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17. Probando un nuevo juego

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17. PROBANDO UN NUEVO JUEGO

Tenía tres opciones. Podía pillar fiada una buena postura de material por medio de un contacto que conocí en la cárcel. Así podría trapichear y sacarme nueve o diez de los grandes al cabo de varias semanas. También podía pillar una perra, o sea una puta achacosa con millones de kilómetros a cuestas. A lo mejor pisándole bien el culo llegaría a amasar una pasta.

Me decidí por la tercera opción, es decir, dar un buen palo. En un garito de yonquis conocí a un chulo que se llamaba Ojo Rojo. Hacía una semana que había salido de la penitenciaría del estado. También estaba sin puta y muerto de ganas por ejercer de nuevo. Estuvimos en un bar llorándonos al hombro mutuamente. Me dijo:

—Ice, ¿no te parece una putada? Por muy buen chulo que sea uno, estas zorras casquivanas te exigen una fachada. Nosotros no somos especialistas, vale, pero yo tengo una idea. Ice, tú eres un actor de puta madre y tienes labia de timador. Sé de un tipo que conoce a todos los camellos de jaco y peristas del West Side. Tengo una pipa y una chapa de poli auténtica.

»Lo único que necesitamos es un buga y un tercer pavo que conduzca. A ninguno de nosotros nos conocen bien por allí. Además, ahora hay un montón de jovenzuelos trapicheando que eran puretas redomados cuando dejamos la vía. Yo tengo pinta de poli y, tú, con los kilos que has ganado en la trena, también pareces un pasma genuino.

»Ice, con sólo darle el palo a tres de ellos podríamos levantarnos hasta diez o quince de los grandes entre los dos. Nuestro santero es un puto yonqui. Él y el chófer se llevarán calderilla. Ice, esos Cadillacs del 47 son el sueño de cualquier chulo. Tengo que conseguir uno. ¿Qué dices? ¿Te apuntas?

—Ojo Rojo —dije—, voy a por ello. Es descarado que no pienso dedicarme a pasar la fregona. No tengo carro, pero sí algo de pasta. Yo pongo el alquiler del buga. ¿Conoces a alguien que tenga uno? ¿Y a alguien que conduzca?

—Ice, pásame uno de veinte para pillar el buga. Conozco a un pavo que nos servirá de chófer. Nos encontraremos aquí mañana por la noche, a las nueve. Sacaremos nuestra primera tajada.

—No le digas mi nombre al chófer. Llámame Tom, Frank, o lo que sea —dije.

Esa noche no dormí ni dos horas. Me preocupaba formar parte de un golpe que requería una pipa. Pensaba: «Quizás debería echarme atrás. A lo mejor podría buscarme a una joven camarera en algún tugurio de comidas y ponerla a ejercer enseguida. Con ella no llegaría muy lejos, pero por lo menos sacaría viruta para ir tirando.

»No se puede empezar a chulear con una novata. Nunca funciona. Un chulo sin puta ni viruta es además idiota si intenta salir adelante con una primeriza terca e inexperta. No, me temo que el asunto con Ojo Rojo es todo lo que tengo.

Ojo Rojo llegó al garito a las diez y media. El chófer era un bigardo con morros de tía. De camino hacia el Lado Oeste, me fijé en cómo le temblaban las enormes zarpas en el volante. Ojo Rojo me puso al tanto de nuestro primer objetivo. Sus ojos cobrizos no paraban de girar. Iba ciego de heroína.

—Paul —dijo—, nuestra primera pieza es un nido de gorriones al pie de un árbol. Es una pava. El santero me la señaló anoche. Ella y su maromo tienen el mejor jaco del lado oeste. Es tan bueno, que peña de toda la ciudad viene a pillar en romería cada noche.

»La pava y él lo pasan fuera de un bar, a tres manzanas de su casa. Sobre todo pasan medios y cuartos. En una noche de fin de semana como ésta pueden sacarse hasta cinco grandes. El maromo tiene fama de tirar de pipa. Pero no tiene conexión directa con el sindicato, que yo sepa.

»Esta noche no tenemos que preocuparnos por él. Está en Nueva York pillando una remesa. La pava dejará el bar a eso de medianoche, cargada de viruta. También llevará algunas vainas de jaco, así justificamos el cacheo. Su verdadero nombre es Mavis Sims.

»Irá a recoger su buga que está aparcado detrás del bar. No tiene miedo de que la atraquen. Todo el mundo está acojonado del maromo. Lleva una pequeña pipa atada al muslo. De todas formas, no va a sacarla contra la policía. Eso somos nosotros, extraños polis de la zona centro. Nos echaremos encima de ella en cuanto llegue al aparcamiento de la parte de atrás. Es una zorra astuta. Tenemos que parecer pasmas auténticos. No podemos dejar que se cosque de que somos de pega. Está fuerte esa zorra. Me vería obligado a hacerle un agujero si echa mano de la pipa.

»En el bar, habrá una manada de tipos chungos. Les encantaría cepillarnos en el aparcamiento por agradar al maromo. La sacaremos de la zona lo antes posible para después levantarle la viruta. Hay que procurar que los patrulleros no se apunten a la fiesta. El maromo tiene a todos los del distrito bien untados.

»Perry dejará el buga en la calle, junto al aparcamiento. Arrestaremos a la pava y tú harás tu parte con ella mientras Perry conduce. Yo no diré ni mu para no meter la pata. Ice, después de trincarla es cosa tuya. Tendrás que convencerla.

Perry estaba nervioso de verdad. Aparcó junto al bordillo a la altura del aparcamiento del bar. Le temblaba la cabezota sobre su cuello de toro como si tuviera parkinson. Yo callaba.

Las palabras de Ojo Rojo me hacían preguntarme dónde veía él ese nido de gorriones. Aquello sería un nido de gorriones a lo mejor para Dillinger. Si la pieza no hubiera sido una tía me habría largado a pillar el metro.

Me preocupaba que me hubiera visto antes de que me trincaran. ¿Qué pasaría si nada más llegar me reconociera como Iceberg y me metiera un tiro en la frente? Su maromo podía tener amigos matones. Si así fuera, apareceríamos en un callejón con los cojones metidos en la garganta. Estábamos de pie en las sombras, a tres metros del buga de la pava.

—Rojo —dije—, será mejor que lleve yo la pipa. Cuando vayamos a por ella dale con la luz de la linterna en los ojos.

Caminaba deprisa cuando vino hacia el aparcamiento. Su vestido de gasa celeste se hinchaba con la brisa de abril. Andaba patizamba, como una puta después de una larga noche en un lupanar de dos dólares.

Me temblaban las piernas como a un perro enganchado a una perra. Miré en la palma de mi mano la placa pinzada a la cartera. Relucía como plata fundida a la luz de la luna. En mi sudada mano derecha la pistola del treinta y dos pesaba una tonelada.

Venía jugando con un llavero. En el silencio absoluto aquel tintineo sonaba como las esposas del comisario general. Ya tenía las manos en la cerradura de la puerta. Salí de las sombras. Ojo Rojo me siguió. No estaba seguro de si ella oiría los martillazos de mi patata. Ojo Rojo le puso la luz en la cara. Ella frunció el ceño amarillo sorprendida. Su boca sensual se abrió pasmada. La agarré de la muñeca y traté de apretársela. Rugí:

—Policía, ¿cómo te llamas y qué haces merodeando por aquí?

—Gloria Jones —balbuceó—, vengo a por mi coche. Siempre lo aparco aquí. Ahora quitaos de en medio. Me voy a casa. El capitán de este distrito es amigo personal de mi marido.

Ojo Rojo había apagado la linterna y se había colocado a su espalda. Ella miraba hacia la placa, tratando de soltarse la muñeca. En voz baja y grave le dije:

—Zorra trapichera y mentirosa. Tu verdadero nombre es Mavis Sims. Somos de la zona centro. Tu chorbo no es colega nuestro. Vamos a arrestarte, zorra. Apuesto lo que sea a que te hemos pillado de marrón. Venga, zorra, no vayamos a tener que ponernos duros. Si hay algo que me repugna es una asquerosa camella de jaco.

La tiramos en el asiento de atrás de nuestro buga. Rojo se montó a su lado. Yo iba delante con Perry. Me volví mirando hacia el asiento de atrás. Fuimos en silencio mientras Perry conducía fuera del distrito camino del cuartel general de la zona centro. La señorita Sims iba muy agitada en el asiento. Tenía la mano derecha escondida detrás. Se estaba poniendo muy nerviosa. Me acordé de la pistola que llevaba. Empecé a actuar.

—Al —dije—, la sospechosa está actuando de una forma muy peculiar. Quizás deberías aparcar. Puede haber ocultado alguna prueba detrás del asiento.

Aparcó. Rojo se acercó a ella, que arrastró el culo hacia la otra ventanilla.

—Agentes —dijo ella—, estoy limpia. Os doy cincuenta a cada uno si me soltáis. Si me trincáis, saldré en una hora. Llevadme de vuelta al bar. El dueño me pasará los ciento cincuenta pavos.

—No vale, hermana —dije—. Tenemos órdenes precisas de llevarte dentro. Ahora no le obligues a abofetear a una mujer. Te va a cachear. No tiene por qué esperar a que lleguemos a la central para que lo haga una comadrona. Es lo propio si piensa que vas armada y corremos peligro.

La palpó entre los muslos. Ahí estaba, una veintidós automática encajada bajo la liga. Él se la quitó, guardándosela en el bolsillo. Le metió la mano en el escote, en el bolso, en los zapatos y en el pelo. Estaba totalmente limpia salvo por la pipa.

Me sentí como un verdadero idiota. Todo este lío para nada. Ojo Rojo se rascaba el mentón. El puto yonqui había patinado al señalar a esta tía.

Estaba a punto de empujarla fuera. Entonces tuve un flash. ¿Dónde se escondían la pasta mis putas callejeras? ¡En el conejo! Claro, en el coño, ¿dónde si no? Esa forma patizamba de andar la delataba. Ya me había coscado en el aparcamiento. Ahora estaba echada hacia adelante mirando a la cara de Perry.

—Joe —dije—, tiene que tenerla en el coño. Zorra, échate para atrás y ábrete de patas frente a él.

—Y un cuerno —dijo ella—. Vosotros no sois polis, negros fantasmones. Este grandullón que conduce curraba de gorila en el bar de Mario.

Era lista. Con el de veinte que le había pasado al Rojo me había quedado sin blanca. Teníamos que averiguar si escondía un botín en el conejo.

No sabía cómo iba a montárselo. No tardé mucho en averiguarlo. Se puso bruto. Le metió un puñetazo en toda la napia. Parecía que le había rebanado la garganta. La sangre de ella se desparramó por encima del vestido. Sentí en la cara un ligero chorrito pulverizado.

Abrió la boca para gritar. Él ahogó el grito con un terrible revés en la boca del estómago. Se quedó fláccida. Tiró de ella hacia él. Disparó la zarpa entre sus piernas.

Cuando sacó la mano sonó a beso. Entre los dedos índice y corazón sostenía un tubito de plástico brillante, un plante. Atufaba a pescado podrido.

La pava gemía sujetándose la nariz con ambas manos. Él abrió el paquetito. El plante rebosaba de pasta. En el centro del rollo vi los bordes de celofán de una vaina de polvo.

Salió y abrió la puerta por el lado de la pava. La arrastró hasta la acera. Se vino al asiento de delante. Perry salió disparado. Yo no perdía de vista a Ojo Rojo mientras contaba la viruta en su regazo.

Ojo Rojo y yo sacamos dos de los grandes por barba. También se apalancó las papelas de heroína para él. La camella tenía cuatro mil cuatrocientos pavos en el plante. Perry y el santero yonqui se llevaron doscientos cada uno.

Eso ocurrió una semana antes de que diéramos nuestro segundo palo. No debimos hacerlo. Éste era un camello de hierba y además perista. Pensamos que tendría una pasta gansa. No llevábamos chófer. Teníamos al tipo en el buga. Ojo Rojo iba al volante.

Estábamos en pleno numerito. El tipo estaba en el asiento de atrás, yo en el de delante. Le pedí su documentación. Me pasó la cartera. Vi que sólo tenía unos cuantos pavos.

Íbamos a aparcar junto a la acera para registrarle, cuando apareció un coche patrulla con dos hombres. El tipo les vio y empezó a chillar. Se detuvieron y a Ojo Rojo y a mí nos sacaron arrastrando a la calle. Nos dieron una manta de hostias y patadas. Nos trincaron.

El tipo era muy listo. Ahí mismo, en la calle, dijo que le habíamos levantado cien pavos. Si hubiera sabido algo de nuestro botín podría habernos acusado de levantarle cuatro grandes.

Los polis nos ligaron los fajos y trataron de endosarnos todas las denuncias de atraco que tenían registradas. Durante una semana salimos en todas las ruedas de reconocimiento que hubo. Nadie nos señaló. Nos acusaron de atracar a aquel perista a mano armada.

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