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CAPITULO VII » La sublevación en el cuartel de San Gil

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A última hora habían sido trasladados a otros lugares los también comprometidos Regimientos de Caballería del Príncipe y de Borbón, sustituidos por los del Rey y Reina y Húsares de la Princesa y, aunque entre estos últimos había algunos simpatizantes de la causa progresista, fallarían los enlaces para hacer que se sumaran al movimiento insurreccional, por lo que la intentona no pudo contar con el apoyo de la caballería.[216] Demasiadas sustituciones de mandos y desplazamientos de tropas como para no sospechar que el Gobierno tenía abundante información de cuanto se preparaba.

Pero los hombres de la conspiración, llegados a aquel punto, lo único que pensaban era en sublevarse cuanto antes. La impaciencia y el temor a ser descubiertos a última hora les impulsaba al error. Pensaban que frente a las supuestas fuerzas de que disponían sólo se encontraban dos regimientos de ingenieros, la Guardia Civil, los carabineros y la caballería. En realidad, los cálculos de los revolucionarios eran bastante optimistas, puesto que por el contrario los verdaderamente decididos al levantamiento no eran más que unas cuantas decenas de sargentos y cabos, junto con un pequeño número de oficiales.

Eso sí, Becerra, por su parte, también con exceso de voluntarismo, ofreció poner en marcha un gran movimiento popular en apoyo de la revolución. Algunos de aquellos civiles recibirían armas en cuanto fuese tomada la Maestranza de Artillería. Además levantarían barricadas para entorpecer o impedir, si fuese posible, los desplazamientos del enemigo y, algo muy importante, otros grupos se apostarían en las inmediaciones de las viviendas de los generales más adictos al Gobierno: el duque de Tetuán, el marqués del Duero, el duque de la Torre y el marqués de La Habana, para prenderlos, evitando de este modo que dirigieran la represión. Muchas pretensiones para tan pocos medios.

De todo ello, mejor dicho, de todas las esperanzas disfrazadas de certezas fue informado Prim, a quien correspondía la decisión definitiva, por intermedio de Ruiz Zorrilla, que se trasladó a París con estas noticias. Mientras, Pierrad se dispuso a la batalla para el día 19 de junio, lo que no le fue posible por la defección, la víspera, del comandante del Tercio de Carabineros veteranos, que se había ofrecido a sumarse al bando progresista por intermedio de José Olózaga. Sagasta y Becerra tuvieron que calmar los ánimos de algunos de los implicados que veían con disgusto cualquier aplazamiento. Finalmente, se decidió que la sublevación se llevaría a cabo a las cuatro y media de la madrugada del 22 de junio.

Los objetivos señalados para aquella jornada, en reunión mantenida por Pierrad, Becerra e Hidalgo de Quintana, no eran otros que mantener en jaque al Palacio Real, tomar el Principal, dominar sus avenidas más importantes: la plaza Mayor y asegurar las comunicaciones con las fuerzas de la plaza de Isabel II y puerta del Sol, avenida de San Luis y calle de Atocha en la plazuela de Antón Martín; procurando, además, batir a las fuerzas contrarias en sus cuarteles mediante la artillería propia. La falta de tropas de caballería limitaba, otro tanto, las posibilidades de la insurrección, a pesar del entusiasmo de algunas de las unidades comprometidas.

Llegada la hora, Pierrad esperaba en una casa de la plaza de San Marcial el momento de tomar el mando superior de las operaciones. En otra vivienda, junto al cuartel de San Gil, se hallaban los oficiales que iban a dirigir a las tropas que debían sublevarse en este centro.

La cuestión empezó a complicarse desde el momento en que algunos sargentos y cabos comprometidos trataron de detener, en el cuerpo de guardia, al coronel y varios jefes y oficiales.[217] Al resistirse se produjo un enfrentamiento que causó gran alboroto y la muerte de alguno de ellos. En medio de la confusión, entre quinientos y seiscientos hombres del quinto y sexto Regimiento de Artillería salieron, en principio, a la calle siendo hostigados desde dentro por los no sublevados.

Aquellas fuerzas, mandadas en el primer momento por Hidalgo de Quintana, se desplegaron por la cuesta de San Vicente, calles de Bailén, Leganitos y plaza de Afligidos, esperando la llegada de refuerzos mientras se defendían de sus propios compañeros; al mismo tiempo, una parte de los sublevados intentaba apoderarse de la Maestranza. Otros grupos de insurrectos se situaron en el callejón que desde la plaza de San Marcial iba al cuartel de la Montaña y algunos más pretendieron avanzar por la calle de los Reyes, la Ancha de San Bernardo y la plazuela de Santo Domingo.

Pero pasaba el tiempo y los refuerzos de otras unidades comprometidas en la sublevación no llegaban, y aunque lograron apoderarse de la Maestranza, la respuesta gubernamental comenzaba a hacerse patente. La Guardia Civil, los ingenieros, las fuerzas de infantería y artillería empezaron a batir a los sublevados. Los Regimientos de Asturias y del Príncipe, los cazadores de Figueras acometían a los hombres de Pierrad que hubieron de replegarse. Finalmente, aunque trataron de resistir fueron aplastados por las tropas leales al Gobierno, mandadas por Narváez, Serrano, Zavala, el marqués del Duero, Echagüe, Cheste, Ros de Olano, Pavía, etc.; es decir, prácticamente todos los altos mandos del Ejército que se hallaban en la Corte.

El balance de aquella jornada fue especialmente trágico, aun dentro la violencia acostumbrada. Al menos doscientos muertos y seiscientos heridos se produjeron en los combates, entre estos últimos se hallaba el duque de Valencia. En los días siguientes fueron fusilados sesenta y seis insurrectos. La opinión pública censuró duramente al Gobierno O’Donnell por tales ejecuciones y, en respuesta, el Ministerio cerró los periódicos más críticos como La Discusión, El Pueblo, La Democracia, Las Novedades, La Iberia, La Soberanía y La Nación.

Prim esperó en la frontera de los Pirineos Orientales pero el fracaso de Madrid y la paralización en San Sebastián y Valencia, junto al desconcierto en Cataluña, donde Milans del Bosch no llegó a ponerse al frente del Regimiento de Bailén, sublevado en Gerona, le obligaron a retirarse a Perpiñán. Los insurrectos del Bailén no tuvieron otro remedio que internarse en Francia, donde constituyeron otra carga más para las menguadas cuentas de la revolución.

La jornada del 22 de junio y la represión subsiguiente habían demostrado varias cosas. Primero que la posibilidad de derrocar al Gobierno demandaba algo más que sublevaciones descoordinadas y parciales. Segundo que, a pesar de los reparos de Prim, un movimiento insurreccional, para tener alguna posibilidad de éxito, precisaba la colaboración de varias fuerzas políticas, militares y sociales debidamente organizadas. Tercero que el precio que había que pagar por el fracaso era enormemente elevado. Sin embargo, estas enseñanzas no fueron aprendidas de momento y en toda su extensión por el conde de Reus.

Pero a la vez, la tragedia del cuartel de San Gil llevó el horror a amplios sectores de la población y esto, en lugar de fortalecer a O’Donnell, labró el descrédito de su Gobierno y acabó provocando su caída cuando más seguro se creía. En cierto modo, el auténtico vencedor de la insurrección iba a ser Narváez, llamado de nuevo a la cabecera del banco ministerial.

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