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Lunes, 12 de noviembre. Sevilla, España » Capítulo 11

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11.

Sevilla, España

 

Paco se estira en el sofá.

 

El reposo domiciliario que tiene prescrito le come la moral, y ya no sabe qué inventar para que los minutos y las horas transcurran más rápido. El aburrimiento no fue tan atroz cuando le mandaron de vuelta del hospital por primera vez a su casa, a la de toda la vida, la que compró con Flor cuando se prometieron, y donde nació Rafa y vivieron años felices. Pero en el apartamento de sesenta metros cuadrados de Camino no hay nada que hacer. Además, echa de menos a su hijo. Cierto que antes tampoco es que le viera tanto; un rato al día, con suerte. Rafa está en esa edad en que solo quiere calle, y en que cualquier colega y cualquier entretenimiento le parecen más atractivos que pasar tiempo con su padre.

Pero esos minutos diarios, invertidos en compartir una cena apresurada o ver juntos el resumen del último partido, le alegraban el alma. Aunque a veces ni se diera cuenta de ello. Ahora sí, porque ahora, si algo tiene, es tiempo para pensar.

Luego está Mago. A él sí que le echa de menos. Ese mastín buenazo que le seguía a todas partes. Si Paco se pasaba toda la tarde en el sofá, el perro se sentaba a su lado y de ahí no se movía. Si iba a la cocina a picar algo, para allá que iba Mago meneando el rabo al compás. No digamos si salía a estirar las piernas.

Y Flor. Cuánto le agobiaba, siempre pendiente. ¿Estás bien? ¿Te ahueco el cojín? ¿Te pongo una cervecita? ¿Qué quieres comer? Alguna vez salió huyendo de casa con tal de no oírla. Ahora hasta eso echa en falta. No a Flor, no malinterpretemos las cosas. Él está muy feliz con Camino y muy orgulloso de haber dado el paso. Lo que echa de menos es ese runrún por la casa, ese alguien pendiente de uno. De repente lo entiende. Su enemiga no es otra que la soledad. La maldita soledad, que le cerca por todos lados y se le cuela por dentro y ya no sabe qué hacer más que consultar el reloj o debatirse entre preguntarle a Camino a qué hora llega como el pelma en el que le horrorizaría convertirse o seguir mirando las musarañas. Las hormigas, todo lo más.

Porque eso es lo único que hay allí. El terrario de hormigas. Y, la verdad, tenía su guasa cuando se burlaba de las mascotas de Camino, incluso los primeros días en aquel apartamento, observándolas trajinar por sus túneles, pero a estas alturas las hormigas pasan de él y él pasa de las hormigas. Si por lo menos pudiera traerse a Mago. Total, Flor no lo quiere. Siempre dijo que era el perro de su marido, nunca le hizo caso más allá de mandar a Rafa a pasearlo cuando él andaba de bares con Camino y quería recordarle que no olvidara a su familia, que la tuviera presente antes de dar un paso en falso con esa mujer.

Pero ahora a Mago se lo han quedado Flor y Rafa, porque Camino tiene fobia a los perros. Solo con ver uno se le corta la respiración y le entran unos sudores que da angustia verla.

Si al menos la comisaria le concede esos días a Camino, podrán disfrutar de un paréntesis en el que las cosas serán distintas. Se desperezará tarde junto a ella, desayunarán leyendo el periódico en el bufet de un buen hotel, harán un circuito de esos de spa que le dejan a uno como nuevo. Aunque en su caso esto último sería mucho pedir. Porque si hay algo que Paco Arenas lleve todavía peor que la soledad son los dolores. Los putos dolores. Desde que salió de aquel coma por el tiroteo en las Tres Mil comenzaron las migrañas. No en vano tenía una bala alojada en el cráneo que, aunque le permitió sobrevivir, no lo hizo sin dar por saco. A veces la intensidad era tal que se le acumulaban las náuseas en la boca del estómago. Y el tormento en el fisioterapeuta para reactivar sus piernas tras los meses en coma. Pero lo sobrellevaba, y gracias a su perseverancia mejoró mucho. Luego aquel loco le secuestró y le sometió a esa caza por el monte. El dogo asesino se llevó con él buena parte del músculo del brazo. Y después el tiro en el costado. Escapó de la parca una vez más. Cualquiera diría que el exinspector de policía tiene un ángel de la guarda, o es un superhéroe con poderes que se disfraza de tipo normal y campa a sus anchas por Sevilla. Nada de eso. Es un hombre que ha envejecido mucho en el último año y que sigue vivo a costa de quedar hecho una piltrafa. Una piltrafa lacerada por los dolores, a veces intolerables. Como ahora.

Se pone en pie y va al dormitorio. En el primer cajón de la cómoda, Camino guarda una cajita de madera con el material para fumarse un porro muy de vez en cuando. Si las circunstancias fueran otras, Paco habría regañado a Camino por apropiarse de la sustancia en lugar de proceder conforme a la norma. Pero pasa por alto la naturaleza un tanto disoluta de su compañera porque resulta que eso, más que ninguna pastilla de las que le receta el médico religiosamente, mitiga su calvario. O, al menos, le atonta lo suficiente para no sentirlo con tanto rigor. En los últimos días, él solito se lo ha ventilado todo. Ahora remueve unas hebras de marihuana y suelta tal soplido de disgusto que hace que alguna de ellas salga volando. Qué más da. No darían ni para media calada. Un trallazo en la sien le hace agarrarse al cajón de la cómoda, que cae desperdigando su contenido por el suelo. Paco suelta una blasfemia y deja pasar unos segundos hasta que el dolor disminuye. Luego se agacha para enmendar el estropicio. Ahí está la lencería de Camino toda revuelta. Sujetadores de encaje, tangas deportivos, bragas anchas de algodón para los días de regla, un picardías rojo con transparencias que nunca le ha visto y en el que se recrea más de la cuenta mientras un nuevo pinchazo, este de celos, le hace preguntarse con quién o quiénes lo habrá usado. Lo coloca todo de vuelta al cajón. Va a acoplarlo en la cómoda cuando la ve bajo la cama. Es una bolsita de plástico transparente que ha debido de salir propulsada en la caída. Se tumba en el suelo, estira el brazo y logra alcanzarla. La examina con perplejidad, después la abre para verificar el contenido. Su cara refleja una inquietud que da paso a la indignación. Qué cojones hace Camino con eso.

Un latigazo aún más fuerte disipa cualquier otro sentimiento. Esta vez no remite, parece decidido a obligarle a cruzar todos los umbrales del dolor. Tras varios minutos de tortura, enajenado por el martirio en su cabeza, agarra la bolsa y se arrastra con ella en dirección a la sala, sabedor de que está a punto de deslizarse por una pendiente en la que casi todos acaban despeñados.

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