Plan B

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Capítulo 8

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Capítulo 8

Kyle

—Explícame no solo por qué tengo que ir a almorzar, sino por qué tengo que vestirme con la ropa de tu hermana. No es nada raro. Qué va. Para nada.

Estamos en el ascensor de mi edificio. Daisy no ha dejado de quejarse en todo el camino al vestíbulo. Cuarenta plantas. Menos mal que estamos solos. El ascensor se ha detenido en el piso treinta y dos. Un chico al que he visto varias veces en el gimnasio la ha mirado un momento, cuando estaba en mitad de una de sus exhibiciones de aspavientos, y, mientras daba un paso atrás, ha asentido con la cabeza como diciendo: «Suerte, tío. Ya subo en el siguiente».

—Porque hay que comer y el vestido de anoche no es apropiado para ir a almorzar. Y porque uno de nosotros se quedó dormido a las diez y cuarto y no pudimos hablar del lío en el que estamos metidos.

—Porque uno de nosotros está embarazado y eso cansa. Y no estamos metidos en ningún lío. Estamos en el siglo xxi. Ya te lo he dicho, lo tengo todo controlado. No te necesito.

Que no me necesita.

Sí, ya.

—Deja de tener esa actitud, Daisy —mascullo cuando al fin llegamos al vestíbulo. Nunca me había fijado en la cantidad de palabras que se pueden intercambiar durante el trayecto.

—Todos tenemos problemas, Kyle. Yo solo he venido a informarte. No necesito nada. Me las sé apañar solita.

—Que sí. Que tu plan era decírmelo e irte. Porque es lo correcto —le recuerdo lo que dijo ayer cuando me dejó bien claros sus motivos para colarse en la fiesta y hacerse pasar por mi prometida.

—Exacto —conviene, y alza la barbilla con gesto desafiante.

La observo un momento y me pregunto cómo sería esto si no fuera tan complicado. Esta situación. Yo. Nosotros.

Nos dirigimos a Walnut. Le pongo una mano a Daisy en la parte baja de la espalda y la conduzco hasta el número 19. Hay dos manzanas desde el 19 hasta el lugar donde suelo almorzar los domingos en la calle Samson. El Diente de León es un bar británico escondido en un antiguo edificio de ladrillo, en pleno centro de Filadelfia. Tiene la típica barra, una gran pieza vintage completa con una pared llena de botellas de licor detrás. Pero el resto del local está repleto de mesas con la madera levantada y sillas desparejadas. Fotos antiguas de perros de caza ingleses cuelgan al azar sobre banquetas rojas de cuero escondidas en las esquinas.

Es cómodo y a Gigi le encanta. Ya está aquí. Está sentada con Kerrigan en una mesa iluminada. Al lado hay una ventana de la que cuelgan unas pesadas cortinas de flores.

Daisy se queda petrificada nada más ver a Kerrigan. Titubea al andar. A lo mejor se me ha olvidado comentarle que no comíamos solos. O he pasado de comentárselo. Semántica.

—La que está con Kerrigan es mi abuela. La madre de mi madre —le susurro al oído mientras la tomo de la mano y la llevo hacia ellas.

—Me estás vacilando.

Intenta zafarse de mi agarre, pero la tengo bien sujeta. No pienso soltarla.

—Para nada —le aseguro, mientras Gigi y Kerrigan se levantan para abrazarnos.

—Kerrigan me ha comentado que tenías noticias —dice mi abuela de lo más entusiasmada mientras abraza fuerte a Daisy—. ¡Me alegro mucho por ti, Kyle! —Se aparta para dejar respirar a Daisy—. ¡Qué guapa eres! No me extraña que Kyle esté loco por ti.

Daisy parpadea cual cervatillo deslumbrado por los faros de un coche. Parpadea, parpadea. Me mira a mí y luego otra vez a mi abuela. Parpadea, parpadea.

—Llámame Gigi —le dice mi abuela ni corta ni perezosa—. Así me llaman Kyle y Kerrigan.

Daisy asiente y repite el nombre. Exhala y vuelve a mirarme.

—¿Qué tal si nos sentamos? —propongo para que Daisy no huya. Le echo un vistazo rápido para asegurarme de que está bien, pues la veo algo pálida. No sé si es por los nervios o por las náuseas matutinas, porque de pronto recuerdo lo rápido que pasó anoche de estar bien a vomitar. Se sienta junto a la ventana y yo me pongo a su lado; Gigi y Kerrigan se sientan delante de nosotros.

Se hace un momento el silencio mientras nos sentamos, a lo que le sigue una interrupción por parte de la camarera para ofrecernos café. Daisy lo rechaza y hace todo lo que está en su mano para esconderse tras la carta.

Al parecer, solo se le da bien fingir cuando es ella la que está al mando.

Pues para su desgracia, se le ha acabado el chollo.

—Cariño. —La rodeo con un brazo y la acaricio para que dé la impresión de que nos queremos—. Mira, tienen huevos Benedict, tus favoritos.

No tengo ni idea de si le gustan los huevos Benedict o no, pero mi familia tampoco, y que parezca que sabemos cosas del otro le da credibilidad a nuestro falso compromiso.

Ella resopla de esa forma que podría pasar por una exhalación, pero yo sé que significa que está enfadada. Acto seguido, me pone la mano en el muslo y gira un poquito la cabeza en mi dirección. Sonríe. Le brillan los ojos. Pero hay desafío en su mirada.

—Pero también tienen eso otro que tanto me gusta: tostadas francesas. Con nata con sabor a vainilla por encima. —Se acerca más a mí, solo un poquito y, tras una breve pausa, me sigue el rollo y añade—: Amor.

Entonces, repite la caricia que le he hecho en el brazo, pero en el muslo. Dibuja círculos cada vez más cerca de mi miembro, se humedece el labio inferior y me guiña un ojo. Le tomo la mano y le doy un beso en el dorso, no vaya a ser que me empalme delante de mi hermana y mi abuela. Luego, mantengo nuestras manos unidas para que no pueda hacer más daño.

—¿Y cuándo es la boda? ¿Lo habéis decidido ya o vais a disfrutar del compromiso un tiempo más? —nos pregunta Gigi con una sonrisa. Le hace una ilusión tremenda que me vaya a casar. Hacía años que no la veía tan contenta. Es como si verme feliz le levantara el ánimo. «Una falsa felicidad», me recuerdo. Pero el resultado es el mismo, ¿no? Para Gigi y para Kerrigan. Para todo el mundo.

—La semana que viene —contesto, ni corto ni perezoso.

Daisy se atraganta. Le doy palmaditas en la espalda y le acerco un vaso de agua.

A Gigi se le desencaja la mandíbula, junta las manos y se ríe.

—¡Qué romance más apasionado! ¡Un matrimonio por amor! Como el de tus padres.

Según me han contado, la relación de mis padres empezó como un romance de verano, pero yo no nací siete meses después de que se casaran, así que no creo que su romance apasionado se pareciera mucho al nuestro.

—Daisy ya no soporta que estemos separados. ¿Verdad que no, cielo? Con la distancia y eso…

—Bueno, eso explica por qué no la has traído antes —dice Gigi, radiante—. ¿Dónde vives, Daisy?

—En Naperville, en las afueras de Chicago.

—Muy bonito —añado, aunque no tenga ni idea.

Daisy se las arregla para sonreír a mi abuela mientras me mira de reojo. Me da una patada por debajo de la mesa.

—¿Y cómo os conocisteis? —quiere saber Gigi.

Kerrigan se suma y añade:

—¡Ay, sí, cuenta, cuenta!

—Nos conocimos en Boston —empieza Daisy.

—Me ofrecí a llevarla a Fenway en coche —intervengo—. Pero me dijo que no tras insinuar que podría ser un asesino en serie. Eso sí, me dejó acompañarla a pie.

Sonrío al recordarlo. Una sonrisa sincera, no falsa. Me sorprendió que me dijera que no. No suelo ofrecerme a llevar a mujeres desconocidas, pero su respuesta fue muy contundente. Se subió las gafas de sol para mirarme a los ojos mientras hablaba. Los suyos eran azules, y sonreía pese a estar replicándome.

—Ya saben cómo va esto, señoritas. Nunca se es demasiado precavida —dice Daisy—. No puedes subirte al coche de un desconocido simplemente porque te dé un vuelco el corazón y pierdas el sentido solo con verlo. O porque cuando sonría le salga el hoyuelo más bonito que has visto en tu vida.

De pronto, se calla y mira su vaso.

Se produce una breve pausa. Gigi y Kerrigan la miran y los ojos les hacen chiribitas, mientras que Daisy observa la mesa como si hubiera hablado demasiado.

—Ja, ja —dice al fin Kerrigan—. Como si eso pudiera pasarme a mí. Kyle tiene un chófer que me sigue a todas partes. Ni siquiera me deja tomar un taxi.

Mi hermana me mira con el ceño fruncido. Mi sobreprotección es un problema continuo entre nosotros.

—Podrías vivir conmigo, si lo prefieres —le digo—. El conductor te llevaría a clase todos los días en vez de acompañarte cuando necesites salir del campus.

El problema de criar a una adolescente cuando tú dejaste de serlo hace poco es que recuerdas a la perfección lo idiotas que pueden llegar a ser. Y a eso súmale que su patrimonio la convierte en un objetivo potencial. Tiene suerte de que su cuerpo de seguridad sea pequeño y muy discreto.

—Deberías elegir mejor tus batallas —interviene Daisy—. No vale la pena discutir por un chófer. Acepta el coche y peléate con Kyle por otra cosa.

Estoy sorprendido. Pensaba que doña cabezona se pondría de parte de Kerrigan para chincharme, no que fuera a darme la razón.

—¿Y cuándo te lo pidió? ¿Y el anillo? —pregunta Gigi mientras mira la mano izquierda de Daisy. Una mano izquierda desnuda.

—Me lo están ajustando —responde ella sin titubear. No sé si debería estar impresionado o asustado—. Pero os puedo decir cómo es.

Por supuesto.

—Es espectacular. —Daisy suspira y se lleva una mano al corazón—. Es el anillo de mis sueños. Y lo eligió él solito. No sé cómo lo hizo, en serio. Es como si me hubiera leído la mente. Porque en ningún momento habíamos hablado de anillo ni de compromiso ni de nada de eso.

Me paso una mano por la mandíbula para no reírme.

—Alianza de platino —prosigue Daisy, que levanta la mano desnuda y extiende los dedos. Con la otra, señala dónde iría el anillo imaginario. Hace aspavientos con las manos—. Diamante ovalado engastado en un halo. —Deja salir un suspiro romántico y dramático—. Y es enorme. —Mueve los dedos y enfatiza la palabra «enorme»—. Le dije que sí. —Me mira y coloca una mano en mi antebrazo y la otra sobre su pecho—. ¡Claro! Pero le dije que el anillo era muy ostentoso y que lo cambiáramos por algo un poco más discreto. Sin embargo, él insistió. Me dijo que quería que todos los hombres que hubiera en un radio de diez kilómetros supieran que pertenecía a alguien.

Se encoge de hombros como diciendo que no tengo remedio.

—Qué cavernícola —se queja Kerrigan.

Daisy asiente y yo hago todo lo que puedo por no gruñir.

—Cuéntanos cómo te lo pidió —pide mi hermana, que, impaciente, se echa hacia delante mientras la camarera nos sirve la comida.

—Fue muy romántico… —Daisy se muerde el labio inferior, como si no quisiera demostrar la ilusión que le hizo, pero yo sé muy bien que no es así y que se está aguantando la risa mientras imagina la historia de ensueño que está a punto de contar. Entonces se vuelve hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Quieres contarlo tú?

—Fue algo sencillito —intervengo, aliviado por impedir que se invente algo relacionado con una valla publicitaria o un mono de circo.

—Estábamos solos —conviene ella mientras le da un mordisco a la tostada y gime de placer. Recuerdo que hizo lo mismo mientras se comía el perrito caliente en Fenway. Le dio un bocado gigante e hizo un ruidito de felicidad con el rostro inclinado hacia el sol mientras masticaba. Se volvió con una sonrisa y le dio un sorbo a mi cerveza. No he estado más a gusto con un completo desconocido en toda mi vida. Dudo haber estado tan bien con alguien como con ella aquel día.

—Estábamos solos —repito en cuanto vuelvo al presente—. Era un fin de semana tranquilo en casa. En mi casa —aclaro, pues saben que Daisy no vive en este estado—. Daisy tenía un par de días libres y compramos helado —improviso al ver cómo se mete una cucharada de nata en la boca.

—¡Sí! —exclama. Se le iluminan los ojos y se vuelve con entusiasmo hacia Kerrigan y Gigi—. ¡Bassetts! Mi favorito.

Bassetts. Madre mía, eso está en el mercado Reading Terminal, si la memoria no me falla. Ni recuerdo la última vez que fui, pero, al parecer, Daisy lo conoce bastante bien.

—Cierto —digo, y asiento con la cabeza—. Cenamos en mi casa y se lo pedí mientras tomábamos helado. Punto —concluyo, tajante, deseando acabar con esto—. ¿Qué tal la universidad, Kerrigan? Avísame si necesitas ayuda.

Kerrigan y Gigi no parecen satisfechas. No les ha hecho gracia que haya cambiado de tema.

—Lo está contando mal —protesta Daisy, que arruga la nariz como si me hubiera hecho un lío con los detalles de una historia real—. Para empezar, compramos tres tarrinas de helado para el postre porque el de Bassetts es el mejor y no sabía qué sabor elegir, así que Kyle me dijo que los cogiera todos. —Sonríe a Kerrigan y Gigi como si comer helado fuera algo impresionante—. Luego hizo la cena. Pasta con las hierbas frescas que compramos en el mercado y albóndigas en su punto. ¡Qué rico!

Está radiante.

Yo miro.

Kerrigan y Gigi la instan a seguir.

—Acabamos de cenar y puso cuatro tarrinas en la encimera. A mí casi me da algo porque solo habíamos comprado tres y me preocupaba que nos hubiéramos llevado la compra de otra persona y me tuviera que conformar con un sorbete de limón o un helado de mantequilla y nuez pecana cuando lo que yo quería era un helado con trocitos de chocolate y menta o de masa para galletas con pedacitos de chocolate o de crema de cacahuete. —Hace una pausa—. O helado de pastel de cumpleaños. O helado de pretzel y caramelo salado. O helado con trocitos de chocolate negro. Pero un sorbete no.

Kerrigan y Gigi asienten, embelesadas con la versión de los hechos de Daisy.

—Y yo: «¡Kyle! ¿Nos hemos equivocado de bolsa?». —Mueve las manos cerca de la cara en una aparente recreación de su angustia y esta vez no puedo evitar reírme a carcajadas. Se emociona mucho cuando se altera, y ahora está como loca mientras cuenta una historia que ni siquiera pasó. Creo que ella ni siquiera es consciente.

Gigi me mira mal y me manda callar.

—Y Kyle me contesta: «Estoy seguro de que hemos cogido la nuestra. Abre las tarrinas y te aseguras».

Gigi asiente. Tiene un sobrecito de azúcar en la mano. Lo ha abierto hace tres minutos para echárselo en el café, pero se le ha olvidado de lo enganchada que está a la mentira que les está contando Daisy.

—Abro el primer bote. Trocitos de chocolate con menta. Menos mal. Abro los dos siguientes. Crema de cacahuete y masa para galletas con pedacitos de chocolate. Uf —exhala Daisy en señal clara de alivio y hace como si se limpiara el sudor de la frente tras descartar que la compra fuera de otros.

»Mientras tanto, Kyle deja una cuchara en la encimera como si no pasara nada. Pero el cuarto bote me tiene confundida. ¿Acaso había una oferta? Porque, de ser así, me habría gustado elegir el sabor. Total, que tomo el cuarto bote y noto que es diferente. Está frío, pero pesa menos. Me llevo un chasco al pensar que será sorbete, pero como tengo los otros tres tampoco pasa nada.

—¿Estaba ahí el anillo? —pregunta Kerrigan con unos ojos como platos.

—Sí —responde Daisy, que asiente con la cabeza—. Abro el bote y veo una cajita sobre un montón de azúcar. El tío lo había llenado hasta la mitad y lo había metido en el congelador para que estuviera frío y pesara más. Entonces, levanto la vista y lo veo de rodillas.

—Ohhh —murmuran Kerrigan y Gigi a coro.

Por Dios.

—Me tomó de la mano y me dijo: «Daisy, conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida. Nunca he conocido a alguien como tú».

Bueno, eso es verdad.

—«Eres más dulce que el helado».

Venga ya. Daisy se estremece después de decirlo, pero Kerrigan y Gigi están tan metidas en la historia que no se dan cuenta. Ella se recompone y continúa.

—Me dijo: «Daisy, eres el amor de mi vida. ¿Me concederías el honor de casarte conmigo?».

Creo que Gigi va a llorar.

—Dije que sí, obviamente. Pegué una tirita en el anillo para que no se me cayera y me lo dejé puesto toda la noche.

Daisy acaba de contar la historia y, satisfecha consigo misma, se mete otra tostada en la boca.

—Qué contenta estoy —añade Gigi mientras se seca los ojos—. No me lo esperaba, y menos después de…

La corto para recordarle que sigue con el sobre de azúcar en la mano y le echo una mirada de advertencia. Noto que Daisy me mira, pero la ignoro y vuelvo a preguntar a Kerrigan cómo le va la universidad.

Centro la conversación en Kerrigan y Gigi lo que queda de desayuno. Daisy se come su plato y mi beicon, por lo que está casi todo el rato callada. Evito preguntas como si invitaremos a alguien a nuestra boda, y esquivo a Daisy cuando casi me clava el tenedor por accidente.

Como si fuera obra del destino, el mismo tío que no ha querido bajar con nosotros antes está ahora en el vestíbulo con una bolsa de comida en la mano esperando al ascensor. Pero, esta vez, Daisy tiene las manos quietas y se ha cruzado de brazos. Está callada. No ha dicho ni una palabra desde que hemos salido del bar. Tenía los labios fruncidos mientras se despedía de mi hermana y mi abuela y nos disponíamos a volver a mi casa.

El chico mueve la cabeza para saludarnos justo antes de que Daisy abra la boca.

—Tú flipas si crees que me voy a casar contigo.

Se abre la puerta del ascensor.

—Mira tú por dónde —masculla el chico casi sin mirar la bolsa—. Me he dejado la leche.

Se gira y sale a toda prisa del vestíbulo mientras Daisy entra en el ascensor dando pisotones y gesticulando como una posesa.

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