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3. Un viaje salobre con Pepper

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3. UN VIAJE SALOBRE CON PEPPER

Nada más volver a Milwaukee me presenté ante mi asistente social, un tal señor Rand, me parece. Después de responder a miles de preguntas y rellenar una montaña de papeles, me hizo un test de inteligencia. Cuando dedujo mi cociente, los ojos azules se le abrieron como platos.

No podía comprender cómo un muchacho con 165 de cociente podía hacer algo tan estúpido como traficar en las aceras con el culo de una chica.

Si ese test de inteligencia se hubiera basado en las teorías chapuceras del chuleo y la rufianesca que había aprendido en el trullo, en aquella mesa con los chulos de temporada y que ahora me rondaban la cabeza dispuesto a llevarlas a cabo, mi cociente habría dado cero.

Tenía dieciocho tacos, medía uno ochenta y seis, era esbelto, tierno y estúpido. Mis ojos pardos eran profundos, soñadores. Tenía los hombros anchos y la cintura tan estrecha como la de una chavalita.

Fijo que iba a ser un rompecorazones. Todo lo que necesitaba era la ropa y la fulana.

El pequeño y lucrativo salón de belleza de mamá estaba en la avenida principal. Supongo que la pobre debía de estar condenada a ser, sin quererlo, la artífice de mis desastres.

Empecé a trabajar como repartidor en la tienda de un amigo de mamá que me había colocado para hacer viable mi libertad condicional con un contrato de trabajo.

Como si fuera cosa del destino, el salón de mamá y la tienda estaban en el mismo edificio. Mamá y yo vivíamos en un apartamento encima de los almacenes.

Un día que estaba en la acera, unos tres meses después de estar bajo la condicional, mamá me llamó. Quería presentarme a una de sus clientas, a la que estaba arqueando las cejas. Pasé a través de las fragancias aromáticas que emanaban las tenacillas calientes al tirar de los cabellos rizados de varias clientas hasta el fondo de la tienda.

Allí estaba ella, despampanante como un árbol de Navidad, sentada de espaldas a mí frente al espejo de un tocador. Mamá dejó de depilarle las cejas para presentarnos:

—Señorita Ibbetts, éste es mi hijo Bobby.

Me miró a través del espejo, como un gato amarillo hipnotizando a un pájaro, sentada inmóvil, con ojos verdes y seductores.

Su voz aterciopelada y ronroneante onduló hacia mí:

—Oh, Bobby, he oído hablar tanto de ti. Es tan emocionante conocerte, pero, por favor, llámame Pepper, todo el mundo lo hace.

No sé qué fue lo que me puso más cachondo en ese momento, si su sensualidad descarnada o aquellas piedras brillantes de sus alargados dedos, que saltaba a la vista no eran precisamente de Kresges. Mascullé algo acerca de que tenía que volver a la tienda a trabajar y que ya la vería por ahí.

Más tarde la vi montando en su llamativo Cadillac descapotable, con el vestido de seda blanca deslizándose hacia arriba, mostrando el brillo satinado de sus muslos color amarillo plátano. Al salir disparada del aparcamiento dio la vuelta deliberadamente y me dedicó una dosis total de aquellos ardientes ojos verdes. Estaba firmando nuestro contrato.

Pregunté por ahí para averiguar su historial. Tenía veinticinco tacos, había ejercido de puta trabajando en los garitos más chics de la Costa Este. Un adinerado perista blanco aficionado al juego había sido su cliente allí y le había dado tan fuerte por ella que la redimió delatando a su chulo, al que le cayeron cinco años.

Tres días más tarde, media hora antes del cierre, llegó un pedido de una caja de licor de whisky Mumms. La dirección correspondía a la zona alta residencial, a kilómetros de la tienda.

Fui en bicicleta. Abrió la puerta vestida únicamente con unas braguitas de encaje blanco. Se me puso tiesa y dura al instante.

Era un apartamento fabuloso, iluminado tenuemente en azul. Su chorbo no iba a volver hasta dentro de una semana.

Para ella yo sólo era un capullo imberbe, no era de su cuerda, pero una de mis mejores cualidades fue siempre mi mente despierta. Aquella puta libertina me embaucó y me empujó a practicar todos los capítulos del libro del sexo y un montón de cosas que ni siquiera habían sido escritas.

Menuda diversión para una perra como ella pervertir a un tonto tan tierno como yo. Era una institutriz de la hostia y no veas cómo se lo hacía. Si Pepper hubiera vivido en la vieja ciudad bíblica de Sodoma, los ciudadanos la habrían lapidado.

Mordisqueó y succionó la comezón de cientos de cardenales extendidos por cada centímetro cuadrado de mi cuerpo. Como dice el viejo dicho, un intercambio justo no es ningún robo.

Me costó una semana quitarme del pelo el olor de sus meados. Fijo que la habían chuleado con mano dura allá en el Este. Odiaba a los hombres y se vengaba conmigo.

Me enseñó a esnifar perica y casi siempre que iba a su apartamento, me encontraba con unas radiantes líneas de cocaína cristalizada sobre el vidrio de la mesa de los cócteles.

La esnifábamos con unos tubos de alabastro y después, en aquel dormitorio atestado de espejos, practicábamos el circo del amor hasta acabar con los nervios hechos cisco.

Pepper y aquella cocaína pura habrían pervertido hasta a un monje cartujo. Ella sí que me metió por la vía rápida.

Yo no sabía por entonces que al final del trayecto se encontraba la tétrica penitenciaría del estado.

Todavía estaba verde, por lo que era aún más manejable, cosa que Pepper sabía muy bien. Se trataba de una ex puta curtida que se sabía todos los trucos y pirulas, manejaba un taco de pasta y no me soltaba ni un cobre.

El esplendor de nuestras orgías se desvanecía para mí; sin embargo, Pepper flipaba cada vez más con las técnicas que me había enseñado. Me conocía perfectamente todos los mecanismos para ponerla a cien y su chucho la ponía cada vez más y más cachonda.

Natural, me la estaba trajinando por la cara, mientras que aquellos chulos del Este le habían exprimido una fortuna.

Una noche, intenté que me pasara cien pavos para comprarme un traje. Sabía que me había portado muy bien en la cama. La calentura casi le hace subirse por las paredes.

—Nena —le dije—, he visto en el centro un terno rompedor por un billete. Si me pasas la pasta, me lo compro mañana mismo.

Achinó sus ojos verdes y se rió en mi cara diciéndome:

—Mira, cachorrito, yo no paso dinero a los hombres. Lo tomo de ellos; además, por muy dulce que seas para este coñito, no necesitas ningún traje. Me gustas tal como eres, sin nada de ropa.

Sabía que estaba hecho un panoli, pero pegarme aquel corte y negarme los cien pavos me sonó a putada vil y, como también era rencoroso, reaccioné como cualquier estúpido aspirante a chulo al que de pronto le hacen el Georgia.

Lo eché todo a perder. Y todo por ir con la polla por delante en lugar de hacerlo con el puño.

Me agaché y le metí un guantazo en la cara. Sonó como un disparo. Al pegarle me dio un subidón. Tenía que haberle atizado con un bate de béisbol.

La perra se irguió en la cama como una cobra amarilla dispuesta a morder, me enganchó con los brazos por la cintura hincándome en el ombligo sus dientes afilados como cuchillas.

La impresión me paralizó. Caí de espaldas sobre la cama aullando de dolor. Sentía la sangre manando de la herida hacia los huevos, pero era incapaz de hablar, incapaz de moverme.

Pepper era una mujer perversa y retorcida de verdad. Ahora respiraba con fuerza, pero sin rabia. La violencia y la sangre la habían puesto cachonda de nuevo.

Me acarició suavemente al tiempo que su lengua lamía con suma delicadeza la herida supurante de mi barriga. Nunca había sido tan tierna y eficiente como ahora, llevándome por un hermoso viaje alrededor del universo.

Lo gracioso era que aquel dolor espantoso y palpitante de alguna manera formaba parte, junto con las delicias de su delicada lengua, de la emoción de lo que Pepper me estaba haciendo.

Supongo que Freud estaba en lo cierto. Si te gusta hacer daño, también te lo pasarás chachi padeciéndolo.

Cuando dejé a Pepper estaba hecho polvo. Me sentía viejo. Tenía el ánimo tan desolado y sombrío como el gris amanecer por el que pedaleaba.

Cuando llegué a casa y me miré al espejo, una calavera me devolvió la mirada. Sin duda, aquella zorra vampira me estaba chupando la sangre y la vida. También me daba cuenta de que aquellos cristales de cocaína no eran precisamente un tónico para la salud.

Pepper iba muy deprisa, demasiado espabilada para mí. O me ponía a su altura o tendría que pasar de ella.

Le juré solemnemente al esqueleto del espejo que antes de que pasara una semana, contactaría como fuese con Weeping Mínimo, un chulo de unos cincuenta y cinco tacos que, aunque bestia, era el chulo más indicado de la ciudad para ponerme al día y decirme cómo ponerle a Pepper una argolla en la nariz.

Le había conocido en el bar de Jimmy, antes de que me trincaran. Por aquel entonces ya tenía muy mal aspecto y ahora, menos de un año y medio después, parecía un cadáver viviente.

El caballo era su jinete. Empezó tonteando y acabó enganchado. Cuando le encontré aquel viernes, era casi medianoche.

Me miró y chasqueó la lengua contra el cielo de la boca. Ya sabes, ese sonido travieso y divertido que hacen los niños justo antes de meterte una aguja de hacer punto hasta el tímpano.

Me dijo:

—Vaya, vaya, que le besen el culo a mi madre muerta si no es Youngblood el macarra, la mascota de las putas y el terror de los chuloputas.

Ese yonqui hijoputa se estaba quedando conmigo, pinchándome con menosprecio y desdén. Los chulos tarras siempre saben cuándo un joven aspirante a chulo viene buscando consejo a la desesperada.

Después de todo, se acuerdan de cuando empezaron y de lo putas que las pasaban sólo para saber las preguntas del millón. Las respuestas venían despacio, a base de probar y fallar hasta caérsete el alma a los pies de tanto lamerle el culo a los pocos que se conocían el percal, los que chuleaban siguiendo el libro al pie de la letra.

Hasta el más espabilado de los chulos podría tirarse un millón de años sin acariciar las respuestas.

Weeping Mínimo era perro viejo, ya había pasado revista a las preguntas y encontrado algunas de las respuestas; el caso es que sabía mil veces más que yo. Así que traté de contenerme, no se me podía notar el cabreo. Si me lo notaba, pasaría de mí.

Estábamos bajo la marquesina de una tienda abandonada. Me hizo una señal con un movimiento de cabeza y le seguí hasta un Buick enorme y descascarillado.

Lo tenía aparcado en el cruce de un barrio de puterío barato.

Cuando nos metimos en el Buick entendí por qué estaba aparcado allí. Podía echarle el ojo y tener bajo control a todo su establo de putas famélicas y toxicómanas que currelaban en las cuatro esquinas del cruce.

Se sentó al volante mirando al frente sin decir nada. Tuve que hacerle la pelota más de media hora hasta que por fin empezó a soltar prenda. Pensé en la pizca de cocaína que tenía bajo el empeine del zapato envuelta en papel de estaño, se la había sisado a Pepper. La saqué y la puse en mi mano. A lo mejor la cocaína le soltaba la lengua.

Me volví hacia él y le dije:

—Weeping, ¿quieres un tirito de perica?

Se enderezó como si le hubieran recorrido la espalda con un cuchillo de carnicero. Miró la bolita de papel de estaño en la palma de mi mano, la cogió de mala manera y tal cual la arrojó por la ventanilla.

Echaba humo, gritó:

—Negro de mierda, ¿es que has perdido la chaveta o es que quieres volver al trullo y encima quemarme el coche?

Le dije:

—¿Qué es lo que he hecho mal? Sólo te he ofrecido un poco de coca por cortesía. ¿Qué hay de malo en ello?

Y me dijo:

—Gilipollas, es de perogrullo que la pólvora no se enseña en la mano, se guarda en el puño para aligerarla rápido al suelo. Además, estás con la condicional. ¡Estás pringao! ¿Qué coño haces pringándome el carro? Gilipollas, hay una ley por la que te confiscan el carro si te ligan con mercancía dentro. Si la bofia te hubiera trincado, fijo que la habrías soltado aquí. No lleves nunca nada encima. Cuando se está en un sitio, se deja el material en la rúa, cerca, hasta que te vuelvas a mover. Es mejor perder el material que perder la libertad. Y, ahora, ¿qué cojones te ha hecho sacar la cabeza del culo de Pepper para venir a verme?

¡Ah! Cómo me fastidiaba ese yonqui de los cojones. Yo seguía ahí sentado tratando de pensar en preguntas para sonsacarle y perder de vista su jeta lo antes posible. Parecía un mandril desteñido. Su aliento apestaba como si acabara de comerse un tazón de gusanos.

Le dije:

—Weeping, Pepper no me interesa. Es demasiado chic y espabilada para mí. He venido a verte porque todos saben que te lo montas bien. Quiero que me pongas al día para poder sacarle a la que te he dicho un poco de viruta.

Al mandril le molo ese plátano. Lo había dejado a punto para rajar del juego del chulo. Dijo:

—Los mamones del infierno quieren agua helada, pero ya es tarde para ellos. Nunca van a tener agua helada. Tal como empiezas con una zorra, tal acabas. Puedes darle duro a una zorra y luego encoñarte como un baboso y entonces perderla, pero no hay tu tía de que puedas hacértelo con Pepper después de haber hecho el baboso con ella. Olvídala y búscate una puta fresca.

—¿Quieres decir que no hay forma de sacarle pasta? —le pregunté.

—No te he dicho eso. He dicho que no puedes chulearle la pasta. Un semental listo y con sangre fría siempre encuentra la forma de levantarle la guita a cualquier tía.

Le dije entonces:

—No es que sea muy listo, pero pienso que podría tener la sangre fría suficiente como para jugársela a esa zorra guarra de Pepper. Weeping, tú eres el listo. Dame una pista y ponme a prueba. Repartiré la pasta a pachas contigo.

No me había dado cuenta de que se había puesto a llover. Weeping tuvo que cerrar la ventanilla de su lado de lo fuerte que caía. Acababa de cerrarla y ya iba a responderme cuando empezó a sonar un fuerte repiqueteo en el cristal. Era una de sus putas.

El seguro de la puerta estaba echado. A través de la ventanilla cerrada, ella dijo a voces:

—¡Anda, papi, ábreme la puerta! Tengo los pies encharcados. Esta noche no hay movimiento, además tengo a los monos encima. Los de antivicio no me quitan ojo. Es el Costello. Ya me ha dado el toque de que o salgo de la calle o me echa el guante. Anda, por favor, ábreme la puerta.

Weeping iba de gorila duro de pelar. Estuvo allí sentado un buen rato. Su cara de mono estaba rígida, como una roca. Abrió un poco la ventanilla, la lluvia castigaba a su fulana. Ella metió por ahí la nariz.

Sin moverse hacia la ventanilla, tieso en el asiento del conductor, aulló:

—Puta asquerosa, haz que haya movimiento. Si eres puta es de suponer que estás fichada. Deja que Costello te eche el guante. No puede detenerte si no te pilla con un cliente. Puta gallina y estúpida, ¿por qué crees que llevo este montón de pasta para fianzas en el bolsillo de atrás? Ahora venga, a trabajar. No te preocupes por la lluvia. Anda y paséate entre las gotas de lluvia, zorra.

Cerró de golpe la ventanilla.

A ella se le puso cara de cabreo a través del cristal empañado. En la penumbra, sus dientes podridos por la droga parecían colmillos afilados cuando arrimó la cara contra el cristal.

Se puso a chillar:

—Acabas de perder una chica. Tenías cuatro, ahora sólo te quedan tres. Paso de ti, Mínimo.

Weeping bajó la ventanilla sacando la cabeza fuera mientras ella se alejaba. Ahora sí que era un gorila, chillando a su vez:

—Zorra, ¿qué te ya a que no me plantas? Pienso recuperar todo el jaco que te has metido a mi costa. Zorra apestosa, ya sabes que si te largas te encontraré, te hundiré un cuchillo en ese culo de mierda y te abriré en canal hasta el esternón.

Yo me preguntaba si la habría perdido. Me leyó el pensamiento:

—No irá a ninguna parte, mira esto.

Arrancó el motor y puso en marcha el limpiaparabrisas para que pudiéramos ver la calle. Allí estaba ella, bajo la lluvia, silbando y saludando a los coches que pasaban.

Apagó el motor y dijo:

—Esa zorra sabe que no estoy de coña. Ya irá sacando pasta para mí a lo largo de la madrugada. Y ahora a ver, Young Blood, hablemos de Pepper. No sabes nada de ella. No hace mucho que has salido del trullo. Me caes bien, así que mi consejo es el mismo que te di al principio. Olvídala. Busca por otro lado.

Lo que dijo acerca de que yo no sabía nada de ella me picó la curiosidad:

—Mira, Weeping, sé que te caigo bien; si es así, háblame de Pepper.

—¿Sabías que el pichón blanco de Pepper es el baranda capitalista que hay detrás de la lotería ilegal más importante de la ciudad?

Le respondí:

—No, ¿pero acaso no mola que su chorbo esté forrado? ¿Para qué pasar de Pepper si está montada en el dólar? Si me dieras una pista, yo podría levantarle alguna pasta de esa lotería.

—Mira, Blood, tranquilo. Aún no he terminado. Pepper es una tía muy chunga. No eres el único semental con quien se lo hace. Podría nombrarte a una media docena que se la montan. El más peligroso es Dalanski, el detective. Está muy colado por ella. Pobre de ti, Blood, si se entera alguna vez que has estado revoleándote con ella.

El parte me impresionó. Había creído como un mamón que yo era el único juguete de su vida amorosa. Me sentía un niñato cretino.

—¿Estás seguro de que hay tantos sementales montándosela?

—Puede que más —respondió.

Me dolía la barriga y mucho más la cabeza. Me sentía fatal. Mascullé:

—Gracias por el consejo y por el parte, Weeping.

Salí del Buick y me fui a casa bajo la lluvia. Cuando llegué eran las tres y media y mamá estaba enfadada, preocupada, tirándose de los pelos. Tenía razón, claro. Llegando después de las once de la noche estaba violando la condicional.

Salía de la tienda para llevar un pedido cuando me di de bruces con él. Era el viejo Party el Juergas.

Durante el año que se comió dentro a causa nuestra, se había echado una novia por correo.

Ella le pagó el billete de tren. Cumplió su condena, se fue a conocerla y levantaron un hogar.

Al poco tiempo ella murió. La casa pasó a manos de unos parientes que le botaron de allí. A pesar de cinco condenas, todavía albergaba una inspiración delirante. Le apreciaba, pero no tanto como para volver a meterme en líos con él. Sólo llevaba fuera cuatro meses y medio. Me lo tomé con calma haciéndomelo con él de suave.

Hacía una semana que no me acercaba a Pepper. Había llamado a la tienda un par de veces antes del cierre. Hacía ruidos de chupar y lamer para que me fuera con ella. Me inventé unas cuantas excusas y lo dejamos para otra vez. De pronto me pregunté por qué era yo tan importante, dado que ella servía de desagüe para toda aquella cuadrilla que se la estaba tirando.

El día antes de que Weeping me hiciera la propuesta, Dalanski, el chapa, entró en la tienda a por cigarrillos y me echó una mirada a fondo.

Caminaba hacia casa. Era mi día libre, un sábado por la noche alrededor de las nueve. Había visto una película de presos. Un dramón de la hostia. Un julái novato va a dar un palo. Le sale mal y lo meten para dentro. Se hace un montón de enemigos mientras cumple la condena, que es larga. Cuando sale, pasa un cochazo negro, echa el freno y lo acribillan con una metralleta.

Entonces vi un coche negro tomando la curva y viniendo hacia mí. Me sonaba aquella cabeza de alfiler que iba al volante. Era Weeping.

Agitó la cabeza y abrió la puerta. Crucé y me subí. Estaba de lo más contento. Al principio pensé que era porque tenía limpio el coche.

Me dijo:

—Blood, pon una sonrisa en tu cara. El viejo Mínimo tiene buenas noticias para ti. ¿Qué tal una tajada de quinientas ranas?

—Venga, suelta el veneno y llévame al bebé —dije yo.

Y siguió:

—No estoy de coña. La cosa es pan comido. De hecho, es lo que a ti más te gusta hacer, Polla Tierna. ¿Bueno, qué, te doy el parte?

—Si me vas a decir que hay una pava dispuesta a poner cinco billetes por dejarla a gusto, venga, dilo. Por esa pasta soy capaz de tirarme a una enferma de sífilis aunque lleve muerta una semana.

Y va y me suelta:

—La pava es Pepper. Todo lo que tienes que hacer es llevártela a la cama, repasar con ella los numeritos de circo y ya está. ¿Te apuntas?

—Claro, si tengo una participación en las primeras filas —dije—, y si me cuentas para quién vamos a actuar.

Sus cejas se pusieron a bailar. Era un pavo listo. Tendría que haber salido por patas de allí.

—No —dijo—, eso no puedo decírtelo. Pero por la pasta no te preocupes, está garantizada. ¿Vale?

—Sí, pero quiero saber un poco más. Por ejemplo, ¿por qué? —pregunté.

La película que me contó iba así. Un timador de primera, de Nueva York, especializado en extorsiones, vio la ocasión de levantarle una buena saca al chorbo de Pepper.

El timador sabía que Pepper era una perra salida. También sabía que el chorbo estaba piradito por ella.

Aunque la había conocido en una casa de putas y la había redimido, era peligrosamente celoso e impredecible si la pillase in fraganti.

El timador intuía que Pepper sería fácil de presionar si él conseguía pruebas contundentes que mostraran lo perra que realmente era.

Estaba convencido de que podría forzarla para que le ayudase en su trama y estafar al chorbo. Sólo necesitaba unas fotos nítidas y auténticas.

Su plan era sencillo. En cuanto tuviera la espada sobre la cabeza de Pepper, le obligaría a introducir números amañados en la lotería.

Había descubierto que para Pepper, dada su posición en el tinglado, eso le sería muy fácil.

El timador me apoquinaría los cinco billetes en cuanto hubiera llevado a Pepper a una cita previamente acordada.

Estaba dispuesto a todo por la pasta y loco por castigarla por la forma en que me había utilizado, tomándome el pelo.

Weeping me dijo que ya estaba tendida la trampa. Tenía que esperar a que Pepper tuviera ganas de llamarme. No podía hacerlo yo.

En cuanto llamara, tenía que quedar con ella en la cafetería de un viejo hotel que aún conservaba cierta elegancia, en la periferia de la zona de juegos recreativos de la ciudad.

Después tendría que decírselo a él. Tenía que asegurarme de que habían pasado al menos dos horas entre la llamada de ella y el momento en el que nos presentáramos en la recepción y pidiera la llave de la habitación 214.

Me inscribiría como Barksdale. Aunque pasen cien años, nunca olvidaré ese nombre.

Tres días después de enterarme de cómo iba el tema de la trampa, Pepper llamó a la tienda. Eran las nueve menos cinco de la noche, cinco minutos antes del cierre. Estaba que le salían ampollas por una de nuestras juergas.

Me invitó a su casa como siempre. Le conté que tenía que poner en orden el almacén y también enviar un paquete importante de mi jefe en la oficina de correos que había en el centro.

Le pregunté si le daría tiempo a arreglarse para encontrarnos hacia las diez y media en la cafetería del hotel. Sería mejor así. Aceptó.

Llamé a Weeping. Me dijo que me las arreglara para que Pepper mirase hacia la cabecera de la cama lo más posible durante el acto.

Fui a la cafetería y me tomé un ron con cola hasta que llegó.

Casi llegué a sentir pena por ella al verla entrar por la puerta. Parecía tan inocente y tan pulcra, nada que ver con aquella yegua inmunda que jodía con todos esos jinetes hasta echar espuma por la boca.

Nos sentamos en una mesa desde la que podía ver el reloj de pared. Era Jackie la Destripadora de braguetas, pero tenía un toque tierno en su interior, si entiendes lo que te quiero decir.

Aficionada como era al espacio exterior, estaba comprobando mi disposición para lanzarme al espacio interior.

A los once en punto el señor y la señora Barksdale cogieron la llave de su cuarto. Entramos en el escenario.

Hasta Wyatt Earp se habría vuelto loco ante aquella habitación.

El saloncito estaba sobrecargado de muebles de lujo. La estructura de la cama era de latón reluciente, había unos querubines gigantes en la pared y la Biblia de Gedeón sobre la mesita de mármol del dormitorio. También había una pequeña cocina al completo, aunque no sé para qué, no habíamos venido a guisar.

Los dos querubines dorados estaban en lo alto de la pared, sobre la cama. Sus ojos eran huecos y tenían las bocas grotescamente abiertas sujetando las bombillas.

En cuanto nos metimos en la cama de latón, empezó la función.

Estaba casi seguro de que en la habitación de al lado, algún cachondo mental estaría fisgando por un agujero para ver el carnaval a través de la cuenca del ojo de uno de los querubines.

A la una y media de la madrugada me bajé del Cadillac de Pepper a unas dos manzanas del cruce de las putas de Weeping. Me sentía bien. Iba a cobrar cinco lechugones por haberme currelado una noche de placer. Era como tener licencia para robar.

Guipé la cabeza de alfiler de Weeping en su Buick. Mientras enfilaba hacia él, no dejaba de pensar en el chantajista del Este. Pensaba en esa lluvia verde que iba a caer cuando Pepper entregase aquellos números falsos. Iba cavilando cómo me las apañaría para hacerme con un puñado de billetes más.

Recibí mi paga sin problemas. Al pasarme la viruta, Weeping me miró con extrañeza.

—Tómatelo con calma, Blood, tómatelo con calma —me dijo.

Al día siguiente, fui al centro y me adecenté.

Eran los primeros años del Nat King Cole Trio. Esa noche estaban tocando en un baile de a dos pavos, en el Ayuntamiento.

Party y yo salimos a la terraza y nos sentamos en una mesa para contemplar el salón abarrotado. Parecíamos topos esforzándonos en abrirles un túnel a las despampanantes mulatas que teníamos en nuestros regazos. Estaban achispadas casi del todo, listas para la estocada.

Party fue el primero en verle entrar por la puerta delantera del auditorio. Me dio un toque con el codo.

Entonces, al estilo treno, susurró de medio lado:

—Dalanski, el chapa.

La cabeza del hijoputa no paraba de girar. Miraba hacia todas partes al mismo tiempo. Sentí de pronto un hormigueo punzante en mi estómago cuando sus ojos me localizaron, apuntando hacia mí. Me quedé helado, sus ojos me seguían enfilando a medida que subía las escaleras derecho hacia mí.

Fingí que le ignoraba. Se acercó por detrás de mí y se plantó ahí un buen rato. Después dejó caer la mano como un yunque sobre mi hombro.

—¡Levántate! Quiero hablar contigo —me dijo.

Me temblaban las piernas mientras hablaba con él en un estrecho recodo.

—¿Dónde estabas anoche después de las diez?

Me armé de coraje. Era fácil, pero le salí con una evasiva:

—¿Por qué?

—Oye, capullo, no te pongas estupendo —me soltó—. ¿Dónde estabas? No hace falta, yo sé dónde estabas. Andabas por la calle Crystal, de noche, robando en la casa de los señores Ibbetts. Por robo con nocturnidad te pueden caer de cinco a diez.

El coraje se me vino abajo. Frank Ibbetts era el chorbo de Pepper. Se puso a cachearme con brusquedad. Me registró los bolsillos con ambas manos. Con una sacó los trescientos dólares que me quedaban de la paga, más otros veinte en billetes nuevos. Con la otra, extrajo una extraña llave de latón.

Y me dijo:

—Hostias, vaya fajo de viruta para un puto dependiente. ¿De dónde la has sacado, y de dónde y para qué es esta llave?

—Es dinero del juego, agente. Respecto a la llave, no la he visto en mi vida.

Me agarró con fuerza como si hubiera pillado a Sutton el asesino y me condujo a través de la pista de baile hasta la puerta y a su coche.

Me arrestó y me fichó bajo sospecha de robo con nocturnidad en primer grado. También archivó la viruta y la llave como pruebas.

Mamá se presentó muy temprano a la mañana siguiente. Estuvo a punto de desmayarse por los nervios. Se apretaba el pecho a la altura del corazón. Me dijo:

—Bobby, vas a matar a tu madre. No llevas fuera ni seis meses y ya has vuelto a meterte en líos. ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? Tienes que rezar. Ponte de rodillas y rézale a Dios nuestro Señor.

—Mamá, no necesito rezar. Créeme, mamá, no hay nada de qué preocuparse. Yo no he robado nada en casa de Pepper. No estoy loco. Pepper les contará la verdad. Yo estaba con ella, mamá.

Entonces le vi las orejas al lobo; cuando mamá rompió a llorar, tuve el presentimiento fatal de que me la estaban metiendo con sacacorchos. Levantó la vista al cielo y balbuceó entre llantos:

—Bobby, no tienes ninguna esperanza. Vas a dejarte la juventud en las cárceles. Hijo, ¿es que no sabes que tu madre te quiere? No tienes por qué mentirme. He ido a verla de madrugada. Me ha dicho que hace una semana que no te ve. El señor Dalanski ha traído la otra llave de Pepper. La llave que había en tu bolsillo se la robaste un día que fuiste a llevarle un pedido.

Finalmente, se fue por el pasillo. Los hombros le temblaban, lamentándose.

Era una encerrona. Mi abogado de oficio fue al hotel para corroborar mi coartada. El sitio había estado a tope de gente, con mucho trajín. Ninguno de los empleados se acordaba de Pepper ni de mí. Al menos eso es lo que decían.

El recepcionista de aquella noche era un sustituto que estaba ilocalizable. De todas formas, en el libro de registros no estaba mi firma.

Fui a juicio de cabeza. Me habían arrestado a la una de la madrugada, estando bajo la condicional, en un sitio público y delante de una botella de whisky.

Pepper parecía una postal de convento. Se había despojado de sus pinturas y sus joyas. Testificó que la llave que me habían encontrado en el bolsillo era suya y que sí, que era posible que yo la hubiera robado cuando le llevé un pedido. No, hacía más de una semana que no me veía antes de ser arrestado.

Mi abogado consiguió un cambio de tribunal. Yo estaba acojonado de volver a enfrentarme al juez que me mandó al reformatorio.

Me cayeron dos años en la prisión del estado por robo en primer grado de la cantidad de quinientos dólares. El tiempo que me quedaba de la condicional corría a la vez que el de la nueva condena.

El chorbo de Pepper estaba con ella en el tribunal. Les habían dado el soplo, pero ¿quién se lo vendió? ¿Acaso Weeping currelaba para Dalanski? ¿O es que Dalanski se había enterado de mi pastel y, sin tener ni puta idea del lío del hotel, fue y se lo largó a Pepper para sacarse algo?

¿Por qué iba a comprarlo el chorbo? ¿Es que habían sobornado a los empleados del hotel?, ¿o los habían amenazado? Si Dalanski era el cerebro, ¿tenía alguna otra razón aparte de Pepper para quitarme de en medio?

A lo mejor algún día me entero de lo que pasó realmente. Sé que si hubiera tenido mucha pasta Miss Justicia me habría sonreído, ya que ella está de parte del caballero Don Dinero.

La prisión estatal de Waupun era dura, pero de manera distinta a la del reformatorio. Aquí los trenos eran mayores. Muchos de ellos cumplían la perpetua por asesinato.

Estos trenos no tolerarían ese tipo de tiranía absurda que se practicaba en el reformatorio. Aquí la comida estaba mucho mejor. Había talleres. Un preso podía aprender un oficio si quería. Podía salir al patio durante las horas de recreo y aprender otros oficios, otras habilidades. Aquí los atracadores más aguerridos se reunían para preparar nuevos y más sensacionales golpes. Los bujarras y sus locas coqueteaban en la hierba.

Ésta era una prisión de clanes, de vendettas salvajes. Yo encontré mi sitio entre los chulos y estafadores de labia taimada del Medio Oeste.

Dado que era uno de los más jóvenes de la trena, tuve que dormir en una celda compartida. Era una suite del Waldorf comparada con aquellas otras angostas, infestadas de chinches y con aquellos odiosos cubos de mierda.

Fue en aquella celda compartida donde adquirí un deseo insaciable por ejercer de chulo. Era miembro de un clan que no hablaba de otra cosa más que de putas y chulos. Empecé a descubrir en mí otra astucia, otra dureza.

Trabajaba en la lavandería. Siempre tenía mi ropa limpia y fresca. En aquella lavandería conocí al primer hombre del que tomaría la sagacidad para compensar mi lado bruto.

Era un estafador al que se le estaba acabando la condena. Fue el primero que intentó enseñarme a controlar mis emociones.

A veces decía:

—Recuerda siempre, ya seas un primo o un listo en el mundo de afuera, jugarás con ventaja si eres capaz de echarle el cerrojo a tus sentimientos. Para mí la mente humana es como una pantalla de cine. Si eres un capullo distraído, te sentarás frente a la pantalla a mirar todo tipo de películas chungas que te destrozarán la mente.

»Hijo, no hay ninguna razón salvo una estupidez para que nadie proyecte sobre esa pantalla nada que le fastidie o le reste ventaja. A fin de cuentas, somos los dueños absolutos del teatro y el espectáculo que hay en nuestra cabeza. Incluso escribimos el guión. Así que escribe guiones dinámicos, positivos y quédate solamente con los que más te gusten, ya seas chulo o cura.

Su charla sobre la teoría de la pantalla me salvó la cordura muchos años más tarde. Era un tipo sabio y retorcido, pero un día que no miraba, se le apareció una película en la pantalla. El título era Muerte de un viejo convicto.

Murió durmiendo entre los altos muros grises. Su destino era aquel que teme cualquier preso. El miedo a palmar en una celda.

En verdad echo de menos a aquel convicto filósofo. La sabiduría que me transmitió me ayudó a salir adelante durante la condena. Me dieron la bola a los veintiún meses. Me quitaron tres por buena conducta.

Al quitármelos me sentí libre, fuerte, despierto y amargado. Se acabaron las ciudades pequeñas para mí. Iba a ir a la gran ciudad a sacarme el título de chulo.

La encerrona de Pepper me dio la respuesta para una pregunta que me tenía perplejo. ¿Por qué la Justicia siempre lleva una venda en los ojos? Ahora lo sabía. Esa puta zorra escondía el signo del dólar en los globos de los ojos.

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