ser destinado a La Coruña en situación de cuartel. Al fin, después de algún tira y afloja, se le dio a elegir entre salir de España o instalarse fuera de Madrid, en cualquier población que no estuviese en Cataluña, Aragón, Valencia, Logroño o algún otro lugar comunicado por tren con la capital. Escogió Oviedo y partió para allá el 13 de agosto. La despedida que se le tributó por sus partidarios, a pesar de las disposiciones gubernamentales para impedirlo, fue multitudinaria, escuchándose numerosos gritos de ¡Viva el general Prim!

El viaje a la capital de Asturias resultó apoteósico, con paradas y agasajos en Valladolid y León, principalmente, pero con innumerables muestras de afecto por todo el recorrido. El 16 llegó a Vetusta y se hospedó en el domicilio del marqués de Campo Sagrado, hijo político de María Cristina.

El 3 de septiembre fue obsequiado con un banquete por los progresistas asturianos, siempre con la supervisión de la policía, y en el consiguiente discurso criticó la falta de libertades en que se vivía. A sus palabras se respondió con gritos de ¡Viva Prim! ¡Viva la libertad! Durante su permanencia en tierras asturianas, a la espera de poder reintegrarse a las tareas parlamentarias, procuró evitar cualquier alboroto y aprovechar el tiempo para conocer la región. Así, el 8 de septiembre viajó a Covadonga, siendo aclamado tanto durante el trayecto como una vez en el santuario. La popularidad del conde de Reus se extendía, ciertamente, por todo el país.

Sin embargo, en su retiro astur parece que le favorecía más el ambiente humano que el climático, ya que cayó enfermo hasta el 28 de ese mes; mientras, en la capital de España el Gobierno Mon-Armero cedía su lugar a Narváez. Esta solución a la crisis perpetuaba la marginación de los progresistas. Con el nuevo Gabinete Prim pudo regresar a Madrid, donde se iba a celebrar la elección de un nuevo comité encargado de la dirección de las huestes progresistas, buena parte de las cuales se agrupaban en dos facciones enfrentadas, la de Olózaga y la de Espartero; con la cuestión del retraimiento al fondo. Madoz, entre otros, como el mismo marqués de los Castillejos, seguían pugnando por regresar al palanque electoral. Nombrado el comité el 29 de octubre, en el circo Price aparecían en él como hombres fuertes el duque de la Victoria, Olózaga, Prim, Madoz y Aguirre. Sin embargo, Espartero renunció a la presidencia y se impusieron las tesis favorables a mantenerse alejados del juego institucional. Ciertamente, el partido progresista, combatido duramente por los unionistas y visto con recelo por los moderados, no parecía lo suficientemente cohesionado para ocupar el poder; pero no es menos verdad que tampoco acababa de encontrar la ocasión para ello dentro de la legalidad.

En el curso de los últimos meses de 1864 y primeros de 1865, se intensificaron, pues, los movimientos conspiratorios en que Prim desempeñaba un destacado papel. A la vez, la vida política se veía sacudida por algún que otro escándalo, como la separación de Castelar de su cátedra de la Universidad Central, o el mucho más grave propiciado por la agitación estudiantil en la noche de San Daniel; en tanto, se acentuaba la desarticulación de las fuerzas que habían mantenido el régimen isabelino. Paralelamente, el afán revolucionario crecía por todos los rincones de España.

La noche de San Daniel

 

L

a tensión política en la primavera de 1865 estalló en un gravísimo incidente entre los estudiantes y las autoridades. La algarada que, en principio, se suscitó por motivos relacionados con la Universidad, acabó alcanzando a la población madrileña sin distinción. El cese en el rectorado de la Universidad Central de Juan Manuel Montalbán y su sustitución por el marqués de Zafra fue el desencadenante de los disturbios. Las protestas estudiantiles contra esta decisión del Gobierno, a las que se sumó gran número de personas de todas las clases sociales, dieron pie a un problema de orden público que se resolvió con extraordinaria violencia por tropas del Ejército y de la Guardia Civil.

Era el lunes 10 de abril y durante toda la jornada se sucedieron los incidentes. Al llegar la noche la fuerza pública disparó contra la gente y causó diez muertos y ciento setenta heridos; quedando detenidos otros ciento treinta y cuatro individuos. La reacción en la mayoría de la opinión pública fue de general indignación. El Gobierno se defendió afirmando que la represión se había producido tras sufrir la fuerza pública todo tipo de hostigamientos, incluidos varios disparos.

El escándalo llegó a las Cortes, donde provocó encendidos debates. El partido progresista salió de su retraimiento momentáneamente para dejar oír en las Cámaras su condena por aquella matanza. En el Senado volvieron, pues, a sus asientos, aunque sólo fuera para la ocasión, Prim, Gómez de la Serna, Olañeta, el marqués de Perales y Cantero, entre los afines al progresismo. El conde de Reus se sumó a la durísima reprensión al Gobierno que había iniciado Calderón Collantes. Con su contundencia habitual expresó la repugnancia y la lástima que le provocaban las maniobras de las autoridades para tergiversar los hechos ocurridos.

Palabras que a su dureza añadían la de venir de un hombre de orden, como se autoproclamaba el marqués de los Castillejos, defensor de la autoridad, sin duda, pero que no podía sino rechazar de plano la alevosía con que se disparó y se atropelló a la población civil.

No faltaría tampoco entonces su arranque temperamental: «... a seguir mis instintos de hombre, en aquel momento, hubiera cogido la escopeta y me habría lanzado a la calle». Ante lo ocurrido pedía la disolución de la Guardia Civil veterana, pues «... este cuerpo ya no tiene prestigio, ya no tiene la autoridad moral que antes tenía...».[206]Aunque Prim se mostraba defensor de aquella institución en su conjunto, ya que reconocía, como casi todo el mundo, los excelentes servicios que prestaba. Finalmente, y como colofón a su discurso, solicitaba la dimisión del Gobierno.

A finales de aquel mes de abril, Prim marchó a Valencia, a la vez que Latorre salía para la Mancha y García Ruiz y Rivero iban a Zaragoza para ponerse al frente de una conspiración cuyo estallido debía producirse el 29. Sin embargo, como era frecuente, la intentona no llegó a cuajar y al cabo de pocos días el conde de Reus se hallaba nuevamente en Madrid.

Mantenía entonces un estrecho contacto con el marqués de Salamanca y el entorno de María Cristina, que veían con agrado la posible llegada de los progresistas al poder. Pero, entretanto seguía conspirando aunque controlado de cerca por el Gobierno. En el desarrollo de uno de aquellos planes subversivos pidió licencia para viajar a Francia y desde allí, el 2 de junio de 1865, se aproximó a Pamplona, donde debía estallar una sublevación. Tampoco este proyecto llegó a culminar y tuvo que volver a pasar la frontera.

No por ello cejó en sus esfuerzos; al contrario, en las semanas siguientes se entregó de modo frenético a nuevas maniobras conspiratorias. Mientras se anunciaba que había caído enfermo en su casa de París, realmente se encontraba viajando de Irún a Marsella, donde se embarcaba, el 8 de junio, otra vez para Valencia. Esta enésima conjura debía conducir a la sublevación de varios regimientos de caballería y otras fuerzas en distintos puntos de España, entre ellos Aragón, Cataluña y Navarra. En la capital del Turia, el Regimiento de Borbón iniciaría la revuelta el 10 de junio, bajo el mando de Prim. Nuevamente, a última hora todo se vino abajo. Las medidas del Gobierno hicieron abortar el intento y el conde de Reus escapó de milagro, saliendo hacia Orán. Entre tanto, una orden del Ministerio de la Guerra reclamaba su presencia en Madrid.

El descubrimiento de la trama de junio se saldó con la requisa de varios depósitos de armas y numerosas detenciones. Prim, por supuesto, no tenía ninguna prisa por regresar a la Corte aun cuando se expusiera a varios castigos. Al fin, el gobierno Narváez cayó el 20 de junio por un encontronazo entre el duque de Valencia y la reina, y el nuevo inquilino de la presidencia del Consejo de Ministros volvió a ser Leopoldo O’Donnell, en un juego de salida cada vez más complicado. Pero al menos este cambio sirvió para que se anulara la reclamatoria que pesaba sobre Prim, según le fue comunicado en la embajada de España en París el 22 de junio de 1865.

Otra buena noticia iba a llegarle desde nuestro país unos días después: el partido progresista parecía decidido a salir del retraimiento, aunque mantendría el recurso a la revolución si el Gobierno del duque de Tetuán no maniobraba en el sentido deseado por el progresismo. Se le presentaba, pues, un verano más tranquilo de lo esperado para tomar sus baños medicinales en Vichy, donde permaneció algunas semanas.

A últimos de julio regresó a Madrid y mantuvo diversos contactos de cara a futuras insurrecciones. Pero no por ello dejó de acercarse a su retiro de los montes de Toledo. Se consideraba, por entonces y tras la retirada de Espartero, el auténtico jefe del partido progresista y dados los nuevos derroteros políticos esperaba ser llamado al Gobierno en breve término. Sin embargo, las cosas no estaban tan claras. Olózaga y los suyos seguían suspirando por el retraimiento y de Palacio no venía aviso ninguno para entregarle el poder.

La primera mitad de septiembre de 1865 la consumió prácticamente viajando a San Juan de Luz para recoger a la familia y traerla a la Corte, a pesar de que en el otoño de ese año, un episodio de cólera morbo causaría una elevada mortalidad en Madrid. Claro que no sólo debería burlar las asechanzas de la enfermedad, sino también las de la política ante su última desilusión en cuanto a la actitud de Palacio. Pero sobre todo, tenía que enfrentarse a la necesidad de superar la división del partido progresista.

En el mismo escenario de tantas veces, el Price, y casi por las mismas fechas del año anterior, una nueva junta de notables progresistas escenificaba los enfrentamientos de los últimos tiempos. Prim abogó por la insurrección militar para salvar al país y lograr el poder, visto que no podía conseguirse por otros medios. En cualquier caso su futuro pronto tendría un nombre: Villarejo de Salvanés.

El primer gran fracaso

 

E

n efecto, en ese lugar se produjo uno de los mayores fracasos de Prim como conspirador. El 3 de enero de 1866, a las tres de la mañana, fueron el día y la hora fijados a fin de que las fuerzas comprometidas en toda España se levantaran en armas para proclamar la libertad. Una parte de ellas, formadas por varios regimientos de caballería, había de reunirse en Villarejo de Salvanés, a unas ocho leguas de Madrid. El conde de Reus, acompañado de Milans del Bosch, Manuel Pavía, el auditor Monteverde y el redactor de La Iberia Carlos Rubio, llegó al citado pueblo el 2 de enero para ponerse al frente de estas tropas. Con ellas, si todo iba bien, entraría en la capital, donde se le debían incorporar otras unidades al día siguiente. Si este plan resultaba fallido, los sublevados habrían de marchar hacia Zaragoza y Pamplona. Pronto se supo que varios regimientos implicados en principio no se moverían y que otros permanecían indecisos.

A las 11 de la mañana sólo había acudido a su cita el Regimiento de Calatrava, que procedía de Aranjuez. Unas horas después, a las cinco de la tarde, llegó el Regimiento de Bailén. No hubo más incorporaciones, por lo que resultaba imposible aplicar ninguno de los planes previstos, ya que el general Zavala, con tropas favorables al Gobierno, se encontraba en Arganda, apenas a cuatro leguas de Villarejo. A la vista de la situación, los sublevados decidieron moverse por los alrededores de Madrid para evitar el choque con los gubernamentales y esperar la hipotética llegada de otras fuerzas insurrectas.

Empezó de este modo una larga peripecia que concluiría tres semanas más tarde en Portugal. Las primeras jornadas, 4 y 5 de enero, los hombres de Prim se retiraron hacia el suroeste para seguir la carretera de Andalucía. Las noticias recibidas hablaban de que un batallón del Regimiento de Almansa se había unido a la sublevación en Ávila, y se dirigía hacia Zamora. Pero no había más apoyos y por el contrario, otras fuerzas mandadas por el general Concha acudían a perseguir a la columna del conde de Reus, quien desde las proximidades de Daimiel, pensó en atravesar la provincia de Toledo hacia Ávila, Zamora y Salamanca, evitando a sus perseguidores sin separarse demasiado de Madrid. Aunque sin otros refuerzos ese propósito carecía de sentido.

El 9 de enero Prim llegó con sus tropas a su castillo de los Montes de Toledo y desde allí siguió hacia Extremadura. Una semana después vadeó el Guadiana cerca de Villanueva de la Serena y el 20 de enero estaban en Encinasola, desde donde se dispusieron a internarse en Portugal. «La nación a quien vamos a pedir hospitalidad es noble y generosa —dijo a sus soldados—, es hermana nuestra. Mientras estéis en ella os suplico y si es preciso os ordeno que guardéis a sus habitantes toda la consideración, todo el respeto que guardabais a nuestros conciudadanos.»

En Barrancos, el primer pueblo portugués, Prim dejó los caballos y demás efectos propiedad de España a los carabineros y a la Guardia Civil. El 24 de enero de 1866 el jefe de Estado Mayor portugués le comunicó, al marqués de los Castillejos, que él y su cuartel general podrían desplazarse a Lisboa. El resto iría a Beja. Una vez allí, el Regimiento de Calatrava fue enviado a Vendas Novas y el de Bailén a Cascaes.

Prim se despidió de sus hombres y marchó a la capital portuguesa en el Vasco de Gama,no sin declarar su agradecimiento a las autoridades y al pueblo portugués por el buen trato recibido. Siempre pendiente de sus soldados no tardó en tener noticias de que se hallaban bien instalados.[207] La llegada a Portugal, producto de una retirada espectacular tras el fracaso de sus planes, significó también un éxito para Prim. Al fin y al cabo había logrado atravesar un territorio de cientos de kilómetros, seguido de fuerzas muy superiores, sin perder un solo hombre. Bien es cierto que una de las columnas perseguidoras, con tres batallones de infantería, seis escuadrones de caballería y ocho piezas de artillería, la mandaba el general Zavala, quien no creemos que tuviera excesivo interés en alcanzar al conde de Reus. Meses después, en respuesta a las acusaciones de O’Donnell, expondría con todo detalle los pormenores de aquella marcha entre Villarejo y Encinasola.

Poco antes los sublevados en Ávila, unos trescientos hombres, tras pasar por Puebla de Sanabria habían entrado igualmente en Portugal, siendo conducidos primero a Braganza, después a Oporto y, por último, a los alrededores de Lisboa, donde fueron distribuidos en tres depósitos en ciudades cercanas a la capital. A los jefes y oficiales se les asignaron como alojamientos Leiria y Setúbal. Al atravesar la frontera, como hiciera Prim, habían entregado su armamento al comandante de carabineros de Zamora.

La retirada a Portugal

 

A

compañado de su inseparable Milans del Bosch y de otros de sus más fieles seguidores, desembarcó el conde de Reus en Lisboa en la tarde del 30 de enero de 1866.[209] Desde que se supo su pronunciamiento en Villarejo de Salvanés, las reacciones en Portugal habían sido múltiples, heterogéneas y lo suficientemente importantes como para despertar la atención de toda la clase política. El sector más avanzado del liberalismo acogió con agrado la noticia al tiempo que sus órganos de prensa, en particular O Portugués,arreciaban en sus ataques al Gobierno español. Una forma sin duda de criticar, por elevación, a su propio Gobierno, a la espera de que en Portugal tomara cuerpo también un movimiento revolucionario similar. En el bando opuesto, los conservadores contemplaron con recelo lo sucedido y respiraron aliviados ante el fracaso de la intentona golpista. Sin embargo, en ambas formaciones se cobijaba el recelo de que el triunfo progresista impulsara la «unión ibérica». El Gobierno portugués, por su parte, se encontraba en la encrucijada de tener que recibir a los emigrados, mostrarse cortés con ellos y a la vez no despertar la animadversión del Ministerio O’Donnell. Su problema era, pues, evitar cualquier incidente, tanto interno, como diplomático.

Los liberales de Lisboa, con el marqués de Niza a la cabeza, dispensaron a Prim y a los suyos una cálida acogida.[210]Pero el marqués de los Castillejos procuró que el entusiasmo de sus simpatizantes no se desbordara en alteraciones del orden público para evitarse problemas con los gobernantes portugueses. A pesar de todo, algún episodio de violencia callejera resultó inevitable. La cuestión llegó al Parlamento, donde el ministro de Hacienda, Pereira de Meló, recordó el doble deber de su Gobierno hacia los refugiados y ante las autoridades españolas.

Prim, hospedado en casa del mencionado marqués de Niza, recibió varios agasajos y la visita de numerosas personalidades de la política portuguesa. Su estancia se veía agitada a todas horas y no era fácil mantener el equilibrio al que las circunstancias obligaban.

Por otro lado, el fracaso de la sublevación había desatado una oleada de críticas entre quienes dieron el definitivo paso adelante y quienes, a última hora, no cumplieron la palabra empeñada. Al mismo tiempo llovieron sobre Prim todo tipo de acusaciones, algunas francamente calumniosas, por parte del Gobierno y de la prensa hostil.[211] En respuesta a sus acusadores de entonces y a cuantos después sin leer su testimonio le han hecho los mismos cargos, redactó el «Manifiesto a los españoles», que publicó en Lisboa en febrero de Se trata de un documento trascendental para cualquier valoración de la figura del conde de Reus.

Comienza dando cuenta a la opinión pública de su comportamiento al haber «... iniciado una revolución política destinada a salvar la propiedad y la familia de la tremenda revolución social que las amenaza y que han preparado los Gobiernos reaccionarios...». Este es el revolucionario Prim, el conde de Reus y marqués de los Castillejos; el hombre de fortuna personal importante, vinculado políticamente a la burguesía catalana, y ése es su proyecto, el del partido progresista. Ni más ni menos que moralizar la vida pública, mantener la propiedad y la familia, recuperar la legalidad constitucional, la libertad y la soberanía nacional para evitar una revolución social.

Contra los que le insultaban y le acusaban de desagradecido y aun de traidor, responde: «... cuando se me echan en cara como gracias cortesanas las distinciones que he ganado con mi espada en los campos de batalla... se me acusa de ingratitud... ¿de ingratitud a quién?... los premios que los militares obtienen peleando como yo obligan a ser agradecidos con la nación que se los otorga y no con los gobernantes, porque si otra cosa fuera, un soldado digno y leal no podía recibir sin degradarse la recompensa de sus servicios; cada honor que se le concediese sería una cadena atada a su pie... Yo soy el soldado de la nación, no de persona alguna determinada; a la nación he servido, la nación me ha recompensado y le demuestro mi agradecimiento exponiendo mi vida para salvarla de la esclavitud en que gime... —y concluye este punto—. El que profesa una doctrina política, anuncia en ocasiones solemnes que está dispuesto a sostenerla con la punta de la espada, fija un plazo para el combate y llama a sus adversarios a campo abierto, no se denomina traidor en ninguna lengua del mundo».

El calificativo de traidor se lo devuelve a alguno de los que más sañudamente le atacaban. Sobre todo al marqués del Duero, que en 1841 (recordemos el intento de Diego de León) «... abandonó a quienes había seducido y huyó entre la oscuridad, mientras se fusilaba a los que habían tenido la debilidad de creer en sus promesas...». A O’Donnell le respondería más tarde. Pero tal vez lo más importante, era su voluntad de continuar en la lucha hasta conseguir el triunfo. Había perdido una batalla pero no la guerra, «... por más que crean que ha pasado la tempestad, porque sólo se ha extinguido el primer trueno...».

La aparición del manifiesto en el que reconocía seguir conspirando colocó al Gobierno portugués en un callejón cuya única salida era la expulsión de Prim de aquel país.[212]Le obligaron a esta medida las normas de derecho internacional y la exigencia del Gobierno español. El 18 de febrero recibió el marqués de los Castillejos la orden de partir en el plazo más breve posible. Aunque tal medida desató un gran debate parlamentario, su suerte estaba decidida.

Unos días después, el 21 de febrero de 1866, se firmaba la sentencia dada en Madrid en el Consejo de Guerra celebrado al efecto contra el teniente general don Juan Prim y consortes, acusados del delito de sedición. Además del marqués de los Castillejos, todos los que le acompañaban en Lisboa, excepto el auditor Monteverde, otros quince oficiales, siete suboficiales y un trompeta eran condenados a muerte. Al auditor se le impuso la pena de cadena perpetua y condenas menores a otro oficial y cuatro paisanos.

Entre dos insurrecciones

 

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l manifiesto de Lisboa tuvo un eco bastante positivo en España, al menos entre los partidarios de la lucha contra la monarquía isabelina. Eso decían las cartas y las noticias que de inmediato llegaron a la capital portuguesa. El marqués de los Castillejos se encontraba satisfecho de ello pero, en cambio, daba cuenta a un amigo de lo que ocurría en la capital lusa: «No ha sucedido lo mismo aquí con el Gobierno. A éste le hizo tan mal efecto que me ordenó salir de Portugal; pero no fue que no le gustara el papel. Es que tuvo miedo del enojo de Madrid. ¡Qué pequeñez y qué miseria!», concluía un tanto decepcionado.[213] Días antes le comunicaba a su madre la inmediata salida de tierras portuguesas «... estamos preparando los paquetes para echar a andar y lo hacemos para Londres el próximo día 28 en el paquete ingles que viene de Brasil y que navegará directamente para Southampton, adonde llegaremos, Dios mediante, allá sobre el 4 por la tarde y el mismo día a Londres...». Allí había encomendado a Pepe Lizandi, uno de los hombres que se ocupaban de auxiliarle en múltiples negocios, que le buscan casa. A diferencia de otras veces, se mostraba si no contento al menos resignado. «Sea todo por Dios, madre mía, que todo lo que sucede a los mortales es porque el buen Dios lo dispone...». No era nuevo el fatalismo del que hacía gala Prim en esta carta, bien fuese atribuido a la divina providencia o a otros factores. Podríamos decir que es otro de los rasgos de su carácter manifestado en cualquier circunstancia. En los malos momentos del exilio, en el campo de batalla frente a las balas enemigas, en la hora del triunfo..., repite, con diferentes fórmulas su creencia en el destino.

Embarcaron con Prim camino de la capital inglesa, su familia desplazada para ello hasta Lisboa, y los soldados con los que había llegado unas semanas antes. Al alejarse de Portugal le preocupaba, especialmente, la situación en que quedaban sus hombres. Un asunto al cual prestó atención desde todos los lugares hacia donde hubo de dirigir sus pasos en el exilio. Muchos de ellos siguieron involucrados en las maniobras conspiratorias para continuar la revolución desde Portugal. Algunos tuvieron que ocultarse, otros fueron detenidos y deportados, bien a las islas Azores, bien a Francia. Prim procuró que en todo momento se mantuvieran unidos y disciplinados. En la medida de lo posible les envió algunos socorros y en más de una ocasión pensó en utilizarlos en sus intentos revolucionarios.

En esta oportunidad, su estancia en Londres fue breve. Desde la capital británica oteaba la política española y se manifestaba satisfecho de los problemas por los que atravesaba el Gobierno O’Donnell, en marzo de 1866. Pero sobre todo se mostraba contento de que la suscripción abierta para atender a los emigrados parecía presentarse esperanzadora, aunque pronto se impondría la cruda realidad. No era fácil obtener dinero para la revolución, al menos por esta vía de las pequeñas aportaciones. En este caso valdrían más pocos muchos que muchos pocos.

En abril viajó a Francia y de aquí a Italia, donde acabó recalando en Florencia. Esta visita a la entonces capital italiana podría haber servido a Prim para entrar, directamente, en contacto con círculos revolucionarios próximos a Mazzini y Garibaldi, e incluso con los de otros países europeos. Es una referencia habitual la que se hace a las relaciones de Prim con la masonería italiana, pero los trabajos de investigación en este campo siguen siendo escasos.

Entretanto, en la primavera de 1866 la sombra de Villarejo se proyectaba, con gran preocupación de algunos, sobre la política española. O’Donnell, en la sesión del Senado del 13 de abril de aquel año, acusó al marqués de los Castillejos con una violencia en la forma y en el fondo que no eran habituales en el duque de Tetuán. «El general Prim —afirmaba el jefe del Gobierno— no tuvo valor para presentarse de frente, no hizo más que huir cobardemente.» Extraña tan dura descalificación hacia quien sólo unos años antes había combatido en África, a sus órdenes, dando muestras de una valentía que amigos y enemigos siempre le reconocieron. Sólo se comprende reacción tan iracunda si la consideramos muestra del desencanto del conde de Lucena ante la sublevación de un hombre por el cual, en la milicia y en la política, había sentido admiración tan grande como ahora su furia; o tal vez porque, a la inversa, había tenido que aguantarse ante los éxitos del de Reus (África, México, etc.) y creía llegado el momento de su venganza.

El alma humana es, a veces, demasiado compleja para que podamos asegurar cuál fue el sentimiento que inspiró tan duros ataques; pues dijo más: «... cuando uno se lance a tales empresas, se debe tener el valor de saber morir», e insistía en el cobarde proceder de Prim.

Conociendo al destinatario de tales acusaciones la respuesta no podía hacerse esperar. Lleva fecha de 3 de mayo de 1866, está escrita en Florencia, adonde había llegado el conde de Reus, y es también acerada. Primero rechazaba las imputaciones de cobardía repasando las marchas y contramarchas que entre el 4 y el 20 de enero, a lo largo de 742 kilómetros, recorrió ante las fuerzas de Zavala, Echagüe, Serrano del Castillo y los carabineros y Guardia Civil de Arizcun; sin que ninguno de éstos llegase a atacarle. Después pasaba a la ofensiva y devolvía a O’Donnell el insulto al recordarle su retirada de Pamplona tras el fracaso del alzamiento de 1841.

El 14 de mayo ya había regresado a París y se mostraba expectante y esperanzado. «Buenas noticias de todas partes —escribía a su amigo Lafuente—, Dios es justo —añadía— y nos abrirá pronto el camino.»[215]La apertura esperada iba unida al proyecto de un nuevo levantamiento con ramificaciones en varios puntos de España, entre ellos Madrid.

Se mueve entonces constantemente a fin de despistar a quienes le vigilan. Viaja a Marsella y regresa a la capital del II Imperio para, desde aquí, trasladarse a nuestro país. El 18 de junio La Correspondencia de España daba a conocer a sus lectores que Prim había salido de París. Unos le situaban camino de la frontera catalana; otros simplemente hacia el Mediodía. Lo único cierto es que había desaparecido, aunque no faltaron noticias de que seguía en la ciudad del Sena. En realidad viajaba a Cataluña para encabezar el movimiento que se preparaba para el 24 de junio.

Como en tantas otras ocasiones contaba con elementos cuyos intereses eran un tanto dispares (la colaboración entre demócratas y progresistas, más allá del derrocamiento de Isabel II, no acababa de cuajar) y, a la vez, las ramificaciones de la trama hacían casi imposible mantener el secreto. El Gobierno había prevenido a los generales Orozco y Caballero de Rodas sobre la posible llegada del conde de Reus a Madrid. Sería un milagro que aquella intentona tuviera éxito.

La sublevación en el cuartel de San Gil

 

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esde finales de mayo de 1865 parecía madura la conspiración que debía hacer triunfar los principios liberales. El comité central de acción del partido progresista era el encargado de combinar la prevista operación contra el Gobierno moderado, que aún encabezaba Narváez. A las órdenes de Moriones, trasladado pocos días después a Valencia y sustituido por Pierrad, eran bastantes las unidades militares de la guarnición madrileña, dispuestas, en mayor o menor grado, a sublevarse. Según los conspiradores: se trataba de cuatro regimientos de Artillería, dos de a pie y dos de a caballo; los Regimientos de Infantería de Asturias, del Príncipe y de Burgos; los batallones de cazadores de Figueras, de Ciudad Rodrigo, de Cataluña y dos compañías del Regimiento de Isabel II, acuarteladas en Leganés.

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