Plan B

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Capítulo 7

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Capítulo 7

Eran las once y media de la noche de un sábado de agosto, en la Octava Avenida en Harlem, diez días después del incidente de la mujer negra asesinada y el arma sin marca de fábrica que parecía un fusil automático de infantería M-14 del ejército de los EE. UU..

Nadie que no la haya visto puede imaginarse cómo es la Octava Avenida. Para empezar, ninguno de los vecinos se ha marchado de vacaciones, ni a la playa ni a la montaña, como ocurre con casi todos los demás neoyorquinos. De hecho, ninguno de ellos ha soñado jamás con irse fuera durante sus vacaciones ni en sus fantasías más alocadas. Es posible que unas pocas almas atrevidas hagan alguna excursión a Coney Island, pero estas pertenecerán en su mayoría a la generación joven. La práctica totalidad de los vecinos se limitarán a sentarse rodeados de su miseria y sofocados de calor. Sin alivio. Fuera es igual que dentro, la noche igual que el día. Toda la energía se volatiliza de los cuerpos sudorosos y malolientes, y las ganas de moverse o hacer algo al respecto, si hubiese algo que hacer, se evaporan del cerebro. El único bálsamo verosímil y fácilmente obtenible es aturdir el cuerpo y la mente con la bebida y las drogas.

Esto se debe a que el sórdido barrio de Harlem no alberga el mismo tipo de miseria que los guetos negros de climas más cálidos, como los de Río, Miami, Ciudad del Cabo o incluso Watts. La miseria de Harlem se parece más a la de los guetos negros de Chicago, Detroit, Cleveland y Filadelfia, ya que los cochambrosos edificios de Harlem no se diseñaron para el calor abrasador, sino para el frío glacial; de hecho se diseñaron para este último y la cuestión del calor fue ignorada por completo. Quizás a consecuencia de ello, el calor en el barrio marginal de Harlem es mucho más intenso que en las favelas de Río. Los edificios de ladrillo y hormigón; el pavimento de este último material; las calles macadamizadas, desprovistas de cualquier árbol o matorral; y hasta la negra piel de los negros absorben el calor del sol, el calor de los vehículos a motor, el calor generado por fuertes bebidas alcohólicas, voces resonantes y comida grasienta, y los acumulan de modo muy parecido a como los científicos intentan almacenar el calor del sol estival para su uso en lugares con inviernos fríos y oscuros; pero la diferencia radica en que este calor que se acumula en el sórdido entorno del barrio y en los sucios cuerpos negros de los residentes de la Octava Avenida sirve solamente para achicharrarlos en verano cuando menos lo necesitan y desaparece en invierno cuando sufren el frío gélido de ese mismo entorno.

En consecuencia, los residentes de la Octava Avenida y sus alrededores salen de noche a la calle buscando alivio en la oscuridad, la cual les parece más fresca porque no pueden ver las radiaciones caloríficas del día. Es bien sabido que, en las culturas primitivas, la oscuridad siempre se ha considerado más fría que la luz, la noche más que el día. Y esto es cierto en muchas partes del mundo donde el sol es la fuente principal de todo el calor. En el sur de California, Florida, las costas francesa, española e italiana y zonas turísticas similares, existe una tremenda diferencia de temperatura entre los soleados días y las cerradas noches.

Pero no hay diferencia real en absoluto entre el día y la noche en la Octava Avenida a su paso por Harlem. La diferencia la creaban los residentes que se la imaginaban. De manera que estos se encontraban en la calle, saltando de un baretucho a otro, bebiendo calor embotellado y asándose cada vez más. O sentados en las escaleras de entrada a sus mugrientos bloques, o en sillas rotas en las aceras reclinadas sobre los caldeados muros en proceso de desmoronamiento, acalorándose debido al esfuerzo de hablar a voces. O enlatados como sardinas en sus numerosos cacharros motorizados, atronando de bloque en bloque, polucionando el aire con los ardientes vapores de gasolina de los tubos de escape, y sudando por las corrientes de calor que se elevaban de los motores. O, si eran lo bastante jóvenes, encendiéndose con sus juegos violentos, que se desarrollaban entre los hediondos cubos de basura. Los que estaban más frescos de los residentes eran los yonquis, inventores de la expresión: «No te calientes, imbécil». El caballo en su torrente sanguíneo había calmado sus nervios y los había llevado a un lugar tan apartado y «fresco» que no notaban el calor; ni siquiera la miseria. Por eso había tantos yonquis entre ellos.

Por desgracia, no sólo hacía un calor insoportable, sino que apestaba. Si el calor habría resultado más soportable en caso de haber estado perfumado, es una de esas preguntas estúpidas del estilo de «qué es más destructivo, ¿el fuego o el agua?». El hecho es que no lo estaba. Apestaba a comida en descomposición tanto en los cubos de basura como en los armarios de cocina, a despojos de animales en las calles y a orina humana en las escaleras y vestíbulos, a gasolina parcialmente quemada y a pelo medio chamuscado. Apestaba a efluvios corporales —lo que tú llamas olor a tigre—: sudor sobacuno, vaginas sin lavar, camas sucias, semen en plena putrefacción, heces no desaguadas; a los olores del apareamiento no sólo de personas negras sino de bichos negros, ratas grises, gatos negros; apestaba a los nidos de multitud de insectos en los intersticios de las paredes: chinches, cucarachas, hormigas, termitas, gusanos; si crees que los nidos de los bichos no apestan, deberías ir al zoo. Apestaba a la acumulación año tras año de miles de olores no catalogados que impregnaban los muros que se caían a pedazos, el linóleo en desintegración, el ajado papel pintado de las paredes, las prendas empapadas en sudor, los increíbles perfumes, las cremas faciales rancias y las grasas de cocina, la roña de los pies, el mal aliento de los dientes sucios o picados, las pústulas hinchadas. Apestaba a llagas gangrenosas, heridas infestadas de gusanos, gonorrea no tratada, a tejido corporal corrompido por el cáncer o la sífilis.

Los residentes creían que el aire era más fresco, limpio y puro en el exterior que dentro de los edificios. Pero no era así. En realidad, como dirían los franceses, au contraire. Fuera estaban todas las impurezas generadas por sus automóviles destartalados; sus rebosantes cubos de basura; la mierda de perros y gatos; los restos en descomposición de ratas, gatos, perros y, en ocasiones, carne demasiado podrida incluso para que se la comiera la gente y que había sido arrojada a las alcantarillas para los animales. Pero parte de ella apestaba demasiado hasta para los animales hambrientos. Y también estaban las impurezas añadidas procedentes de todas las tiendas de alimentación y comercios del vecindario, de los bares y restaurantes, de las barberías y los salones de belleza.

En cualquier caso, los residentes pensaban que fuera hacía menos calor y el aire era más puro. «Tesoro, voy a salí un rato a sentarm’al fresco y a tomá un poco la brisa». Así pues, en aquella noche de sábado de agosto, todo el mundo se encontraba en la calle, disfrutando de la agradable temperatura y llenando sus pulmones con el refrescante aire.

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