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3. CHANCHULLO N.º 18.733

Es la última sección mierdera del Soho; estrecha y sórdida, apesta a perfume barato y a fritos, a alcohol y a la basura vertida desde las bolsas de plástico negras reventadas sobre los bordillos. Ásperas riberas de neón incorporándose entre chisporroteos a una vida apática a través de un crepúsculo de débil llovizna, profiriendo ancestrales y yermas promesas.

Y sólo en ocasiones se vislumbra a los proveedores de estos sublimes placeres, los espabilaos de mandíbula cuadrada, cabeza afeitada y traje y abrigo apostados en las entradas, o las ajadas putas craqueras que merodean por las escaleras, cuyos rostros emiten enfermizos y desnudos destellos amarillentos de bombilla destinados a clientes hastiados, turistas nerviosos y jóvenes borrachos y burlones.

Sin embargo, a mí me hace sentirme más próximo al hogar que nunca. El hecho de pasar arrogantemente por delante del conocido y fornido chavalote del bar de copas cuyo caro sobretodo agita el viento, significa para mí que he progresado mucho desde que trabajaba con proscritas de las saunas en Leith y chuleaba a tías yonquis que follaban a cambio de un pico.

Y Henry el Armario me hace un gesto con la cabeza. «¿Qué tal, Si, colega?»; sonrío y me esfuerzo por evitar resoplar de ese modo ligeramente involuntario que siempre me sale cuando me veo ante la fuerza bruta descerebrada y del montón —por que estos chicos hacen falta, y ellos siempre saben cuándo uno les trata con condescendencia—. Así que mi careto se arruga hasta esbozar una sonrisa crispada. «¿Qué tal tú, Henry? Estoy un poco mareado ahora mismo, colega. Por meter la polla en boca equivocada».

Henry asiente con expresión grave; largamos un ratito, mientras observo cómo los fríos ojos incrustados en esa cabeza de troglodita miran de cuando en cuando por encima de mi hombro, inquietos por algo que sucede a mis espaldas, disparando una mirada lo bastante predatoria como para extinguir pequeños incendios antes de que crezcan y se hagan grandes.

«¿Ha venido Colville hoy?».

«Nah, menos mal», me cuenta Henry. Aquí piso tierra firme; ambos odiamos a nuestro jefe con pasión. Mientras entro y le digo ciao a Henry pienso en la mujer de Matt Colville. Cuando el gato duerme… Debería darle un toque a Tanya para que venga a ponerse a currar. La llamo por el móvil pero, sorpresa, sorpresa, la vocecita me dice que el suyo ha sido desconectado. Cuesta compaginar un hábito tanto de jaco como de crack y acordarse de pagar la factura del móvil al mismo tiempo. Lo cual se traduce en: una pequeña oportunidad perdida. Siento cómo se me hiela el alma ligeramente, como suele suceder cuando las acciones irreflexivas de los demás me perjudican de forma indirecta.

Pero, en ausencia de Colville y estando Dewry en la oficina, el jefe soy yo. Y hoy trabajan Marco y Lenny, buenos y entusiastas currantes ambos, lo que significa que mi papel es puramente social. Me siento en la parte derecha de la barra la mayor parte del tiempo y me rodeo de mi séquito, levantándome sólo para servir y mostrarme respetuoso y atento si alguien importante, un futbolista, un malhechor o una dama muy sexy —o sea, todas y cada una de ellas— entra en el local. Al terminar mi turno paro un momento en la tienda de Randolph y me llevo un lote de pornografía gay, que se convertirá en regalo anónimo para un viejo amiguete mío. A continuación me largo a un anodino café-bar a tomar una cerveza. Siempre me gusta alejarme del club al terminar; es el equivalente social de darse un buen baño. Este bar tiene el perfil indicado: un monumento de sosería Ikea a nuestra falta de imaginación. Esto es el Soho, pero podría ser cualquier lugar que ya no tuviese carácter.

Me siento un poco cansado y de ahí que me sorprenda haber ligado con tanta facilidad. Pensé que había atacado muy a destiempo. Incluso empecé a sentirme estúpido y débil otra vez. Débil por acabar destrozado con Croxy, como si el empleo de su furgoneta, su garito y sus músculos para ayudarme en el traslado le diese derecho a envenenarme con productos químicos. Es un inútil; todos ellos lo son, joder. Esa putilla descerebrada de Tanya; merodeando por King’s Cross cuando dispuse las cosas para que viniera al club y ligara unos clientes de pasta gansa. Una muestra de debilidad. Y conforme te vas haciendo mayor, más se convierte ese tipo de debilidad en un lujo prohibitivo.

Pero basta de aborrecerme a mí mismo, porque terminé el turno sin problemas y ahora estoy en un bar del Soho con una tía trajeada, entusiasta y bonita que se llama Rachel, trabaja en publicidad, acaba de hacer una presentación importante, está un poquito bebida porque la cosa salió bien y que dice mucho «ostras». Me fijé en ella en la barra, acto seguido intercambiamos cumplidos y sonrisas y la he apartado de la manada de borrachos con la que estaba. Por supuesto, están reformando mi casa de Islington y me veo obligado a hospedarme en el horroroso piso amueblado de un amigo. Alabado sea Dios por ese traje de Armani; vale hasta el último penique que costó. Y cuando le propongo que vayamos a Camden, donde vive ella, me dice: «Ostras, mi compañera de piso tiene visitas».

De modo que ahora me veo obligado a tragarme el orgullo y cantarle la dirección E8 al tipo del minitaxi. Al menos tiene la puta decencia de llevarnos hasta allí. Los mamones de los taxis negros no lo hacen, o si lo hacen te miran como si fueran unos putos asistentes sociales —todo ello a cambio del privilegio de sacarte veinte libras del bolsillo por ocho o nueve kilómetros de mierda—. Hasta el gilipollas del árabe o turco este cobra quince machacantes.

Ladinas miradas de soslayo a la Rachel esta, discretas y furtivas, lanzadas durante los lapsos en la conversación, me indican que sus expectativas se reducen con cada semáforo que dejamos atrás. Aunque es bastante parlanchina, y con la feroz resaca del fin de semana, me cuesta bastante mantener la concentración. Además, cuando has ligado y sabes que estás en puertas, se produce una sensación de anticlímax. Has vuelto a casa con ella, así que follar, follas, no hay mamoneos, pero a partir de ahí el ritual se vuelve de lo más deprimente. Empiezas a conversar sobre trivialidades y de ahí pasas a los numeritos tipo Benny Hill. Y ahora lo más difícil es escuchar, pero también es lo más importante. Es importante porque veo que ella tiene más necesidad que yo de fingir que todo esto tiene un barniz social y es —al menos en potencia— algo más que un polvo, algo más que lujuria animal. Pero, por mi parte, me entran ganas de decir: cierra la puta boca y bájate las bragas, nunca más volveremos a vernos, y si nuestros caminos se cruzan disimularemos nuestro bochorno con estoicismo y fingida indiferencia, mientras yo pienso, aborrecido, en los ruidos que haces al follar y la cara de arrepentimiento que se te pone al día siguiente. Hay que ver cómo sólo sobresalen los puntos negativos, cómo son lo único que de algún modo perdura en el recuerdo.

Pero esto no puede seguir así, porque ya hemos llegado al final de la escalera y entramos en el queo, mientras yo me disculpo por el «desorden» y lamento que lo único que puedo ofrecerle para beber es brandy, y mientras ella sigue dale que te pego, yo contesto, «Sí, Rachel, soy de Edimburgo», mientras sirvo las copas. Estoy encantado de encontrar un juego de auténticos vasos de brandy sin abrir.

«Uy, es tan bonito. Subí por el festival hace un par de años. Lo pasamos de maravilla», me informa mientras curiosea entre las cajas de discos.

A oídos de un arrabalero esa tendría que haber resultado una afirmación burda y odiosa, pero suena de lo más agradable mientras meneo juguetonamente el brandy de una de las copas. Admiro su elegancia, su piel impecable, y esa sonrisa generosa que enseña los dientes cuando dice: «… Barry White…, Prince…, tienes un excelente gusto musical…, aquí hay montones de cosas de soul y garage…».

Y no es sólo la agradable sensación de bienestar que proporciona el brandy, porque cuando ella recoge su copa de la mesita de café manchada noto cómo la cremallera imaginaria de mi vientre empieza a bajar y pienso: AHORA. Ahora es el momento de enamorarse. Sólo tienes que bajar esa puta cremallera y dejar que la entraña del amor os envuelva a ambos en un turbio embeleso, mientras este toro salvaje y esta vaca loca suben a bordo del barco del amor. Mirarse estúpidamente a los ojos, decir chorradas, engordar. Pero no. Hago lo de siempre y utilizo el sexo como medio de socavar el amor abalanzándome sobre ella, disfrutando de su azoramiento-para-guardar-las-apariencias; y nos morreamos, después nos desnudamos, nos toqueteamos, nos lamemos, nos incitamos y follamos.

Pero con anterioridad a todo esto, he establecido que su sueldo, puesto en la empresa y origen social no son tan impresionantes como en un principio imaginé. Es un polvo, eso es todo. Lo que hay que bregar a veces para no llegar a conocer a alguien.

Después de sobar un poco por la mañana volvemos a las andadas. En cuanto se me pone dura vuelvo a metérsela y nos meneamos y bombeamos sin parar mientras el expreso de las 7.21 con destino a Norwich pasa armando la de dios es cristo por la estación de Hackney Downs, casi como si fuera a llevarnos con él a East Anglia mientras ella dice: «Ay Dios… Simon… Si-moonn…».

Rachel se queda dormida y yo me levanto, dejándole una nota que la informa de que entro a trabajar temprano y que le daré un toque. Me acerco al café de enfrente y le doy sorbos a una taza de té, esperando a que baje ella. Se me humedecen un poco los ojos al pensar en su hermoso rostro. Fantaseo con volver a subir esas escaleras, quizá con unas flores, abrirle mi corazón, jurarle amor eterno, hacer de su vida algo especial, ser ese príncipe montado en un blanco corcel. Es una fantasía tan masculina como femenina. Pero no es más que eso. Una asqueante sensación de desamparo se apodera de mí. Es fácil amar —u odiar, ya puestos— a alguien ausente, a alguien a quien no conocemos en realidad y en eso soy un experto. Lo otro resulta más difícil.

Después, como la policía cuando lleva a cabo una operación de vigilancia, la veo salir por la puerta principal. Se mueve de forma tensa y nerviosa, esforzándose por orientarse como un polluelo caído del nido: fea, desgarbada y poco elegante, una muchacha distinta del precioso polvete asistido por el alcohol que anoche compartió mi cama y, por un breve espacio de tiempo, mi vida. Vuelvo la vista a las páginas deportivas de The Sun. «Creo que la selección inglesa debería tener un manager escocés», le grito a Ivan, el propietario turco. «El puto Ronnie Corbett o alguno como él».

«Ronnie Corbett», repite Ivan con una sonrisa.

«Un jambo[3] cabrón», le cuento, llevándome el té caliente y azucarado a los labios.

Cuando vuelvo a subir las escaleras, Rachel ha dejado algo de su fragancia en esta escuálida caja de zapatos, lo que se agradece, y una nota que no tanto.

Simon:

Siento no haberme despedido de ti esta mañana. Me gustaría volver a verte.

Llámame.

Rachel X

Ay… Siempre resulta bonito dejar a alguien cuando dice que le gustaría volver a verte, porque inevitablemente llegará el momento en que la dejes cuando no quiera volver a verte. Tanto más agradable para todos. Hago una bola con la nota y la tiro a la basura.

La verdad es que no logro encontrar un lugar para Rachel en mi estrategia. Cuando vine a vivir a Londres, a un squat de Forest Gate, estaba decidido a ir abriéndome paso hacia el oeste: de las chicas de Essex a las judías del norte de Londres, terminando con las niñas bien. Aunque estas últimas conocen el percal. En tanto que las primeras quieren cambiar sexo por las bagatelas elementales de la existencia y las de en medio buscan el intercambio de neurosis, las últimas están dispuestas a follar contigo hasta el día del Juicio Final, pero el dedo donde va el anillo no es para ti, se lo tienen reservado al Borja Mari de turno. Esos cabronazos feudales y endogámicos de campesinos acaudalados siempre conciertan sus matrimonios. Así que dejé de escudriñar Debrett’s, la guía de la crème de la crème, y volví a Hampstead.

Ahora Tanya, que no da la talla ni para la primera de mis clasificaciones, me llama por el móvil rojo para decirme que ya viene. Pienso en ese rostro blanco como una calavera, que en los últimos años ha tomado el sol tanto como Nosferatu, con esos labios tan grandes y tan llenos de ampollas como si le hubiesen hecho unos implantes de silicona chungos, en ese cuerpo desgarbado y en esos ojos saltones. Las putas craqueras: ¿dónde cojones encajarán?

Pongo un ejemplar de los horarios del Great Eastern Railway en mi cabecera, y para cuando ella llega aquí todo está en su sitio. Me confiesa que el comerciante de mierda Matt Colville la echó a la calle la otra noche. Sus ojazos ansían crack, no polla. Le digo que es una guarra desagradecida, que se lo pongo a huevo, y que prefiere que le pete el culo un sarnoso en algún tugurio de mierda en King’s Cross a cambio de una papelina o una piedra antes que ejercer su oficio en un acogedor establecimiento de la industria del entretenimiento en Soho. «Yo me vuelco contigo, pero no sirve de nada», escupo, preguntándome cuántas veces les habrá oído eso antes a sus padres, a los asistentes y a los encargados de los servicios sociales. Ella encaja mi perorata, desmoronada en el sofá, con los brazos cruzados alrededor del cuerpo, mirándome como si la mandíbula se le hubiese desprendido del cráneo y colgase suelta dentro de la piel.

«Pero me echó a la calle», protesta, «Colville. Me echó a la calle, puñeta».

«No me extraña. Pero ¿tú te has visto? Pareces una weedgie,[4] joder. Esto es Londres, hay que tener ciertos principios, coño. ¿Acaso soy el único que cree en los principios…?».

«Perdona, Simon…».

«No pasa nada, muñeca», canturreo, y la levanto del sofá a pulso, tomándola en brazos y maravillándome de lo poco que pesa. «Hoy estoy un poco cascarrabias porque ha sido una semana un tanto rara. Ven, acuéstate a mi lado…». La llevo hasta la cama y miro el reloj de la taquilla: las 12.15. Le meto mano, observando el espasmo de sus labios; después la ropa se desparrama y estoy encima y dentro de ella. Su rostro está destrozado de incomodidad y pienso: ¿Dónde está ese puto tren?

Las 12.21.

Ese puto tren, los putos Ferrocarriles de Anglia o como quiera que se llame esa mierda privatizada… las 12.22, cabronazos… ya tendría que estar aquí… «Eres una preciosidad, nena, pura dinamita», le miento para animarla.

«Eughhh…», resuella.

Joder, si ese es todo el entusiasmo que le echa, debería ponerse a trabajar en una hamburguesería, porque en este negocio no tiene futuro.

Aprieto los dientes y aguanto otros cinco minutos, hasta las 12.27, cuando el hijo de puta del tren por fin cruza la estación haciendo temblar el queo a lo bestia y ella empieza a declararme a gritos su amor imperecedero.

«Buen final», le explico. Estoy intentando hacer un poco de entrenador, en plan Terry Venables; centrarse en lo básico, recordarles aquello que se les da bien. Darles ánimos positivos, nada de gritar ni de perder los estribos. «Pero hace falta más entrega. Te lo digo por tu propio bien».

«Gracias, Simon», sonríe ella, exhibiendo ese diente roto sin corona.

«Ahora tendré que echarte; tengo que atender el negocio».

Su expresión vuelve a apagarse un poco, pero se pone la ropa, casi en una única y abatida acción. Le paso un billete de diez para transporte y fumeque y ella se despide y sale por la puerta.

Cuando ya se ha ido, cojo el lote de pornografía gay que recogí ayer en el Soho. Lo meto en un sobre acolchado y le pongo la dirección:

FRANCIS BEGBIE

PRISIONERO N.º: 6892BK

PRISIÓN DE SU MAJESTAD DE SAUGHTON

SAUGHTON MAINS

EDIMBURGO

ESCOCIA

Siempre me llevo un paquetito para mi viejo amigo Begbie, que echo al buzón cada vez que vuelvo a Escocia, para que vea el matasellos local al recibirlo. Me pregunto a quién cojones culpará; probablemente a toda la región de Lothian. Todo ello forma parte de mi pequeña guerra contra mi ciudad natal.

Aplicándome generosamente la pasta Gibbs SR, me cepillo los dientes para sacarme los restos postillosos de Tanya de la boca y me meto en la ducha de un salto, restregándome bien para sacarme de los genitales los restos de la olla podrida que he estado removiendo. Y cómo no, suena el teléfono y mi defecto es que nunca jamás soy capaz de dejar que suene, y el contestador no está puesto. Me envuelvo en una toalla y contesto.

«Hola, Simon, hijo…».

Me lleva uno o dos segundos detectar a la propietaria de la voz. Es mi tía Paula, que llama desde Edimburgo.

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