Plan B

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Capítulo 22

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Capítulo 22

La reacción de los blancos a la matanza frente a la catedral fue de tal intensidad asesina que la estructura misma de su civilización se vio amenazada. La comunidad blanca había acusado anteriormente a la Policía de responder con excesiva violencia a aquellos asesinos negros, pero en esta ocasión fue la propia comunidad quien lo hizo, y pareció disfrutar a fondo con ello.

Se produjo un clamor inmediato que exigía el uso de las fuerzas armadas para exterminar a la raza negra pero, tras pensarlo bien, los blancos se dieron cuenta de que esto los privaría de todos los trabajadores de baja categoría. ¿Quién recogería la basura, fregaría los suelos, lavaría los platos, cortaría el césped de los jardines y limpiaría de malas hierbas los campos de algodón y maíz? Razonaron que eso sería totalmente inaceptable. Pero ¿y si sólo fuesen exterminados los hombres? Mejor todavía, ¿y si castraban a todos los negros varones? Eso les sustraería sus tendencias agresivas y, al mismo tiempo, los dejaría físicamente capaces para la realización de todas las tareas serviles.

Naturalmente, las fuerzas armadas no podían rebajarse llevando a cabo aquel acto, por lo que varios racistas siguieron adelante en solitario con la idea, y ofrecieron una recompensa por cada juego de testículos negros que les fuese entregado. Sin embargo, esto no resultó muy lucrativo, dado que no se encontró a ningún negro varón dispuesto a quedarse quieto mientras lo privaban de sus testículos.

Frustrados en su intento de crear una raza de eunucos, algo que habría aliviado el sentimiento de inferioridad que padecían los varones blancos por el superior tamaño de los penes de los negros, los blancos abogaron después por el restablecimiento de la institución de la esclavitud.

Decidieron, tras un intervalo de sobria reflexión, que había mucho que decir a favor de la esclavitud de los negros pese a las opiniones de Lincoln y los abolicionistas. Los esclavos negros habían sido mantenidos en la hambruna y la ignorancia, tan indefensos y debilitados como irlandesas descalzas. Después de todo, los señores de esclavos blancos no habían tenido nada que temer salvo la envidia y el fanatismo de otros blancos. La esclavitud no sólo instalaría a los negros en un estado permanente de animalidad y servidumbre, sino que cumpliría sus demandas de empleos valiosos y satisfaría su deseo de separación. Los blancos no tardarían en descubrir, sin embargo, que la esclavitud ya no era viable. En la arquitectura moderna no se había tenido en cuenta por ninguna parte la necesidad de celdas para esclavos.

Las frustraciones que encontraban a cada paso acabaron por enfurecer a los blancos. Ni eunucos, ni esclavos y, de momento, los negros seguían sin recibir su castigo. Se produjo una súbita oleada de linchamientos por toda la nación, de norte a sur y de este a oeste. Linchaban a los varones negros en cuanto los veían, en concurridas intersecciones de calles principales a plena luz del día, en carreteras solitarias cerca de vastas granjas y ranchos, en sus propias casuchas de aparcero remotas y desoladas. Los linchaban de cualquier modo imaginable. Acompañando el ahorcamiento y la quema en la hoguera de toda la vida, aparecieron innovaciones modernas. Algunos fueron aplastados contra muros por coches grandes y potentes. Algunos murieron despedazados por tacones de aguja femeninos. A algunos los empaparon con gasolina, les prendieron fuego y les soltaron para que corrieran y avivaran las llamas. Algunos fueron simplemente apaleados hasta la muerte con cualquier instrumento contundente que hubiese a mano.

A fin de seguir vivos, los varones negros se escondieron. Se fueron a vivir allí donde les pareció que estarían fuera de la vista de los blancos. Sus casas de los guetos sufrían invasiones periódicas de la Policía y, por tanto, las consideraban poco seguras. Ni siquiera los sótanos de sus edificios les hacían creerse a salvo de la incesante persecución policial y sus ejércitos de informadores. Estos sitios tenían asimismo las mismas probabilidades de resultar trampas mortales durante los sistemáticos registros en busca de armas.

De manera que salieron de los guetos para esconderse. Al principio, los escondites preferidos, cuyo atractivo debían a los escritores negros, fueron las alcantarillas y los conductos de los diversos servicios públicos, como electricidad, teléfonos, agua, vapor y similares. Estos sitios formaban laberintos bajo los edificios de todas las ciudades de gran tamaño y se podía llegar a ellos fácilmente a través de numerosos registros.

Pero tenían diversos inconvenientes, que los varones negros pronto descubrieron. A las mujeres negras les resultaba complicado y arriesgado llevarles comida allí. Cualquier mujer a la que pillasen pasándole una olla de hopping john[29] a un receptor invisible por un registro, resultaba inmediatamente sospechosa. Como estos sitios habían recibido tanta publicidad de los escritores negros causantes del gran atractivo que tenían para sus congéneres, fueron en consecuencia los primeros donde los blancos los buscaron.

Pero los negros no carecían de poder propio. Muchos de ellos se habían llevado consigo a sus escondites los peligrosos e ilícitos fusiles que habían recibido. Resultaban casi invulnerables cuando disparaban escondidos desde debajo de una tapa de registro ligeramente levantada. Ni siquiera los tanques antidisturbios podían hacer nada ante estas incursiones. Sólo el bombardeo resultaba completamente efectivo y, debido a que tantos registros se encontraban situados en distritos de negocios densamente poblados, las bombas debían tener un tamaño limitado y lanzarse desde helicópteros enanos, los cuales, a su vez, fácilmente caían presa del fuego de francotirador negro. De todas maneras, el número de bombas lanzadas con éxito sobre registros fue suficiente como para dejar las calles de las grandes ciudades tan agujereadas como la superficie de la luna.

Poco después, los negros que no tenían armas comenzaron a llevarse a sus escondites cortatubos, cortacables y pequeños sopletes de acetileno para así poder cortar tuberías de agua y cables de teléfono y eléctricos, saboteando, de este modo, las comunicaciones y las instalaciones sanitarias de las ciudades. Zonas de actividad económica, cultural y comercial muy sensibles e importantes, como Wall Street y Rockefeller Center, se vieron de repente sin agua, luz ni teléfono. Miles de personas quedaron atrapadas en ascensores, algunas de las cuales murieron por fallos cardiacos. Otras se suicidaron y unas pocas se volvieron locas y mataron a las demás.

Hubo magnates a los que se les cortaron conversaciones telefónicas cuando oían el sonido «v…» en mitad de tratos de negocios millonarios. Tuvieron que morderse las uñas durante horas antes de saber si les habían dicho «vale» o «vete a la mierda». Hubo ejecutivos que se encontraron repentinamente sumidos en las tinieblas justo cuando se disponían a hundir sus tiesos «nabos» en los húmedos «panderos» de sus secretarias, y en vez de ello notaron que daban con toda clase de obstáculos inesperados, yendo incluso a parar dentro de cosas tan insólitas como tinteros, vasos de papel y papeleras. Y la falta de agua, naturalmente, acarreó manos sucias, el mal funcionamiento de las cañerías, que a la gente se le quitaran las ganas de perder el tiempo en el váter y un olor a mierda sorprendentemente tolerado que se extendía por todas partes.

Pero el bombardeo continuo de registros llevó a muchos negros a buscar escondites menos obvios y más permanentes donde pudiesen recibir comida y hacer que sus mujeres los visitaran, o bien hacerse visitas mutuas con relativas intimidad y seguridad. Comenzaron a trasladarse a sitios donde no se les ocurriese buscarlos con tanta facilidad, como sótanos de edificios comerciales, almacenes y aislados registros de dinamos que estaban protegidos con el aviso: «¡Peligro! ¡No tocar!».

Conserjes y trabajadores especializados blancos se cagaban del susto al toparse cara a cara con negros vagamente visibles en sitios insólitos y poco iluminados. Algunos fueron asesinados en el acto, silenciosamente estrangulados. Algunos murieron desplomados por el terror. Otros vieron cómo los sujetaban mientras unos dientes grandes y peligrosos les arrancaban la garganta y las cuerdas vocales. La situación pronto llegó al punto en que no hubo ningún blanco dispuesto a entrar solo en una zona oscura y solitaria, ni siquiera en su propio sótano para alimentar la caldera.

Fue entonces cuando un sector radical de racistas blancos organizó patrullas ciudadanas para hacer salir a los negros de sus agujeros como si fuesen bestias salvajes. Safaris de cazadores pertrechados con armas de caza peinaban las ciudades en busca de respiraderos subterráneos donde encender fuegos cuyo humo pudiese hacer salir a los negros y luego dispararles. Al mismo tiempo, las mujeres blancas se armaron con pistolas para proteger sus casas por si algún negro se escapaba y corría suelto por ahí.

Pero los negros resultaron ser más peligrosos que fieras de la jungla. Eran más inteligentes y tenían conocimiento de las ciudades y experiencia en ellas. Eran los iguales mentales de los blancos y estaban mejor armados. La vida en los guetos los había vuelto inmunes al humo y los gases pestilentes, y se limitaron a permanecer en sus cubiles bajo tierra, esperando a que los blancos entraran a por ellos.

De modo que lo que en un comienzo había sido una acción de vigilancia ciudadana era ahora el más peligroso y emocionante de los deportes. Se popularizó en todo el mundo civilizado con el nombre de «la caza del negro». A diferencia de lo que ocurría en la caza civilizada de otros animales, no hacía falta dar a los negros ninguna ventaja para equilibrar las cosas. El negro era más astuto que su homólogo blanco, se movía de manera más veloz, y podía correr más rápido y saltar más lejos. Era fuerte y ágil, y el peligro acrecentaba su frenesí. Y, sobre todo, cuando se encontraba totalmente desnudo, resultaba prácticamente invisible en la oscuridad.

El factor peligro atrajo a todos los cazadores blancos de renombre del mundo, tanto a profesionales con experiencia en caza mayor que eran contratados para organizar estos nuevos safaris como a millonarios aficionados a la montería que estaban hartos de abatir leones y tigres insulsos, búfalos de agua estúpidos, rinocerontes lerdos y elefantes ridículamente vulnerables.

Incluso célebres filántropos americanos millonarios, conocidos por su defensa de la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, que deploraban la muerte de toros a manos de toreros, de liebres a manos de sabuesos, de caballos a manos de carniceros y que, en un principio, se habían sentido repugnados e indignados por aquella inhumana caza humana, terminaron por sucumbir a la pura fascinación de cazar negros en vez de tener que contratarlos como trabajadores, y a la indescriptible euforia de capturar un gran y peligroso macho de negro y cortarle los testículos para hacerlos montar en la sala de trofeos.

Poco tiempo después, los mejores cazadores de la época se encontraban participando en «la caza del negro»; expertos rastreadores, escuelas de batidores, cazadores blancos, ninfómanas rubias y blancos con tan poco conocimiento de aquel deporte tan sumamente varonil que tenían que refrescar su memoria con viejas historias de Hemingway para saber en qué posición colocarse al lado de sus mujeres.

Pero los negros resultaron ser formidables, y si un cazador blanco bajaba la guardia sólo por un instante, un cruzado de derecha a la mandíbula lo derribaba.

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