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50. «… PESCADO AL HORNO…»

Mark es un tío curioso. Me pregunto si le avergonzaríamos al enseñarle las tetas al pobre Terry. Le esperamos a la salida de los lavabos, pero desapareció sin venir a echar un trago ni despedirse siquiera. «Puede que se cagara encima», dijo Mel riéndose, «¡y tuviera que ir a casa a cambiarse!».

Así que nos tomamos un par y me fui a casa a esperar mi llamada desde Glasgow, y preparé un pescado al horno mientras hablaba con Dianne. Ha estado entrevistando a las chicas de la sauna, Jayne, Freída y Natalie.

Dianne está contenta con la forma en que están saliendo las cosas. «De verdad que te agradezco que me pusieras en contacto con esas chicas, Nikki. Ahora tengo suficiente gente para un grupo válido estadísticamente, lo que le da a mis tests cierta credibilidad científica».

Es una chica lista y trabajadora a tope. A veces la envidio. «Dominarás el mundo, cielo», le digo. Me voy a la cocina y lleno una lata de agua; pongo una cinta de Polly Harvey. Empiezo a regar las plantas, una o dos de las cuales parecen un poco abandonadas.

Oigo sonar mi móvil en el cuarto de estar y le doy un grito a Dianne para que conteste. Parece estar escuchando a alguien durante un rato antes de soltar: «Lo siento, creo que te has equivocado de persona. Yo soy Dianne, la compañera de piso de Nikki».

Me pasa el teléfono; es Alan. Estaba tan desesperado y tan suplicante que ni siquiera sabía distinguir un acento inglés de un acento de Edimburgo. Pienso en él, trabajando en el banco ese, esperando a que le den el reloj de oro.

«Nikki…, quiero que nos volvamos a ver…, tenemos que hablar», dice con voz quejumbrosa, mientras voy a mi habitación. Pobre Alan. La sabiduría de la juventud desposada con el dinamismo y la energía de la senectud. Una combinación muy propia del mundo de la banca, pero poco solvente. Por lo menos para él.

Siempre lo mismo: tenemos que hablar.

«¿Nikki?», suplica, dolorido.

«Alan», le contesto, indicándole que sí, sigo aquí, pero probablemente por poco tiempo a menos que deje de hacerme perder el tiempo.

«He estado pensando…», dice con premura.

«¿Acerca de mí? ¿De nosotros?».

«Sí, claro. Acerca de lo que dijiste…».

No me acuerdo lo que le dije. Qué clase de estúpidas y extravagantes promesas le hice. Quiero lo que él tiene y lo quiero ahora. «Escucha, ¿qué llevas puesto, shorts o slips?».

«¿Qué quieres decir?», protesta. «¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Estoy en el trabajo!».

«¿En el trabajo no llevas ropa interior?».

«Sí, pero…».

«¿Quieres saber lo que llevo puesto yo?».

Se produce una pausa, seguida de un largo «Qué…».

Casi noto su cálido aliento en mi oído, el pobre chaval. Hombres; son tan… perros. Esa es la palabra exacta. A nosotras nos llaman zorras, o perras, pero no es más que una proyección, porque eso es exactamente lo que son ellos; forma parte de su naturaleza: bestias salivantes, fácilmente excitables, indignos animales de manada. No es de extrañar que al perro lo llamen el mejor amigo del hombre. «No es lencería sexy, sino unas braguitas de algodón blanco descoloridas con un par de agujeros y un elástico deshilachado. El motivo es que soy una estudiante pelada. Estoy pelada porque tú no me quieres dar un simple listado con los nombres y números de cuenta de los clientes de tu oficina. No tengo sus números de PIN, no pienso darles el palo. Sólo quiero vendérselos a la compañía de marketing esa. Me pagan cincuenta peniques por nombre. Eso serían quinientas libras por mil nombres».

«Nuestra oficina tiene más de tres mil clientes…».

«Cariño, eso son quince mil libras, lo suficiente para pagar todas mis deudas. Y tendría tanto gusto en recompensar semejante muestra de iniciativa…».

«Pero si me pillan…», dice, dejando escapar una lenta exhalación. El constante estado de sufrimiento de Alan desacredita por completo la noción de bendita ignorancia.

«No lo harán, cariño», le digo. «Eres un chico con demasiados recursos».

«Te veré mañana a las seis. Tendré las listas».

«Eres un ángel. Ahora tengo que dejarte, tengo una cazuela en el horno. ¡Hasta mañana, cariño!».

Cuelgo y me voy a la cocina y hasta el fogón. Dianne levanta la vista de la pila de libros que hay sobre la mesa. «¿Problemas de hombres?».

«Problemas no dan ninguno, pobres criaturillas», digo con presunción, «ninguno en absoluto», digo con un golpe de caderas y agarrándome la entrepierna. «El poder del chichi todo lo puede».

«Ya», dice Dianne, tamborileándose los dientes con el boli. «Eso es lo más triste que he descubierto durante mis investigaciones. Todas esas chicas con las que he hablado, todas, tienen ese poder, todo ese poderío de teta, culo y coño, y lo venden muy barato. Prácticamente lo regalan. Ahí está la puta tragedia, nena», dice, casi como una advertencia.

Suena el fijo y salta el contestador; lleva un rato discernir a quién pertenece la voz. «Hola, Nikki, Rab me dio tu número. Quería disculparme por desaparecer de la forma en que lo hice ayer. Resulta un poco, eh, violento…». Entonces me doy cuenta de que es Mark Renton y descuelgo.

«Pero Mark, no te preocupes por eso, cielo», digo, ahogando una risa mientras Dianne me mira con expresión burlona, «ya nos lo imaginamos. ¿Mencionaste algo acerca del curry, no es cierto? ¿Y ahora qué haces?».

«¿Ahora mismo? Nada. El tío en cuya casa me quedo ha salido con su novia, así que estoy viendo la tele».

«¿Tú sólito?».

«Sí. ¿Tú qué haces? ¿Te apetece echar un trago?».

No estoy segura de si me apetece o no, ni de si me apetece Mark. «Eh, no estoy de humor para pubs, pero acércate a tomar un vino y un poco de maría si te apetece», le digo. No, no es mi tipo, pero sabe mucho acerca de Simon, que desde luego sí lo es.

Así que Mark aparece como una hora más tarde; me sorprende, aunque no me horroriza, descubrir que él y Dianne se conocen desde hace mucho. Edimburgo es así a veces: el mayor pueblo de Escocia. Así que nos quedamos todos levantados un rato fumando maría, mientras yo intento llevar la conversación hacia el tema de Simon, pero resulta evidente que Mark y Dianne están absortos el uno en el otro. Siento que sobro absolutamente. Finalmente, Mark sugiere que bajemos a Bennett’s o al IB.

«Vale, guay», dice Dianne. Qué raro; nunca deja su trabajo así como así, y esta noche tenía prevista otra sesión con su tesis.

«Yo paso de salir», les digo. «Pensé que tú tenías trabajo que hacer», digo riéndome.

«No es urgente», dice Dianne, sonriendo entre dientes. Mientras Mark sale a echar una rápida meada, yo le hago una mueca.

«¿Qué?», pregunta ella, con una leve sonrisa.

Cruzo los brazos en un gesto de folleteo. Ella pone los ojos en blanco de forma displicente pese a que se le nota una sonrisa tonta en los labios. Él vuelve y se marchan.

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