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58. GOLPE DE SUERTE

He agarrado por la oreja a ese capullo de Segundo Premio, y he telefoneado a Spud Murphy porque quiero llegar al fondo de la mierda esta con June. Aquí hay alguien que se está columpiando o que quiere quedarse conmigo. Colegas. Nadie es tu colega, cuanto más viejo te haces más claro lo ves. Segundo Premio: jugando al billar, nervioso que te cagas, intentando tomarse un puto zumo de tomate como un maricón de mierda. Ya le daré yo zumo de tomate a ese capullo. Puto cabrón antisocial. «Todo ese rollo acerca del alcoholismo es un montón de mierda. Podrás con una puta pinta, no te va a matar. ¡Una pinta, joder!».

«No, no puedo beber, Frank, me lo dijo el médico», suelta con esa mirada de empanaos con el cerebro lavao que se les pone cuando se les iluminan los ojos con lo que ellos llaman la luz del Señor. ¡Y una polla, la luz del Señor!

Que le den a toda esta mierda. «¿Qué coño saben esos cabrones? Le dijeron a mi madre que dejara de fumar. Fuma sesenta al día. Me dice: “¿Qué voy a hacer, Frank? Necesito un pitillo para los nervios. Es lo único que funciona, las pastillas esas no valen nada”. Me volví y le dije sin más: “Si dejas el tabaco, ya verás”. Le daría un puto shock y eso la mataría. Le dije: “Lo que no está roto no hay por qué arreglarlo, hostias”. Así que tú puedes con una puta pinta».

«No, no puedo…».

«Mira, voy a pedirte una puta pinta y no hay más que hablar», le digo, y me acerco a Charlie, tras la barra, y saco dos pintas de lager. Más vale que el muy capullo se la beba; no pienso tirar el puto dinero en priva para nada. Mientras vuelvo con las pintas veo que entra un tipo al bar, pero no es el puto Spud. Le indico a Segundo Premio que prepare las bolas del billar. «Vale, disponte a ser masacrado, cacho capullo».

Pienso en mi puta madre y en cómo intenté hacerle un favor. Y no es que a ella le suponga una pizca de diferencia. Mientras tenga el puto bingo. Si por mí fuera, cerraba esos garitos; son una puta pérdida de tiempo y de dinero. No como los caballos, que al menos aportan algo de diversión, joder.

De todos modos, Segundo Premio va a recibir ahora mismo. Le gano una partida y empezamos otra; estoy mirando la puerta y sigue sin haber ni rastro de Murphy. «No has tocao esa pinta, so cabrón», le suelto a Secks.

«Venga, Franco…, no puedo, tío…».

«¿No puedes o no quieres?», le suelto, mirándole directamente a los ojos. Entonces, por algún motivo, miro a mis espaldas, al tío que está en la barra, leyendo la sección de las carreras del Record. Me suena de algo. Le conozco del trullo o me han hablado de él. Era un puto pederasta. Me acordaba de todos esos cabrones, me aseguré de quedarme con sus caras. Todos intentaban evitarme, porque sabían que quería mirarles a los putos ojos. ¿Qué era lo que había hecho este? ¿Fue él el que cogió al crío, el que violó a la chavalilla ciega, o el que le echó las zarpas al chavalín? Joder, no me acuerdo. Aquí lo único que importa es que la puta cosa esta, esta cosa que está aquí, es un puto pederasta. Veo al capullo allí sentado, en el mismo pub que Segundo Premio y yo, sentado allí tan tranquilo en la puta barra leyendo el puto Record.

Y Charlie en la barra, sirviéndole al cabrón su puta pinta como si fuera normal, y los viejos esos sentados en el rincón mirándome. Todo alegres sonrisas y tal, pero me miran del mismo modo que le miran a él. Lo único que ven es un tiparraco taleguero. Pues yo no soy como ese cabrón y nunca lo seré, joder. ¡Este cabrón, bebiendo aquí, a sus putas anchas! Caminando por la puta calle, merodeando por los colegios, acechando a los críos y siguiéndoles hasta casa…

Pues sí, allí estaba, poniéndose a gusto en su puto abrevadero, en mi puto pub. Un puto pederasta. ¡Quedándose conmigo! «Allí hay un puto pederasta», le digo a Segundo Premio, que está preparando las bolas, «un puto pederasta suelto», le digo.

Segundo Premio me mira como si ni siquiera fuera a hacer nada. Todo esa puta mierda del cristianismo y del perdón le tienen comido el tarro. Aquí todo dios ha perdido los papeles que te cagas. «El tío sólo ha venido a echar un trago, Frank, déjale en paz. Venga», dice, abriendo a toda prisa, como si supiera que voy a plantarme delante de él.

¿Qué coño le pasa a todo dios?

Y se me queda mirando fijamente y parpadeando como si hubiera visto la expresión de mis ojos, y luego baja la cabeza y suelta: «Tú llevas rayadas, Frank», pero no le escucho porque sigo mirando fijamente al cabrón este de la barra.

«Podría andar al acecho de algún crío. Puede que del mío, ¿no?», digo y ahora me acerco a la barra.

Segundo Premio se pone en plan quejica y suelta: «Franco…, venga…». Y coge la pinta intacta y dice: «Vamos a echar ese trago», pero ahora ya es demasiado tarde para esa mierda; sabe que no le estoy escuchando, y me acerco sin más y me sitúo justo al lado del pederasta cabrón.

«Seis, seis, seis. El número de la bestia», le cuchicheo suavemente al oído.

El tío se vuelve bruscamente. Tiene aspecto de sobrao, como si todo eso ya lo hubiera oído antes. Entonces le atravieso de parte a parte con la mirada, como si andará revolviendo en su alma, viendo todo el puto temor, pero veo algo más: la podredumbre que hay en ella, la puta, cochina y maloliente podredumbre de este cabrón. Pero es como si él pudiera ver lo mismo dentro de mí, como si compartiéramos algo, joder. Así que tengo que actuar antes de que los demás también lo vean, porque yo no soy igual que eso ni de coña.

Lo que veo en este cabrón…

Su imagen de sí, forjada toda ella en el trato brutal dispensado a los demás, se desmorona a su alrededor al encontrarse frente a mí, frente al tío al que conocía vagamente como Begbie. Sí, está aterrado, borracho de miedo y de dolor; sumido en unas náuseas perversas, deliciosas. Su mente y su cuerpo le gastan toda suerte de malas pasadas. Y este cabrón capta el efecto de su poder sobre otros al sentir el impacto de mi poder sobre él. Siente la absoluta liberación de la sumisión, de la completa y total capitulación frente a la voluntad de algún otro cabrón. Y se encuentra mucho más allá de la violencia, de la sexualidad, incluso; es una especie de amor, una autoadoración singular y jactanciosa que se encuentra incluso más allá del puto ego. Estoy encontrando algo…, estoy…

No…, no…, basta de estas mariconadas de mierda…

Pero es de eso de lo que trata ser un tipo duro; es un viaje, una búsqueda autodestructiva que te cagas en pos de tus límites, porque esos putos límites siempre se presentan en forma de un tipo más duro aún. Un tipo grande, fuerte y duro que pueda darte lo que necesitas, que pueda instruirte, enseñarte tu lugar en la jerarquía, mostrarte dónde están tus parámetros. Chizzie…, así se llamaba el tío…, Chizzie.

No…, el cabrón está a punto de hablar, y no puedo dejar que hable. Siento cómo se me enarcan un poco las cejas, justo cuando dirijo el vaso hacia el cuello de este pederasta…, ¿cómo se llama?…, el capullo de Chizzie.

El capullo aúlla y se sujeta el cuello y la sangre sale a chorros por todo el bar. Debo haber alcanzado una vena o una arteria. El caso es que ni siquiera pretendía haberle hecho eso al cabrón, sólo fue un golpe afortunado. Esa suerte que tuvo, porque yo quería que la cosa fuera más lenta. Quería oírle chillar y suplicar y rogar, como probablemente hicieron los críos esos de los que abusó. Pero los únicos gritos que oigo salen de ese capullo empanao de Segundo Premio mientras la sangre del pederasta sale a chorros y uno de los viejos dice: «Santo cielo».

Me doy la vuelta y le sacudo a Secks en la puta mandíbula para que deje de lloriquear como una puta nena atontada. «¡Tú cierra la puta boca!».

Ahora el pederasta se tambalea junto a la barra y se cae mientras la sangre le bombea sobre el suelo de linóleo. Segundo Premio se ha colocado junto a la gramola, recitando una puta oración.

«Te has sobrado, Franco», suelta Charlie, «pederasta o no, este es mi puto pub».

Yo me limito a mirarle y a señalar con el dedo. El mamón de Segundo Premio sigue rezando. «Escuchad», le digo a Charlie y a los dos viejos, «ese cabrón es un pederasta. La próxima vez podría haberse tratado de tu crío o del mío», suelto, y el cabrón estira la pata y se muere y hay como una sensación de paz, y me siento como si fuera un puto santo o algo así. «Así que Charlie», le suelto, «dame diez minutos y después llamas a la policía. Fueron dos jovencitos los que se lo cargaron», le digo a todo dios. «Si alguien se chota… y encima a cuenta de un pederasta…, bueno, no serán sólo ellos los que se enteren, sino todos los que les conocen. ¿Entendido?».

Charlie me suelta: «Nadie va a chotarse a cuenta de un puto pederasta, Franco. Sólo te digo que intento sacar adelante un puto negocio. Acuérdate, sólo hace cinco o seis años cuando Johnny Broughton le disparó a muerte al tío aquel en este mismo bar. ¿Cómo pinta eso para mí?».

«Lo sé, Charlie, pero no tiene remedio, joder. Yo te echaré una mano, eso lo sabes», le digo, acercándome hasta la puerta y echando el cerrojo. No quiero que Spud ni nadie más entre aquí ahora mismo.

Cojo un trapo de detrás de la barra y limpio el borde de la mesa, los tacos y las bolas. Vacío nuestras pintas y lavo los vasos. Me vuelvo hacia Segundo Premio. «Rab, nos vamos por la parte de atrás. Venga. Acuérdate, Charlie, diez minutos, y después llamas. Nosotros no hemos estado aquí, ¿vale?».

Les echo una mirada al par de viejos. Uno de ellos es Jimmy Doig y el otro Dickie Stewart. No dirán nada. Y Charlie está mosqueado por el puto follón con la poli pero no es un chota. «Yo dejaría el local bien limpio, Charlie», le suelto, «quiero decir, que ha estado un pederasta, ¿no? No se sabe lo que puede haber infectado», digo, volviéndome hacia los viejos. Uno de ellos está tranquilo, el otro está temblando. «¿Estáis bien?».

«Sí, Franco, sí, hijo, no te preocupes», dice el tranquilo, Jimmy Doig. El viejo Dickie tiembla un poco, pero consigue soltarlo: «Estoy bien, Frank, hijo».

Entonces nos largamos por la puerta de atrás; salimos por un corralillo que da a un callejón, asegurándonos de que no haya nadie en la calle ni mirando desde los pisos de arriba.

Una vez fuera, subimos hacia casa de Spud y espero que ese tardón esté aún en casa. Le digo a Segundo Premio que se vaya a tomar por culo al centro otra vez porque está temblando más que Shakin Stevens, el tío aquel que hacía esas imitaciones tan penosas de Elvis en Top of the Pops.

Spud está en la escalera, a punto de salir, muy preocupado de verme. «Eh, Franco…, perdona la tardanza, tío, me lié por teléfono con Ali…, intentando arreglar las cosas. Ahora mismo iba para Nicol’s».

«Yo ni siquiera he ido todavía. Acabo de estar por el centro con Segundo Premio; el cabrón no quería bajar a Leith, ¿sabes?», le suelto. «Decía que si no acabaría bebiendo otra vez».

Spud se limita a mirarme y dice: «Ah». Después me pregunta: «¿Querías que te contara algo… de June?».

«A la mierda, no es nada», le suelto, y luego le digo: «Mira, no puedo bajar contigo al Nicol’s. He tenido una pequeña discusión con la chorba y necesito volver para hablar con ella, pero antes tengo que pasarme por casa de mi hermano Joe».

«Vale…, eh, yo me voy a ir al Port Sunshine a tomarme una y ver a Ali y eso».

«Ya», suelto yo, «hay que ver cómo son las putas tías, ¿eh?». Y le dejo a pie de la escalera y me acerco a casa de Joe, esperando que esa puta entrometida que tiene por esposa no esté en casa mientras una puta ambulancia y dos coches de policía pasan ululando por el puto Walk.

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