Porno

Porno


2. Porno » 20. Chanchullo n.º 18.738

Página 24 de 87

20. CHANCHULLO N.º 18.738

Estuvo bien volver a ver a la encantadora Alison, a pesar de que el altercado con ese condenado yonqui fracasado y hecho polvo que va a la zaga me alterase. Se puso bastante picajoso además, el capullín jacoso y esmirriado. Joder, tendría que haberle arrojado a la calle con el resto de los desechos para que lo recogieran los basureros y lo incineraran.

Las cosas o mejoran o empeoran, y pienso en Spud; lo peor ya ha pasado. Pero no, las cosas empeoran que te cagas. Entra él.

«¡Sick Boy! ¡Dueño de un puto bar! ¡Tú, llevando un pub en Leith! ¡Sabía que no serías capaz de mantenerte alejado de este puto lugar!».

El tipo lleva una chaqueta bomber de color marrón pasada de moda, viejas zapatillas Nike y lo que parece ser una camisa de rayas de la gama Paul and Shark inquietantemente arcaica. Por supuesto, el efecto de conjunto dice «taleguero» a grito pelado. Quizá lleve una pizca de color plateado en las sienes y un par de cicatrices extra en el careto, pero el cabrón parece estar en excelentes condiciones. Apenas ha envejecido; es como si hubiera ido a una puta clínica de adelgazamiento en lugar de a una cárcel. Probablemente haya estado haciendo pesas veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Hasta el toque plateado parece irreal, como si algún maquillador de plató se lo hubiese puesto allí para hacerle parecer más viejo. Joder, me he quedado literalmente sin habla.

«¡Jamás pensé que vería este puto día! ¡Ya te dije que volverías, cacho capullo!», vuelve a decir, demostrándome que su obsesión por las repeticiones tediosas sigue tan intacta, quizá incluso haya aumentado, incubada como ha estado durante todo este tiempo en esa trena-invernadero. ¡Imagínate compartir celda con eso! Yo me arriesgaba antes en la galería de los bujarrones.

Mis mandíbulas están soldadas y rechinan lentamente. Y no es sólo el perico que me metí antes de entrar Murphy el Pitufo. Fuerzo una sonrisa y me encuentro la lengua. «Franco. ¿Qué tal?».

Con su genuino estilo de antaño, el cabrón nunca responde a una pregunta cuando tiene varias de las suyas por hacer. «¿Dónde coño vives?».

«A la vuelta de la esquina», farfullo con vaguedad.

Durante un segundo fija en mí esa mirada capaz de arrancar la pintura de las paredes, pero esa es toda la información que pienso darle a este cabrón. A continuación sus ojos se posan sobre el grifo antes de volver sobre mí.

«¿Una lager, Franco?», digo haciendo una mueca.

«Pensaba que nunca me lo ibas a preguntar, cacho cabrón», dice, y se vuelve hacia otro puto fracasado que ha venido con él. A este psicópata en particular no le conozco. «Si el capullo puede permitirse llevar un pub, podrá permitirse invitar a su viejo colega Franco a pillarse un puto pedo. La de palos que habremos dado este cabrón y yo, ¿eh, Sick Boy?».

«Sí…», digo con una sonrisa forzada, levantando el vaso hasta la espita, mientras intento calcular cuántas copas gratuitas me gorroneará por semana y lo que eso supondrá para los ya míseros márgenes de beneficio que a este tugurio le viene justo producir. Estoy venga a largar con Franco, arrojándole con naturalidad información y nombres que trastornen su mente enferma. Se ve cómo giran las ruedas dentadas, mientras él se queda cada vez más consternado. Hay nombres y planes rudimentarios pugnando por entrar en el carril derecho, como el tráfico de la autopista enfrentado a un filtro de urgencia que se avecina. Por supuesto, dejo al margen un apelativo en particular. Caigo en la cuenta de que la reaparición de Franco me perturba y me estimula extrañamente al mismo tiempo, mientras intento hacer un balance rudimentario de oportunidades y riesgos. Intento mantener una actitud de estudiada neutralidad, escuchando sus chorradas en un silencio adusto y mordaz. No faltarán espíritus mucho menos ambivalentes respecto al retorno de Begbie.

El otro vivales me mira con una sonrisa de oreja a oreja. Se diría una versión más delgada y menos saludable de Franco; un cuerpo forjado por el acero carcelario, sí, pero luego cincelado por las drogas y el alcohol. Sus ojos son hendiduras feroces y psicóticas que danzan alrededor del alma de uno en busca de cosas buenas que triturar o elementos malos con los que identificarse. Pelo corto poblando un cráneo curtido que podrías pasarte todo el día golpeando sin lograr otra cosa que romperte los dedos. «¿Así que tú eres Sick Boy, entonces?».

Me limito a mirarle mientras tiro la cerveza. La expresión de mi rostro es la de esa disposición descaradamente insincera e incitante en la que se deja pendiente en el aire un «¿Y?» silencioso, y en esta batalla de voluntades quiero que este tarado añada algo más. Pero estoy perdiendo el control; lo único que me ofrece es una sonrisa de tunante mientras el efecto de la coca se agota y pienso en la papela que hay en el bolsillo de mi chaqueta, colgada en la oficina.

Menos mal; él deshace el punto muerto. «Llámame Larry, colega. Larry Wylie», me dice de forma abigarrada y como midiéndome. Estrecho la mano que me brinda con cierta renuencia. Ya veo la licencia yéndose por la taza del wáter con venaos como estos frecuentando el local. «Tengo entendido que estuvimos metiendo el rabo en el mismo sitio», dice, mientras una sonrisa malvada y calculadora le surca esa jeta insidiosa.

¿Qué cojones pretenderá decirme este capullo?

El tal Larry debe de estar percatándose de mi desconcierto, pues me pone al tanto. «Louise», me dice. «Louise Malcolmson. Me contó que intentaste ponerla a hacer la calle, cacho guarro».

Humm. Un viaje por el túnel del tiempo. «¿Sí?», digo mientras miro primero a la espita y después a él. Odio el trabajo de los bares. No tengo paciencia para tirar pintas. Menos mal que estos gilipollas descarriados no han pedido Guinness. Sí, en definitiva, ese rostro me resulta familiar; pertenece a una de esas presencias vagamente malignas en la esquina de alguno de esos garitos que visitabas para pillar o para pasar el bajón.

«Salud, colega», dice sonriéndome. «Lo sé, porque yo también lo intenté».

Begbie me mira a mí y después a Larry y otra vez a mí. «Pareja de guarros», dice con auténtico asco. Y de repente me veo sumido en un viejo temor por primera vez desde que entró en el local. Somos más viejos y hace siglos que no le veo, pero Franco sigue siendo Franco. Basta con mirar a este mentecato para saber que jamás va a llegar a ninguna parte; este mamón sencillamente no está hecho para la opción matrimonial ni la vida doméstica. Para nuestro pequeño Pordiosero las únicas opciones son la muerte o la perpetua, no sin antes llevarse por delante a todo el que pueda. Desde luego, el tipo sigue siendo francamente increíble.

Larry levanta las palmas en un suave gesto de protesta, como pidiendo comprensión. «Pero es que soy así, Franco», dice sonriendo, y después vuelve a mirarme a mí. «Así funcionan las cosas, colega. Una vez que me he tirado a una tía de todas las formas posibles, lo único que queda es tratar de recuperar algo del dinero que te costó en Bacardíes chuleándola. Si no que te diga este, ¿eh, colega?».

Este capullo se piensa que soy igual que él. Falso. Yo: Simon David Williamson, hombre de negocios, empresario. Tú: ceporro, matón de barrio que no va a ninguna parte. Asiento, pero me guardo la sonrisa para mis adentros, ya que este cabrón tiene aspecto de ser alguien a quien no conviene enfadar. Un magnífico compinche para Franco, cortado por el mismo patrón. Deberían casarse ahora mismo, porque nunca encontrarán a nadie más apropiado. Como Begbie, no es precisamente un genio de la aeronáutica pero desprende astucia de hiena callejera por todos los poros y sabe cuándo le están tratando con condescendencia a más de cien metros de distancia. Así que miro a Franco y hago un gesto con la cabeza en dirección a los pequeños cagarros engalanados con ropa deportiva y anillos raperos sentados en la mesa que hay junto a la gramola. «¿Qué rollo llevan esos, Franco?».

Sus ojos hambrientos salen como flechas al grupo de jovenzanos, extrayendo el oxígeno del aire al instante. «Esos capullines utilizan este garito. Mucho trapicheo. Vienen algunos listillos», explica. «Pero si alguien va de listillo contigo, me lo dices a mí. Algunos no olvidamos a los colegas», añade con aire de superioridad.

Y una puta mierda, colegas.

Pienso en Spud, subvencionado de extranjis por ese ladrón pelirrojo de Renton. Cabrones. Me pregunto si François estará al tanto de este arreglo tan conveniente, señor Murphy. Ay, Danny boy,[19] las gaitas, las gaitas podrían desde luego sonar por ti muy pronto. Sonando fuertes que te cagas. En efecto, casi puedo oírlas en este momento. Y la melodía que interpretan me suena muy mucho a una marcha fúnebre por un pequeño yonqui de Leith. Vaya que sí, esta hay que guardarla para más adelante.

Ahora mismo no tiene sentido alguno jugar más cartas de las necesarias con este mamón. «Se agradece, Frank. Estoy un poco al margen de la movida de Leith, ¿sabes?, por haber pasado tanto tiempo en Londres y tal», le explico, mientras guipo a otra partida de jovenzuelos entrando en el bar. Capto su atención antes de que Moira, que está leyendo una novela rosa, se ponga en pie entre chirridos. «Unos putos clientes. Ya pegaremos la hebra en condiciones luego, eh», medio le digo, medio le imploro al Pordiosero.

«Vale», dice Franco, y él y el tal Larry se sientan en la esquina, junto a la tragaperras.

Los jovencitos piden y trasiegan unas cuantas cervezas en la barra. Escucho su cháchara acerca de pillar, de llamar a fulano y a mengano. Me fijo en que Franco y Larry se marchan, lo cual hace que estos mamoncetes estén de mejor humor y levanten más la voz. El capullo de Begbie ni siquiera acerca los putos vasos vacíos hasta la barra. ¿Se habrá creído que estoy aquí para servir a un puto plebeyo como él?

Salgo a coger los vasos, pensando en las golosinas que me ha pasado Seeker y que ahora están escondidas arriba, en la caja que hay en el cajón de la oficina. Evidentemente, guardaré el perico para uso propio. Mientras coloco los vasos como una puta sirvienta, abordo al más bocazas de los capullines, el tal Philip. «¿Todo bien, colega?».

«Sí», dice con suspicacia. Su colega más alto y más ancho, Pepito Paleto, ¿cómo se llama?, Curtis, el que parece ser el blanco de todas las pullas, se aproxima. Como los demás, lleva un puñao de anillos de oro en las manos. Me concentro sobre esa gran veta de color meado. «Qué anillos raperos más guapos, chavales», comento.

El espesoide en cuestión va y dice: «Sí, llevo ci-ci-cinco, y quiero ponerme tres m-m-más, para poder llevar uno en cada de-de-de-de-de…».

Está ahí de pie, boquiabierto y parpadeando, tratando de soltarlo; me entran ganas de volver a la barra y limpiar unos vasos o poner Bohemian Rapsody en la gramola antes de que acabe de escupirlo.

«… de-dedo y tal».

«Eso tendrá que venirte de perillas cuando subas por el Walk. Evitará que te raspes los nudillos contra el pavimento», sonrío.

El muy tontolculo me mira boquiabierto. «Eh…, ya…», dice, completamente desconcertado, mientras sus colegas empiezan a reírse a mandíbula batiente.

«Pero mira estos», se jacta el mamón de Philip, mostrándome un juego completo. Eso es lo más cerca que quiero llegar a estar de ellos. Este capullín es de un chulo que te cagas, y tiene el brillo del hijoputa malo en la mirada. Está incómodamente cerca de mí, de modo que casi tiene la visera de su gorra de béisbol metida en mi cara. Está ataviado con esa ropa deportiva cara pero de mal gusto que goza de popularidad entre tantos de los gilipollitas hip-hoperos estos.

Le hago un gesto de que se arrime un poco a la esquina donde está la gramola. «Espero que no estéis trapicheando con pastillas», le cuchicheo a este cretino.

«Nah», dice con una beligerante sacudida de su cocorota.

Bajo la voz. «En tal caso, ¿te interesaría pillar unas?».

«¿Me tomas el pelo?», suelta, apretando los labios y frunciendo el ceño.

«No».

«Pues… sí».

«Tengo palomas, a cinco libras».

«Guay».

El capullín reúne el dinero y yo le sirvo veinte palomas. Después de eso, aquello parece una feria. Tengo que darle un toque a Seeker para que me envíe más. Por supuesto, no honra el bar con su presencia, sino que envía a un mensajero con pinta de hurón en su lugar. Coloco 140, y queda una hora antes de echar el cierre. Entonces los capullines se van a tomar por saco a los clubs, dejando el pub vacío salvo por un par de viejos borrachines jadeantes en el rincón jugando al dominó. Saco seis pastillas de mi mochila y las meto en una bolsa de plástico.

Miro a Moira, que ha estado fregando y ahora vuelve a leer su novela rosa. «Mo, ¿te importaría hacerte cargo durante media hora? Tengo que salir a un recado».

«Tranquilo, hijo», gruñe la servicial gallina vieja, sacando levemente la cabeza del gran romance.

Me voy paseando hasta la comisaría de policía de Leith. Pensando en esa vieja y grandiosa frase, la policía de Leith nos ha dado permiso para retirarnos, me aproximo a un polizonte, bajo, gordo y poco elegante que está tras el mostrador. De él se desprende el rancio olor de la transpiración como un delantero picajoso de un molesto defensa central. Este muchacho tiene aspecto de estar pudriéndose en vida; hay escamas de piel eczemosa temblándole en el cuello, sostenidos únicamente por un sudor aceitoso y tóxico. Vaya, que resulta grato ver a un policía en condiciones. El agente Kebab me pregunta a regañadientes qué puede hacer por mí.

Le planto las seis pastillas sobre el mostrador.

Ahora sí que se aprecia cierta energía y concentración en esos ojillos furtivos. «¿Qué es esto? ¿De dónde las ha sacado?».

«Acabo de hacerme cargo de la licencia del Port Sunshine. Vienen a beber muchos jovencitos allí. Bien, eso no me importa, son los que dejan el dinero. Pero vi a un par de ellos comportándose de forma sospechosa, así que les seguí hasta el wáter. Estaban en el mismo cubículo. Abrí la puerta de un empujón; el cierre está roto y lo tengo que arreglar; como acabo de decirle, acabo de hacerme cargo del bar. De todos modos, les quité estas pastillas y les prohibí la entrada».

«Ya veo…, ya veo…», dice el agente Kebab, paseando la mirada de las pastillas a mí y de vuelta otra vez.

«Por mi parte, no sé mucho de estas cosas, pero podría tratarse de las pastillas fantasy de las que hablan los periódicos».

«Éxtasis…».

Este muchacho sabe distinguir entre el éxtasis y el eczema, lo cual resulta muy oportuno. «Lo que sea», digo yo, rebosante de la impaciencia del empresario-y-contribuyente. «La cuestión es que no quiero prohibirles la entrada de forma permanente si son inocentes, pero ni de coña va a haber nadie traficando con drogas en mi pub. Lo que quiero que haga usted es hacer pruebas y que me cuente si se trata de drogas ilegales. Si es así, le llamaré como un rayo si esa escoria vuelve a poner los pies en mi bar alguna vez».

El agente Kebab parece impresionado por mi vigilancia, y no obstante molesto por el fastidio que le va a suponer. Es como si ambas fuerzas le impulsaran en direcciones opuestas y se tambalease in situ, tratando de determinar en qué dirección dar el salto y perdiendo más piel en el proceso. «Bien, caballero, si quiere dejarnos sus datos personales, enviaremos esto al laboratorio para que hagan las pruebas. A mí me parecen pastillas de éxtasis. Por desgracia, en estos tiempos que corren la mayoría de jóvenes las toman».

Sacudo la cabeza con gesto severo, sintiéndome como un oficial de grado superior de los de Policías de barrio. «Eso será en cualquier parte menos en mi pub, agente».

«El Port Sunshine tenía cierta reputación en ese sentido», explica el policía.

«Probablemente eso explique por qué me lo traspasaron a tan buen precio. Pues bien, ¡nuestros amigos traficantes van a descubrir que esa reputación está a punto de cambiar!», le confío. El poli intenta poner una expresión alentadora, pero quizá haya exagerado un poco, hasta el punto de que ahora piensa que soy uno de esos «apatrulladores de barrio», que a la larga sólo le acarreará más agobios.

«Hmm», dice él, «pero si hay algún problema, caballero, póngase directamente en contacto con nosotros. Para eso estamos».

Asiento con un gesto de adusto agradecimiento y me dirijo al pub.

Cuando llego allí, Juice Terry está apoyado en la barra, obsequiando a la vieja Mo con algún cuento y ella se carcajea a unos niveles peligrosamente próximos al de hacerse pis encima. Su enorme rebuzno resuena contra las paredes, lo cual hace que por un instante me plantee comprobar si el edificio tiene seguro.

El bueno de Juice está en plena forma, vaya que sí. Se vuelve hacia mí. «Sick Boy, digo Si, estaba pensando que tendrías que venirte con nosotros a Amsterdam para la despedida de soltero de Rab este fin de semana. A comprobar la oferta del barrio chino».

Ni de coña. «Me encantaría, Terry, pero no puedo dejar esto desatendido», le digo mientras les voceo a los fiambres de la esquina que esta es la última ronda. Ni uno solo de esos viejos cabrones quiere otra cerveza, se limitan a desfilar hacia la noche como los espectros en que pronto se convertirán.

No pienso ir a Amsterdam con una partida de mamones. Regla número uno: rodéate socialmente de chochos, evitando a los grupos de «colegas» a cualquier precio. Después de cerrar el bar, Terry insiste en que vaya con él a un club del centro donde su adlátere DJ, el N-Sign ese, está pinchando. Bueno, N-Sign es bastante conocido y debe de estar forrao, así que después de cerrar no tengo inconveniente en acompañarle. Nos metemos en un taxi, y después pasamos por delante de las masas que hacen cola en un cagadero del Cowgate, sin problema alguno, mientras Terry les hace gestos y guiños a los de seguridad. Uno de ellos, Dexy, es un viejo conocido, y charlo un rato con él.

Al tratarse de Edimburgo y no de la elitista urbe de Londres, no hay barra de VIPs, de modo que tenemos que ir de pobres con la puta plebe. El tal N-Sign está en la barra y hay bastantes jovenzuelos y chicas haciendo alharacas en torno a él. Nos hace un gesto a Terry y a mí y subimos a la oficina del club con algunos tíos más, donde están preparando unas rayas. También hay algunas cajas de cerveza que vienen muy bien. Terry ha hecho todas las presentaciones; de todos modos, conozco vagamente a N-Sign; es un viejo colega de Juice de Longstone o Broomhouse o Stenhouse o algún sitio así. Algún sitio predominantemente Jambo. Es curioso, últimamente la verdad es que no me importan demasiado los Hibs, pero mi aversión por los Hearts no decae ni por un segundo.

Terry les está contando todo sobre la noche que pasamos. «Montamos una macrosesión en el local de Sick Boy. Había una puta estudiante que va a la uni con Rab Birrell», dice mientras frunce los labios y se vuelve hacia mí: «¿Cómo estaba?».

Resulta preocupante lo deslenguado que es, sobre todo cuando va de coca, pero el entusiasmo con que interpreta su número es contagioso. «Como un queso», admito.

«Pero no pudieron con el skunk. Primero, a la gafotillas le da la pálida, y después a la que estaba follable de verdad, la Nikki esa, le da un síncope y todo. El guarro este se la llevó a su casa y se la cepilló», dice señalándome con un gesto de la cabeza.

Yo niego con la cabeza. «Qué coño me la voy a cepillar. Gina se la llevó a los retretes y después la llevamos a mi casa y la acostamos. Fui un perfecto caballero y me porté mejor que nunca, al menos con ella. A Gina sí que me la follé cuando fuimos a su casa».

«¡Ya, y después seguro que volviste y te cepillaste a Nikki también, cacho cabrón!».

«Nooo…, tenía que levantarme temprano para recoger una entrega así que volví derechito al pub por la mañana. Cuando llegué al piso, Nikki se había marchado. Y aunque hubiese estado ahí, me habría comportado como un caballero modélico».

«¿Y esperas que me lo crea?».

«Así es como fue, Tel», sonrío. «Con algunas tías tienes que disputar un partido de larga duración. No me interesa follarme a un cadáver que no para de potar».

«Desde luego, fue una lástima que te cagas», maldice Terry, «porque la pequeña ya tenía ganas», le dice al tal N-Sign, o Carl, como le llama él. «Oye, Carl, tendrías que bajar al pub y traerte algunos de los chochitos de tu club contigo. Siempre nos hace falta sangre fresca», dice Terry tomándole el pelo.

Pero el DJ este es legal. Nos estamos poniendo un poco curdas mientras compartimos una papelina y él me dice algo que me acelera el pulso aún más que la raya recién sacada del pedrusco que acabo de meterme. «Estuve en Amsterdam la semana pasada. Vi al tío que lleva el club ese que hay allí. En tiempos era colega tuyo. Renton. Me dijeron que habíais reñido. ¿Os habéis vuelto a ver alguna vez?».

¿Qué me está diciendo?

¿Renton? ¿RENTON? ¡EL PUTO RENTON!

Pienso para mí: hombre, a lo mejor sí me vendría bien acercarme a Amsterdam. Comprobar el mundo del porno. ¿Por qué no? Un poco de R&R. ¡Y también podría recuperar cierto dinerito que se me debe!

Renton.

«Sí, ahora ya hemos hecho las paces», le miento. «¿Cómo dices que se llama su club?», pregunto con naturalidad.

«Luxury», dice inocentemente Carl N-Sign Ewart mientras el corazón me late con fuerza.

«Ese», asiento, «ese es. El Luxury».

Ya le daré yo lujo a ese traicionero capullo pelirrojo.

Ir a la siguiente página

Report Page