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22. El amanecer

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22. EL AMANECER

Logré impresionar a trenos y boqueras por igual, sobreviví. Iba a estar fuera en veinticuatro horas. Tenía casi cuarenta y tres tacos, allí, sentado en una celda.

Pensaba: «He estado en una trampa mortal. ¿De verdad voy a escapar de ella? ¿Acaso el destino habrá dispuesto trampas aún más macabras? ¿Puedo aprender a sentirme orgulloso de mi piel negra? ¿Puedo adaptarme a la cruda realidad de que la gente negra de mi tiempo ha tenido pocas posibilidades de escapar a la alambrada de espino hacia el mundo de los blancos?».

Sólo el tiempo y los imponderables dentro de mí me responderían a estas preguntas.

No tenía a nadie más que a mamá. Me devolvieron la ropa. Me quedaba holgadísima alrededor de mi complexión esquelética. Seguía sin haberles contado cómo me fugué. Los trenos me jaleaban según me iba, arrastrando los pies hacia la libertad. Sabían cómo había sufrido y cuántas probabilidades en contra había tenido para sucumbir.

Una amiga de mamá me envió dinero para el billete. Mientras el aeroplano sobrevolaba el mar de neón, miré hacia abajo a la ciudad a la que había venido tantos años atrás en busca de un sueño vacío y lleno de soledad.

Me acordé de Henry y del sonido de aquella prensa de vapor. De mamá cuando era joven y bonita. Qué maravilloso había sido estar en Rockford. Cuando ella entraba en mi habitación a la hora de dormir, como un espíritu cariñoso, me arropaba, abrigándome y dándome un beso de buenas noches. Pasó una eternidad hasta que por fin llegué hasta ella.

Cuando entré en la habitación, la muerte estaba allí, en su cara gris y diminuta. Sus ojos se encendieron, resplandeciendo con el amor inmortal de una madre. Su abrazo fue firme y seguro. Mi aparición fue para ella como un milagro, la magia que le dotó de fuerzas.

Se agarró a la vida otros seis meses. No abandoné la casa durante todo ese tiempo. Nos tumbábamos cama con cama y charlando nos daban las tantas. Me hizo prometerle que viviría el resto de mi vida de una forma decente. Dijo que debía casarme y tener hijos.

Me esforcé en intentar compensarle todos aquellos años que la tuve abandonada. No es fácil pagar una deuda emocional. Aquel triste y último día me miró a los ojos desde la cama del hospital.

Con una voz que apenas pude oír a través de sus labios secos, me susurró:

—Perdóname, hijo, perdóname. Mamá no sabía hacerlo. Lo siento.

Me quedé allí observando sus últimas lágrimas deslizándose desde sus ojos en blanco por sus mejillas muertas. La apreté contra mí.

Intenté traspasar mi último ruego a través del escudo impenetrable de la muerte:

—Oh, mamá, nada ha sido culpa tuya, créeme, nada. Si piensas esa tontería, estás perdonada.

Salí caminando a ciegas del hospital. Fui al aparcamiento. Me tiré encima del capó y rompí a llorar. Acabé de llorar. Pensé que mamá esta vez había pillado hasta la última palabra.

Esas putas apestosas se lo hubieran pasado pipa de haber visto al viejo Iceberg llorando como una magdalena porque se había muerto su vieja.

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