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34. CHANCHULLO N.º 18.742

Estoy en este pub de mala muerte del Walk esperando a que un yonqui hecho polvo me rescate de este aburrido weedgie de pelo prematuramente canoso, rasgos toscos y ojos en estado de beligerancia permanente que normalmente sólo se ven en las cabras de Gorgie Farm. Bienvenido de nuevo a Escocia, vaya que sí. Este capullo del Primo Dode, insignificante ente pseudosajón, noreuropeo, filisteo y culogordo huno de mierda; este troglodita mutante procedente de una barriada de la costa occidental, tiene la santa cachaza de soltarme latinajos; latinajos a mí, un varón renacentista de estirpe mediterránea y jacobea. Me trae una copa y alza la suya. «Urbi et orbi», dice.

«Salud, similia similibus curantur», le digo con una sonrisa mordaz.

Las pupilas del Primo Dode se dilatan como agujeros negros que absorben todo lo que hay a su alrededor. «Ese no lo conozco, ¿qué quiere decir?», me suelta, más que impresionado: a decir verdad, emocionado que te cagas.

Vaya, yo no sabía lo que quería decir el suyo, pero ni de coña lo reconocería ante un esquivajabones de mierda. «Un clavo saca otro clavo», le digo con un guiño. «Me parecía apropiado, dadas las circunstancias».

El Primo Dode vuelve la cabeza hacia un lado y me mira con entusiasmo. «Eres un tipo inteligente, se nota. Me alegra conocer a alguien que está en mi misma longitud de onda», dice, sacudiendo la cabeza y con una expresión afligida en el careto. «Eso es lo que pasa, que no llego a conocer a demasiada gente que esté en mi misma longitud de onda».

«Ya me lo imagino», digo con un gesto de asentimiento y una cara de póquer, quedándome por completo con el mendrugo mascachicles este.

«A ver, que tu amigo Spud es un tipo encantador, pero como que no es tan agudo. Pero tú tienes lo que hay que tener aquí arriba», dice tamborileando sobre su propia cabeza con el dedo índice. «Spud decía que estabas metido en la producción de películas y eso».

Qué extraño que Murphy se haya dignado darme tan buena prensa. No porno, sino cine nada menos. Eso hace que contemple por un momento la noción sentimental de que quizá haya estado un poco duro con mi amiguete de los dedos largos. «Bueno, Dode, qué remedio. ¿Cómo dicen? Ars longa, vita brevis».

«El arte es largo, la vida corta; es uno de mis favoritos», asiente con una gran sonrisa que le divide el rostro en dos partes.

Por fin aparece el amigo Morfi, con aspecto de estar un poco espitoso además. Mientras el weedgie follarratas se marcha al cagadero, proclamo mi intenso disgusto. «¿Dónde cojones estabas? Aquí no seguimos los horarios del País de Nunca Jamás. ¡He tenido que escuchar a ese aburrido mamonazo largar sin parar!».

Pero parece contento que te cagas consigo mismo. «No lo he podido remediar, tío, me topé con June y tal. Tenía que ayudarla a lavar; alguien tenía que hacerlo, ¿sabes?».

«Sí, claro», observo con conocimiento de causa. Debería haberlo supuesto. Ese es Spud: incapaz de resistir forma alguna de tentación, aunque yo tendría que estar desesperado antes de fumarme unas piedras con June. Es curioso, pero no lo hubiera esperado de ella, sobre todo teniendo críos de por medio, pero supongo que ahora todo el mundo le pega, y para ser justos con ella, tiene pillado el punto de puta craquera hecha polvo y rendida a más no poder. «¿Y cómo anda June?», pregunto, sin saber por qué. A ver, que no es que me importe especialmente.

Spud frunce los labios y sopla, haciendo un vulgar ruido de pedorreta que suena demasiado fuerte y que podría habernos puesto en evidencia de haber tenido lugar en un establecimiento hostelero de categoría. «A decir verdad, no tiene muy buena pinta, tío», dice mientras el tal Primo Dode emerge de los servicios y saca otra ronda.

«Apuesto a que sí, y todos sabemos por qué».

Dode levanta un vaso de rubia y lo hace chocar con el de Spud. «¡Qué tal, Spud! ¡Esta noche nos vamos de juerga!». Después repite esta estúpida operación conmigo, y fuerzo una sonrisa cordial.

Como quiera que cada vez estoy más ansioso de cualquier distracción que me aparte de mi compañía actual, le dedico a la joven camarera una sonrisa deslumbrante, de esas que en mi juventud la hubiesen hecho llevarse involuntariamente la mano al pelo para arreglárselo. Ahora lo único que obtengo es una fría mueca en señal de reciprocidad.

De modo que nos pateamos varios bares y acabamos en el centro, llegando finalmente al City Café de Blair Street, uno de mis viejos antros predilectos. Me fijo en las mesas de billar, un aditamento nuevo desde que estuve aquí por última vez. Tendrán que deshacerse de ellas. Atraen a demasiados bobalicones. Ya que de eso hablamos, empiezo a estar seriamente hasta los huevos de la perorata incesante del Primo Dode este, hasta el punto de quedar encantado de ver entrar a Mikey Forrester con una puta evidentemente desquiciada pero de aspecto sexy siguiendo su estela.

Voy a ser Míster Popular en el City Café por haber incrementado a tope la calidad media de la clientela. En estos momentos llevo a remolque al mayor yonqui piojoso jamás salido de Leith, un huno weedgie y ahora al sarnoso de Forrester. Si alguna vez hubo escoria disfrazada de mercancía de calidad, es esta. Pienso: ¿qué pasa, es que de pronto me he convertido en un área vedada al jabón? El personal de la barra tendrá que llamar a los de Rentokil cuando llegue la hora del cierre.

«Ese es Mikey Forrester», le indico a Dode. «Es socio en un par de saunas y lleva una cuadrilla de putitas que están de vicio y la chupan para ganarse el jornal. Es el truco más viejo del mundo: las aficiona al jaco y después las pone a trabajar en el departamento de relaciones púbicas para pagarlo, si me captas».

Dode se vuelve y asiente, echándole a Mikey un discreto vistazo de reojo, teñido de una ligera desaprobación rematada con un toque de envidia.

«Ya, eh, Seeker también hace eso», dice Spud, con esa mirada de adolescente problemático, boquiabierta y lasciva, que sigue adherida a su cara como la mierda al cuello de una botella a pesar de todos los años transcurridos.

Sacudo la cabeza. «Pero Seeker sólo se las tira, es la única manera de que un desastre con patas como él pueda echar un Nat King»,[31] explico. Me permito experimentar un poquitín de desasosiego ante esta puesta a parir mientras me echo mano al bolsillo para palpar la botella de éxtasis líquido que el propio Seeker me proporcionó esta tarde. Otro sujeto que no deja de tener su utilidad, si bien es cierto que en una dimensión muy restringida. Atraigo a Spud hacia mí para cuchichearle al oído, fijándome en que lo tiene taponado por un pegote de cera de color marrón. Se me arruga la nariz de asco ante el olor rancio y mohoso que despide: «Tengo que hablar con Mikey acerca de unos negocios». Le incrusto un billete de veinte en la mano. «Tú entretén a nuestro amigo de Villaguarros».

«Disculpadme un momento, muchachos, sólo voy a acercarme a saludar por aquello de los viejos tiempos», le explico a Dode, y me encamino hacia donde está Forrester. Forrester es la clase de tipo que a nadie le gusta en realidad, pero con el que parece que todo el mundo acabe haciendo negocios. Me dedica una sonrisa y su dentadura me recuerda el distrito Bingham de esta ciudad: sustancialmente remozado desde la última vez que lo vi. Me sorprende que Mikey haya optado por unas elegantes fundas de efecto natural en lugar de inclinarse por el oro. Luce un moreno de rayos UVA y se ha afeitado ese ralo cabello canoso a lo bola de billar. Los trapos azul plateados que lleva parecen de calidad. Lo único que le delata como ex alma gemela de Murphy son los zapatos, de cuero prohibitivo, pero sin lustrar y —elemento crucial— los calcetines de deporte blancos que las madres de todos los zumbaos llevan desde los primeros años ochenta regalándoles por lotes en Navidad.

«Eh, Simon, ¿cómo te va?».

Le agradezco que haya decidido llamarme Simon en lugar de Sick Boy y le correspondo. «Viento en popa, Michael, viento en popa». Me vuelvo, sonriéndole a su acompañante. «¿Es esta la encantadora joven de la que me hablabas?».

«Una de ellas», dice con una sonrisa maliciosa y suelta: «Wanda, te presento a Sick…, eh, Simon Williamson. Es el tipo del que te hablé, acaba de volver de Londres».

Esta tía está muy bien; delgada, pulcra y con un aspecto moreno tan, bueno, tan latino que debería ir acompañada de una de las frases del Primo Dode. Tiene ese primer arrebol del puterío yonqui, cuando tienen un aspecto espléndido, justo antes de que se produzca el gran bajón. Entonces tendrá que pegarle a la pipa para levantarse y seguir trabajando; entonces perderá su atractivo y Mikey o algún otro la relegará de la sauna a la calle o a un antro craquero. Ay, Don Dinero, qué previsibles son tus movimientos. «¿Tú eres el de las películas?», pregunta con la mirada perdida, mostrando el porte lúgubre y levemente arrogante del picota, con el que llevo topándome en todas las demás transacciones sociales desde que tenía unos dieciséis años.

«Encantado de conocerte, cielo», sonrío, envolviendo su mano con la mía y plantándole un beso en la mejilla.

Tú me vales, nena.

De modo que Mikey y yo llegamos rápidamente a un acuerdo para el casting. Me gusta la tal Wanda; a pesar de que depende por entero de Mikey, no tiene reservas en mostrar el desprecio que siente por él. Lo cual, en realidad, sólo hace que a él le resulte tanto más placentero aumentar cada vez más su poder sobre ella. Pero tiene orgullo, aunque el jaco la despojará de los últimos vestigios de este antes de acabar con su atractivo, ecuación que se traduce en ganancias para Mikey.

Así que estamos listos, y me dirijo a donde están Spud y Dode; este último está aleccionando al primero, en voz alta, acerca de las mujeres. «Es lo único que se puede hacer con las mujeres, amarlas», arguye beodamente. «¿Tengo o no tengo razón, Simon? ¡Díselo!».

«No andas desencaminado, George», sonrío.

«Amarlas y tener el valor y la fortaleza suficientes para amarlas. Fortes fortuna adjuvat…, la fortuna favorece a los valientes. ¿Tengo o no tengo razón, Simon? ¿Tengo razón o no?».

Spud intenta terciar, ahorrándome por suerte la molestia de intentar articular una afirmación entusiasta en beneficio de este puto zoquete follarratas. «Ya, pero a veces…».

El Primo Dode le corta con un gesto de la mano que casi le tira la pinta de las manos a otro tío. Yo le hago un gesto en señal de leve disculpa. «Ni peros, ni a veces. Si se quejan, dales más amor. Si después de eso siguen quejándose, más amor todavía», proclama estridentemente.

«Tienes toda la razón, George. Creo firmemente que la capacidad del hombre para dar amor excede con mucho la capacidad de la mujer para recibirlo. Por eso dominamos el mundo, es así de sencillo», explico de modo tajante.

Dode me mira boquiabierto, con los ojos en blanco, como una máquina tragaperras que se acerca poco a poco al premio gordo. «¡Spud, este hombre es un puto genio!».

Este muchacho, el Primo Dode, es uno de esos típicos weedgies que se emborrachan enseguida, poniéndose como cubas después de un par de tragos. Luego, en vez de comportarse con decencia y perder el conocimiento, parecen mantenerse en ese estado durante siglos; dando tumbos, reiterando el mismo mensaje obsesivo y trivial, pero con una insolencia cada vez mayor. «Gracias, George», digo con un gesto de asentimiento. «Pero debo decir que empiezo a estar un poco harto de bares. Veréis, para mí es como no salir del trabajo; y además, esto está lleno de gachós», digo haciendo un gesto en la dirección de Forrester, «con los que no me apetece particularmente estar. Compremos un lote de bebida y vayámonos a alguna otra parte».

«¡Eso!», ruge Dode, «¡volvamos todos a mi casa! Tengo una cinta absolutamente brutal que quiero que escuchéis. Uno de mis colegas toca en un grupo… Son los mejores. ¡Los mejores, os digo!».

«Fantástico», sonrío mientras hago rechinar los dientes. «¿Te importa que telefonee para ver si conseguimos algo de compañía, femenina claro está?». Agito el móvil rojo.

«¿Que si me importa? ¡Que si me importa! ¡Qué tío! ¡Qué tío!», exclama Dode para que le oigan todos los bebedores arracimados a nuestro alrededor, mientras los erizados pelos de mi nuca tratan de escabullirse del bar de vergüenza. Hay quien se sentiría halagado por semejante alabanza; yo no. Creo firmemente que una buena referencia por parte de un cretino estúpido es mucho más dañina para la reputación de uno que una condena procedente de las filas más enrolladas de los entendidos.

Nos dirigimos hacia la puerta, yo en cabeza y pasando apresuradamente entre el gentío; sólo me detengo para sonreírle a una chica de rostro agraciado que lleva un ceñido traje verde de dos piezas, pero rematado en una horrible permanente cutre. Después se produce un punto muerto involuntario mientras rodeo a dos abotargadas treinta y tantos que han abandonado definitivamente las dietas y decidido que el resto de su vida consistirá en vodkas, Red Bull y comer para evocar épocas más felices. Después viro bruscamente para evitar a una pandilla de jovencitos empanaos de ojos furtivos que se abren paso hacia la barra.

Dode sigue cantándole mis alabanzas a Spud cuando nos internamos en la noche. Me estremezco. No es por el frío ni por las drogas. Es porque siento las alturas, las simas y la magnitud de mi engaño y la alabanza del Primo Dode midiendo sus monstruosos pero exquisitos parámetros. Joder, qué bien sienta estar vivo.

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