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28. CHANCHULLO N.º 18.740

Qué extraña la forma en que resultan las cosas. Begbie, Spud y ahora Renton, todos presentes en mi vida de nuevo, todos de regreso al escenario principal del cautivador drama encarnado en Simon David Williamson. Llamar a los dos primeros lamentables fracasados sería un insulto crónico a esa estirpe en todas partes. Pero Renton: dirigiendo un club en Amsterdam. Jamás habría imaginado que tuviera el tesón necesario.

Por supuesto, el ladrón hijo de puta está muy lejos de alegrarse de verme. Le dije al onanista de mierda que no dejaría que se alejara de mi vista hasta que reuniese la pasta que ahora se encuentra en mi cartera. Estamos en un café con terraza en el Prisengracht y él se acaricia la nariz inflamada con suavidad. «No puedo creer que me pegaras un puñetazo», gimotea. «Siempre decías que la violencia era para los fracasados».

Me quedo ahí sentado y sacudo lentamente la cabeza ante el muy capullo. Tengo ganas de darle otro. «Nunca había tenido un amigo que me diera el palo antes», le cuento, «y tampoco sé cómo tienes la osadía, la pura y simple desfachatez, de intentar hacerme sentir culpable. No sólo me diste un palo que te cagas», escupo con un gruñido en voz grave, mientras siento crecer la indignación al golpear la mesa, alzando la voz y provocando una mirada de extrañeza por parte de los dos americanos obesos que tenemos al lado, «¡sino que encima indemnizaste a Spud! ¡El yonqui cabrón ni siquiera me lo dijo hasta años después! ¡Aun así, sólo se le escapó cuando iba hecho polvo!».

Renton se lleva el expreso a los labios. Sopla y toma un sorbo. «He dicho que lo sentía. Lo lamenté, si eso te sirve de consuelo. Pensé en indemnizarte, y tenía intención de hacerlo, pero ya sabes cómo es la pasta, uno la malgasta sin darse cuenta. Supongo que pensé que lo olvidarías…».

Le lanzo una mirada furibunda. ¿Con quién cojones se creerá que habla? ¿En qué planeta vivirá este capullo? En el planeta Leith, puta década de los ochenta, me jugaría algo.

«… bueno, puede que olvidarlo no, pero ya sabes…». Acto seguido se encoge de hombros. «La verdad es que fui un poco egoísta. Tenía que alejarme como fuera, Simon, alejarme de Leith, de toda aquella mierda yonqui».

«¿Y yo no, verdad? Desde luego que fuiste egoísta, amigo», digo, golpeando la mesa de nuevo. «Un poco egoísta, dice. El eufemismo del puto siglo».

Oigo a los americanos decir algo en una lengua que suena a escandinava, y entonces me doy cuenta de que en realidad son suecos o daneses. Es curioso, con aquella ropa almidonada se les veía un pelín más gordos y estúpidos de la cuenta para ser otra cosa que shermans[25] de mediana edad.

Renton se cala la gorra de béisbol para sacarse el sol de los ojos. Parece un poco cansado. Cuando se ha sido drogata…, salvo que uno sea Simon David Williamson, y en virtud de ello, trascienda instantáneamente toda esa mierda. «Más o menos pensé que indemnizaría primero a Spud», dice, jugueteando con la taza de café. «Pensé: Sick B… Simon es un buscavidas, un tipo emprendedor. Saldrá adelante, siempre caerá de pie».

No suelto prenda, pero vuelvo la cabeza ostentosamente y observo el descenso de un barco por el canal. Un capullo zarrapastroso que va en el barco nos ve, hace sonar una bocina y saluda con la mano. «¡Eh, Mark! ¿Qué tal estás?».

«¡Muy bien, Ricardo, disfrutando del sol, colega!», grita Rents devolviéndole el saludo.

El puto Rent Boy, uno de los pilares de la comunidad cloggie.[26] Olvida que yo le he visto con el síndrome de abstinencia, chillando de necesidad; desgarrando una cartera robada como un depredador famélico devorando a un mamífero pequeño pero insuficiente.

Ahora me cuenta su historia, que encuentro interesante, aunque intento fingir indiferencia. «La primera razón por la que vine aquí era porque era el único lugar que conocía…», empieza. Pongo los ojos en blanco y dice: «… bueno, aparte de Londres y Essex, donde habíamos trabajado en los ferries que cruzan el canal. Pero así es como se me ocurrió la idea de venir aquí, como solíamos hacer cuando terminábamos nuestro turno en los barcos, ¿te acuerdas?».

«Sí…», asiento con vago recuerdo. No sé si el sitio habrá cambiado. Resulta difícil recordar cómo coño era antes, con todas las drogas que nos metíamos.

«Es curioso, una parte de mí pensaba que te resultaría fácil encontrarme aquí. Pensé que alguien que estuviera aquí de vacaciones se encontraría conmigo; que sería el primer lugar en el que se te ocurriría mirar», dice con una sonrisa.

Maldigo mi propia estupidez. A ninguno de nosotros se le ocurrió pensar en Amsterdam. Quién coño sabrá por qué. Yo siempre pensé que algún conocido o yo mismo nos lo encontraríamos en Londres, o quizá en Glasgow. «Fue el primer lugar que se nos ocurrió», miento, «y vinimos unas cuantas veces. Simplemente has tenido suerte», le cuento, «hasta ahora».

«Así que supongo que les darás a los demás mis datos», dice él.

«Y una mierda», gruño despectivamente. «¿Crees que me importa alguien como Begbie? Que ese cabeza hueca recupere su propio botín; ese psicópata y yo no tenemos nada que ver».

Renton medita un ratito al respecto, y después prosigue con su relato. «Es curioso, cuando llegué aquí al principio, me alojaba en un hotel junto al canal», dice, señalando el Prinsengracht. «Después encontré una habitación en el Pjip, que es como el Brixton de Amsterdam», explica, «al sur de guirilandia. Me desenganché y empecé a salir con una peña. Me hice muy colega de un tío llamado Martin, que formaba parte de una pandilla que llevaba un sistema de sonido en Nottingham. Empezamos a organizar noches de club y fiestas, sólo para hacer unas risas. A los dos nos iba el house y aquí todo era techno. Queríamos introducirnos en aquella ortodoxia europea. El Luxury, lo llamamos. Nuestras veladas se hicieron bastante populares; entonces un chaval llamado Nils nos pidió que hiciéramos una velada mensual en su club, y a continuación cada quincena, y después cada semana. Luego tuvimos que trasladarnos a un local más grande».

Renton es consciente de que empieza a sonar un poco petulante y se disculpa a medias. «A ver, que me gano bien la vida, pero siempre estamos a dos o tres malas noches del desastre. De todos modos nos importa un carajo: cuando se haya acabado, se acabó. No quiero llevar un club sólo porque sí».

«Así que, en resumidas cuentas», digo mientras el pecho se me llena de desprecio, «estás montado en el dólar y a tus colegas no les das nada. Unos míseros miles de nada».

Renton protesta de un modo tan débil que sólo acentúa su culpabilidad. «Te dije cómo estaban las cosas. Había hecho una especie de borrón y cuenta nueva con respecto a mi vida anterior. Y no estoy montado en el dólar, una vez que pagamos a todo el mundo después de una noche de club, hacemos dos partes. Ni siquiera teníamos una cuenta de la empresa hasta hace un par de años. Sólo nos la pusimos cuando una noche nos dieron el palo. Caminaba por ahí con miles de libras en los bolsillos todos los sábados por la noche. Pero sí, vivo bien. Mi piso está aquí arriba, en el Brouwersgracht», dice, ahora sí, con un tono decididamente pagado de sí mismo.

¿Qué fue de la inquietud? Sería aburrido que te cagas hacer una noche de club durante tanto tiempo. «Así que llevas ocho años dirigiendo el mismo garito», acuso.

«En realidad no es el mismo club, ha cambiado mucho. Ahora llevamos grandes festivales como el Dance Valley y el Queen’s Day aquí, y el Love Parade en Berlín. Recorremos toda Europa y Estados Unidos, Ibiza, el festival dance de Miami. Martin es la fachada pública de Luxury, para la prensa musical y tal; yo me quedo en segundo plano…, por razones obvias».

«Ya, como yo, Begbie, Segundo Premio y Spu… Ah, claro, Spud no, a ese capullo le surtiste, ¿no es así?», vuelvo a acusarle.

«¿Qué tal está Spud?», pregunta el Agente Naranja.

Asiento un ratito, como tomándole la medida, dejando que un lustre de desprecio satisfecho disimule la expresión de mi careto. «Jodido», le cuento. «Ah, por cierto, estaba limpio hasta que llegó tu fajo. Después se gastó todo el puto mogollón en jaco. Ahora lleva el mismo camino que Tommy, Matty y toda esa peña», le informo con ademán elegante.

Chúpate la culpa asociada a esa, jeta de traidor.

La pálida piel de Rents sigue sin ruborizarse pero se le enternecen un poco los ojos. «¿Ha dado positivo?».

«Sí», le informo, «y no cabe duda de que tú contribuiste decisivamente para que así fuera. Bien hecho», digo haciendo un brindis.

«¿Estás seguro?».

No tengo ni idea del estado en que se encuentra el sistema inmunológico de Don Piojoso. Si no tiene el sida, desde luego merece tenerlo. «Más que positivo: seropositivo».

Rents piensa un rato al respecto y dice a continuación: «Qué pena».

No puedo resistirme, así que le cuento, cargando las tintas: «Ali también. Estaban juntos, ¿sabes? Tuvieron un chavalín y todo. El contribuyente británico debería darte las gracias», bromeo, «por eliminar las cargas de la sociedad».

Renton parece un poco afectado por esta última. Mentirijillas, por supuesto, aunque no, desde luego no me sorprendería que Murphy tuviera el sida, dado el estado del muy capullo. Esto, sin embargo, no es más que un adelanto por el sufrimiento que le espera a Rent Boy. Ha recobrado un poco la compostura, y ahora incluso intenta aparentar una naturalidad lamentable. «Qué deprimente. Es bueno estar aquí», sonríe, mirando a los estrechos edificios en declive que hay alrededor, como si fueran borrachos tambaleantes sosteniéndose los unos a los otros. «Que le den por culo a Leith. Vámonos al barrio chino a tomar unas cervezas», sugiere.

Nos acercamos y pasamos un buen día de pedo. Nos ponemos cómodos en la terraza de un café y veo que mis trolas le han hecho mella, aunque la cerveza haya vuelto a exaltarle un tanto. «Intento ir tirando y joder al menor número posible de gente con ello», dice presuntuosamente mientras observamos a un grupo de tumultuosos muchachos ingleses pasar delante de nosotros dando brincos.

Eso será cuando las ranas críen pelo.

«Sí, lo reconozco, es difícil. En efecto, son nuestro recurso más importante», digo, y él me mira con sincera confusión, así que me explayo. «Siendo nosotros hombres con ambiciones, o sea, la única gente que cuenta en estos tiempos».

Renton está a punto de protestar, pero lo piensa mejor, se ríe, me da una palmada en la espalda y me doy perversa cuenta de que en algún punto casi hemos vuelto a quedar como amigos.

Esa noche opto por sobar en el sofá de Renton, en lugar de volver a la locura del hotel. Al parecer, los viejos colegas cashies[27] de Rab querían forrar a todo dios ayer por la noche; era como si de repente hubieran descubierto que se acercaba la hora de volver a casa y que no habían hecho más que fumar chocolate y follar, sin acordarse de zumbar a nadie. Hay planes para bajar a Utrecht hoy a montar una bronca con unos cloggies tontos del culo. A la mierda, yo me quedo aquí con Renton.

Renton vive con una pava alemana, Katrin, una chavala hosca y delgaducha, una nazi sin tetas, de hecho el tipo que parece que siempre le ha ido a Renton. Con pinta de chico. Siempre pensé que era un homosexual de tapadillo pero sin huevos para llegar a las últimas consecuencias, así que se folla a chicas con aspecto de chavalines. Probablemente por el culo, lo que ofrece la estrechez satisfactoria para el hombre de polla pequeña. La pava esta, Katrin, quizá tenga un polvo. Quizá. Las pavas delgaduchas y sin tetas suelen ser bastante guarronas; es una compensación por carecer del relleno que a los muchachos tanto nos gusta. Esta gélida arpía teutona apenas pronunció una palabra, ni reaccionó siquiera ante mis esfuerzos por mostrarme coqueto y cortés. ¿Cómo coño pudo la magnífica Italia hacer causa común con estos capullos pseudosajones durante la Segunda Bullanga Mundial? Pero sí, probablemente le echaría un polvo, aunque no fuera más que para jorobar a Rents. Es extraño; él ahí sentado, en forma, casi con aspecto europeo. Sigue estando delgado, pero no repugnantemente. Hay un poco de carne en ese viejo cráneo pelirrojo. Tiene el pelo un poco ralo y con leves entradas; la calvicie es una maldición para muchos pubirrojos.

La mejor forma de ir adelantando es darle falsas esperanzas, dejándole que deposite algo de confianza en mí. Y, después, ¡zas! Y sé quién lo hará. Porque esto no es una cuestión de dinero, es cuestión de traición. Así que voy entusiasmándome al son de esta música mientras nos disponemos a ir a tomar otra cerveza. «En lo que a Begbie se refiere, en Leith quedaste como un héroe al darle el palo a ese cabrón», le cuento. Por supuesto, esto es una mentira descarada. Begbie es un hijo de puta, pero a nadie le gusta un estafador.

Pero Renton lo sabe. No es estúpido; de hecho, ese es el problema, el Judas panocha es todo menos estúpido. Los párpados se le siguen bajando de aquella forma tan cínica de antaño cuando no cree o no está de acuerdo con lo que oye. «No estoy tan seguro de eso», dice. «Begbie tenía muchos colegas venaos. La clase de tíos que lincharían a cualquiera por diversión. Yo les he dado motivos de sobra».

Cuán cierto, ladronzuelo. Me pregunto cómo reaccionaría Lexo Setterington, el antiguo «socio» de Begbie, domiciliado en mi hotel, a menos de un kilómetro de aquí, si supiera que Rents está en la ciudad. ¿Se sentiría inclinado a administrar justicia en representación de su cuate? Psí, estuvo poniendo a Begbie a parir, pero eso, por supuesto, no significa nada para venaos como él. Cuando menos llamaría por teléfono a su amiguete François, que vendría inmediatamente en el siguiente vuelo. Desde luego, ese cabrón sobrao tiene un aire travieso. Le produciría un deleite absoluto contarle al Pordiosero que conoce la dirección de Rents.

Me tienta, pero no. Quiero ser yo el que dé esa buena noticia en particular. Renton tiene un club, un piso, una novia. No irá a ninguna parte muy deprisa, sobre todo si cree que aquí está seguro. «Puede que así sea», digo con brusquedad; cambiando de tono, añado: «Pero deberías volver a Edimburgo a ver a los viejos», y eso me recuerda que apenas he visto a los míos desde que volví.

Renton se encoge de hombros. «Lo he hecho unas cuantas veces. De tapadillo y tal».

«Nunca me enteré…», digo, fastidiado de que el cabrón pudiera ir y venir sin que yo supiera nada al respecto.

El capullo pelirrojo se ríe estrepitosamente ante esa. «No pensé que querrías verme».

«Uy, pues claro que habría querido verte», le aseguro al muy hijo de puta.

«Eso quería decir», dice él, añadiendo a continuación y levantando la mirada con gesto esperanzado: «Tengo entendido que Begbie sigue en el talego».

«Sí. Aún le quedan unos cuantos años», falseo de la forma más inexpresiva de la que soy capaz. Y me da la impresión de que lo he hecho bien.

«En ese caso, es posible que me acerque», sonríe Renton.

Muy bien. Deja que el cabrón se la juegue. Ahora empiezo a divertirme.

Más tarde quedo para vernos con Rab y Terry, medio pensando que Renton podría sernos útil, habida cuenta de su música y sus contactos en Amsterdam. Cuando le cuento lo que nos traemos entre manos, parece bastante interesado. De modo que ahí estamos: Rab, Terry, Billy y Rents tomando una cerveza, fumando canutos y largando en el Hill Street Blues Café del Warmoestraat. Terry y Billy recuerdan vagamente a Rents de mucho tiempo atrás: de la discoteca Clouds, del fútbol, de toda la pesca. Sin embargo, Terry sigue mirándole como si no estuviera muy convencido. Y con motivo: nadie se fía de un estafador que se la juega a los suyos y está más claro que el agua que se llevará su merecido.

Rab Birrell, que (sensato él) se desentendió de la excursión a Utrecht, estimando que las bocas reventadas, las narices rotas y los ojos morados no quedan bien en las fotografías de boda, nos está explicando algo en el café. Parece un poco encabronado con Terry y conmigo por algún motivo, probablemente porque le hemos dejado con sus colegas futboleros la mayor parte del tiempo, y creo que ellos querían una reunión de antiguos alumnos mientras que a Rab le apetecía algo más sosegado. De todos modos, el chaval sabe un montón y adelanta una propuesta, que Terry no ve muy clara. «Sigo sin ver por qué tenemos que rodarla aquí», le dice a Rab.

Rab me mira a mí, todo tenso y serio. «Te olvidas de la poli. Esta clase de largometrajes…», dice, vacilando y enrojeciendo levemente cuando Terry frunce los labios y agita las muñecas. «Vale, Terry, el tipo de peli que intentamos hacer es ilegal de acuerdo con la LPA».

«De acuerdo, capullo estudiante de mierda», interrumpe Juice Terry, «cuéntanos qué es la LPA».

Rab carraspea y mira a Billy y después a Rents, como si solicitara apoyo. «La Ley de Publicaciones Obscenas, la legislación que rige lo que intentamos hacer».

Renton no dice nada; lleva puesta esa expresión inescrutable suya. Renton. ¿Quién es? ¿Qué es? Un traidor, un delator, un cabrón, un esquirol, un egoísta egotista, todo aquello que cualquier oriundo de la clase obrera ha de ser para salir adelante en el nuevo orden mundial capitalista. Y le envidio. De verdad, envidio que te cagas al muy hijo de puta porque lo cierto es que no le importa un carajo nadie más que él mismo. Yo intento ser como él pero el ímpetu, el irreprimible y apasionado ímpetu italo-escocés arde en mi pecho con demasiada fuerza. Le miro ahí sentado, observándolo todo meticulosamente desde la barrera, y siento cómo mis manos aferran el respaldo de la silla de rabia mientras los nudillos palidecen.

«Eso, que tenemos que tener mucho ojo con la policía», concluye Rab con nerviosismo.

Le miro y sacudo la cabeza con virulencia. «Hay modos y maneras de sortear a la policía. Olvidas una cosa: los polis no son más que delincuentes cuyo desarrollo se ha visto retardado».

Rab no parece muy convencido. Renton interrumpe. «Sick Boy…, eh, Simon está en lo cierto. La gente aprende a delinquir porque se cría en el seno de una cultura de la delincuencia. La mayoría de polis empiezan siendo contrarios a la delincuencia, de manera que les cuesta más alcanzar al grueso del pelotón. Pero puesto que se ven inmersos a fondo en esa cultura de la delincuencia a través de su trabajo, no tardan en ponerse al día. En estos tiempos, el mejor sitio para un malhechor es el Cuerpo. Así descubre lo que funciona y lo que no».

Se nota que a Birrell esto le pone cachondo; es como si hubiera encontrado un alma gemela. Terry tiene razón: el muy cabrón discutiría si la luna está hecha de queso verde si le das la oportunidad. Así que interrumpo antes de que él y Rents se embarquen en una polémica. «No quiero celebrar un puto debate. Sólo digo que la policía me la dejéis a mí. Me estoy ocupando perfectamente de ello. Estoy a la espera de una noticia alentadora cualquier día de estos. Pensándolo bien, voy a darles un toque ahora mismo».

Así que salgo del bar e intento obtener una señal en el móvil verde. Se supone que tendría que funcionar en Europa, pero qué coño va a funcionar en Europa. Estoy tentado de arrojar este juguete para mentes estrechas al canal. En lugar de eso, me lo meto en el bolsillo y me acerco al tabac, donde compro una tarjeta telefónica y llamo a casa desde una cabina. Noto cómo me invade, sin motivo alguno, un ansia sexual agradable y retorcido, así que llamo a Interflora y le envío una docena de rosas rojas a Nikki y lo mismo para su amiga gafotas, Lauren, aún más excitado al pensar en cómo le sentará. «Sin recado», le digo a la mujer que me atiende.

Después llamo a la fuerza pública de Leith. «Hola. Me llamo Simon Williamson. Soy el propietario del Port Sunshine. Quisiera conocer los resultados de la prueba de las pastillas confiscadas», explico, sacándome del bolsillo un papelito que me dio el agente Kebab. «Mi número de referencia es el cero siete seis dos…».

Tras una larga espera se oye una voz contrita al otro extremo de la línea. «Lo siento, caballero, el laboratorio tiene un poco de trabajo atrasado…».

«Muy bien», salto con impaciencia, y con aire de contribuyente insatisfecho cuelgo el teléfono. Lo primero que haré cuando vuelva será escribirle al jefe superior y quejarme de esto que te cagas.

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