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CAPÍTULO VIII » ¡Abajo los Borbones! El triunfo de la Gloriosa

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CAPÍTULO VIII

La lenta marcha de la revolución

 

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n el verano de 1866, como otras muchas veces por la temporada estival, el marqués de los Castillejos se encontraba en Vichy. Su situación en el vecino país era complicada. El Gobierno francés había ordenado su expulsión y se iba a ver obligado a trasladarse a Ginebra. En privado consideraba aquello como una cuenta que Napoleón III le hacía pagar por los sucesos de la expedición contra Juárez. «El César se venga del general México», comentaba con ironía. Pero los hechos que estaban teniendo lugar en Madrid podían cambiar el panorama y deseaba acercarse a España cuanto antes. No fue posible y el 17 de julio salía de Francia, después de pasar por Lyon, camino de Ginebra.

¿Por qué había pensado el conde de Reus aproximarse a la frontera española?

De O’Donnell a Narváez

 

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l cambio de Gobierno de julio de 1866 significaba, prácticamente, la liquidación definitiva de la Unión Liberal y con ello, la propia Corona se había amputado uno de sus más firmes apoyos de los últimos años. El conde de Lucena viajó a Biarritz el 14 de julio, y allí permanecería hasta su muerte, acaecida algo más de un año después, el 5 de noviembre de 1867, recordando con tristeza el mal trato que la reina le había infligido. Sin embargo, por un momento, el despido de O’Donnell parecía una oportunidad para establecer algo que hasta entonces jamás se había logrado; un juego político bipartidista pacífico, dentro de la Constitución.

Narváez en el poder estaba decidido a terminar con las gentes de O’Donnell, a la vez que trataba de tender algún puente a los progresistas para desactivar la amenaza revolucionaria. Así se lo hizo saber el propio González Bravo, nuevo ministro de la Gobernación, a los «patriotas», para que se lo trasmitiesen a Prim: «Deseamos que nuestro antiguo enemigo, el partido progresista, se decida a ir a las urnas, en cuya lid nos conduciremos con lealtad, aunándonos en lo fundamental para impedir que salgan unionistas...».[218]Es decir —y esto era lo esencial del mensaje que el nuevo Gobierno quería hacer llegar al conde de Reus—, se le ofrecía que no hubiera más verdaderos partidos que el progresista y el moderado, alternando en el poder.

Como prueba de buena voluntad, los perseguidos que se hallaban ocultos, como Aguirre o Sagasta, podían moverse libremente. Si el partido progresista decidía ir a las elecciones habría una amplísima amnistía. Una medida así se antojaba más que necesaria, pues permitiría, entre otras cosas, la vuelta de los militares emigrados, especialmente en Portugal, cuyo socorro venía siendo no poco gravoso para las finanzas de la conspiración.

Antes de recibir estas noticias, ya desde el mismo momento de producirse la sustitución del duque de Tetuán por el de Valencia, Prim había concebido esperanzas en ese mismo sentido. «El general Narváez tiene entendimiento y no puede desconocer que siguiendo la política rabiosa y violenta de su antecesor, no habría de poder sostenerse —escribía—... Lo probable, pues, es que el actual Gobierno trate de suavizar la situación violenta de los partidos y para ello tiene que hacer concesiones en sentido liberal —añadía.» Eso sí, la amnistía prometida habría de ser completa, pues solamente así la aceptarían los progresistas.

La posibilidad de llegar a un acuerdo era evidente. En aquel momento pudo haber terminado la conspiración revolucionaria. El testimonio de Prim no deja lugar a dudas. Contestando a la carta en que le transmitían las ofertas de González Bravo, y después de reconocer —¡quién lo iba a decir!— que se había alegrado del giro que tomaban los acontecimientos, se mostraba dispuesto a aceptar. Los términos de su respuesta reflejaban verdadero contento: «... como marchen resueltos por ese camino y, sobre todo, como hagan lo imposible para reventar a los «vicálvaros» les ayudaré con alma y vida, con mi palabra y con mis puños...». Más aún, «Yo soy el que más repugnancia debiera tener en transigir con el duque de Valencia, por la antipatía que nos hemos mostrado durante tantos años y por las palabras acres y virulentas que nos hemos lanzado en pleno Senado —recordaba el sonado incidente entre ambos en la Cámara alta—. Pues bien —anteponiendo los intereses políticos del país a las cuestiones personales, afirmaba—, tal es el deseo que tengo de que se regularice la vida y el movimiento de los partidos históricos que si el general Narváez emprende resueltamente esa obra de salvación para todos, por Cristo que arrojo al fuego el Libro de agravios y Libro nuevo».

Era tal su disposición a un compromiso con el Gobierno que autorizaba al destinatario de esta carta a mostrársela a González Brabo. Por el momento, se trasladaría de inmediato a Ginebra, a la espera de que aquel negocio llegase a buen puerto.

Al cabo de unos días, su amigo Nazario Carriquiri le escribía desde París insistiendo en que el Gobierno Narváez se movía en la línea del entendimiento con los progresistas: «... pena de muerte a la Unión Liberal, la vista gorda con los comprometidos en el último movimiento [220]—refiriéndose a lo de San Gil—, horrible refriega —decía Carriquiri—», de la cual se alegraba que el conde de Reus se encontrara a distancia; aunque lamentaba que al grito de ¡Viva Prim! se hubiese cometido tanta violencia.

Según D. Nazario, el duque de Valencia haría la política moderada pero contribuyendo a que el partido progresista, al que no se exigía ningún acto humillante, entrara en la legalidad común. La propuesta iba tomando forma. Si se suspendían las acciones revolucionarias durante tres meses Narváez concedería una amplia amnistía, disolvería las Cortes y llamaría a los progresistas a las elecciones, en lucha noble y leal.

Hecha esta exposición le animaba a cesar en la vida de aventura en que se encontraba y llamaba a sus sentimientos patrióticos, de buen español, para que España entrara en una vía de paz y tranquilidad. No desconocía que la decisión habría de ser difícil de adoptar porque un sector radical pretendería seguir apostando al todo o nada. Pero a la vista de lo sucedido en junio, le invitaba a la reflexión. ¿Cuántos cumplieron su palabra en la fallida revolución? —le preguntaba—. Además se habría puesto de relieve otra circunstancia. Los artilleros se batieron bien, pero los paisanos, que sería la mayor fuerza de los radicales, ofrecieron una resistencia pueril y en caso de haber vencido los temía más que al Gobierno O’Donnell.

Fueron muchos los que por aquellas fechas repitieron los consejos incitando a la transacción con Narváez. A los dos días de Carriquiri era Ruiz el que se dirigía a Prim, desde Madrid, en términos muy similares. Insistía en que el Gobierno haría lo que el progresismo necesitase si cesaban las amenazas de perturbación del orden público. «... Ha llegado la hora de cambiar de táctica —aconsejaba—; nada de amenazas, nada de trastornos, ceder o aparentarlo siquiera. Si algo exigen, ceder; si algo imponen, ceder hasta llevar la confianza al punto necesario... una vez arriba, ya veremos.[221]Prudencia y tacto; en fin, sujetar y dominar a los intransigentes; de lo demás —ofrecía—, yo me encargo.»

Entre tanto, González Brabo tanteaba con Aguirre los términos de un posible acuerdo. El Gobierno accedía a poner tierra de por medio con los sectores moderados más reaccionarios pero, en el otro extremo, no estaba dispuesto a transigir con los demócratas, cuyas aspiraciones republicanas chocaban con cualquier proyecto dentro del régimen isabelino. Por consiguiente, los progresistas debían separarse de éstos. Sin embargo, las esperanzas de pacto Narváez-Prim se rompieron pronto. Aguirre partió para Francia y tras él, Pierrad, Romero Quiñones y algunos otros. Toda clase de bulos sobre supuestas exigencias humillantes del Ministerio para otorgar la amnistía, de un lado, y de otro, el descubrimiento de pequeños conatos [222]de conspiración como el sucedido en Valencia, habían hecho casi imposible el diálogo.

Aun así, todavía el 29 de julio le enviaban al conde de Reus noticias de Madrid reiterando la conveniencia de dar un margen a Narváez para que pudiera aplicar sus medidas de apertura, una vez hubiese cedido algo el miedo de la «casa grande», es decir, de Palacio, a la revolución. «Convendría —le pedían— aguardar en paz treinta o cuarenta días para ver qué pasa.» Esperar no era claudicar, pero todos mostraban una impaciencia irrefrenable.

El Gobierno comenzó a hostigar a los demócratas. El 1 de agosto la última oportunidad de acuerdo se había perdido. Los mismos que escribían a Prim poco antes con optimismo se mostraban ya pesimistas: «Mi querido general y amigo: la situación actual —afirmaban— no cumple lo que ofreció; es más, hace lo contrario de lo que debía...». Pero aún dejaban abierto un portillo a la esperanza por si, como parecía, podía producirse un cambio de Gobierno, en cuyo caso, el que se rumoreaba que accedería a la presidencia del Consejo de Ministros llamaría a Prim a formar parte del Gabinete. Vanas elucubraciones sin ninguna trascendencia.

El marqués de los Castillejos, entre tanto, no permanecía inactivo y pronto restableció los contactos con los demócratas para conocer la opinión de éstos acerca de la situación. La respuesta de aquellos exiliados, Castelar y compañía, se produjo a finales de julio desde San Juan de Luz, pintando un panorama con negras tintas en cuanto a lo que ocurría en España. Pero a la vez, eran conscientes de que cambiar el horizonte no era fácil. Con cierta curiosidad, preguntaban a Prim si había medios materiales para seguir la lucha. «Si hubiera esto, si tuviéramos dinero, si tuviéramos medios de emprender, en lo que resta de verano, nuevamente la campaña por la libertad, no ha que hablar, el país no puede sufrir ya más... y es deber nuestro salvarle, cueste lo que cueste.» No obstante, su impresión era pesimista en cuanto a poder continuar con la revolución, pues creían, no sin razón, que el partido progresista se hallaba completamente arruinado y ellos aún peor.

Esto llevaba a no pocos emigrados progresistas, un tanto cansados de peregrinar por tierras extranjeras, a contemplar la hipótesis de aceptar la amnistía, si fuera completa. Además, se justificaban por adelantado, nunca se había triunfado desde la emigración. Por amor a la libertad —argüían— debemos volver a nuestra patria. Sin embargo, no se mostraban todos conformes con la idea de salir definitivamente del retraimiento. Para algunos no había relación directa entre aceptar la amnistía y volver a la lucha legal. En todo caso, entrar en el juego partidista con los moderados exigiría amplias concesiones del Gobierno en materia de prensa, libertad de discursos, trasparencia electoral, etc. ¿Llegaría Narváez a este punto?

Los demócratas, o al menos un sector de ellos, le planteaban a Prim, a quien ofrecían la dirección del movimiento, unas exigencias imposibles de asumir en un hipotético pacto con el duque de Valencia. Si salían del retraimiento no por eso se dejaría la lucha revolucionaria, con el objetivo fundamental de derrocar a los Borbones. Postulaban una estrecha unión entre el partido progresista y el democrático, incluso hasta la formación de comités mixtos, para actuar en los medios de comunicación y en la lucha revolucionaria. Por si quedaba alguna duda, se declaraban tan contrarios al duque de Valencia como al de Tetuán.[223] Con todo la revolución estaba a punto de morir en el verano de 1866 y, una de dos, o se liquidaba el movimiento definitivamente o había que tratar de reconducirlo. Si se quería seguir adelante era necesario allegar recursos financieros y establecer un compromiso sólido entre las fracciones revolucionarias.

Pacto político y crisis financiera

 

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l 2 de agosto Prim convocó a los más importantes personajes de la emigración política para una reunión en Ostende, que debería celebrarse el 15 y que, por último, tuvo lugar el 16. Allí estaban, además del conde de Reus, los generales Pierrad y Contreras; el brigadier Milans del Bosch y civiles como Sagasta, Becerra, Rubio, García Ruiz, Ruiz Zorrilla... hasta un total de cuarenta a cincuenta personas. Pero no asistieron ni Castelar, ni Martos ni otros líderes del partido demócrata. El objetivo de aquel encuentro era fijar la posición de los exiliados frente al Gobierno, a la reina y a la dinastía.

En Ostende se fue afianzando la alianza entre progresistas y demócratas, en la línea marcada por estos últimos. Así se acordó, como meta común de la revolución, destruir todo lo existente en las altas esferas del poder y la formación inmediata de una asamblea constituyente, elegida por sufragio universal directo, que decidiría el futuro del país.

Hasta aquí, bien; pero como sabemos, la cuestión clave era disponer de los medios precisos para llevar a cabo la revolución. Ni demócratas, ni progresistas, según confesión propia, contaban con recursos financieros suficientes, por lo que se decidió recurrir a los apoyos que pudieran obtenerse en España, en una especie de colecta general, hasta llegar al menos a la cantidad que en un principio se estimó suficiente, cien mil duros, para atender a las necesidades de los emigrados sin posibles.

Pero incluso esta cifra, más bien pequeña para un proyecto de tal envergadura, se demostró inalcanzable. El saldo de las finanzas revolucionarias en agosto/septiembre de 1866 no empujaba al optimismo. A partir del 1 de agosto de ese año Prim recibió hasta sesenta y siete donativos para la causa, por un total de 250.388 pesetas. Entre las cantidades percibidas, procedentes de muy distintos puntos de España (Albacete, Alicante, Jerez, Lérida, Oviedo, Madrid, Málaga, Mallorca, Canarias, Cuba...), destaca la suma de algo más de cincuenta mil pesetas enviadas desde Jerez, sin que figure el donante. Sí aparecen algunos nombres de personajes conocidos, por ejemplo, Salustiano Olózaga, que contribuía con 5.000 pesetas, o su hermano Pepe con 2.000, Becerra, Landaluce, García Ruiz... con otras 5.000 cada uno, etc. Pero los gastos en el mismo período, agosto/septiembre de 1866, aun reducidos a su mínima expresión, eran mayores, pues la suma distribuida se elevaba a 264.731 pesetas, con el consiguiente balance de 14.343 pesetas a favor del marqués de los Castillejos. Entre las partidas a las que debía atenderse figuraban los viajes de diferentes personas, implicadas en la trama conspiratoria, los socorros prestados a algunos de éstos y a varios oficiales exiliados del Almansa, en París, que carecían de recursos.[224] La situación de las arcas revolucionarias en el otoño de 1866 inspiraba pues angustia al más optimista. Ni de España ni de otros países llegaba la ayuda económica necesaria. Los ingresos estaban muy por debajo de lo previsto y los gastos, siempre por encima. De las solicitudes de dinero a personas pudientes, afectos al progresismo, tanto en Cataluña como en otros puntos de España, se obtenían muy escasos resultados. La suma pedida a cada uno de ellos, aunque sólo fuere de quinientos duros, raramente tenía respuesta positiva. Del extranjero —confesaba Prim— no llegaba ni una libra esterlina, ni un florín, ni un reis.

Tampoco la estancia de los emigrados en Bélgica era precisamente plácida. El Gobierno de aquel país comunicó al marqués de los Castillejos su temor a verse envuelto en conflictos diplomáticos con España y le advirtió de una próxima expulsión; con lo cual se planteaba tener que volver a Londres. Ante aquellas dificultades, uno de los emigrados, Latorre, propuso trasladar la base de operaciones a México («Abisinia», en el lenguaje de las comunicaciones revolucionarias), lo que le valió una notable reprimenda del marqués de los Castillejos.[225] Los acontecimientos sometían a dura prueba la moral de Prim. Trabajaba sin descanso entre la desconfianza de algún sector de los propios revolucionarios; la vigilancia que le aplicaban las autoridades españolas; la presión de los gobernantes del país de residencia; el alejamiento de su familia, instalada en París, y la estrechez material que le llevaba al extremo de poner en venta los vinos de su bodega.

Por último, se nominó un comité o centro revolucionario encargado de coordinar los trabajos para preparar la insurrección. Prim quedó al frente de aquel órgano, al cual se le unieron Aguirre, por los progresistas, y Becerra, por los demócratas. Pero no faltaban disidentes que junto a los que no acudieron crearon su propio comité en París con Pi y Margall, García-López, Castelar, Chao, etc. A la vista de este balance podríamos concluir que la revolución quedaba lejos.

Ciertamente, a pesar de lo pactado en Ostende, las diferencias de todo tipo continuaban dividiendo a progresistas y demócratas. Algunos, más impacientes, acusaban al marqués de los Castillejos y al comité creado en la ciudad belga y establecido en Bruselas, donde residía Prim, desde fines de septiembre de 1866, de no avanzar al ritmo necesario y dejar pasar los días sin hacer nada. La cuestión no era fácil. ¿Dónde estaban el dinero, los hombres y las armas para conseguir el triunfo revolucionario? El conde de Reus procedía con cautela, sin prisa pero sin pausa, alertado por fracasos anteriores. Unos meses más tarde, en junio de 1867, se establecía un nuevo acuerdo en Bruselas que ensanchaba el compromiso entre demócratas y progresistas.

En España, la gestión del Gobierno Narváez había aislado definitivamente a los moderados, que le respaldaban, del resto de las fuerzas políticas. En apenas unas semanas pasó de ser una esperanza de pacificación a convertirse en el enemigo universal, como lo había terminado siendo O’Donnell. Pero éste y los unionistas, ahora en el destierro, podían pasar incluso a convertirse en aliados de los progresistas.

Como sabemos, Prim, en un principio, no podía ver ni en pintura a los «vicálvaros», pero la necesidad de allegarse los recursos suficientes para la revolución le hizo transigir con una alianza, hasta el extremo de declarar que, si el duque de Tetuán se ponía al frente de la revolución, él pasaría a segundo plano. El coronel Campo y Olózaga negociaron con los ayudantes de O’Donnell y con Augusto Ulloa el posible acuerdo que, de momento, no llegó, aunque la puerta hacia el futuro quedaba abierta.

Los soldados emigrados y la amnistía de 1867

 

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l 17 de septiembre de 1867, Prim escribía de nuevo a Manuel Lafuente, uno de los jefes que le habían seguido desde Villarejo al exilio, interesándose por la situación de los militares emigrados en Portugal. Se lamentaba de no recibir información de allí en los últimos tiempos, salvo la que Lagunero le había traído tras un viaje reciente. A la vez, le contaba, animándole, que la revolución seguía en marcha; «La máquina sigue funcionando —decía—, pero con mucho trabajo, comprensible teniendo en cuenta la terrible derrota de junio y la violenta persecución que estamos viviendo en todas partes», se quejaba el conde de Reus. Pero confiaba, pues la voluntad vale mucho, «espero —escribía— que podremos volver a montar la máquina».[226]Seguía mostrando la preocupación de siempre por sus hombres, «deme usted noticias —le pide a Lafuente—, que si le falta, en el pueblo adonde esté le haré dar de mi cuenta lo que necesite para vivir», y concluye con el recuerdo a los soldados: «A mis bravos de Calatrava dígales que siempre les quiero y que no hay un solo día que no les recuerde.» En efecto, no existe carta en la abundante correspondencia del conde de Reus sobre este tema, en la que no insista en su cuidado por los camaradas que continuaban en Portugal.

Esa actitud del marqués de los Castillejos, que le acompañó a lo largo de toda su carrera militar, y su comportamiento en el combate creaban una mística entre el general y sus hombres por encima de normas y coyunturas. Los soldados le seguían sin titubear y su nombre les inspiraba la suficiente confianza como para arriesgar vida y fortuna a su solo conjuro.

Sin embargo, bastantes de aquellos oficiales que buscaron cambiar su permanencia en tierras portuguesas por la deportación a Francia para estar más cerca de Prim, se arrepintieron de tal decisión. Las condiciones de la emigración para estos hombres eran, sin disputa, mucho más adversas que en Portugal. El Gobierno Francés no les pasaba ni un franco y, además, ejercía sobre ellos estrecha vigilancia. El propio Prim, refiriéndose a las estrecheces en que se movía la casi totalidad de los exiliados políticos, escribía: «si esto dura, vamos todos sin misericordia al hospital».[227]En cualquier caso, el conde de Reus no perdió en ningún momento sus contactos con los españoles simpatizantes de la revolución y residentes en Portugal. A mediados de febrero de 1867, al reemprender las tareas preparatorias del levantamiento revolucionario, pidió a la Junta de Lisboa, integrada por Roque Barcia, Antonio Valles y Alfonso Cortijo, que le indicase, urgentemente, con qué fuerza se contaba.

La publicación de la amnistía de 24 de abril de 1867, para cabos y soldados, comprometidos en los acontecimientos de enero y junio de 1866, permitió el regreso a España de dos mil hombres, entre ellos muchos de los exiliados en Portugal. Aquello suponía una pérdida del potencial revolucionario, pero a la vez, un alivio para las arcas de la conspiración y una salida aceptable para los afectados.

La penúltima tentativa

 

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espués de ímprobos trabajos conspiratorios, Prim señaló el 15 de agosto de 1867 para iniciar la que sería su penúltima tentativa revolucionaria. Comenzaría en el Alto Aragón, y sería secundada en Cataluña y Valencia. Simultáneamente, entrarían por Extremadura los emigrados de Portugal, al menos los que aún quedaban, y se alzarían Andalucía y varios puntos de Castilla. Prim, pasando la frontera por Canfranc, ocuparía Jaca. A última hora hubo un cambio de planes. Ante las noticias que le llegaban de España, decidió marchar a Valencia, donde contaba con ponerse al frente de más de cuatro mil infantes, seiscientos jinetes y dos baterías.

Valiéndose de un ardid engañó a la policía que le vigilaba por encargo del marqués de San Carlos, embajador español en Bélgica, a quien nuestro Gobierno le había ordenado seguir los movimientos del conde de Reus. El 7 de agosto salió de Bruselas con dirección a Italia, desde donde embarcó en Génova, el 14, a bordo de una fragata italiana (otra vez las conexiones revolucionarias en este país) con destino a Valencia, sin que hasta ese momento se hubiera descubierto su fuga de tierras belgas. A los dos días se encontraba frente a la capital del Turia.

De nuevo le fallaron los cálculos y el movimiento fracasó. Pierrad, que le había sustituido para tomar el mando en Jaca, y Moriones, también encargado de la revolución en Aragón, hubieron de retirarse ante la reacción de las tropas gubernamentales. En Cataluña, si bien se produjeron algunos levantamientos, tampoco se alcanzó a dominar la situación. Milans no tuvo mejor suerte al tratar de cumplir su parte en el plan, que no era otra que entrar en Extremadura con los soldados que aún se hallaban internados en Portugal, por no haberse querido acoger a la amnistía. Tampoco en Valencia se llevó a cabo la sublevación comprometida y Prim hubo de retirarse a Marsella (el 20 de agosto) y de allí a Canfranc, pero era demasiado tarde para relanzar el movimiento desde este punto. Se volvía a demostrar que de poco servía el fervor revolucionario sin hombres y sin dinero.

Después del fracaso volvió a Perpiñán el 1 de septiembre de Tras entrevistarse con Ruiz Zorrilla, continuó hasta Lyon, donde llegó el 4. La decepción era enorme. Acosado por la policía francesa hubo de retirarse a Ginebra, donde se instaló en el Hotel de la Couronne. El 25 dirigió desde la ciudad suiza un manifiesto en el cual trataba de explicar lo sucedido en la intentona de agosto. Algo que le costaba íntimamente, pues su carácter no se compadecía mucho con este tipo de mensajes. Por eso advierte: «Nunca hubiera descendido a dar estas sencillas explicaciones si no lo hubieran exigido los que han estado a mi lado desde que empezó el último período revolucionario.» Exponía las fatigas, humillaciones y penas sufridas y rechazaba —en síntesis— las calumnias con que algunos de los propios emigrados pretendían difamarle.

Renegaba de sus enemigos, de dentro y fuera del espectro revolucionario, y se comprometía a seguir luchando hasta que España tuviera el Gobierno que se merecía.

No fueron muchos, en aquellos días de derrota, los que alzaron su voz o emplearon su pluma a favor del conde de Reus. Uno de sus más firmes defensores, aparte de Sagasta, fue Ruiz Zorrilla. Años después, con motivo de abandonar el Gobierno, en enero de 1870, Prim le manifestaría en pleno Congreso su agradecimiento por aquel gesto.[228] Casi a la par del documento aparecido en la capital suiza, se había publicado en Madrid, con fecha 26 de septiembre, otro texto de similares características pero de muy distinto contenido. Firmado por una inidentificada Junta Revolucionaria de Madrid, rebajaba el papel de Prim en la revolución e incluso el de los progresistas, invocando el protagonismo de la nación.

En cualquier caso, este tercer desastre de agosto de 1867, además de valerle numerosas críticas, le había dejado una lección inolvidable de cara al futuro. Ni los progresistas solos (Villarejo); ni progresistas y parte de demócratas (San Gil); ni progresistas y demócratas en el último intento habían podido derribar al Gobierno y a la dinastía. Había que ampliar las bases de la conspiración, aunque por el momento, el cansancio hacía mella en el conde de Reus.

Tras la publicación de su punto de vista sobre la marcha de la revolución, el marqués de los Castillejos dejó Ginebra para trasladarse a Bélgica. El Gobierno de este país le permitió, a regañadientes, afincarse otra vez en Bruselas, ciudad a la que consideraba mucho mejor emplazamiento que cualquier otra de Suiza, Italia o Inglaterra, tanto por su situación y por el apoyo de la prensa y de buena parte de la opinión pública, como por el coste de vida relativamente más bajo.

A primeros de octubre de 1867 se hallaba de nuevo en la capital belga, pero antes de transcurrido aquel mes se veía obligado, por las autoridades, a cruzar el Canal y buscar acomodo en Londres, «plantar la tienda», como solía decir. El 8 de noviembre ya se había reunido con él su familia, de la cual se veía forzado a vivir, en medio de reiteradas separaciones y reencuentros, en una existencia nómada por media Europa y en contacto permanente con el riesgo. Sin embargo, una noticia despejaría un tanto el horizonte. Por esas fechas se enteraba de la muerte del duque de Tetuán, con lo que el destino le iba a permitir culminar su difícil, pero indispensable, apertura a nuevos aliados.

La ampliación de las bases revolucionarias

 

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a última llamada para restablecer el orden de los partidos en torno a la Corona y los intentos del marqués de Miraflores en este sentido, secundado en cierta medida por García Ruiz y Madoz, fracasaron. El futuro de Isabel II se apoyaba únicamente en la espada de Narváez y en el moderantismo, debilitado y presto a la confrontación intestina.

En enero de 1868, el duque de Montpensier dio un nuevo impulso a la conspiración. Con él, los generales Fernández de Córdoba, Serrano y Dulce, más Cervino y Jovellanos, condujeron a los unionistas en los planes de llevar la Corona a doña Luisa Fernanda. Pero ellos solos no tenían garantías de alcanzar sus objetivos, y por eso, en la primavera de 1868, intensificaron los contactos con los progresistas de cara a una posible alianza.

No era fácil para estos últimos, convertidos en eje de la conspiración, y para su jefe, el general Prim, incorporar a los unionistas al movimiento revolucionario sin romper, por el otro extremo, con los demócratas; especialmente, cuando algunos de ellos, capitaneados por Orense, habían hecho circular en Madrid, durante enero y febrero de 1868, varios folletos, en uno de los cuales se lanzaban vivas a la república federal.

No obstante, el principal obstáculo para avanzar en este sentido, lo había representado el jefe unionista, el duque de Tetuán, que aunque alejado de la reina, no estaba dispuesto a levantarse contra ella. Pero tras la muerte de O’Donnell se derrumbó uno de los diques que frenaban la avalancha contra el trono isabelino.

En su afán por extender el apoyo a la revolución, Prim buscaría también la conexión con los autonomistas o independentistas anfilíanos. Conocía desde muchos años antes al cubano Carlos Manuel de Céspedes y trató de alcanzar algún acuerdo con él y sus seguidores de cara a una posterior reorganización del Estado español, en el que Cuba recibiría una amplia autonomía tras la revolución.

Según Santovenia,[229]el 27 de febrero de 1868, en un hotel de Santiago de Cuba, el Madame Adela, se produjo una entrevista entre los enviados del conde de Reus y los autonomistas cubanos. Allí se llegó a los siguientes acuerdos:

1. Cuando se iniciase en la Península el movimiento revolucionario contra Isabel II, los cubanos lo secundarían, con lo cual quedaría neutralizada la guarnición de la isla.

2. En Cuba se seguiría una dinámica revolucionaria similar a la de la Península, con Juntas revolucionarias provinciales y una Junta Central.

3. Los gritos que se darían al iniciar la revolución serían: ¡Viva Cuba liberal! ¡Viva Prim!

4. Logrado el triunfo revolucionario, España otorgaría a Cuba una situación similar a la de Canadá con respecto a Inglaterra o, si se implantaba el modelo federal, la convertiría en un estado más.

La posterior evolución de los acontecimientos en la gran antilla viró hacia derroteros bastante distintos, pero acaso no fue por falta de interés de parte de Prim.

Por el momento, otros factores iban a allanar el camino de todos los que pretendían asaltar el trono de Isabel II. La muerte de Narváez, el 23 de abril de 1868, significaba el derrumbamiento de la pared maestra sobre la que aún se mantenía el edificio de aquella monarquía. Ya no quedaban apoyos suficientemente sólidos para resistir los embates de la revolución en cuanto ésta volviera a la carga.

El acuerdo entre unionistas, progresistas y demócratas aseguraría, prácticamente, el triunfo de la conspiración. Los primeros ofrecieron su colaboración a Prim para derrocar a la reina sin ocultar su propósito de reemplazarla por la duquesa de Montpansier. La respuesta del de Reus y de Olózaga fue aceptar, siempre que el futuro quedara abierto, pues la solución definitiva correspondía a la voluntad nacional. Lo mismo que habían pactado con los demócratas. Sin embargo, tanto unos como otros creían que Prim acabaría por inclinarse a favor de su causa.

Los unionistas, manteniendo los contactos, fueron dilatando el compromiso definitivo a la espera de que los apuros económicos y el cansancio empujaran a los progresistas a transigir con Montpensier. No descartaban, incluso, un golpe de timón de última hora en Palacio que los llevara al poder. Pero pasaban las semanas y nada de aquello sucedía.

Los progresistas, por su parte, también necesitaban superar pronto sus dificultades. Desde comienzos de enero de 1868, la causa revolucionaria atravesaba uno de sus peores momentos de los últimos meses. La división entre las fuerzas políticas que levantaban la bandera revolucionaria amenazaba con hundir el proyecto. Orense aconsejaba a sus compañeros del partido demócrata que rompieran con los progresistas. Acusaba a éstos de ser los responsables de los tres últimos fracasos en otras tantas intentonas. Desde las filas del partido del conde de Reus se rechazaba esta imputación y se clamaba por mantener una acción conjunta; pues, por separado, ninguna formación podría lograr el triunfo. Pero algunos se mostraban hartos del juego que llevaban a cabo los demócratas. Para acallar las reticencias de unos y otros Prim insistía en que era preciso que se unieran todos los que, por cualquier motivo, estaban dispuestos a derrocar a los Borbones. Por el momento, no podía precisarse más en cuanto a lo que sucedería posteriormente: ¿monarquía?, ¿república?, lo que la nación decidiera, tal y como se había acordado en Bruselas.

No era tan sencillo, la amenaza de cisma se extendía al interior del mismo partido progresista, donde el sector «olozaguista» se avenía malamente con los demócratas y no quería ni oír hablar de la república. Sólo el conde de Reus, multiplicando sus esfuerzos, pudo evitar a duras penas que todo saltara por los aires. El era el alma y soporte de la revolución, sin su prestigio, su decisión y su sacrificio todo se hubiera ido al garete.

Buscando la armonía a todo trance, escribía a Olózaga, en un intento de evitar cualquier discrepancia entre ambos que pudiera complicar aún más la marcha de la conspiración. «¿Qué queremos los dos? le preguntaba . El triunfo de la revolución. Pues vamos a la revolución. ¿Con qué bandera? Con la de la libertad.[230]La respuesta a otros interrogantes: ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿de qué modo?, dependía de los medios disponibles, a aquellas alturas, francamente escasos. Sin embargo, el conde de Reus se mostraba animado «... yo no he perdido la esperanza de que hemos de tener ocasión de volver a luchar».

Ese era el problema que había que solucionar, la falta de los instrumentos para que la revolución triunfara. Por eso, le insistía a don Salustiano, «nuestra primera atención debería ser buscar recursos, sin los cuales no hay forma de que nos movamos, a no ser —siempre la confianza en el azar— que nos favorezca algún grande e imprevisto acontecimiento...».

Eliminar obstáculos políticos y conseguir recursos económicos, ésas eran, ¡casi nada!, las dificultades que tenían que vencer; cuando había que empezar por la unificación del propio partido progresista. Al fin, Olózaga transigió con la única condición de disolver, tras la revolución, todo centro de poder anterior.

A la búsqueda de otros apoyos

 

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racias a los contactos con los unionistas, las cosas parecieron mejorar un tanto en apenas un mes y, en febrero de 1868, Prim esperaba poder llevar a cabo el movimiento revolucionario a principios de verano. Según su criterio sólo faltaba intensificar las gestiones, a la búsqueda de apoyos, ante diversos gobernantes europeos, entre ellos Bismarck.

No olvidemos que la conspiración revolucionaria española se relacionaba también con lo que algunos autores llamaban la «revolución cosmopolita», varios de cuyos líderes más radicales serían Dujelou, Weills, etc. Esta vertiente internacional en la gestación de «la Gloriosa», importante sin duda, tendría uno de sus principales lazos en Italia, en el entorno de Mazzini y Garibaldi, aunque llegaría hasta los círculos polacos de Kossuth pasando por los contactos con la mayoría de los partidos radicales europeos.

Mientras la prensa francesa y prusiana disputaban acerca de si Prusia estaba o no detrás de las maniobras de los generales unionistas a favor de Montpensier,[231] las acciones en apoyo del movimiento revolucionario, encabezado por Prim, se sucedían en tierras italianas. En junio de 1868 se estableció en Pistoia un comité que, en contacto con el conde de Reus, conspiraba a fin de reclutar hombres para enviarlos a España, desde el puerto de Génova, con el objetivo de batirse por la revolución. A pesar de esto, los contactos entre Prim y Garibaldi no prosperaron por la negativa de aquél a comprometerse, en contrapartida, a promover el establecimiento de una república en Italia.

En los círculos revolucionarios europeos se pensaba que Prim, al menos una vez triunfante la revolución, jugaría con republicanos y monárquicos hasta conseguir proclamarse presidente de una república ibérica.

Esta parcela no está suficientemente estudiada y encierra, sin duda, un gran interés. Al margen de las informaciones de Bucher y de Von Versen, empleadas por algunos como fuente para conocer las vicisitudes del proceso revolucionario desde la óptica alemana, hay otros testimonios sobre la situación en España, la marcha de la revolución y la actuación de Prim en 1869-1870. Se trata de los diarios y memorias de Theodor von Bernhardi, además de algunos de los informes que envió desde París, Madrid y Lisboa que se encontraban en el Politische Archiv des Answärtigen Amts, de Bonn y que han sido trasladados a Berlín, cuyo contenido me ha facilitado el profesor Alvarez Gutiérrez. Hasta ahora no habían sido utilizados por los biógrafos del conde de Reus.[232]

El lenguaje de los conspiradores

 

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omo era lógico, a medida que fueron avanzando los trabajos en pro de la revolución y se intensificó la presión policial, los principales revolucionarios recurrieron al empleo de varios tipos de claves con las que encriptaron sus comunicaciones. Trataron de ocultar las imprescindibles referencias onomásticas, geográficas, políticas, militares, etc., tras un número o un nombre supuesto. Los errores al aplicar tales métodos, indican algunas de las complicaciones del oficio de conspirador. Según Olivar Bertrand[233]la mayoría de estos códigos y claves se han perdido e indicaba que Ricardo Suñer Alvarez poseía un centenar de cartas autógrafas de Prim con claves de la época revolucionaria. Nosotros hemos tenido la fortuna de encontrar decenas de cartas de los meses inmediatamente previos a la revolución, intercambiadas entre distintos personajes, la mayoría de ellas dirigidas a Prim por Gherardi, y junto a esta correspondencia, hemos hallado una veintena de claves.

Como anécdota cabría señalar que en una de las relaciones de nombres reales y sus correspondientes cifrados, enviada por Olózaga a Prim, no se compaginaba el número de los unos y de los otros, con cierta sorpresa del conde de Reus. Citamos a título de curiosidad los términos con que se trataba de disimular la identidad de los principales implicados. Así, Prim era «Achón»; Montpensier, «Habitación»; Serrano, «Itálica»; Dulce, «Polonia»; Espartero, «Cartago»; el general Fernández de Córdoba, «Sagunto»; Becerra, «Carta»; Ruiz Zorrilla, «Crédito»; Pierrad, «Frutos»; Mazo, «Hotel»; Gaminde, «Piñas»; Baldrich, «Violín»; Orense, «Fresas», etc., y algunos otros en los que se había invertido menos maquillaje eran: Olózaga, «Hemisferio» (tal vez, por el aspecto relleno de don Salustiano, al que no hubiera extrañado que le denominasen «Globo»); Milans del Bosch, «Lorenzoce»; etc.

Igualmente, como apuntábamos, se habían buscado seudónimos para diversos países, por ejemplo: Estados Unidos, «Palestina» (¡quién lo diría hoy!); México, «Abisinia»; Italia, «Campana»; Francia, «Furia»; Alemania, «Mosca»; España, «Cielo»; Inglaterra, «Gloria»; Portugal, «Pata», etc. Lo mismo hicieron para designar algunas regiones españolas: Cataluña, «Caña»; Aragón, «Gorra»; Andalucía, «Chucha»; Castilla, «Gata»; etc., y ciudades de toda Europa: Madrid, «Meca» (tampoco aquí parece que se esforzaran en exceso); Barcelona, «Bata»; Zaragoza, «Grajo»; Roma, «Vieja»; Bayona, «Barra»; Málaga, «Luque»; Sevilla, «Siria»; Vichy, «Bicho»; etc. Aunque los asuntos que les causaban mayor preocupación eran: dinero, «Risak» o «Mica»; policía, «paca»; Gobierno, «murga»; armas, «asco», etc.

Con tales elementos puede transcribirse con total facilidad un texto como el siguiente: «Lo que únicamente importa ahora es pensar en Mica o Risak...y, sobre todo, le diré a usted que Hemisferio se está ocupando de esto con Hotel, y Achón debe ocuparse en Abisinia y Palestina.» Es decir, que Prim buscó dinero para la revolución en México y Estados Unidos.

Como alternativa se elaboraron diferentes relaciones numéricas correspondientes a personajes, unidades militares, poblaciones, etc., que se fueron alternando sucesivamente.

La más amplia de estas claves incluía 343 números y otros tantos nombres. En ella, por ejemplo, el 1 era el Regimiento de la Constitución; el 2, el de Córdoba; el 10 era el Regimiento de Extremadura; el 13 correspondía al «Saboya» y de esta guisa aparecían reseñadas hasta cuarenta unidades de infantería; dieciséis de cazadores y veinte de caballería. A otros regimientos les correspondía la numeración del 202 al 265. Por lo que respecta a las personas, Aguirre era el 78; Becerra, el 79; Sagasta, el 80; Madoz, el 84; Olózaga, el 85; Prim, el 216, etc. En la lista de ciudades, a Madrid le correspondía el número 151, a Barcelona, el 152; a Sevilla, el 168; a Zaragoza, el 193, etc. Pero la asignación de números cambiaba cada poco tiempo.

La conspiración en su tramo final (mayo/septiembre de 1868)

 

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omo hemos visto, la presión policial y, sobre todo, la falta de dinero figuraban entre las principales preocupaciones de los conspiradores del exilio, aunque desde abril de 1868 se anunciaba la llegada de unos fondos por medio del general Dulce, evidentemente aportados por Montpensier, que no acababan de aparecer. Este retraso obligaba al aplazamiento del movimiento revolucionario, con la lógica impaciencia de muchos de los comprometidos. Olózaga, desde París, se quejaba de que el tiempo avanzaba y era muy poco lo que se hacía; además, le comentaba a Prim su opinión opuesta a embarcarse en la aventura durante el verano.

El conde de Reus, por su parte, confesaba haberse vuelto tan receloso sobre el posible descubrimiento de la trama preparada, que temía hasta su propia sombra y, entre tanto, todo seguía a la espera del impulso definitivo.

En Madrid, las maniobras unionistas a favor de los Montpensier eran cada vez más visibles, aunque sin acabar de concretarse, como dijimos, en un movimiento inmediato. En tal coyuntura un artículo periodístico firmado por Carratalá en La Nueva Iberia, dirigida por José Abascal, fue el catalizador que unos y otros necesitaban.

En «La última palabra», texto publicado el 3 de julio de 1868, se hacía un análisis, a plena luz, de la situación de ambos partidos llamando a la unidad de acción. El Gobierno reaccionó ordenando, el 7 de julio, la detención de los generales Serrano, Dulce, Zavala, Fernández de Córdoba; Serrano Bedoya y el brigadier Letona, que se hallaban en la capital; Echagüe, que estaba en San Sebastián, y Caballero de Rodas, que se encontraba en Zamora. La mayoría de ellos fueron confinados a Canarias, excepto Zavala, que fue enviado a Lugo; Fernández de Córdoba, a Soria; y Letona, a Ibiza.

A los duques de Montpensier, que se encontraban en Sanlúcar de Barrameda, se les comunicó la orden de abandonar el país, y salieron de Cádiz para Lisboa a los pocos días. Ya no quedaba más alternativa para ellos que la revolución, así que el acuerdo con Prim se desbloqueó de inmediato. La triple alianza, unionistas-progresistas-demócratas, era un hecho. ¿Qué objetivo podían compartir? Únicamente el derrocamiento de Isabel II. ¿Y después? ¡Ah!... Ya se vería.

¿Qué aportaba cada grupo? Los progresistas, un buen número de jefes, oficiales y suboficiales que simpatizaban con su proyecto político, además de algunos medios de prensa, un sector de clases medias... la experiencia revolucionaria y el nombre de Prim. Los demócratas, su apoyo en medios populares y algunas figuras notables del panorama político y universitario. Los unionistas tenían varios de los generales más importantes y algunos mandos de la Armada; sus propios órganos de comunicación... y, sobre todo, el Risak, quiero decir, el dinero que tanto necesitaba la revolución. Por el momento, el duque de Montpensier entregaba tres millones de reales.

¡Abajo los Borbones! El triunfo de la Gloriosa

 

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ras la muerte de Narváez un manto de desaliento se había empezado a extender por los aledaños palatinos, a nadie se le escapaba que el reinado de Isabel II tenía ante sí un horizonte borrascoso; o por mejor decir, los días contados. El trasiego del campo de la legalidad vigente (por poco tiempo) al de la revolución creció, a pasos agigantados, a medida que pasaban las semanas. Muchos militares se fueron dejando ganar con gran facilidad para la próxima sublevación; en especial, a partir del comienzo del verano de 1868. En el caso de algunos políticos, tan señalados como el marqués de Miraflores o el conde de San Luis, entre otros, simplemente se produjo un alejamiento del poder, que resultaba suficientemente significativo.

Incluso la Armada, ajena hasta entonces a los movimientos insurreccionales, salvo ciertos episodios aislados, se sumaría a la revolución. La desacertada política naval de alguno de los últimos Gobiernos isabelinos influyó, sin duda, en este comportamiento. Aunque en el fondo de aquella decisión, alentaba el deseo de contribuir a poner coto a los desmanes e inmoralidades en que se había instalado el régimen de Isabel II. El destierro de los generales unionistas y del duque de Montpensier fue el empujón definitivo para que el brigadier Topete se sumara a la conspiración; a lo que pretendía que fuese un movimiento nacional, no de partido, para llevar al Trono a la infanta Luisa Fernanda. Precisamente fue Topete, al mando de la fragata Villa de Madrid,quien hubo de conducir al exilio lisboeta a los duques de Montpensier.

Después de consultar con varios jefes de la Armada se puso en contacto con el comité secreto que los conjurados, progresistas y unionistas, tenían en Madrid. Este se comunicó con Prim y Olózaga para que sancionaran el compromiso definitivo entre ambas fuerzas.

Don Salustiano concretó el objetivo compartible de manera que no se comprometiera el futuro: «Hay un obstáculo que es preciso derribar, y no es posible derribarlo sin el concurso de todos. Pensemos sólo en quitar ese obstáculo. Hagamos nosotros el vacío y la naturaleza, que tiene horror al vacío, se encargará de llenarlo.»[234]Topete, al igual que otros unionistas o que los demócratas, no había logrado imponer su opción, pero aceptó seguir adelante.

Vuelto a Cádiz y deseoso de llevar a cabo el levantamiento mientras la reina estuviese de veraneo en el Norte, hacia donde había salido la Corte el 9 de agosto, aceleró las gestiones para iniciar de inmediato la sublevación, lo cual resultaba demasiado precipitado para otros sectores de la conjuración. Pero Topete instó a Prim para que se apresurara a venir a España a toda costa, junto con los emigrados que debían intervenir en la insurrección.

El conde de Reus, contando con la tolerancia de Napoleón III, se había desplazado de Londres a París a primeros de agosto de 1868, para acudir a su cita con las aguas de Vichy. Pero como casi siempre, la vertiente política de su viaje ocuparía un lugar destacadísimo. En la capital francesa se entrevistó con el marqués de La Vállete, con algún ministro y con personalidades del mundo financiero preocupados por los asuntos de España. Cabría decir que en aquellas jornadas los franceses se aseguraron la salvaguarda de sus inversiones ante el futuro de la política española; o sea, el Gobierno de Napoleón III repitió, una vez más, su no a Montpensier como posible rey de España y los hombres de negocios obtuvieron garantías de que al sur de los Pirineos sus inversiones en deuda pública, en ferrocarriles y minas, principalmente, no iban a sufrir quebranto alguno por parte de la revolución.

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