Planeta

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Cuarta parte » Capítulo 94

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94.

Camino despierta sacudida por un dolor intenso.

 

Está localizado en el dedo meñique de su mano izquierda. Se siente confusa, pero al abrir los ojos todo regresa a su cabeza. Enfrente tiene a Ramón con una tenaza en las manos. Unas gotas de sangre resbalan desde la herramienta. Cuando se mira el punto del que proviene el daño, se siente desfallecer: la uña no está donde debería. En su lugar hay un hueco sanguinolento. El miedo y la congestión cerebral se aúnan en un embrollo incomprensible y grita de pura angustia, aunque su voz sigue sin traspasar la barrera pegajosa que le sella la garganta.

—Lo que te estoy haciendo se llama oniquectomía. Como ves, consiste en extirpar las uñas. Algunos lo hacen con sus gatos domésticos.

Camino gesticula y se desgañita con tal ahínco que consigue hacerse entender por Ramón.

—¿Loco, dices? Puede. Tanto como todos esos que aseguran amar a su mascota pero les importan más las cortinas del salón. Pero míralo por el lado bueno: ya no tendrás que preocuparte por morderte las uñas.

La inspectora se agita, querría liberarse de las ataduras que rodean su torso, pero el cuerpo ni siquiera le responde. Cada uno de sus músculos sigue adormecido por los efectos del perno, y sin embargo, siente que su estómago se ha vuelto del revés y el dolor en la punta del dedo es tan intenso que se irradia hacia todo el cuerpo. El único músculo que le responde es el corazón, que aporrea su pecho con una fuerza descomunal. Se lo va a romper, el corazón le va a explotar dentro del pecho y la va a partir en dos.

Ramón sigue hablando, pero a ella le cuesta oír algo más allá de esos latidos. Solo ve cómo, impasible al sufrimiento, él le agarra la mano izquierda y continúa con el siguiente dedo. El anular.

Camino siente un nuevo ramalazo de dolor al tiempo que un rugido intenso proviene de alguna parte. Tarda en darse cuenta de que el origen es su propia garganta. Resuella. Las manos de Ramón aferran un nuevo dedo. Esta vez un aullido horrísono es capaz de traspasar la cinta, la mandíbula cerrada, y, ya mortecino, débil como un gemido, las paredes de esa sucursal del infierno.

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