Porno

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2. «… LOS ADJUNTOS…»

Colin se levanta y sale de la cama. Junto al mirador adquiere la forma de una silueta. Mis ojos se posan en su polla colgante. Casi tiene aspecto culpable, atrapada en un triángulo de luz de luna al abrir las persianas. «No lo entiendo». Se vuelve y tomo nota de esa sonrisa patibularia de descargo mientras la luz decolora sus espesos rizos oscuros hasta tornarlos plateados. También pone de relieve las bolsas que tiene bajo los ojos y el antiestético colgajo de carne que tiene debajo de la barbilla.

Resumen de Colin: capullo maduro, acerca del cual debemos agregar ahora: proezas sexuales en franco declive e interés social e intelectual menguante. Ya va llegando ese momento. Y de qué manera, Dios mío.

Me estiro en la cama, notando lo frías que tengo las piernas y retorciéndome para expulsar el último espasmo de frustración. Dándole la espalda, me llevo las rodillas hasta el pecho.

«Sé que te parecerá un cliché, pero lo cierto es que nunca me había sucedido. Es como si… Este año estos hijos de puta me han puesto cuatro horas extra de seminarios y dos de clases. Ayer me quedé toda la noche levantado corrigiendo trabajos. Miranda me las está haciendo pasar canutas y los críos son de un agotador que te cagas… No tengo tiempo para ser yo mismo. No tengo tiempo para ser Colin Addison. En cualquier caso, ¿a quién le importa? ¿A quién cojones le importa Colin Addison?».

Apenas oigo esta lastimera elegía a las erecciones perdidas mientras emprendo el descenso por la escalera de la conciencia que conduce al estado de sueño.

«¿Nikki? ¿Me estás escuchando?».

«Mmm…».

«Creo que tenemos que normalizar nuestra relación. Y no es una decisión precipitada. Miranda y yo somos historia. Sé lo que vas a decir: sí, ha habido otras, otras estudiantes, claro que sí», dice, dejando que se instale un aire de satisfacción en su tono de voz. Quizá el ego masculino sea frágil, pero en lo que a mi experiencia se refiere, no le cuesta demasiado recuperarse. «Pero eran todas adolescentes y sólo se trataba de un poco de diversión intrascendente. El caso es que tú eres más madura, tienes veinticinco años, no hay tanta diferencia de edad entre los dos y contigo es distinto. No es sólo un…, quiero decir, esta es una relación real, Nikki, y quiero que sea…, pues eso, real. ¿Entiendes lo que te quiero decir? ¿Nikki? ¡Nikki!».

Tras haberme incorporado a la retahíla de polvos estudiantiles de Colin Addison, supongo que ser ascendida al estatus de amante en toda regla debería resultarme grato. Pero como que no.

«¡Nikki!».

«¿Qué?», me quejo, mientras me doy la vuelta y me incorporo, apartándome el pelo de la cara. «¿De qué diablos me hablas? Si no puedes echarme un polvo, al menos déjame dormir un poco. Tengo una clase por la mañana y por la noche tengo que volver a trabajar a esa puta sauna».

Ahora Colin está sentado al borde de la cama, respirando pausadamente. Mientras observo el ascenso y descenso de sus hombros, se me antoja semejante a un extraño animal herido en la penumbra, indeciso respecto de si contraatacar o emprender la retirada. «No me gusta que trabajes ahí», dice, espirando con ese tono petulante y posesivo que últimamente se ha vuelto tan propio de él.

Y entonces pienso, ahora: esta es mi oportunidad. Las semanas de trato deferente que por fin van acumulándose hasta formar esa masa crítica que dice me-la-suda, cuando sabes que por fin te sientes lo bastante fuerte para mandarles a tomar por culo sin más ceremonias. «Ahora mismo es probable que esa sauna suponga mi mejor oportunidad de echar un polvo en condiciones», le espeto tranquilamente.

El silencio gélido que pende en el ambiente y la inmovilidad del oscuro contorno de Colin me dicen que he dado en el blanco y por fin me he hecho entender. Entonces se mueve bruscamente, de forma arrítmica y tensa, aproximándose al sillón donde tiene la ropa. Empieza a ponérsela como puede. Se oye el ruido sordo de un pie al golpear algo en la oscuridad, seguido de un «joder» bufado entre dientes. Sí que tiene prisa por marcharse, ya que lo habitual es que se duche antes a cuenta de Miranda, pero en esta ocasión no se han vertido fluidos corporales, así que quizá salga del paso. Al menos tiene la decencia de no encender la luz, cosa que se agradece. Mientras se embute los téjanos admiro su culo, probablemente por última vez. La impotencia es chunga y la pegajosidad espantosa, pero ambas en tándem son sencillamente intolerables. La idea de convertirme en la enfermera de este viejo idiota me repugna. Lástima de culo, lo echaré de menos. Siempre me ha gustado que un tío tenga un culo bonito y firme.

«No hay forma de razonar contigo cuando te pones así. Te llamaré luego», resopla, poniéndose el jersey.

«No te molestes», digo gélidamente, arropándome con el edredón para taparme las tetas. Me pregunto por qué siento la necesidad de hacerlo, ya que las ha chupado, metido la polla entre ellas, las ha acariciado, manoseado, chafado y hasta devorado con mi bendición y en ocasiones instigado por mí. Entonces, ¿por qué resulta tan invasora una mirada tan fortuita en la penumbra? La respuesta no puede ser sino que mi esencia me está diciendo que Colin y yo somos historia. En efecto, ha llegado el momento.

«¿Qué?».

«He dicho que no te molestes. En llamarme luego. Que no te molestes, joder», le digo, y desearía fumarme un cigarrillo. Me entran ganas de pedirle uno, pero no me parece muy apropiado.

Se vuelve hacia mí y veo ese absurdo bigote que siempre le supliqué que se afeitara y la boca que hay debajo, iluminada de nuevo por un destello de luz plateada que se filtra por la persiana; sus ojos siguen ocultos en la oscuridad. La boca me dice: «¡Vale, pues que te den por culo! Eres una niñata, Nikki, una arpía arrogante. Crees que ahora mismo eres el no va más, pero si no te haces mayor y te incorporas al resto de la humanidad, en esta vida vas a tener unos problemones que te cagas».

En mi espíritu se libra una pugna entre la indignación y el humor, ninguno de los cuales está dispuesto a reconocer la supremacía del otro. En este estado de discordia apenas puedo hacer otra cosa que espetarle: «¿Como tú? No me hagas reír…».

Pero Colin se larga y cierra la puerta del dormitorio de golpe, y a continuación la principal. Mi cuerpo empieza a desenmarañarse de alivio hasta que recuerdo fastidiosamente que hay que cerrarla con doble llave. Lauren está muy obsesionada con la seguridad y en cualquier caso no le encontrará ninguna gracia, pues nuestra bronca la habrá desvelado. Noto el frío que desprenden las tablas barnizadas del suelo bajo mis pies y me doy por satisfecha con girar la cerradura y volver al dormitorio. Me planteo acercarme a la ventana para ver si veo a Colin salir de la escalera hasta la calle desierta, pero creo que los dos hemos dejado clara nuestra posición y que el vínculo ya ha quedado cortado. Esa palabra resulta particularmente satisfactoria. Me imagino su pene en ese estado, de forma juguetona, claro está, enviado a Miranda por correo. Y que ella no lo reconozca. En realidad son todos iguales, a menos que seas una vacaburra enorme, desgarbada y fláccida. Si tus paredes vaginales tienen algo de fuerza, puedes follar con cualquier cosa, bueno, con casi cualquier cosa. El problema no está en los penes, sino en los adjuntos; son de tallas muy diversas, ya lo creo: diversas dimensiones y niveles de agobio.

Lauren aparece con su bata azul celeste, parpadeando de sueño, con el pelo alborotado, limpiándose las gafas antes de ponérselas. «¿Va todo bien? He oído unos gritos…».

«Sólo era el rumor de un varón impotente menopáusico bramando lastimero en plena noche. Pensé que a tu oído feminista le sonaría a música celestial», digo, sonriendo alegremente.

Acercándose lentamente a mí, extiende los brazos y me envuelve con ellos. Qué mujer tan encantadora, siempre dispuesta a hacer de mí una lectura más comprensiva de la que merezco. Cree que empleo el humor para ocultar el dolor y el sarcasmo para desviar la vulnerabilidad, y siempre me mira inquisitiva y de todo corazón como en busca de la verdadera Nikki que hay detrás de la fachada. Lauren piensa que soy como ella, pero pese a toda su afectación, soy una arpía más fría de lo que ella será jamás. Pese a la estridente pose política que exhibe, es una buena chica, que huele de maravilla, a jabón de lavanda y a fresco. «Cuánto lo siento…, ya sé que te dije que estabas loca por tener una aventura con un profesor universitario, pero sólo lo dije porque sabía que saldrías lastimada…».

Estoy temblando, tiemblo físicamente entre sus brazos y ella va y dice: «Vamos…, vamos…, no pasa nada…, está bien…», pero no se da cuenta de que tiemblo de risa ante el supuesto de que me importa. Levanto un poco la cabeza y me río, cosa que lamento de inmediato porque la verdad es que es un cielo y ahora la he humillado un poco. A veces la crueldad resulta instintiva. Una no puede enorgullecerse de ello, pero puede esforzarse por estar al quite.

Acaricio el dorso de su fino cuello con ademán apaciguador, pero sigo sin poder dejar de reírme: «Ja ja ja ja…, te colaste, cariño. Es él quien se ha quedado compuesto y sin novia, es él quien ha salido lastimado. “Una aventura con un profesor universitario…”, ja ja ja…, hablas igual que él».

«¿Y tú cómo lo llamarías? Está casado. Tenéis una aventura…».

Sacudo lentamente la cabeza. «Yo no tengo una aventura. Follo con él. O más bien follaba. Pero se acabó. La exhibición de histrionismo que escuchaste eran los sonidos provocados por saber que ya no va a follar conmigo».

Lauren exhibe una sonrisita de felicidad un poco culpable. Esta chica es demasiado decente, demasiado educada, para regodearse abiertamente ante las desgracias ajenas, incluso las de quienes no le agradan. Y uno de los rasgos menos atractivos de Colin era que Lauren no le gustara, que viese en ella sólo la imagen superficial que ella quería mostrarle. Pero así es: no tiene un pelo de perspicaz.

Aparto el edredón. «Ahora ven aquí y dame un buen achuchón», digo.

Lauren me mira, apartando la vista de mi cuerpo desnudo. «Basta, Nikki», dice tímidamente.

«Sólo quiero un achuchón», digo con un mohín, y me acerco a ella. Se percata de que su gruesa bata se interpone entre nuestras carnes y de que no la voy a violar; me da un abrazo tenso y reacio, pero yo no la suelto y subo el edredón para taparnos.

«Ay, Nikki», dice, pero enseguida noto que se tranquiliza y me dejo transportar a un hermoso estado de somnolencia con un aroma a lavanda en la nariz.

Por la mañana me levanto y me encuentro con un espacio vacío en la cama; oigo atareados sonidos en la cocina. Lauren. Toda mujer debería tener una dulce y joven esposa. Me levanto y me dirijo a la cocina envuelta en la bata. El café sisea y escupe al pasar del filtro a la cafetera. Ahora la oigo en la ducha. Al regresar al cuarto de estar, la luz roja intermitente del contestador me indica que compruebe los mensajes.

Una de dos: o sobreestimé a Colin o lo subestimé. Ha dejado bastantes mensajes en el contestador.

Bip.

«Nikki, llámame. Soy estúpido».

«Pues hola, estúpido», digo en la dirección del aparato, «aquí Nikki».

Colin es estupendo al teléfono, pero sólo en el aspecto humorístico.

Bip.

«Nikki, lo siento. Perdí los papeles. De veras me importas, en serio. Eso era lo que trataba de decirte. Ven a mi oficina mañana. Venga, Nik».

Bip.

«Nikki, no dejemos que esto termine así. Déjame invitarte a comer en el club de profesores. Te gustaba ese sitio. Venga. Llámame a la oficina».

Con los años, la mayoría de chicas se convierten en mujeres, pero en realidad los hombres nunca dejan de ser chiquillos. Eso es lo que les envidio, su capacidad de revolcarse entre la necedad y la inmadurez, cosa que siempre me esfuerzo por imitar. Aunque puede resultar tedioso cuando una se lleva constantemente la peor parte.

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