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2. Los primeros pasos por la jungla

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—Oscar, hermano, te quiero mucho. ¿Aceptarías el consejo de un amigo? Te lo digo, colega, al Mudo se le está yendo la olla de tanto verte leer la Biblia. Colega, por tu propio bien, ¿por qué demonios no dejas de leer esa Biblia?

Aquel gilipollas cabezota no dejaba de leer, ni siquiera se percataba de las visitas del Mudo.

Me decía:

—Sé que eres mi amigo y aprecio tu consejo, pero no puedo seguirlo. No te preocupes por mí. Jesús me protegerá.

Mamá me escribía una vez a la semana por lo menos.

Me visitaba cada mes. En su última visita, sin pretender preocuparla, le sugerí que sería una buena idea poner una conferencia al alcaide una vez por semana sólo para que él viera que alguien ahí afuera me quería y se preocupaba por mi salud.

Tenía buen aspecto y había ahorrado dinero. Acababa de abrir un salón de belleza. Cuando me presenté a la vista para la condicional, me contó que estaba segura de que un amigo suyo me iba a dar trabajo. Por la noche, después de sus visitas, permanecía en vela recapacitando mentalmente sobre nuestras tristes vidas. Era capaz incluso de recordar cada lunar y arruga del rostro de Henry.

Una noche, después de una de sus visitas, por el altavoz del muro de la galería atronaba «Primavera en las Rocosas». Traté de ocultar mi llanto en secreto a Oscar, pero me oyó. Me indicó un capítulo de la Biblia para que lo leyera, pero con el Mudo merodeando no estaba dispuesto a cometer semejante estupidez.

El Mudo se la pegó a Cristo y empapeló a Oscar. Casi habíamos acabado de fregar el patio cuando el repartidor de la galería me trajo dos salchichas de la cocina, de parte de un colega.

Le pasé una a Oscar. Se la escondió bajo la camisa. Apoyé la fregona contra la pared y me colé en una celda vacía para zamparme la mía.

Habíamos terminado de fregar y estábamos en el cuarto de limpieza dejando nuestros cubos y fregonas. Oscar roía despacio su salchicha como si estuviera a salvo en la Última Cena.

Vi la gigantesca sombra pegándose contra la pared próxima al cuarto de limpieza. Eché un vistazo de reojo por la mirilla de mis párpados. El universo daba vueltas.

Era el Mudo. Había visto el trozo de salchicha en la mano de Oscar. Los ojos verdes del Mudo titilaban.

La caña mortífera segó el aire y arrancó una rebanada de cabello y carne sanguinolenta del lado de la cabeza de Oscar.

Un coágulo escarlata colgaba de un finísimo hilo de carne que pendía como un espantoso zarcillo junto al lóbulo de su oreja. Los ojos de Oscar se entornaron hacia la trasera de su cabeza mientras gemía derrumbándose en el suelo. La sangre brotaba a borbotones del gris pálido de su herida.

El Mudo se limitó a contemplar la sangría desde arriba. Los ojos verdes parpadeaban excitados. Durante los ocho meses que estuve encontrándomelo a diario nunca le había visto sonreír. Ahora sonreía como si estuviera ante dos tiernos gatitos jugueteando. Me agaché para ayudar a Oscar. Sentí leves soplos de aire junto a la mejilla. El bastón estaba gritando. El Mudo lo agitaba detrás de mi cabeza. Esa cosa gritaba:

—¡Apártate!

Me aparté. Tumbado en la celda, me preguntaba si el Mudo tendría segundas intenciones y vendría a por mí. Se oían las voces de los enfermeros del hospital que se llevaban a Oscar por el patio.

Recordaba la fuerza asesina del bastonazo que le había arreado el Mudo. Recordaba aquella cara de satisfacción. Supe por las cañerías del trullo que era de Alabama. Entonces me enteré de que no había sido la Biblia de Oscar lo que le tocaba los cojones. El Mudo sabía lo de la niña irlandesa tullida.

Al salir del hospital mandaron a Oscar al agujero quince días. Los cargos eran «posesión de comida de estraperlo» y «agresión física a un funcionario». Yo estaba allí y la única agresión por parte de Oscar fue la resistencia natural de su carne y su hueso contra el bastón de acero.

El tribunal de apelación se reunía en el penal todos los meses para considerar remisiones. Todos los trenos, una vez habían cumplido cierto número de meses de su «mínima», se ponían a soñar con la calle y la pronta concesión de la condicional.

Oscar en el hoyo y yo echándole de menos. A pesar de ser pureta, también era un tipo irónico en cantidad. Llegaron algunos trenos algo mayores que yo, trasladados desde el gran trullo. Se pavoneaban de ser macarras.

Cuando hacía mal tiempo y no nos dejaban salir al patio, solía sentarme con ellos en una mesa de la galería. No hablaba mucho. Casi siempre escuchaba. Me encantaban los faroles que se tiraban sobre su habilidad para el chuleo. No decían más que chorradas, pero yo les robaba todas las que podía para usarlas cuando saliera.

Después volvía a la celda muy animado. Me ponía a fingir como si tuviera una puta delante de mí. Allí me tiraba horas chuleando a tope. No tenía ni idea de que la mierda que ensayaba no valía un carajo en la calle.

Oscar salió del agujero y le metieron en una celda de aislamiento en la planta superior del bloque. Como no le vi entrar, me cogió desprevenido cuando tuve una oportunidad para subir a verle.

Llegué a la celda con su número insertado en una rendija. Un tío escuálido meaba en el cubo de espaldas a mí. No paraba de reír. Comprobé de nuevo el número de la rendija. Era el número de Oscar.

Golpeé con la llave del cuarto de limpieza a través de los barrotes de la celda. Aquel esqueleto se volvió hacia mí de un salto. Sus ojos miraban salvajes y perdidos. Era Oscar. Sólo podía estar seguro por la cicatriz blanca y atroz en el costado de su cabeza.

No parecía recordarme, así que le dije:

—¿Qué pasa colega? Sabía que no podrían aplastar a un pisafuerte.

Se quedó ahí parado con el canario asomándole por la bragueta abierta.

—Tío, vas a resfriar a toda tu descendencia si dejas eso al fresco —le dije.

Ignoró mis palabras y entonces, desde lo más profundo de su garganta, surgió una especie de sonido agudo y espectral, una mezcla de bufido y lamento, algo así como la llamada nupcial del hombre lobo. Empezaba a preocuparme.

Ahí quieto trataba de elucubrar algo que decir para llegar hasta él. No habían pasado ni dos horas desde que salió del agujero. Quizás algún tornillo suelto volviera a su sitio.

Me di cuenta de que lo habían destruido del todo cuando me lanzó una mirada furtiva y se alejó al fondo de la celda. Cogió el cubo del suelo y metió dentro la mano.

Sacó el puño lleno de mierda. Se quitó la mierda de la mano derecha con la palma rígida de la izquierda.

Usando la palma izquierda como una especie de paleta, hurgó en la mierda con el índice derecho y se puso a pintar con él en la pared de la celda.

Me quedé ahí pasmado de espanto. Finalmente paró, se puso firmes, me saludó a lo militar sacando pecho con orgullo y señaló con el dedo lleno de mierda su arte en la pared.

Tenía una estúpida expresión de triunfo en la cara, como si acabara de terminar la cúpula de la Capilla Sixtina.

Pasé de él. Bajé para informar al boquera.

Al día siguiente embarcaron a Oscar rumbo a la casa de las chivas, donde puede que aún esté hoy, después de treinta años.

El tiempo se me pasó volando tras el octavo mes. Salí con la condicional y ya solo me quedaba esperar la cartilla rosa. La blanca significaba denegación y que se postergaba la fecha para un nuevo recurso.

Vi cómo el repartidor del correo la echaba por entre los barrotes de mi celda. Di un brinco y recogí el pequeño sobre marrón. Las manos me temblaban tanto que me costó unos segundos poder abrirlo. ¡Era rosa! Golpeé con mis puños la pared de acero de mi celda. Estaba tan contento que ni me hacía daño.

Me vistieron con un traje barato de tela a cuadros. No me habría importado salir de aquella cueva a presión ni embadurnado de alquitrán y con plumas. Pero antes de salir tenía que enfrentarme al toro.

Cuando entré en su despacho me dijo:

—Bueno, Bola de Nieve, se ve que tienes una buena pata de conejo. Hasta luego, ya te veré en un par de semanas.

Aún no estaba fuera, así que al salir le brindé la misma sonrisa de Tío Tom que cuando entré.

Cuando llegué fuera el aire fresco fue como una explosión de oxígeno. Me mareé. Me volví para mirar a la trena. El Mudo estaba en la ventana de la capilla observándome, pero por esta vez el bastón de acero no dijo nada.

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