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41. LEITH NO MORIRÁ JAMÁS

Sábado por la mañana, tío, y Ali sigue durmiendo, así que me subo a la biblioteca. Llevo mejor lo de los picos porque me ha dado muy fuerte por lo del libro este, pero entre ella y yo las cosas siguen sin pintar muy bien y tal. Estoy seguro de que alguien anda envenenándola contra mí. No sé si será su hermana o, cosa más probable, Sick Boy, ahora que trabaja en el pub ese. El muy cuco me utilizó pal chanchullo aquel con el Primo Dode. Después ya no quiso saber nada conmigo. Al menos no se ha ido de la lengua con Franco acerca de la pasta de Renton, y probablemente no lo haga porque los dos sabemos cosas que pueden comprometer al otro.

Por lo menos, no tener amigos me ha dado la oportunidad de ir adelantando en mi libro sobre Leith. Los sábados son un día muy malo para las tentaciones, con tanta peña y tanta droga circulando por la calle, así que llego al centro y me dirijo a los Edinburgh Rooms. El rollo ese de las microfichas es una marcianada. Tanta información, tanta historia, aun estando escrita de forma selectiva por los que cortan el bacalao para largar sus cuentos, en un solo rollo de película. Pero para mí que si tiras del hilo se pueden ir sacando otras historias.

Leith, 1926: la huelga general. Lees todo eso y lo que entonces dijeron todos y ves las cosas en las que creía antes el Partido Laborista. En la libertad pal menda de la calle. Ahora el rollo es «echemos a los Tories» o «mantengamos fuera a los Tories», que no es más que una forma simpática de decir «mantenednos a nosotros en el poder, tíos, porque estamos muy a gusto en él». Eso sí, tomo mogollón de notas, y el tiempo pasa volando.

Cuando vuelvo a bajar al puerto, algo se cuece. Entro en el piso dando brincos con mis apuntes bajo el brazo, todo lleno de alegría. Andy lleva puesta su elástica de los juveniles de los Hibs cuando juegan fuera y luego veo a Ali, ahí de pie con un par de bolsas cargadas. Y sí, desde luego parece que hoy juegan fuera de casa. «¿Dónde has estado?», pregunta ella.

«Eh, en la biblioteca y tal, con lo del libro de la historia de Leith. Investigando, ¿sabes?».

Me mira como si no me creyera y me dan ganas de sentarla y enseñárselo, pero la expresión de su rostro indica tensión y sensación de culpa. «Nos vamos a casa de mi hermana. Últimamente las cosas están…». Mira a Andy, que está zurrando a Darth Vader con un Luke Skywalker de plástico, y baja la voz, «… ya me entiendes, Danny. Iba a dejarte una nota. Necesito un poco de espacio para pensar».

Ay, no, no, no, no, no. «¿Para cuánto tiempo y tal? ¿Cuánto?».

«No lo sé. Unos días», dice encogiéndose de hombros y dándole una calada a un pitillo. Normalmente nunca fuma en presencia de Andy. Lleva puestos unos grandes pendientes de aro dorados y una chaqueta blanca y tiene una pinta superbuena, tío, superbuena.

«No me he estado poniendo», le digo. «No llevo nada en los bolsillos», digo, haciendo el gesto de vaciármelos. «A ver, que llevo siglos sin ponerme, sólo que me ha dado muy fuerte por lo del libro».

Ella sacude lentamente la cabeza y recoge la bolsa. No voy a sacarle nada, no está dispuesta a hablar.

«¿Qué es lo que tienes que pensar?», pregunto. Después voy y le suelto: «Tienes que pensar en él, ¿eh? Es eso, ¿eh?». Levanto un poco la voz y después me tranquilizo porque no quiero montar una escenita delante del chico. No se merece algo así.

«No hay ninguna historia con él, Danny, independientemente de lo que tú pienses. El problema somos tú y yo. Tampoco hay mucha historia entre tú y yo, ¿verdad que no? Tus amigos, tu grupo y ahora tu libro».

Ahora me toca a mí no decir palabra. El enano levanta la vista para mirarme y fuerzo una sonrisa.

«Si me necesitas, ya sabes dónde estoy», dice, adelantándose un paso y dándome un beso en la mejilla. Quiero estrecharla entre mis brazos y decirle que no se vaya, decirle que la quiero y que quiero que se quede para siempre.

Pero no digo palabra porque sencillamente no puedo; sencillamente no puedo. Antes de poder sacarme las palabras de la boca, ¡y tengo tantas ganas de decirlas!, las ranas criarían pelo. Es como si… como si fuera físicamente incapaz de hacerlo, tío.

«Demuéstrame que eres capaz de arreglártelas solo, Danny», me cuchichea mientras me aprieta la mano, «demuéstrame que eres capaz de ponerte las pilas».

Y el pequeño Andy me mira y sonríe y dice: «Hasta luego, papá».

Y se han ido, tío, se han ido del todo.

Me asomo a la ventana y les veo bajar por la calle hacia Junction Street. Me desplomo en una silla. Zappa, el gato, se sube de un salto al brazo, y casi me cago del susto. Le acaricio la piel y empiezo a llorar, con unos sollozos secos y sin lágrimas, como si padeciese una especie de ataque. Llega un momento en que apenas puedo respirar. A continuación me pongo un poco las pilas. «Ahora sólo quedamos tú y yo, macho», le digo al gato. «Para ti es más fácil, Zappa, tío, los gatos no os complicáis emocionalmente. Veis a una minina en el tejado y hala, si te he visto no me acuerdo», le digo al tío, asomándome a esos punzantes ojos verdes. «Aunque tú estás retirado de la circulación, tío», le suelto, riéndome, «a ver, que siento lo de las pelotas y tal; la verdad es que fue una sobrada, pero es por tu propio bien, tío, ¿sabes? Aunque me sentí mal cuando te llevé a que te las cortaran».

El gato abre la boca y maúlla, así que me levanto a ver qué hay para papear. No hay gran cosa ni pal homo sapiens ni pal felino; la despensa está bastante desprovista. El viejo cajón de las cagadas también está que da asco, y se nos ha acabado la arena absorbente. «Gracias, tío», le digo a Zappa, «me has ayudado. En vez de estar aquí sentado sintiendo lástima de mí mismo, gracias a ti me veo obligado a salir en busca de papeo para gatos y arena absorbente. A enfrentarme al mundo y eso. Me iré para Kirkgate y a lo mejor te traigo un poco de nébeda de esa y todo, tío, para que te coloques».

Sí, la angustia me corroe, así que no puedo estarme quieto. Salgo a la calle y llego a Kirkgate y hago la compra en el Kwik Save, saliendo junto a la estatua de la reina Victoria al fondo del Walk. Por aquí hay mucho bullicio porque para ser marzo hace un día sorprendentemente agradable. Hay chavalines por ahí, jugando al hip-hop con estéreos. Hay marujas y críos masticando chuches. Mogollón de peña politiquera ha montado tenderetes, animando a comprar la prensa revolucionaria y tal. Aunque es curioso, tío: todos los gachós politizados estos parecen provenir de hogares pijis, estudiantes y tal. No es que lo critique, pero me pongo a pensar que tendrían que ser los de mi cuerda los que agitasen en pro del cambio, cuando lo único que hacemos es drogarnos. No como en tiempos de la huelga general y tal. ¿Qué nos ha pasado?

Veo a Joey Parke bajando por la calle y capto su atención. «¿Qué tal, Spud? ¿Cómo te va? ¿Piensas ir a la reunión del grupo el lunes?».

«Sí…», le digo. No sabía que hubiéramos quedado pal lunes.

Y se lo suelto todo al pobre Parkie, tío, le cuento que Ali se ha marchado, que se ha ido con Andy a casa de su hermana.

«Lástima, colega. Pero volverá, ¿no?».

«Dice que es sólo para unos días, que necesita aclararse las ideas. Quiere ver si soy capaz de arreglármelas solo. Menudo palo, ¿sabes, tío? Está trabajando en el pub, en el pub de Sick Boy, encima. El caso es, tío, que si me las arreglo bien solo, entonces ella dirá “está bien” y me dejará. Si la cago, entonces dirá “mira cómo anda ese gandul” y me dejará. Las cosas están muy negras y tal».

Parkie tiene cosas que hacer así que le subo la arena a Zappa y le preparo algo de papeo y un cagadero limpio. Envuelvo la mierda de gato y los meados en un periódico y los meto en una bolsa de plástico. Le suministro la mandanga gatuna, observando cómo araña el paquetito que he dejado en el suelo y después corre en círculo y da volteretas, y pienso que a mí no me vendría mal un poco de ese tema, tío.

Así que estoy solo en casa y totalmente desesperado por tener compañía. Empiezo a pensar que quizá el arte pueda salvar la situación, así que saco los apuntes que he tomado del libro de historia, y vuelvo a repasarlos. Mi letra no es muy buena que digamos, ¿sabes?, así que me cuesta un rato leerlo todo. Entonces llaman a la puerta y pienso que quizá sea ella, que ha vuelto al pensar «nah, es una tontería, Danny Boy, no puedo hacerlo, te quiero», así que abro todo emocionado y no, no es Ali.

Es lo menos parecido a Ali que quepa imaginar.

Es Franco.

«¿Qué tal, Spud? Me he venido a largar un rato, ¿vale?».

Pensé que me apetecía tener compañía, cualquiera, pero en realidad lo que quise decir era casi cualquiera. La verdad es que las batallitas talegueras nunca me hicieron demasiada gracia ni cuando yo mismo estuve encerrado. En casa ya son una pesadilla total. Así que intento —y con Franco resulta difícil— hablar de otros temas, como de mi libro sobre la historia de Leith. Así que se lo cuento. Le digo que debería entrevistar a gente como él acerca de Leith. Pero es como si, digamos, hubiera metido la pata al decírselo, porque Franco no está nada contento. «¿Qué cojones quieres decir? ¿Te estás quedando conmigo?».

¡Eh, eh, eh, asilvestrado! «No, Franco, tío, no, sólo que quiero que el libro trate acerca del Leith de verdad, ¿sabes?, acerca de algunos de los personajes de verdad. Como tú, tío. En Leith a ti te conoce todo el mundo».

Franco se pone tieso en su asiento, pero afortunadamente creo que ha decidido que ahora está contento.

Y yo intento transmitirle mi punto de vista con pies de plomo. «Porque todo está cambiando, tío. En una punta tienes el Scottish Office y en la otra el nuevo Parlamento. Aburguesamiento, tío, así lo llama la basca intelectual. Dentro de diez años ya no quedarán gachós como tú y yo aquí abajo. Fíjate en el Tommy Younger’s, tío: ahora es un café-bar. Se llama Jayne’s. ¡Acuérdate de las noches y madrugadas que hemos pasado allí!».

Franco asiente, y sé que le estoy tocando los cojones, pero es como si estuviera nervioso, y cuando me pongo nervioso no hago más que hablar, tío, no puedo parar… Cuando estás tímido no sueltas prenda, cuando estás nervioso no haces más que largar. «Es como lo de los dientes de sable, tío. Ahora en el centro sólo quieren basca con guita; fíjate en lo que están haciendo con Dumbiedykes, por ejemplo. Nos quieren meter a todos en barrios lo más alejados posible del centro, Franco, te lo digo yo, tío».

«Vete a tomar por culo; yo no pienso ir a ningún barrio de mierda en las afueras», me cuenta. «Estuve un tiempo en Wester Hailes cuando nos arrejuntamos ella y yo. No había más que un puto pub, hostias. Pero ¿de qué coño van?».

«Ah, pues muy pronto el viejo Leith habrá desaparecido, Franco. Fíjate en Tollcross, tío. Ahora es un distrito financiero. Fíjate en el South Side: un asentamiento estudiantil. Stockbridge, el viejo Stockeree, hace siglos que se convirtió en yupilandia. Pronto nosotros y los de Gorgie-Dalry seremos las únicas zonas del casco urbano que queden para la basca de clase obrera, tío, y eso sólo porque tienen equipos de fútbol. Joder, menos mal que se quedaron por el centro».

«Yo no pertenezco a la puta clase obrera», dice señalándose a sí mismo, «soy un puto empresario», me suelta, levantando la voz.

«Pero Franco, lo que digo es…».

«¿Te enteras de una puta vez?».

Esto es como un camino ya trillado un montón de veces. Y si hay algo que he aprendido es cómo dar marcha atrás ante este tipo de situaciones. «Sí, claro, tío, claro», digo levantando los brazos en un gesto de rendición.

Parece que esto aplaca un tanto al Pordiosero, pero lo cierto es que es un gachó de lo más rebotado y susceptible, de eso no hay duda. «Te diré otra cosa de gratis: Leith no morirá jamás», me suelta.

Pero el menda no capta la onda que llevo. «Leith puede que no, tío, pero Leith tal y como lo hemos conocido nosotros, sí», le digo, pero no pienso llegar más lejos porque conozco el percal. Él suelta: «eso no sucederá», y yo digo: «sí sucederá, tío, ya está muriendo, cómo no va a suceder», y él dirá: «porque lo digo yo, hostias» y sanseacabó.

Franco prepara dos grandes rayas de coca; me acuerdo de la promesa que le hice a Ali, pero bueno, dije que no tocaría el tema, y para mí eso quiere decir el jaco; también dije que no tocaría la pasta base, pero de farlopa nadie dijo nada, tío. Además, se trata de Franco, así que en realidad no puede uno negarse.

Vamos como motos; nos bajamos a tomar una cerveza; mantengo a Begbie alejado del Port Sunshine, lo cual resulta fácil porque él siempre bebe en el Nicol’s. Franco recibe un mensaje de texto en el móvil. Se queda ahí mirándolo con expresión de incredulidad. «¿Qué pasa, Franco, tío?».

«¡ALGÚN CABRÓN QUE SE ESTÁ SOBRANDO!», chilla, y un par de chicas que iban empujando sendos carritos de bebé casi se cagan del susto.

«¿Qué pasa?».

«Un puto mensaje de texto… No dice de quién es…». Al menda no le hace ninguna gracia, está venga a toquetear los botones del teléfono. Nos metemos en el pub y sigue enredando con el aparato cuando vuelvo con las bebidas que me ha servido Charlie. El móvil de Begbie vuelve a sonar y él contesta, esta vez muy reservado. «¿Quién llama?».

Se produce una pausa y se relaja, menos mal. «Vale, Malky. Guay».

Lo apaga y me dice: «Timba en casa de Mikey Forrester. Con Norrie Hutton, Malky McCarron y tal. Vamos a comprar un lote de priva».

Le cuento que estoy sin un guil, lo cual no es cierto, pero una timba con Begbie significa que no dejas de jugar hasta que te haya dejado pelado, independientemente del tiempo que le cueste hacerlo. Así que no me mola. «Pues vente a echar un trago namás, cacho cabrón», me suelta.

Pues bueno, en realidad no puedes negarte, así que pasamos por la licorería, y Begbie sigue con que si Mark Renton y las ganas que tiene de matarlo. A mí no me gusta su estado de ánimo, tío, y tampoco me van demasiado los tipos como Malky, Norrie y Mikey Forrester. Están sentados en torno a la mesa y hay mogollón de farla circulando, y botellas de JD y latas de cerveza. Tras perder treinta libras yo me retiro. «Puedes encargarte de pinchar, Spud», me suelta Begbie, pero en realidad no puedes poner lo que te apetece, porque siempre te está diciendo pon esto o pon lo otro. «Pon a Rod Stewart, cacho cabrón…, every day ah spend me tahmm… drinkin wahnn, feelinfahnnn…».

«Creo que de Rod Stewart no tengo nada», suelta Mikey. «Antes tenía, pero cuando ella me dejó se llevó montones de discos míos».

Franco se le queda mirando. «¡Pues que te los devuelva la muy cabrona! No se puede montar una timba sin Rod Stewart. En una timba lo que se hace es eso: embolingarse y tararear a Rod Stewart. ¡Es lo más, cacho cabrón!».

«¿Has visto esas fotos de Rod Stewart en el interior del compact ese?», suelta Norrie. «Sale vestido de tía; en una de ellas parece una vieja zorra. ¡Y en una sale vestido de maricón!».

Me acuerdo muy bien de esas fotos; Rod Stewart llevaba el pelo peinado hacia atrás con gomina, bigote y unas gafas. Pero no suelto prenda, porque veo venir la reacción de Franco.

«¿Qué coño me estás diciendo, Norrie?».

«El elepé este, el elepé de los Greatest Hits. Hay una foto en la que sale vestido de tía y otra en la que sale vestido de maricón».

Begbie se estremece. «¡Qué quieres decir con eso de vestido de maricón! ¿Crees que Rod Stewart es un puto maricón? ¿El puto Rod Stewart? ¿Es eso lo que crees?».

«No sé si será maricón o no», se ríe Norrie.

Malky también capta los signos premonitorios. «Venga, Frank, das tú».

Mikey dice: «Rod Stewart no es maricón. Se folló a la Britt Ekland esa. ¿La visteis en la peli esa que rodaron en las Highlands con el tío aquel, Callan?».

Pero Franco ya no escucha. Le dice a Norrie: «Pues si piensas que Rod Stewart es maricón, fijo que piensas que al que le guste Rod Stewart también es maricón».

«Nah, yo…, yo…».

Demasiado tarde, tío; aparto la vista pero oigo un impacto y unos gritos, y cuando me vuelvo no puedo ver la cara de Norrie, es como si llevara puesta una máscara negra.

Pero no es más que una capucha de sangre, porque Franco acaba de coger y romperle la botella de Jack en la cabeza.

«Hala, Franco, tío, en esa botella todavía quedaban varios chupitos», protesta Mikey, mientras Franco se levanta y se dirige hacia la puerta. Malky ayuda a Norrie a llegar al cuarto de baño. Yo me limito a seguir a Franco por la puerta y las escaleras. «Ese puto espabilao y sus comentarios tocahuevos», suelta, mirándome directamente a mí, pero yo no le miro a él; me limito a pensar: vamos al Nicol’s a tomar una pinta, tranquilizarle, y después para casa jalando millas. Tan mala compañía no interesa, tío, tan mala no.

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