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2. Los primeros pasos por la jungla

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2. LOS PRIMEROS PASOS POR LA JUNGLA

El tobogán estaba engrasado. Comenzaba mi deslizante caída en picado hacia el mismísimo fondo del pozo del infierno. Supongo que mi viaje descendente estuvo garantizado en cuanto conocí a un timador de tres al cuarto que resultó ser tan amable que acabamos siendo socios.

Mi socio timador se llamaba Party el Juergas. Antes de cumplir los veintitrés ya había pasado cuatro veces por la trena. Cada vez que le trincaron fue arrestado, bien por asalto a mano armada, bien por desvalijar tiendas.

Le colgaron el mote porque tan pronto como ligaba algo de pasta se largaba pitando al garito más cercano.

Nada más cruzar la puerta gritaba:

—¡Bien, hijos de puta, muertos de hambre, es hora de juerga, y Joe Evans ha llegado a puerto con suficiente viruta como para quemar a un elefante mojado! ¡A ver esos machotes, dejad ya de meterle el dedo a esas putas de polla larga y todos los demás que aúpen la panza hasta la barra y se pongan como cubas a mi cuenta!

Sus rasgos achatados de africano estaban pegados a una calavera que podría haber pertenecido a un troglodita. Era bajo, muy potente y negro resplandeciente.

Era lo bastante feo como para ensombrecer la luz de la mañana con el puño pero, por alguna extraña razón, resultaba irresistible para muchas de las blancas que husmeaban jadeantes por la parte negra de la ciudad, en busca de emoción, yendo a la caza del viejo mito: los negros lo hacen tan bien que te estremeces hasta las uñas de los pies.

Había un picadero de sábana rápida, con los reservados para clientes en la parte de atrás, dentro del callejón. Una noche estaba espiando a través de las cortinillas raídas de uno de esos cuartuchos cuando vi al Juergas por primera vez.

Los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas cuando vi a aquel bigardo con cara de vikingo, a su diminuta aunque voluptuosa acompañante blanca y a Party quitándose todos la ropa hasta quedarse completamente en bolas. Vi cómo movían los labios, así que pegué la oreja a la ventana, que estaba abierta un par de centímetros por arriba, y miré de reojo.

El sonriente blanco estaba sopesando delicadamente la herramienta de Party como si se tratara de una porcelana de la dinastía Ming. Emocionado, le dijo a la tía:

—¡Oh, cariño, has visto qué tamaño, qué hermosura!

Bajo el resplandor macilento de la luz roja del cuartucho aquella tía era como un retrato animado de Da Vinci. Tenía los ojos encendidos con azul fuego de pasión. Ronroneó como un gatito persa y se encaramó al camastro.

Party permaneció junto al catre, escudriñándola. Era un verdugo de ébano. Su hacha horizontal ensombreció los picos nevados de cimas rosadas. La delantera de mis pantalones se abultaba a medida que me arrimaba más y más contra la ventana. Nunca había visto nada igual en Rockford. Entonces, para mis sorprendidas orejas, el blanco dijo una cosa extraña al tiempo que arrimaba una silla a los pies de la cama y se sentaba en el borde de la misma.

Respiraba con dificultad cuando dijo:

—Vamos, chico, clávasela, hazle daño, castígala, crucifícala, ¡buen chico, buen chico!

La mujer parecía tan frágil e indefensa a mis ojos inocentes que sentí en mi interior una punzada de compasión cuando se puso a gemir y a jadear con doloroso placer bajo aquel demonio negro que la taladraba salvajemente entre sus piernas blancas, que se agitaban y desplegaban, atrapadas tras los sudorosos y encorvados hombros negros.

Como si estuviera tratando de ganar una carrera, el Juergas le preguntaba una y otra vez con voz enronquecida:

—Puta guapa, ¿te gusta?, puta guapa, ¿te gusta?

El blanco era un engendro cómico correteando por la arena, como un césar chiflado jaleando a su cruel gladiador negro.

Por fin, cuando acabaron el numerito y empezaron a vestirse, me fui a la parte delantera y me senté en el escalón a la entrada del garito. Quería una buena visual de esos fenómenos de feria.

Cuando salieron a la calle arreglados, me decepcionó su aspecto tan normal. Sólo eran una pareja de señoritos despidiéndose cordialmente de un simpático negro zaíno.

La pareja de chiflados se alejó por la acera. Party venía hacia mí. No me había visto sentado en el escalón. Me comía la curiosidad, así que le entré cuando pasó a mi lado. Eso le pilló tan desprevenido que se le torció el gesto.

Le dije:

—Oye, tío, ¿cómo te va? Fijo que esa chica era pura seda, ¿eh? ¿Me aflojas un truja?

Pescó un cigarrillo del bolsillo de su camisa roja, me lo pasó y dijo:

—Sí, chaval, sedosa como una rosa. Hay dos cosas que no he visto en mi vida, un bulldog guapo y una blanca fea.

Largaba tópicos, pero, para un chaval de pueblo como yo, resultaba endiabladamente ingenioso. Tenía ganas de sonsacarle lo que tenía en el cerebro, así que pisé a fondo mi máquina de nieve para que no se me escapara. Cuando encendí el pitillo mis ojos fingían fascinación. Le dije:

—Gracias por el truja, tío. ¡Cristo! Vaya lujo de traje que gastas. Ojalá pudiera vestirme así. Vas hecho un dandy.

Entró a saco como un violador en una colonia naturista de ciegos. Se apalancó a mi lado en el escalón. Sacó pecho, sus ojos hacían chiribitas como las luces de una máquina de juego enloquecida cuando fue a abrir la boca. Se remangó aposta los pantalones del traje verde a cuadros hasta las pantorrillas, dejando a la vista sus calcetines rojos.

El pedazo de circón que llevaba en el meñique derecho destellaba bajo la farola de la calle al tiempo que él chasqueaba los nudillos diciendo:

—Mira, chaval, me llaman Party el Juergas, soy el mejor timador de calle de la ciudad. El dinero me ama y no puede estar sin mí. Ya has visto a esa hembra de pura seda, pues me han soltado uno de veinte por tumbármela. Claro que eso no es nada, me pasa constantemente. Podría ser uno de los mejores chulos del país si fuera un poco más vago y no se me diera tan bien lo del timo.

Estuve escuchando sus fanfarronadas hasta las dos de la madrugada. Era amable y yo estaba deseoso de tener un amigo. Era huérfano, acababa de comerse por cuarta vez dos años sin reducción y hacía dos meses que había salido. Tenía un montón de ideas disparatadas y temerarias sobre timos que quería poner en práctica. Necesitaba un socio y estaba tanteándome para ver si yo me apuntaría a alguna.

Llegué a casa a las dos y veinte. Un minuto después oí la llave de mamá en la puerta. Había estado sirviendo un banquete a los blancos. Tuve el tiempo justo de meterme en la cama con la ropa puesta cuando entró a mirar. Roncaba como un borracho con vegetaciones cuando se acercó a darme el beso de buenas noches.

Estuve echado, pensando hasta el amanecer, tratando de imaginarme y viendo cómo encajaría en alguna de esas maquinaciones de Party para conseguir pasta rápida. Cuando salió el sol, gordo y luminoso, sabía que iba a probar la variante Juergas del Murphy. No me imaginaba que su versión iba a ser tan burda como peligrosa. Se trataba de una mala copia, del auténtico Murphy.

Años más tarde, comprobé que el Murphy practicado por expertos era un timo rápido y sin apenas riesgos. En cualquier zona donde las putas negras hacen la carrera, los blancos acuden en manada para hacérselo con ellas.

Quedé varias veces con Party a la salida del cole en los billares. Me explicó mi parte y la noche del viernes siguiente nos pusimos manos a la obra. Mamá tenía que servir en una fiesta, así que podía quedarme en la calle por lo menos hasta la una.

Esa noche, alrededor de las diez, en un callejón en el mismo corazón de la ruta del vicio, en la Séptima con Vliet, desembalamos el fardo que Party había traído. Enrollé las perneras de los pantalones por encima de mis rodillas huesudas. Me enfundé en un vestido rojo de algodón da veinticinco centavos comprado al Ejército de Salvación.

Me calce los zapatos de tacón alto. Eran de satén rojo muy gastado. Pincé una mata de pelo estropeado en la corona de la pamela de paja azul desteñida. Cuando me la coloqué de lado en plan provocativo, los rizos oscilantes de pelo pendían sobre mis ojos como trencitas.

Allí estaba, despatarrado, tensando los músculos de la cadera y los muslos, ciñéndome el ajustado vestido rojo a la manera de las putas.

Party me pasó revista de la cabeza a los pies. Yo me preguntaba qué tal daría el pego como fulana. Meneó la cabeza negativamente, se encogió de hombros y caminó hacia la boca del callejón para cazar a algún primo.

Nada más llegar a la calle me hizo un gesto con la mano. Torció la cabeza hacia mí y dijo:

—Oye, tío, quítate de la luz, ¿vale?

Al cabo de unos cinco minutos me hizo una seña de que por la calle se avecinaba un poco de acción. Vi cómo Party le daba palique a un abuelillo blanco. Me preguntaba si tendría el suficiente voltaje como tía para cumplir con mi parte.

Me dio la señal justo antes de que el blanco echara una miradita al callejón. Con mucha moral me puse a menear el culo magro, bombeándolo, girándolo y agitando la mano, incitándole a que se acercara.

Lo cierto es que aquella putita negra y flaca que estaba viendo avivó el fuego en su interior. Sacó el monedero del bolsillo de atrás y le pasó un billete a Party.

Aquel primo entró en el callejón con paso endiablado para tratarse de un puto viejo. Había pagado su dinero y estaba al rojo vivo por darse el gusto de metérsela a esa negra zorra salida que le esperaba entre las sombras.

Pues no iba a darse el gusto, pero de alguna manera tuvo suerte. Suerte de que su monedero no estuviera atiborrado de lechugas. Si hubiera estado cargado, cuando me esfumé por el hueco, Party, en lugar de desaparecer, habría entrado en el oscuro callejón tras el capullo y le habría robado usando la fuerza bruta.

Mi corazón latía de emoción mientras galopaba a través de los callejones hacia donde habíamos acordado de antemano nuestra siguiente encerrona. Me planté en otro sitio a unas manzanas de allí. Party llegó al poco rato, echó un vistazo al callejón y dio el visto bueno haciendo una o con el índice y el pulgar.

Se la pegamos a unos cuantos primos más. Ninguno llevaba lo suficiente como para probar la fuerza bruta. Trabajamos hasta las doce y media y, como no era precisamente la Cenicienta, tuve que guardar mi vestido mohoso. Cogí la mitad de los setenta dólares que habíamos sacado y me largué corriendo a casa. Mamá llegó media hora después que yo.

Como en todo, también hay muchos Murphys. Los auténticos jugadores de Murphy son muy finos separando a un primo de su dinero. Los más habilidosos prefieren que sea el cliente el que les entre. Esto coloca al jugador de Murphy en una posición ventajosa. El primo está obligado a mostrar lo que tiene, la pasta y hasta las joyas. De esa forma el jugador de Murphy puede limpiarle del todo.

Cuando un primo se le acerca y le entra preguntando dónde puede encontrar a una chica, el Hombre del Murphy le dirá: «Mira, amigo, sé de una casa estupenda a no más de dos manzanas de aquí. Hermano, en tu vida habrás visto hembras tan bonitas y perversas como las de esa casa. Una de ellas, la más guapa, puede hacer más virguerías con un nabo que un mono con una banana. Es como una muñeca de goma, puede ponerse en más de cien posturas».

Llegado este punto, el pardillo sé vuelve loco por estar en esa casa de pura felicidad. Le ruega al timador no sólo que le dé la dirección, sino que le acompañe allí.

El jugador de Murphy le embaucará acrecentando su deseo. Le dirá: «Verás, tío, no te ofendas, pero la tía Kate, la que regenta la casa, no admite más que blancos con categoría. Nada de negros ni basura blanca. Ya sabes, sólo médicos, abogados, peces gordos de la política. Tú pareces un blanco con clase, pero no entras en ese reparto, ¿verdad?».

Hiriéndole así en su ego, el primo está listo para morder el anzuelo. Reivindicará su valía como persona y su derecho a poder ir a donde cualquier hijo de puta pueda hacerlo. Qué diablos, cuarenta pavos por un buen polvo no le van a amilanar. Pocos pueden resistirse a los encantos de la exclusividad en sus diversas formas.

El timador, por si acaso, asegura la treta diciéndole: «Verás, tío, voy a creerte como si todo lo que me dices fuera el evangelio. De hecho me caes bien, amigo, pero tienes que ponerte en mi lugar. Lo primero de todo, para que veas que confío en ti, te contaré un secreto. Hasta ahora, he estado trabajando para la casa de tía Kate como gancho en la calle, ya sabes, asegurándome de que sólo vaya gente fina. La tía Kate y yo tenemos un sistema infalible. Amigo, sé que me vas a ayudar a mantener las reglas de tía Kate, así que venga, voy a llevarte a conocer la sensación de tu vida».

Mientras prosigue con una descripción calenturienta acerca de las putas y las delicias sexuales que sólo podrá encontrar en la casa de tía Kate, el jugador de Murphy conducirá al capullo a un edificio elegante de apartamentos, previamente escogido. En el vestíbulo de entrada, de forma sutil aunque convincente, el timador le habrá persuadido rápidamente del asunto que se traen entre manos a base de labia. Estando tan salido, no se puede subir sin dejar en depósito todas las cosas de valor. Ésa era la regla sagrada de tía Kate.

La tía Kate tenía mucha razón respecto a no tentar ni fiarse de una puta. Sólo los idiotas se fían de las putas, ¿verdad? Y este primo no iba a ser un idiota, ¿no? ¡No!

El timador saca un gran sobre de papel de estraza. El capullo cuenta todo su dinero y se lo entrega al gancho-agente comercial de tía Kate. El afable agente comercial lo introduce en el sobre, le pasa la lengua, lo sella y después se lo guarda en el bolsillo para ponerlo a salvo del probable afán de hurto que anida en los corazones de las exuberantes muñecas que hay arriba, en la tercera planta, primer piso a la izquierda, en el número nueve, para ser exactos.

El pardillo se hace gaseosa a medida que sube los escalones de tres en tres. Le cae bien ese negro de ahí abajo que cuida de su dinero. ¿Qué le había dicho cuando le entregó la chapa de metal dorado? «Harry, socio, éste corre de mi cuenta, simplemente sube y dale esto a tía Kate. Todo va a ir de perlas. Si quieres, luego, cuando bajes, me invitas a una copa».

La había colado dos veces en la portería mental del hombre blanco, predisponiéndole para el remate, la tercera iba a ser la vencida, primero por su necesidad desesperada de aliviarse en un cuerpo negro y, segundo, por su absoluta incapacidad para concebir que aquel negrito era lo suficientemente listo como para tomarle el pelo vacilándole con la verborrea de Murphy.

Después de tres fines de semana airosos, Party y su descarnada artimaña se toparon de cabeza con un balón de ladrillo. Levantaba poco más de metro y medio del suelo, pero pesaba cerca de ciento cincuenta kilos.

Fue un sábado por la noche, alrededor de las diez. La ruta del vicio estaba atestada de fulanos. Parecía como si todos los blancos de la ciudad estuvieran allí, con la pasta en una mano y la picha en la otra, desmadrados y corriendo tras las putas con culos más grandes y más negros.

Party y yo dispusimos nuestra celada a las afueras de la ruta porque, con tanta movida en el centro, habría sido de locos jugar al gato y al ratón con las rondas de la enardecida brigada antivicio. No me hubiera molado nada que me trincaran haciéndome la fulana.

Party no había usado la fuerza bruta desde su última condena. La única razón por la que no lo había hecho era que ninguno de los fulanos a los que habíamos dado el palo llevaba una buena billetera.

Estábamos pescando en un banco de arena. Todos los capullos hambrientos nadaban por la corriente del centro.

Desde mi puesto de Murphy en el callejón esperaba con ganas la señal de Party para entrar en acción. Sobre las once y media, yo aguardaba sobre una sola pierna y luego sobre la otra, cual cigüeña aburrida, con un vestido de veinticinco centavos. A los cinco minutos llegó la señal. ¿Era un hombre? ¿Una máquina? No, era un balón redondo, andante y viviente, con un montón de billetes y ardientes deseos de coño negro. Se quedó pasmado ante mis salvajes contorsiones y meneos.

Me subió de pronto un hormigueo de excitación de los pies a la cabeza cuando aquel balón sacó su billetera. Party se puso tenso ante la visión de su contenido. En cuanto el balón botó hacia mí, me fui aproximando a pasitos al punto de fuga. Sabía que el ansia de fuerza bruta había estallado en el interior de Party, y como hay Dios que iba a entrar en el callejón, reventar aquel balón y dejarlo sin aire.

Salí de escena y, desde lejos, asomé la cabeza hacia el callejón. Oía gruñidos guturales. Ese tipo de sonido que hace uno con achaques de corazón pretendiendo convencer a una ninfómana de que es un tigre salvaje. Eran los gruñidos de aquel balón mientras agarraba a Party con una asfixiante llave de presa. La taquicardia se me disparó por el culo arruinando el almidón de mi disfraz. Me caí para atrás sobre un cubo de basura. Aquel balón también era levantador de peso. El pobre Party estaba sostenido en vilo muy por encima de la cabeza del monstruo y de repente fue arrojado contra el suelo del callejón con un estampido estremecedor, quedando despanzurrado como un muñeco de trapo. El balón saltó aullando por los aires y cayó cual tonelada de cemento sobre el quejumbroso Juergas. Estuve a punto de vomitar de pena por Party. Pero me fallaban las fuerzas para salir del cubo de basura y entrar en la contienda. De cualquier forma, tampoco habría sido muy propio de una señorita.

La pala mecánica enganchó por debajo a Party, izándole del suelo y cargándoselo a la espalda. Podía ver el cuello neumático de Party botando contra el culo del balón según se lo llevaba hacia la calle.

Salí disparado de allí y llegué al tejado de mi casa. Estuve pendiente de la llegada de los polis que vendrían a echarme el guante, pero nunca vinieron. El pobre Party había tenido la mala suerte de haber probado la fuerza bruta con un profesional de lucha libre al que llamaban el Esférico.

Party volvió a la cárcel y se comió tres años después de salir del hospital. Una cosa que tenía Party es que no era ningún membrillo. Nunca cantó mi nombre a la bofia.

Cuando se hizo mayor y perdió el nervio para timar, le entró un deseo irrefrenable de chulear. No es que tuviera madera, pero estuvo intentándolo hasta que puso en práctica el estilo Gorila con la chica de un traficante de drogas, siendo manejado como un primo. Party probó con el músculo y los puños hasta que el oficio de chulo acabó con él. Este oficio es como el arte del relojero, arduo. Al Juergas se le fue la vida empeñado en montar relojes con guantes de boxeo. El caso es que la mala suerte de Party me hizo retractarme y empecé a prestar atención en clase, en la escuela.

A los quince años, insólitamente, me gradué en secundaria con sobresaliente. Entonces hubo un considerable grupo de antiguos alumnos de Tuskegee, una universidad del Sur para negros, que insistieron a mamá para que les permitiera becarme y estudiar allí, en su alma mater. Mamá no dejó pasar la oportunidad.

Los tipos dilapidaron su dinero y me enviaron a su adorado centro con un flamante guardarropa. No sabían que ya había empezado a pudrirme por dentro con la ponzoña callejera.

Era como si los pobres infelices hubieran metido un caballo envenenado en el Derby de Kentucky, convencidos de que sería un seguro ganador. No podían imaginar que habían apostado su generoso y sangrante dinero a un perdedor nato.

Había muchas cosas buenas en juego. El éxito de mi propia vida. La expiación de mamá de su tremenda culpa. La confianza y las expectativas de aquel profesorado de gran corazón.

Los ojos de mi mente andaban cegados a punta de navaja por la calle. Era como un fantoche de feria al que una puta sarnosa le hubiese pegado purgaciones en los ojos.

En el campus era igual que un zorro en un gallinero. En los primeros noventa días que estuve allí, le había arrancado la virginidad a media docena de compañeras bien moldeadas.

El caso es que me las arreglé para pasar primero, aunque había adquirido una fama lamentable. Los remilgados babosos del campus me envidiaban, y continuar empalando a compañeras con mi estaca se estaba volviendo muy peligroso.

En segundo, empecé a merodear por garitos de mala muerte en las colinas próximas al campus. Vestido y con modales a lo hortera norteño, a aquellas las damiselas, las calentorras damas de las colinas, les parecía un príncipe azul de estampa negra.

Una belleza descalza de orondo culo —tenía quince años— se colgó por mí. Una noche falté a la cita en nuestros matorrales favoritos. La dejé plantada por otra cita en otros matorrales con un culo más grande, más caliente y más orondo que el suyo.

Descubrió el engaño a través del chismorreo de las colinas. Al día siguiente, a las doce, solo ante el peligro, me la encontré en el campus. Yo acababa de salir de la cafetería y caminaba por el paseo principal, que estaba atestado de estudiantes y profesores.

Desentonaba como un Papa en un lupanar. Su vestido de arpillera estaba sucio y pringoso tras la caminata desde las colinas. Sus piernas y pies descalzos embadurnados de polvo y barro. Me notó la taquicardia en cuanto la vi.

Lanzó un grito de guerra cual guerrero apache y antes de que pudiera poner los pies en polvorosa, ya la tenía encima, lo suficiente como para apreciar la mirada furibunda de sus ojos.

Gotas de sudor pendían del vello rizado de su sobaco cuando levantó el brazo que atenazaba una botella de Coca-Cola rota, cuyos bordes dentados destellaban al sol.

Entre chillidos, profesores y estudiantes corrieron espantados como ovejas ante la incursión repentina de una pantera. No recuerdo quién fue el atleta más rápido del mundo aquel año, pero durante los siguientes segundos en que puse los pies en polvorosa, fui yo.

Cuando por fin miré hacia atrás a través de la polvareda, pude ver a la loca como una mota en la distancia.

Había cometido una falta grave y tuve que dar la cara como un clavo en la alfombra del rector.

Yo estaba de pie frente a él, sentado tras su reluciente mesa de caoba. Se desatascó las cañerías con su pañuelo y me miró como si me la hubiera estado cascando delante de toda la escolanía. Mantenía la cabeza erguida. Su nariz apuntaba al cielo como si yo fuera una mierda que tuviera pegada en el labio superior.

Con arrastrado acento cansino del Sur dijo:

—Muchacho, ere una vegüenza pa’ nuetra pretigiosa intitución. E’toy conternado de que tal cosa haya sucedido. Hemo’ infomado a tu madre de tu mala conducta. El consejo universitario etá considerando tu e’pulsión. Mientra’ tanto, mantén la’ narice limpia, muchacho. No debe’ abandoná el campu’ bajo ningú’ concepto.

Podía haberme ahorrado el preocuparme por la expulsión. La verdad es que el personal docente tenía mucha influencia. Me echaron un cable y me dieron la oportunidad de seguir hasta la mitad de segundo, cuando acabé de cagarla. Como decían los viejos timadores, «todo lo que sube, baja». Pagué el pato por traficar con alcohol para un colega. Igual que el Juergas cuando se comió lo suyo sin soltar prenda.

Cualquier cosa que achispara tenía mucha demanda en el campus. Medio litro de whisky de garrafón podía venderse entre siete dólares y medio y diez, según la oferta. Mi compañero de habitación tenía mucha pasta y madera de judío. Era un águila proveniente de una familia de Nueva York que movía lotería ilegal.

Hicimos un trato. Estaba dispuesto a invertir viruta si yo me ocupaba de buscar la mercancía y distribuirla. Le prometí que mantendría su participación en secreto.

Menudo zorro estaba hecho.

Me pasó la viruta y me adentré furtivamente en las colinas para contactar con un destilero que me surtiera. Ni que decir tiene, supongo, que me cuidé de evitar a aquella chica que me hizo batir el récord de velocidad.

Conseguí un contacto y la tasa en el campus ascendió un cuatrocientos por cien.

Todo iba de perlas. La mercancía rulaba a tutiplén. Estaba seguro de que cuando volviera a casa en verano tendría suficiente pasta como para dejarlos a todos mudos de envidia.

Recluté a una compañera, a la que me había tirado, para que distribuyera por mí en su residencia. Ése fue el principio del fin.

Ella tenía dos compañeras de residencia que se daban al bollo disputándose con fiereza el amor de una voluptuosa muñeca color café, natural de un pueblo de Oklahoma. Esta muñeca era una pardilla integral. No tenía ni idea de lo que era el palo lésbico y por supuesto no podía imaginar que ella misma era un objetivo.

Finalmente, la más espabilada de las dos bolleras la sedujo como pudo y se la llevó al huerto. Tuvieron que mantener en secreto su romance para que el otro bollo no se coscara, ya que era muy chula y tan mastodóntica como un jugador de fútbol. Además, le estaba prestando dinero a la muñeca esperando meterse así en sus bragas. La muñeca y su jinete estaban compinchadas para levantarle a la otra su viruta.

Una noche en que la muñeca y su jinete estaban enlazadas como un ocho practicando el sesenta y nueve y más borrachas que el demonio a costa de mi mercancía, sus apasionados jadeos llegaron a oídos de la bollera musculosa.

Los detalles picantes de la encarnizada pelea fueron el cotilleo general a lo largo y ancho de todo el estado.

En el revuelo de la investigación mi socia se derrumbó. Me señaló con el dedo y al cabo de una semana estaba en el tren de vuelta a la calle para siempre. No delaté a mi compañero de habitación. Respeté el código.

Mamá cambió de trabajo a la semana de mi llegada, haciendo de enfermera y cocinera para un rico blanco que vivía recluido. Entonces fue cuando de verdad metí la nariz en el culo de Satanás.

Mamá tenía que quedarse allí. La veía una vez por semana, en domingo, su día libre. Era el único día que yo pasaba en casa.

Había encontrado un segundo y fascinante hogar, una timba que regentaba un ex chulo y asesino acabado llamado Jimmy Diente de Diamante. La piedra de dos quilates que tenía engarzada entre sus podridos incisivos superiores era el último resquicio de su reputación como el más temible pateaculos de los años veinte.

Siempre estaba fanfarroneando de ser el único macarra negro de la tierra que había chuleado chicas francesas en París. Más tarde descubrí, cuando conocí y fui instruido por el Maestro, que Jimmy era un simple bufón, un aficionado que no merecía ni sujetar el abrigo del Maestro.

Tras timar a todos los primos y pagar a los ganchos, Jimmy cerraba la puerta y después, como en un ritual, encendía un fino porro de color marrón. Sin dejar de hablar de sus días gloriosos como chulo, me lo pasaba, regañándome afablemente por no inhalar profundamente y guardarme el humo como él decía, en lo más hondo de mi barriga.

Yo me acostaba en el pequeño reservado del fondo. Al amanecer, él salía por la puerta del garito camino de casa y de la tortillera de diecinueve años a la que cubría de pieles y joyas. Era un gilipollas de primera.

Me acostaba en el pequeño reservado y soñaba cosas fantásticas. Putas maravillosas se arrodillaban ante mí rogándome entre lágrimas que me quedara con su dinero.

Durante varios meses estuve follándome a la deliciosa hija de un famoso líder de una banda de música. Tenía quince años. Se llamaba June y estaba locamente encaprichada conmigo. Tenía la costumbre de esperarme en la calle, fuera de la timba, hasta que Jimmy se iba. Entonces subía y se metía en el catre conmigo. Se quedaba hasta las siete de la tarde. Sabía que yo tenía que poner en orden el garito para la faena a eso de las nueve.

Un día, alrededor de las doce, le pregunté:

—¿Me quieres lo bastante como para hacer cualquier cosa por mí?

—Sí —me dijo.

Así que le dije:

—¿Incluso hacértelo con un tío?

—Cualquier cosa —me dijo.

Me vestí, me fui a la calle y vi a un viejo jugador que me daba en la nariz que sería un cliente y le conté lo que le esperaba arriba. De hecho me dio un billete de cinco pavos, la tarifa normal, le acompañé arriba y le dejé con ella. Se lo ventiló en menos de cinco minutos.

Mi cerebro de diecisiete años maquinaba. Esto era durante la Depresión. Podía hacerme rico con esta chica y conducir un gran Packard blanco.

Mi segundo cliente fue toda una equivocación. Era un conocido del músico, el padre de June. Subió, vio a la chica y llamó a su padre a Pittsburgh.

El padre avisó a la policía local y mi carrera de chulo expiró nada más nacer. Cuando llegaron los inspectores, yo todavía estaba buscando clientes para pagar la entrada del dichoso Packard blanco.

La verborrea de Diente de Diamante me había jodido de verdad. Mi madre, por supuesto, no daba crédito. Estaba convencida de que me habían hecho una encerrona. Que esa chica malvada de June había arrastrado a su pequeño Bobby a la perdición.

Dos días antes del juicio, salí de mi celda en la prisión del condado con un permiso para ver a un abogado defensor. Un negro bajo y con cara de conejo me sonreía sentado en la jaula de visitas, junto a una vieja mesa de roble.

Tenía la sangre helada y me sudaban las manos mientras cogía una silla frente a él. El resplandor amarillo de los dientes de oro que llenaban su boca fue un mal presagio. ¡Cristo!, pensé, un negro picapleitos del profundo Sur. ¿Es que mamá no sabía que la mayoría de ellos se hacían de mantequilla ante un caso de delito serio?

El roedor se secó la frente negroazulada con un pañuelo empapado y dijo:

—Bueno, Bobby, parece que estás metido en un pequeño lío, ¿eh? Soy el abogado Williams, un viejo amigo de tu familia. Conozco a tu madre desde niña.

Mis ojos enviaron por correo especial a través de la mesa un deseo de muerte al asqueroso hijo de puta.

Le dije:

—No se trata de un pequeño lío. Si me aplican el máximo, me pueden caer hasta veinte tacos.

Se ajustó la corbata de saldo, encogió sus hombros famélicos bajo la chaqueta del terno de ocasión y dijo:

—¡Oh! No nos pongamos pesimistas. Es tu primer delito y estoy seguro de que eso servirá de atenuante. Puedo garantizarte que presionaré al tribunal para que sea clemente. Ahora cuéntame toda la verdad acerca de tu problema.

La rabia y todo lo demás se me fueron al garete. Estaba perdido, machacado. Este mangante me iba a conducir al matadero. Sabía que ya estaba juzgado y condenado a la trena. El único cabo suelto era, ¿por cuánto tiempo? Despreocupándome por mí, le conté todos los detalles y regresé a mi celda con paso torpe y ciego.

El día de mi juicio en el tribunal, el miedica hijo de puta estaba tan nervioso ante el juez cuando me declaró culpable, que el mismo terno de ocasión que llevaba puesto la primera vez que nos vimos se le empapó de sudor.

Estaba tan asustado ante la severidad del rostro y la voz de aquel juez blanco, cara de halcón, que se le olvidó pedir clemencia. Ese miedo espantoso que los blancos del Sur le habían metido en el cuerpo aún habitaba en él. Paralizado, se limitó a esperar la sentencia.

Así que levanté la mirada hacia aquellos fríos ojos azules y dije:

—Señoría, me arrepiento de lo que he hecho. Hasta ahora nunca me había metido en problemas. Si su señoría me concediera una sola oportunidad, aunque sea por esta vez, juro ante Dios que jamás volveré aquí. Por favor, señoría, no me envíe al penal.

La frialdad se acentuó en sus ojos a medida que me escrutaba de arriba abajo y sentenció con gravedad:

—Eres un joven malvado. El crimen que has cometido con esa inocente joven, infringiendo las leyes de nuestro estado, es imperdonable. La naturaleza misma del delito no deja lugar a considerar la posibilidad de eximirte. Por tu propio bien y por el de la sociedad, te condeno a pasar en el reformatorio del estado un período no inferior a un año y no superior a dieciocho meses. Espero que así aprendas la lección.

Me quité de encima la mano sudorosa del picapleitos sacudiendo el hombro, evité los ojos de mamá, enrojecidos por las lágrimas, que lloraba en silencio al fondo de la sala, y tendí mis manos al alguacil para que me pusiera las frías esposas.

El viejo de June era un pez gordo con mucha influencia en los tribunales. Había estado moviéndose entre bastidores y tirando de los hilos, asegurándose de que me encerraran. La sentencia fue por «conocimiento carnal y abuso», eximido del cargo de proxenetismo, puesto que no se puede ser proxeneta si no hay prostituta, y el viejo de June no estaba dispuesto a admitir eso.

Sí, no cabía duda de que estaba siendo el causante del primer mechón de canas en el cabello de mi madre. Steve habría estado muy orgulloso de mí, ¿no te parece?

Mi condena en el reformatorio de Wisconsin Green Bay casi destroza a mamá.

Había varios reincidentes del reformatorio en mi galería de la prisión del condado tratando de hacer la puñeta a los primerizos, contando historias de lo mal que se pasaba allí, mientras esperábamos al furgón que nos llevaría a ese reformatorio al norte del estado. Estaba atolondrado, incapaz de sentir nada. ¡Qué idiota fui al pensar que lo del Mudo era un cuento chino!

Durante las dos semanas que estuve esperando, mamá me escribió una carta diaria y vino a verme dos veces. La culpa y la desgracia le pesaban gravemente.

Antes, en Rockford, había sido una devota asidua de la iglesia, llevando una vida cristiana hasta que Steve entró en escena. Pero ahora, cuando leo sus largas y delirantes cartas atestadas de advertencias contra el fuego y el azufre que me esperaban si no dejaba entrar a Jesús en mi corazón y respetaba al Espíritu Santo y a las llamas, me doy cuenta de que mamá, la pobre, se estaba convirtiendo en una religiosa fanática para no volverse loca. El peso de la muerte de Henry añadido a mi desgracia debió de caerle encima fatalmente.

El furgón vino a recogernos una mañana de tormenta y truenos. Vi a mamá despidiéndome bajo un frío aguacero cuando nos metían esposados en el furgón. Sentí un ardiente nudo en la garganta al verla ahí afuera, tan triste y solitaria, encogida bajo la lluvia incesante. Sentía cómo las lágrimas querían aflorar, pero era incapaz de ponerme a llorar.

Mamá nunca me dijo cómo supo a qué hora salía el furgón. Aún hoy me pregunto cómo se enteró y qué era lo que pensaba allí, bajo la tormenta, observando cómo emprendía mi viaje.

El Estado lo definía como reformatorio, pero créeme, aquello era una cárcel de verdad.

Se me revolvieron las tripas cuando el furgón entró en la avenida del recinto penitenciario rumbo al trullo. El furgón se movía entre vaivenes y las bromas y sandeces de los veintipico presos. Solamente uno de ellos permaneció impasible y en silencio durante el traslado, el tipo grueso que estaba a mi lado.

Pero cuando aquellos elevados muros de pizarra gris surgieron inexorables ante nosotros, fue como si un puño gigante nos hubiera dejado a todos sin respiración. Hasta los reincidentes que ya habían estado anteriormente detrás de aquellos muros permanecían en silencio, inexpresivos. Empezaba a creerme aquellas historias que me habían contado en la prisión del condado.

El furgón atravesó tres puertas custodiadas por malencarados boqueras que portaban rifles automáticos con mira telescópica. Tres módulos de celdas color gris ataúd se alzaban como mudas plañideras bajo un borrascoso cielo sin sol. Por primera vez en mi vida sentí el miedo puro y duro.

El negro gordo sentado junto a mí había sido compañero mío de la escuela secundaria. En aquella época era miembro activo de la Iglesia Evangelista.

Nunca llegué a entablar amistad con él en aquella época porque sólo parecía mostrar interés por la Iglesia y por la Biblia. Ni fumaba, ni decía tacos, ni acosaba a las tías, ni apostaba en el juego. Había sido lo que se dice un pureta de cuidado.

Se llamaba Oscar. Aparentemente seguía siendo igual de pureta, puesto que permanecía con los ojos cerrados, murmurando suavemente para sí oraciones de las que me llegaban fragmentos.

Las oraciones de Oscar se interrumpieron bruscamente con el chirrido de los frenos del furgón al aparcar frente a la garita de control y desinfección del penal. Salimos a trompicones y nos pusimos en hilera para que nos quitaran las esposas. Dos boqueras a cada extremo de la línea empezaron a soltárnoslas.

A medida que se aproximaban al centro de la hilera, iban acallando los murmullos de los hombres. Le iban diciendo a cada uno: «¡Cierra el pico! ¡Silencio! ¡Ni una palabra!».

Oscar se estremecía y temblaba delante de mí cuando nos dirigimos en fila india hacia una sala muy iluminada y de techos altos. Un mostrador rústico de pino se extendía a lo largo de siete metros sobre un suelo de baldosas verdes y grises, tan limpio que incluso se podría comer en él. Esto era parte de la reluciente e impoluta piel de la manzana, podrida y asquerosa por dentro.

A medida que pasábamos frente a ellos, los internos de rostro blanqueado que estaban al otro lado del mostrador calculando nuestras tallas, nos iban entregando piezas desteñidas del uniforme, desde la gorra a las botas.

Entramos con nuestros fardos en una amplia sala. Un boquera alto y silencioso, deslumbrante, uniformado de azul marino con botones de latón y bonitos bordados, esgrimía su bastón relleno de plomo a través del aire como una espada parlante, indicando el largo banquillo donde teníamos que depositar nuestros fardos y desvestirnos para un registro a fondo y también para un breve reconocimiento médico a cargo del carnicero de la cárcel, que estaba sentado tras una mesa de acero abollada al fondo de la habitación.

Finalmente todos fuimos reconocidos por el matasanos y duchados. El boquera de adornos dorados levantó su elocuente bastón. Éste indicaba salir por la puerta, girar a la izquierda y seguir todo recto. Dos boqueras marchaban a nuestro lado mientras nos aproximábamos a un achaparrado bloque de arenisca, unos setenta metros más allá. ¿Tendría algo que ver ese bastón parlante con el Mudo?

Lo oí antes de verlo, un poderoso y chirriante estruendo mezclado con un gruñido sordo. Nunca había oído nada igual en mi vida. Entonces, misteriosamente, en la semioscuridad, innumerables rostros jóvenes e impertérritos parecieron oscilar en un mar de olas grises. A unos treinta metros comprendí el misterio. Cientos de internos vestidos de gris marchaban al paso desde los comedores hacia los tres bloques de celdas. Componían una visión fantasmagórica a la luz del crepúsculo, marchando silenciosos al compás como patéticos robots uniformados. El rugiente estruendo era producido por el arrastrar y pisar de sus pesadas botas penitenciarias.

Llegamos al edificio achaparrado. Allí teníamos que permanecer en cuarentena durante diez días. El pescado fresco era almacenado ahí para una revisión médica en profundidad, para ser clasificado y que después se le asignaran sus tareas, antes de incorporarse al grueso de la población reclusa.

Degusté el putrefacto sabor del corazón de aquella manzana cuando unos trenos vestidos de blanco con gorras de plato nos dieron la cena a través de una trampilla en la puerta de la celda. Consistía en sopa de cebada con un chusco de pan marrón que podría haber servido de metralla para una granada.

Era novato, así que en lugar de tragármelo de golpe, examiné detenidamente las extrañas cositas negras moteadas que flotaban en el borde. Me puse a vomitar hasta que me dieron calambres en la barriga. La cebada de la sopa estaba infestada de gusanos.

A las nueve se apagaron las luces. Más o menos cada hora, pasaba un boquera por la galería. Metía el ojo luminoso de su linterna en cada celda y escudriñaba por dentro. Me preguntaba si en esta trena sería delito capital que te pillaran flirteando con la alemanita de cinco dedos.

Abrí las orejas al escuchar a uno de los reincidentes blancos poniendo al día, susurrante, a un novato. Oscar también debía de estar escuchando puesto que había interrumpido sus oraciones en la celda de al lado.

El novato blanco estaba diciendo:

—A ver, Rocky, ¿qué demonios pasa con ese boquera de las duchas? ¿Por qué no suelta prenda el gilipollas? ¿Y lo del bastón?

El reincidente respondió:

—Ese hijo de puta está loco de remate. Se le jodió la voz hace diez años. Lleva siendo el baranda hace más de veinte, ¿y sabes cómo perdió la voz el hijoputa?

El boqui volvió de nuevo haciendo la ronda con su luz, por lo que el reincidente enmudeció.

Cuando el guardia desapareció, el otro continuó:

—Al mamón le apodaban el Megáfono hasta que su problema le dejó mudo. Dicen que los berridos del hijoputa se podían oír de una punta a otra del trullo. Es el capitán de boqueras con más mala leche que jamás ha pasado por la trena. En los últimos veinte años se ha cargado con el bastón a un par de trenos blancos y a cuatro negratas. Odia a los morenos.

En ese momento, Oscar rezaba como un descosido. Sin duda había escuchado lo de los cuatro negros. Al novato le quedaba un cabo suelto por aclarar.

—Vale, Rocky —dijo—, salta a la vista nada más verle que es un tipo duro, pero ¿qué cojones fue lo que le dejó mudo?

—¡Ah! Corre el rumor de que trataba a su mujer y a su cachorro peor que a los trenos —dijo el veterano—. Ella debió hartarse de su mala leche, por lo que se dio boleta con la niña de un tiro en la cabeza. La nena sólo tenía dos años. La mujer le dejó una nota que decía: «No aguanto más tus gritos. Adiós». Un lavacerebros de aquí explicó que al matarse la tía, al boqueras se le comió la voz.

Permanecí tumbado, dándole vueltas a lo que el treno había contado. Pensaba en Oscar, en si acabaría su condena o si se lo devolverían a sus padres en una caja de pino, o peor aún, que los loqueros se lo llevaran a la granja.

A Oscar le había metido un año el mismo juez que me empuró a mí. Pobre Oscar, el infeliz había empezado a salir con una irlandesa tullida de diecisiete años.

Fueron sorprendidos por un amigo íntimo de la familia de la chica metiéndose mano en «el asiento de los mancos» de un cine de barrio. Se lo soltó a sus padres y éstos telefonearon a los padres de la chica. Eran irlandeses, de mal carácter y con prejuicios.

Interrogaron a fondo a la chica y confesó que de hecho aquel negro, el bueno de Oscar, había allanado el valle prohibido. Le cargaron estupro y, naturalmente, lo admitieron, así que el bueno de Oscar estaba aquí y era mi vecino de al lado.

Me di un manotazo en donde me picaba el muslo y aparté la sábana. ¡Cielo santo! Cómo las odiaba. Acababa de machacar a una chinche del colchón, pero tan sólo se trataba de una exploradora. Una hora después, cuando el reflector me despertó de golpe, un regimiento de ellas desfilaba por las paredes.

Estuve echado hasta la mañana con los ojos como platos. El interior de aquella reluciente manzana sin duda era otra cosa.

A los diez días, una vez pasados todos los reconocimientos, los peces fuimos trasvasados del tanque de cuarentena al despacho del alcaide. Cuando me llegó el turno, me levanté del banquillo alargado que había en el pasillo fuera de su despacho y entré. Mis rodillas boxeaban entre ellas cuando me planté frente a él.

Era un enorme toro blanco de crin plateada, un dios profano, con dos diminutas brasas negras incrustadas profundamente en las cuencas de los ojos.

—Bueno, sambo —me dijo—, sin duda has metido el cuezo hasta el culo, ¿no te parece? Verás, para que me entiendas, no es que te hayamos llamado, sino que tú has venido. Estamos aquí para castigar a los listillos hijos de puta como tú, así que si andas jodiendo por ahí, te pueden pasar dos cosas a cual peor. Tenemos un agujero en el que enterramos a los capullos duros, una celda vacía y sin luz a siete metros bajo tierra, a base de dos lonchas de pan y un cuenco de agua al día. O, como alternativa, puedes salir por la puerta norte en una caja. Así que empóllate este libro de normas. Ahora saca tu mugriento culo negro de mi vista.

La única cosa que dije antes de desaparecer de allí fue: «Sí, señor, sí, jefe», sonriendo como un sospechoso de violación en Mississippi al que la turba de linchadores ha decidido liberar.

Fue inteligente por mi parte hacerme el Tío Tom con él. Uno de los reincidentes más arrogantes fue a parar al agujero por mirarle con descaro. El cargo fue de «insubordinación visual».

A Oscar y a mí nos asignaron vivir y trabajar en el Bloque B, totalmente negro, el único sin aseos. Había unos cubos en las celdas que sacábamos todas las mañanas y vaciábamos detrás del bloque en una pileta por la que corría agua.

En mi vida había olido un tufo peor que el de ese bloque en una noche calurosa, salvo el que emana una yonqui enferma.

Aquello era penoso de verdad, un desafío terrible para la mente. La lucha se centraba principalmente en evitar problemas con el Mudo y en mantenerse fuera de su vista. Andaba de puntillas y era capaz de leer en el coco de cualquier treno. Era aterrador llevar tan siquiera una loncha de pan de extranjis escondida en el pecho y que de repente surgiera el Mudo de la nada.

Éste no se andaba con prospectos informativos que explicasen el lenguaje de su bastón. Si malinterpretabas lo que decía, el Mudo te estampaba en el cráneo la pesada caña del bastón.

Cuando ya me había comido seis meses llegó un joven preso negro, al que habían trasladado desde la cárcel principal, que me trajo un mensaje de Party.

Me decía que aún éramos socios y que yo seguía siendo su caballo aunque no hubiera ganado ninguna carrera.

Me gustó saber que me perdonaba por haberme comportado como un gallina con el Balón, allá en el callejón.

El Mudo odiaba a todo el mundo. Por Oscar sentía algo mucho más horrible.

No sé si es que el Mudo también odiaba a Dios, y con lo religioso que era Oscar, concentró todo su odio hacia él como si éste fuera una diana viviente.

Oscar y yo compartíamos una celda de dos literas. Te helaba la sangre levantar la vista de un libro y ver que el Mudo en lugar de estar en su casa como debiera, estaba ahí fuera, inmóvil en la pasarela, mirando a Oscar leyendo la Biblia en su litera. Cuando estaba seguro de que los verdes, fríos y luminosos ojos habían desaparecido en la noche, bromeaba:

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