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6. Perforando en busca de petróleo

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6. PERFORANDO EN BUSCA DE PETRÓLEO

El estrépito del metropolitano estremeció la habitación media docena de veces. El cielo amaneció sucio. A través de las persianas desgastadas se colaban dedos de luz gris.

Estaba dormida en mis brazos. Había manchas de sangre seca bajo su barbilla. Su corazón parecía correr como un gato salvaje acosado por los perros. Escuché el clip-clop del caballo de un repartidor de hielo. Las ruedas del carromato crujían al ritmo de su cantinela:

—¡Hielo! ¡El hombre del hielo! ¡Hielo! A diez centavos los doce kilos, a veinte los veinticinco. Guarda frías las chuletas y sandías. Invita a tu novio a menudillos todos los días. ¡Hielo! ¡El hombre del hielo!

«Aquí, hasta el nombre del hielo es un muerto de hambre», pensaba yo. «Tengo que meterme en el tinglado de ahí abajo. Por lo que contaba Preston, esas calles deben de ser la hostia. Tengo que ponerla a ejercer ahí, donde está la pasta. Cuando le dé instrucciones tengo que estar frío y seguro de mí mismo. Tengo que evitar que dude y piense que soy un colegial. Voy a recordar la manera de hacerlo bien tal como se lo escuché a los chulos del trullo».

—Phyllis —le dije—, tu papi ha estado husmeando por esas calles. Es como atravesar un río de mierdas movedizas. Si en vez de a ti tuviera a otra puta, creo que me negaría a dejarla suelta por ahí buscando viruta. Nena, tengo mucha confianza en ti. Sé que ningún mangante ni mala puta podría venderte la cabra. De hecho soy capaz de plantarme en el Capitolio y jurar que tú no vas escuchando camelos porque estás muy ocupada sacando dinero. ¿Estoy en lo cierto respecto a ti o te he sobreestimado?

—Corazón, ya soy mayorcita —me dijo—. No hay un puñetero hijoputa de tres al cuarto que me pueda apartar de ti. Yo a ti te ya-sabes-qué y siempre lo haré. Cielo, sólo quiero ser tu perrita y conseguirte un millón de dólares. Cuando seamos ricos, quizás no te importe que Gay, mi hija, viva con nosotros. Sólo tiene dos años. Es tan mona y cariñosa. Te volverá loco. Ahora la cuida una tía mía de San Louis.

«Vaya chulo de pacotilla que estoy hecho», pensé. «Hace una semana que la tengo y yo sin enterarme. No tenía ni idea de que hubiera una mocosa. Peor aún, no la he interrogado a fondo. La verdad es que no sé nada de ella. Se me ha escapado ese detalle de lo aprendido en el trullo. Me he quedado satisfecho con el informe superficial de aquel camarero mariquita».

Los rufianes de la trena siempre decían: «No hay nada más importante que saber qué es lo que pone en movimiento a una puta nueva y por qué. Tienes que perforarle el cerebro, enterarte de quién fue el primer tío que se la pasó por la piedra, ya fuera su propio padre. Que te cuente su vida. Si se acuerda de cuando estaba dentro de su madre, ¡mejor! Arma el rompecabezas. Así podrás saber si se trata de un género de dos días o de los que te aguantan dos años. No juegues con ella a ciegas. Interrógala hasta ponerla histérica si hace falta. Despiértala cuando duerma a pierna suelta. Contrasta sus respuestas con lo que tú sabes».

—Nena, lo que has dicho es el camino de la pasta —empecé—. Estamos tú y yo solos contra el mundo. Voy a convertirte en una estrella. Vamos a ser más ricos que la reina de Saba. Tienes que mover el culo a tope en esas calles, nena. En cuanto tengamos un buen fajo, irás a por tu niña. Ahora, olvídala hasta que estemos en condiciones. No quiero que pienses en otra cosa más que en todos esos primos que andan sueltos por ahí.

»Y ahora escucha atentamente. Quiero que te muevas sólo por la calle. Nada de beber, nada de fumar gángster ni tomar nada durante el trabajo. Tienes que tener el coco despierto y limpio ahí afuera. Si no, podrías perder la vida o, lo que es peor, mi pasta. Créeme, no exagero. Quiero que te cosques de todo lo que pasa a tu alrededor y lo memorices. Quiero un informe cada noche cuando acabes. Puede que algún macarra te tire los tejos esta noche, por ejemplo, y mañana vaya a por ti.

»Apártate de esos macarras negros. Como te vea rajando con alguna tortillera te meto el zapato en el culo. Ve a por los primos blancos que pasan en coche. Los negros te traerán problemas, sólo piensan en levantar un hogar.

»Eres negra y preciosa. No se te podrán resistir. Ellos son los salidos y ellos tienen la pasta. Primero les pides cien y luego les sacas diez. Puedes bajar el precio, lo que nunca puedes es subirlo. No vayas a casa de nadie. Si te dan veinte o más, llévatelos al hotel Martin, al final de la calle a la que nos vamos a mudar. Háztelo dentro de los carros lo más posible. Háztelo rápido y si se pasan de tiempo, les pides más.

»Te llamas Mary Jones. Tengo un resto de sobra para sacarte en seguida. No eres una ladrona. No necesito ni abogados ni prestamistas. No estás fichada. Si le echas el ojo a alguna chavalita por ahí, puta o pureta, ve a por ella. Hazte su amiga. Háblale de mí. Ya sabes, le cuentas lo listo y lo dulce que soy. No dejes que ninguna zorra te eche el ojo a ti. Esta familia necesita algunas putas. No me traigas zorras yonquis. Bien, ¿hay algo que no te haya quedado claro?

—No, corazón —me dijo—, me he quedado con todo. No sé, si de pronto surge algo que no entienda, pues me lo explicas. Estoy orgullosa de ti, corazón. Eres tan listo y tan fuerte. Me siento segura siendo tu chica. Voy a ser tu estrella.

Le había dicho todo lo que sabía y no era más que basura de chulo. Lo único que saben decirle a una puta el noventa por ciento de ellos. Lo que de verdad necesitaba para protegerse en esas calles tan chungas era una planificación diaria, al menos mientras fuese mi fulana. Pero ¿cómo iba a prevenirle de los cientos de pirulas con las que se iba a encontrar?

Todo lo que sabía lo había sacado de los chulos de la trena. No eran más que pobres rufianes de pueblo. Ninguno de ellos tenía cojones ni ciencia suficiente para este carril de alta velocidad. El retaco y yo éramos lo que se dice un ciego guiando a otro ciego. Estaba agotado. Necesitaba descansar para estar fresco en el debut.

—Anda cielo, tenemos que sobar un poco. Vamos a tener mucha faena esta noche. ¡Ah! Se me olvidaba, una rata te ha choriceado tus cosas. No te preocupes, con lo que tú ofreces, mañana tendré suficiente guita para comprarte algo guapo de verdad. Hoy es nuestro último día en este albergue. He pillado un apartamento muy coqueto en una buena zona. Duerme profundamente, muñeca.

—Está bien, corazón. Voy a dormir —me dijo—. Me gustaría saber qué estará haciendo Gay.

Cuando me desperté, tenía la sensación de que el retaco me había escaldado con aceite hirviendo. Estaba empapado en sudor caldoso. El corazón me golpeaba en el pecho como una bola de demolición. El tío zorro que hacía el papel de Dios me la había vuelto a jugar. Acababa de fustigar de nuevo a mi madre. Los ojos enormes y asustados del retaco casi tocaban los míos. Parecía como si su herida supurante se hubiera convertido en otro coño.

—Corazón, corazón, ¿estás bien? —me decía—. Soy tu nena, Phyllis. Joder, has tenido una pesadilla de la hostia. ¿Es que te perseguía la pasma o algo parecido?

—No, nena, de hecho eras tú la que estaba en líos. Habías cometido una estupidez en la calle. Dejabas que un macarra negro te engañara y te metiera en su Cadillac. Resulta que era un gorila energúmeno. Quería cortarte la garganta. Pude salvarte antes de que te matara. Los sueños suelen ser portadores de avisos. Así que manténte lejos de los Cadillacs de esos macarras, zorra.

—Corazón, buscaré los Cadillacs de los blancos —me dijo—. Ahí es donde está la pasta gansa. Ningún macarra negro me la va a pegar. Ya estoy muy espabilada como para que me la den con queso. Espero que no te mosquees conmigo por un sueño. No voy a cagarla ahí afuera, corazón.

Eran las cinco y veinte. Hacia las siete nos mudamos al Blue Haven. El retaco subió al apartamento. Lo primero que hizo fue descolgar el auricular del teléfono para ver si funcionaba.

—Di a tus clientes que te llamen aquí —le dije.

Dejó en el suelo la piel de oso y se puso a decorar la habitación con sus luces y demás chorradas. A excepción de las estrellitas, era una réplica del apartamento donde la hice mía. Se fue a la calle a currelar a eso de las ocho. Le dije que durante la primera semana se moviera únicamente por nuestra manzana.

Me asomé a la ventana. A los diez minutos de bajar llegó la suerte. Se la llevó un blanco en un Buick del 37. La cronometré. Fue más veloz que un caballo de carreras. Volvió a su puesto a los nueve minutos y medio.

Una negra guapa podía ventilarse a un blanco salido en un pispás. Vi cómo se levantó a otros tres. Me di una ducha y me maqueé lo más que pude. Anoté en mi agenda mental que tenía que buscar urgentemente un contacto para trajearme de lujo. También tenía que buscarme un contacto de gángster y cocaína. Cogí el ascensor. Dejé la llave en recepción. Le había dicho al retaco que cuando hubiera sacado más de cuarenta pavos subiera a dejarlos en mis botas Stetson.

Me monté en el Ford. Camino de La Gallera saludé con la mano al retaco. Era de puta madre tener a una puta joven y de calidad ejerciendo para mí.

Aparqué en la acera de enfrente de La Gallera. Con una esponja de la cajita de maquillaje que había en la guantera me empolvé la cara. Salí y crucé la calle.

Eran las diez y media. El cielo parecía una deslumbrante puta fresca. La noche de abril estaba tonta por él. Le había regalado un brazalete con múltiples incrustaciones de estrellas diamantinas. Cual ojo maligno, la luna gorda miraba aviesa a los chulos, putas y chorizos que andaban como halcones al acecho de algún primo o de algún golpe.

Sentía la cruda ternura de los primeros vientos de abril golpeándome en los bajos del abrigo blanco de piel de cocodrilo. Los primeros efectos del veneno del chulo se gestaban en mi interior. Me sentía poderoso y bello.

«Aún soy un negro en el mundo de los blancos», pensaba. «Mi ambición de ser importante y admirado podría hacerse realidad incluso tras la empalizada negra. Está chupado, sólo tengo que chulear a tope y sacarme una montaña de viruta. Si tienes planta y clase, en ambos mundos, cualquiera te besará el culo hasta dejártelo morado».

Estaba a seis portales de La Gallera. Ahí estaba él, en mitad de la acera. Le miré al pasar. Era un palmo más bajo que el retaco. Parecía un bebé negro al que hubieran dado pastillas chungas. Su cabeza era del tamaño de una calabaza gigante. Tenía la voz chillona, como la de un sifilítico cuando el carnicero le mete la sonda por el pito.

—Limpia, limpia, figura. Tiraría mi mano si tuviera una como la tuya. Móntatelo a lo grande. Diez centavos y te los dejo flamantes. Limpia, limpia.

Me miré los calcos. No les vendría mal una buena lustrada. Me acerqué a donde señaló con el dedo arrugado, o sea, donde tenía su kiosco aquel enano. Estaba entre dos edificios, en la boca de un callejón. Las franjas rojas de su toldo raído ondeaban al viento.

Me encaramé a la silla. El enano se puso a lanzar pegotes de betún a mis Stetson. Un tirilla, un menda esmirriado que llevaba puestos más de quinientos pavos en trapos, se sentó en la otra silla. Tenía las uñas pintadas de plata. Su perfume apestaba.

Un despampanante y exclusivo Duesenberg negro aparcó junto a la acera, frente a mí. Tenía la capota bajada. Mis ojos hicieron una triple toma.

En el asiento de atrás había un bigardo impresionante. Llevaba un ocelote en el regazo, arrullándose contra su pecho. La correa del gato era un collar de piedras preciosas enganchado a una cadena de oro.

Iba sentado entre dos putas amarillas blanconazas espectaculares. Sus diamantes relucían bajo las luces de la ciudad. Delante iban tres putas blancas bestiales. Era Boris Karloff en «rostronegro».

Estaba diciendo algo. Las cinco putas estaban vueltas hacia él. Le escuchaban prestándole atención como si fuera Dios dándoles entradas para el cielo. Como si les estuviera soplando un lugar seguro ante la inminente llegada del fin del mundo.

—¿Quién es ése? —dije yo.

—Tú debes de ser forastero —me dijo el enano—. Ése es el Dulce Jones. Es el chulo negro más grande de la tierra.

El esmirriado intervino:

—Esa gata moteada, la Niña Bonita, es la única zorra por la que se preocupa a vida o muerte. Qué hostia, esas putas que guipas no son ni la mitad de su establo. Si es que hay chulos negros en el espacio, éste es también mejor que ellos. Él y sus putas van a darse una fiesta en La Gallera. Lleva en la cartera por lo menos veinte de los grandes. Eso sí, no hay chorizo tan chalado que se atreva a echarle mano. Le divierte cepillarse negros.

No podía creer lo que veía. Sólo eran las nueve y treinta y ocho. Esos Duesenberg valían una fortuna. Debía de ser el único chulo negro del país que tenía uno. Mis ojos se corrieron de gusto sólo de verle con esas putas tan potentes. Aquello era tan emocionante como, yo qué sé, el advenimiento de Jesucristo.

El enano me había dejado los calcos relucientes. Le di un dólar. Me quedé ahí sentado viendo cómo el Dulce Jones y sus putas salían del Duesenberg y se dirigían a La Gallera. La gata moteada caminaba a su lado, acariciándose contra él.

«Tengo que entrarle esta noche», pensé. «Iré con cuidado, no vaya a echarlo a perder. Le entraré en La Gallera. Ya se me ocurrirá algo».

Abandoné el kiosco. Pasé junto a la puta conflictiva de Veneno. Estaba en un Cadillac rojo, sentada con un menda, pimplándose una botella de ginebra. Mientras me aproximaba a La Gallera vi al viejo Preston tratando de empujar a dos primos hacia el tugurio del Griego. En cuanto fui a meterme en el garito abrió los ojos y me hizo un gesto levantando el pulgar. Quería decirme que el Dulce estaba dentro. Asentí con la cabeza y entré.

Era el día libre del combo. En la máquina de discos sonaba un sofrito de «Pennies From Heaven». Aún no había mucha gente en el garito. Habría una media docena de parejas en las mesas. En la barra sólo estaban el Dulce y sus putas, copando el centro de la misma. La gata se lamía las zarpas bajo la banqueta de su dueño. Me senté en la barra, cerca de la entrada, mirándoles. La linda mexicana estaba frente a él.

El Dulce estaba invitando a todo el personal. Ella atendió a su grupo y me miró. Se acordaba de mi bebida. Me puso un ponche Planter a costa del Dulce. La camarera de las mesas salió con una bandeja cargada de copas de parte del Dulce y las repartió entre los asistentes.

Yo estudiaba al Dulce. Medía dos metros por lo menos. Su cara era una máscara de acero negro. No había ni una pizca de emoción en toda ella. No paraba de golpear una contra otra la base de los pulgares de sus brutales manos, como si estuviera destrozando una garganta invisible.

Incluso de lejos me acojonaba. Suponía que sus putas estarían cagadas de miedo. Si llega a sonreír, seguro que se caen de espaldas del susto. Dejaba claro que lo de ser chulo no tenía nada que ver con un concurso de belleza.

Las putas le daban fuego. Hacían turnos para darle sorbitos de sus refrescos. Se mataban entre ellas por embutir las narices en su culo.

Me quedé helado. Una de las putas blancas le estaba diciendo algo al oído. Aquellos ojos grises extraterrenales dentro de bolsas de ébano me estaban mirando. No paraba de oír el choque de aquellas mazas de carne.

«¡Dios Todopoderoso!», pensé. «Ay mamá, espero no parecerme a algún menda que le haya sacado a ésa un polvo, o la pasta, a hostias. Por favor, no permitas que esa tía me señale con el dedo».

Apartó de mí sus terribles ojos gris perla. Golpeó el culo del vaso contra la barra. Se puso a hablar con la mexicana. Ésta asintió con la cabeza y miró a lo largo de la barra hasta mí.

Sobre el reposapiés, mis Stetson se entrechocaban como los tacones de un bailaor flamenco. La máquina de discos lloriqueaba las penas de Lady Day acerca de su hombre egoísta pero dulce. Me preguntaba si volvería a ver al retaco y si no, cuánto tardaría ella en encontrar a otro que se ocupara de pisarle el culo.

Las parejas de las mesas tenían los ojos como platos enfocados sobre la arena. Aquello parecía el Circo Máximo. El cristiano condenado, o sea, yo, contra el rey de las bestias, o sea, él, además del ocelote.

La mexicana se me acercó lentamente. Traía el semblante tenso y severo. Había compasión en sus ojos. Estaba en contra de la pena capital.

—El señor Jones quiere que vayas a verle ahorita mismo —me dijo.

Se dio la vuelta y se alejó. Me puse en pie temblando y me encaminé hacia el señor Jones atravesando los mil kilómetros que nos separaban. Fui desempolvando el 175 de cociente de mi coco.

Llegué hasta él. La gata bufó bajo la banqueta. Me clavó los ojos amarillos. Aparté los míos de ella y los fijé en el suelo. No me atrevía a mirar tan de cerca a los ojos incandescentes del Dulce. Sabía que me iba a jiñar en los pantalones.

Se giró en la banqueta dándole la espalda a la barra. Se me quedaron los ojos pegados a las puntas afiladas y metálicas de sus calcos de charol. Cada vez que golpeaba sus enormes garfios me estremecía.

—Negro, ¿sabes quién soy? —susurró—. Mírame cuando te estoy hablando.

Mi teletipo mental imprimió cómo encontrar la salida de emergencia. Decía: «Con un maníaco como éste tienes que comportarte igual que un negro del Mississippi. Has de hacerle creer que es el cabecilla blanco de una turba de linchadores. Tienes que engañarle, pero ojo, no te pases de listo. No dejes de lamerle el culo. Sé sumiso todo el rato».

—Claro que sé quién es usted, señor Jones —dije—. Usted es el dios negro de las relaciones públicas. No hay un solo negro viviente que no haya oído hablar de su fama o al que no le suene su nombre, salvo que sea sordo o imbécil. La razón por la que no le miro es para que no me pase lo mismo que a esa pardilla de la Biblia a la que le dio por mirar a donde no debía.

Sus putas se descojonaron de risa. La Niña Bonita no fue muy femenina, se tiró un pedo y enseñó los dientes. Las punteras de cuero acharolado dejaron de sonar. ¿Lo estaba haciendo bien? Alargó la mano y me cogió de la barbilla. Me levantó la cabeza empujando con el garfio gigante. Tensé mis abdominales para no cagarme por la pata abajo. Aquellas ranuras grises casi me hacen desmayarme de golpe. Cuando abrió la boca vi entre sus labios una pantalla de saliva parecida a una tela de araña.

—A ver, negrito —me dijo—, ¿quién eres y de dónde vienes? Te pareces un poco a mí. A lo mejor me tiré a tu mamaíta, ¿eh?

Esquivé la trampa con soltura. Le dije:

—Señor Jones, soy un don nadie que quiere ser alguien en su mundo. He nacido aquí en su ciudad. Es muy posible que mi mamaíta se colara por usted. ¿Qué zorra no lo haría? Si yo fuera una zorra pagaría por hacérmelo con usted.

—¿Qué tal un buen coño blanco, negro? Esta perra mía quiere que te la tires. Yo le doy a mis putas todo lo que me piden. ¿Quieres tirártela por veinte pavos?

En mi coco apareció el aviso: «¡Cuidado, idiota!».

—Señor Jones —le dije—, no soy un vulgar primo. Quiero ser tan grande como usted. Nunca llegaré a nada si doy al traste con las reglas del chulo. Usted es el chulo más grande de la tierra. Ha llegado a lo que es por ceñirse a las reglas. ¿Es que quiere que un pobre chulo aficionado como yo la cague antes de empezar?

La guarra blanca de su lado puso boquita de piñón, pidiéndole a Nerón que bajara el pulgar.

—Jones —dijo ella—, haz que este capullo tan mono se lo haga con tu nena. Nunca consientes que nadie te lleve la contraria. El que sueñe con ser chulo es algo que me pone muy cachonda. Oblígale, mi rey, oblígale. Demuéstrale quién es el que manda. Échale a la Niña Bonita encima.

Él la apartó a un lado. La boa constrictor se aflojó en mi pecho. La calavera y las tibias cruzadas de su mirada se empañaron de desdén. Aspiré profundamente.

—Inútil negro de mierda —rugió—, ¿tú un chulo? Si no sabes ni cómo se deletrea «chulo». No vales ni un grano en el culo de un chulo. Negro, mira que te desparramo los sesos por el techo. No dejes que la palabra chulo vuelva a salirte de la boca en mi presencia. Ahora lárgate, maricón. Debería meterte la polla en la boca.

La gata salió sigilosamente de debajo de la banqueta. Se erizó, mirándome hacia arriba.

Yo no era David. Y menos mal que no lo era. Estaba mosqueado de verdad con aquel cabronazo. Sonreí cínicamente y saqué un billete de cinco. Lo dejé sobre la barra y salí a la calle con el rabo entre las piernas. Tuve suerte de no haber esgrimido la navaja automática que guardaba en el bolsillo contra la magnum 38 que Goliat ocultaba bajo el cinturón.

Le di con la puerta en la frente a Preston. Había estado fisgando por una rendija de la persiana de la entrada. Se frotó la cabeza. Parecía asustado.

—Chaval, ya te dije que estaba majareta —me dijo—. Sigue así y un topo tendrá que hacerte de cartero. Deberías darme la dirección de tu madre, por si acaso. Tengo que saber adónde mandar tu cadáver. ¿Adónde vas ahora?

—Mira, Preston —le dije— yo no le he entrado. Él me entró a mí. No soy un lavacerebros, la hostia. No he sabido manejar a ese maníaco. Me voy al Ford a pensar.

Cuando me alejé de su lado se quedó haciendo ruidos con la boca. Me derrumbé en el asiento del coche. Apestaba a sudor del miedo que había pasado en el bar. Tenía los pantalones chorreando.

Vi a la blanca que se había puesto cachonda conmigo sujetando la puerta abierta de La Gallera. Salió el Dulce. Le seguían sus putas en fila india camino del Duesenberg.

Un moreno alto con el pelo engominado salió de un Cadillac rojo. Era aquel osado al que vi dándole ginebra a la chica de Veneno.

El establo del Dulce ya estaba dentro del Duesenberg. El menda de la brillantina en la cabeza se puso a charlar en la acera con el Dulce. Se dieron el uno al otro una palmada en la espalda. Parecían colegas de toda la vida. La Niña Bonita no paraba de frotarse la cola contra la pierna de su hombre.

Casi me muero del susto. Era Preston golpeando en la ventanilla del coche. Abrí la puerta. Entró. Tenía los ojos desorbitados mirando desde detrás de mí hacia el Dulce, al otro lado de la calle.

Aspiraba como una sardina fuera del agua. Me estaba insistiendo a través del asiento para que cogiera un revolver oxidado del 22. Temblaba como si estuviera a punto de asesinar al mismísimo Roosevelt.

—Chaval —me dijo—, ¿es que no le odias? Le tienes asco. Vi cómo le mirabas. Un hijoputa como ése no tiene derecho a vivir en esta tierra bendita del Señor. Hazle un favor al mundo entero y a ti mismo, chaval. Toma la pipa y acércate como una serpiente por la acera mientras está ahí de cháchara con el Brillantina. Métele el cañón en la oreja y aprieta el gatillo. Inmediatamente después le vuelas los sesos al gato. Está chupado, chaval. Puedes hacerlo. Todos los negros del país te lo agradecerán. Chaval, ahí tienes tu oportunidad para triunfar. Vamos, chaval, hazlo ya. Nunca vas a tener otra oportunidad igual.

—Preston, lo mío no es el asesinato, ni quiero que lo sea. No quiero volarle los sesos en la acera y que se echen a perder. Quiero aprovecharme de ellos, que funcionen en mi coco. Te estás haciendo viejo, Preston.

No puedes hacer ni la O con un canuto. Él te ha puteado mucho más que a mí. Ya no tienes nada que perder. ¿Por qué no te haces tú el héroe y te lo cargas? Anda, Preston, coge la artillería y lárgate. Me caes bien, pero no seas pelmazo, ¿vale? He tenido una noche muy movida y necesito descansar el coco.

—Oye, nene —me dijo—, ¿crees que no tengo huevos? Él me echó a perder, chaval. Me ha destruido. No es más que un puto negro. No es un oso, ni tampoco su gato es un tigre. Voy a ir ahí ahora mismo y los voy a liquidar.

El viejo Preston salió disparado del auto. Le seguí con la mirada. La pata chula le hacía columpiarse de un lado a otro. Parecía uno de esos zancudos patriotas que salen desfilando por las calles el Cuatro de Julio.

Me preguntaba si llevaría encima el suficiente licor de garrafón para dejar al Dulce con las manos cruzadas sobre el pecho para siempre. Preston estaba al otro lado de la calle a tan sólo veinte pasos de él y del Brillantina. Llevaba la mano metida en el bolsillo del abrigo, con la pipa caliente y lista, la espalda recta y los hombros erguidos. El Dulce estaba de espaldas a mí. Yo pensaba: «El cabraloca este es capaz de hacerlo. Desde luego, tiene sus razones. El Dulce se ha pasado mucho con él. ¿Se verá mucha casquería? ¿Morirá el Dulce en el acto o saldrá escopeteado por la calle como un pollo descabezado? ¿Saltará la Niña Bonita sobre Preston y le arrancará el gaznate? Si Preston se lo cepilla, tendré que entrarle a Veneno. Le sorberé el seso. Él será el número uno. Puede que un par de putas de las del Dulce vengan a parar a mis manos. Menudo chulo estaría hecho, tan joven y fardando con un Duesenberg».

Preston se arrimó al Dulce. Apenas se movía. Vi cómo sacaba la mano amarilla del bolsillo. Le sobrepasó unos tres pasos y se detuvo. ¡Iba a hacerlo! Estaba reculando para dar un ataque sorpresa por el flanco.

En ese instante el Dulce giró su cabeza de búfalo, mirando a Preston de arriba abajo. La Niña Bonita se erizó. La boca de Preston era una cueva negra y desdentada en su jeta amarilla. El gallina hijoputa se había quedado helado ante aquellos temibles ojos grises y el gato. Soltó una sonrisilla al Dulce, mostrando la mano vacía.

Preston podía habérselo hecho de no ser por aquellos focos con que le fulminó el Dulce. El viejo Preston humilló su cocorota calva. Abucharado y con los hombros encogidos, reculó hacia el tugurio del Griego. Acababa de perder su gran oportunidad para alcanzar la gloria.

Me quedé mirando al Dulce, elucubrando cómo entrarle. Todo parecía inútil. Finalmente, el Dulce se metió en el asiento trasero de su Duesenberg. La gata brincó a su regazo. Una de las blancas arrancó a toda velocidad y desaparecieron. El Brillantina entró en La Gallera atusándose la cúpula grasienta. «Ese cabeza lubricada con cara de puta bonita podría ser mi conducto para el Dulce», pensé.

Volví a sacar la esponjilla y me retoqué el maquillaje. Salí del Ford y me encaminé a La Gallera. El garito estaba de bote en bote. Qué suerte, quedaba una banqueta libre en medio de la barra.

El guaperas estaba en la banqueta de al lado. La enchilada apareció en un periquete, fijo que no se le habían olvidado los cuatro pavos de propina. Me puse a sorber mi ponche Planten Tamborileaba mis Stetson contra las patas de la banqueta. Dentro del garito sonaba a tope «Volando a casa», de Hampton.

Detrás de mí, en una mesa, había una jauría de blancas. Parecían venir de una reunión de esas de padres y alumnos. La fragancia de sus perfumes impregnaba el ambiente con un popurrí de olores sensuales. Habían venido a echar una cana al aire. Parecían escritoras. Puede que estuvieran investigando a fondo en «los hábitos sexuales del macho negro».

No perdí más tiempo. Temí que el guaperas se me escapara. Aparté la vista de la jauría excitada del espejo. Me volví hacia él y le di un toque suave en la manga.

Era un malhechor, no cabía duda. Dio un respingo en la banqueta, como si le hubiera metido un atizador al rojo vivo por el culo, volvió la cabeza hacia mí con cara de susto, alarmado y con los ojos saltones bajo largas pestañas de seda. Se había asustado como una novicia sorprendida en bolas por la madre superiora en el dormitorio del párroco.

—Hostias, tío, perdona. No me he dado cuenta de que estabas a lo tuyo. Siento haberte entrado en plan plasta. Me llaman el Joven Blood. Soy amigo de Preston. Tú debes ser el famoso Brillantina Top. Sería un gran honor invitarte a un trago.

Se pasó la mano por la fregona brillante y me dijo:

—Sí, tío, yo soy el Brillantina, ¿qué pasa? Vosotros los niñatos es que no tenéis modales. Me fastidia que me interrumpan así. Cuando alguien me toca me gusta estar prevenido y que además lo haga de cara, ¿sabes? No es que esté mosqueado. Ya veo que no eres más que un mequetrefe que necesita que le enseñen cómo comportarse en público. No bebo. Puedes pedirme una cola si quieres, pero que sea con mucho azúcar.

La mexicana echó un cucharón de azúcar en la cola y la sirvió. Le dio vueltas con una pajita y levantó el vaso para bebérsela. Me fijé en que tenía unas feas líneas negras a lo largo de las venas de su mano marrón claro. Era evidente que se trataba de un yonqui. Él sabría dónde conseguir coca y también gángster para el retaco. Para colmo era colega del Dulce, por lo que podría matar dos pájaros de un tiro.

—¿Así que conoces a Preston? —me dijo—. ¿De qué vas tú? ¿Qué eres, un palquista o sólo un vulgar ratero?

—Conozco a Preston desde niño —le dije—. Solía lustrarle los calcos cuando iba de chulo. No soy ni ratero ni palquista. Soy chulo. Tú también debes serlo. Te vi rajando con el mejor chulo que hay.

—¿Tú un chulo? Nunca he oído hablar de ti. ¿Dónde has ejercido, en Siberia? El Dulce no es el mejor chulo que hay. Ése soy yo. Los chulos son como los coches. El más conocido no tiene por que ser el mejor. Es como si yo fuera un Duesenberg y el Dulce un Ford. Yo tengo la calidad y la elegancia, él no tiene más que propaganda y suerte. El Dulce tiene diez putas y yo cinco. Es que las putas de esta ciudad todavía no se han enterado de lo grande que soy. Pero cuando despierten me las voy a tener que quitar de encima con un bate de béisbol. ¿Cuántas chicas tienes?

—De momento sólo tengo una —le respondí—. Acabo de salir de la trena, pero llegaré a tener diez antes de un año. Se va a hablar de mí en esta ciudad. Pienso que debería entrarle a algún chulo importante tipo el Dulce. No soy tan estúpido como para no darme cuenta de que aún tengo que aprender un montón más de lo que hasta ahora sé sobre chulerío. También necesito contactos para pillar perica y hierba. Sólo soy un chaval en la oscuridad esperando que algún cerebro me ilumine el camino.

—Aguarda un momento, Blood. Creo que me he dejado la puerta del Caddie abierta. Voy a chaparla y vuelvo enseguida.

A través del espejo le vi salir. Torció a la izquierda hacia el tugurio del Griego. Sabía que iba a ver a Preston para corroborar. Al salir, aquella jauría jadeante le siguió al unísono con la mirada, como si acabara de marcharse Cary Grant.

De la caja de música salían lamentos de un blues de trastero. Un pollo cantaba: «Me estoy viniendo abajo poco a poco, no llames al doctor, el doctor no puede hacer nada, por favor, escríbele a mi mamá, cuéntale lo mal que estoy, viniéndome abajo poco a poco».

Me acordé de que era el disco favorito de mi viejo. Siempre lo estaba poniendo en aquel tocata Victrola. También me acordé de la cara de espanto que puso cuando entró y vio que había volado con todo lo demás. Me preguntaba si viviría aún y si estaría en la ciudad. Si me encontrase con él después de tantos años no sabría qué decirle.

Las pollitas almidonadas estiraron los cuellos hacia la puerta. Miré por el espejo hacia la izquierda. El Brillantina estaba de vuelta. Cuando por fin se sentó, las gallinas se pusieron a cacarear.

—Tío, ¿no tienes miedo de que esas titis sedosas que hay detrás de nosotros te violen? —le pregunté.

—Y una mierda —me dijo—, si las dejas a todas en bolas y las registras no juntas ni cien pavos. No son más que un hatajo de marujas reprimidas. Están hartas de no echar un buen polvo en casa. Sólo tienen ganas de llevarse al huerto a algún negrito imberbe y aprovecharse de su inocencia. Saben lo suficiente unas de otras como para mantener el pico cerrado. No hay manera de que sus maridos se enteren de lo que hacen. ¿Qué pasaría si un blanco que las conoce entrase y las viera? Pensaría nada más que las chicas han salido de copas a pasárselo bomba en un garito de los bajos fondos. Te digo, tío, que esas tías lo que tienen es un club secreto de sexo.

—Oye, Top, estoy machacado. Me gustaría meterme un tirito de perica. ¿Sabes dónde puedo pillar?

—Blood, sé que eres un muchacho de fiar. Tengo buenas noticias para ti. Me puedes pillar a mí. Tengo la mejor perica y jaco de la ciudad. Hasta mi hierba es pura dinamita. Blood, me gustas, tienes madera. ¿Cuánto quieres?

—¿A cómo va la perica? —le pregunté.

—A cinco pavos la vaina de cuarto, a cien la onza y por uno de los grandes te llevas una postura. Tengo un apartamento muy guapo a la vuelta de la esquina. Allí puedes volar hasta la luna, colega chulo.

—Pues venga, Top, vámonos a tu apartamento. Si me mola tu perica te pillo un billete —le dije.

Dejé uno de cinco sobre la barra. La mexicana me enseñó la piñata como si yo fuera su dentista. Tres pardillos negros estaban de cháchara con la jauría ronroneante de la mesa de atrás.

Salimos a la calle y nos metimos en el Cadillac de Brillantina Top. Pisé una botella. Miré y vi el casco vacío de ginebra que la puta de Veneno se había pimplado. El Cadillac salió disparado como un torpedo rojo. En la radio sonaba la empalagosa «Casita en venta» de Eckstein.

Yo iba pensando: «Tengo que espabilar para conseguirme un Cadillac de los cojones como sea. Puede que me lleve un año pillar un Duesenberg. Hostias, deben ser la una y media. Debería ir a controlar al retaco. El caso es que mi suerte está cambiando. Este tarro de gomina va a ser mi pasaporte para el Dulce».

Vivía en un edificio de apartamentos de lujo. Tenía de todo. La fachada estaba iluminada en tecnicolor. El vestíbulo de entrada estaba plagado de gigantescas plantas artificiales.

Subimos a su apartamento, en la segunda planta, en un ascensor de cromo y latón. El pasillo estaba cubierto de pared a pared con una impresionante alfombra roja. Las paredes y los techos relucían recién pintados en oro y negro.

Una polinesia de ensueño tomó nuestros abrigos y mi sombrero, colgándolos en un estrecho pasillo lleno de espejos de plata. Mis pies se hundían en una suave alfombra de color lavanda. Se escuchaba el retumbar grave de un fonógrafo consola. El tenor de los Ink Spots trinaba «Whispering Grass».

Seguí a Top y a la belleza aceitunada hasta el acogedor cuarto de estar. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas dobles color lavanda. Ni un solo rayo de luz solar o urbana podía adentrarse en la guarida del chulo.

Top y yo nos sentamos en un largo sofá gris. Le debió de costar una pasta bajar el techo y cubrirlo con una tela de lamé plateado. La única luz provenía de la mesa cristalina de cócteles. Emitía una fluctuante y pálida luz azul.

Diez centímetros por debajo de la superficie de la mesa una veintena de peces amarillos, rojos y naranjas reflejaban la luz dentro de un acuario. Del tanque de agua surgían dos mangueras de goma que se perdían bajo la alfombra lavanda. Se trataba de un chisme que drenaba y alimentaba el agua al mismo tiempo.

La chica estaba prácticamente desnuda. Se quedó frente a nosotros de pie, con las piernas abiertas, como un botones esperando órdenes. La luz azul de la mesa recortaba la silueta de sus curvas de botella de Coca-Cola bajo el batín rojo y escaso. Podía ver entre sus muslos un cono de vello zaino de unos seis centímetros. Con esas dimensiones resultaba un coño curioso. Despegué mis ojos y examiné su cara. Los suyos eran soñadores como los de una Mona Lisa perdularia.

—Zorra, trae un par de jeringas y unas vainas de coca y jaco. Ah, sí, Blood, ésta es Radell —dijo Top.

Pasó contoneándose a mi lado haciendo temblar aquel culo redondo y fenomenal. En el gran fonógrafo blanco del rincón atronaba una melodía moderna: «Cuando sientas que la garganta se te está secando es que estás volando. Todo va de perlas. Bajas a la calle a por chucherías, pero no compras caramelos de menta ni otras tonterías. Te das cuenta de que tu cuerpo está en el Edén, no te importa siquiera pagar el alquiler. Enciéndete una chicharra y sigue a tu bola si es que eres una víbora y vas a la moda».

«Esta loca presumida se lo ha montado a lo grande», pensé, «pero está más loco si piensa que me va a liar para chutarme heroína. Ni siquiera sé si me apetece chutarme coca. Claro, que tampoco voy a ponerme en plan paleto».

—Tío, desde luego que no te estabas quedando conmigo. Te lo has montado de puta madre —le dije.

—Tengo cinco dormitorios —me dijo—. A estas putas de postín les va el lujo y la apariencia. Si no tienes esto no puedes montártelo de chulo. Después de probar esta perica no vas a poder moverte del sitio, tío. Si quieres, quítate el abrigo y ponte cómodo.

Ella volvió con las jeringas, una cuchara y una docena de cápsulas blancas y marrones. Las dejó sobre la mesa de cócteles. Nos la acercó deslizándola, levantando oleaje en el agua de la pecera. Los peces se agitaron con frenesí. Se agachó a desatarle los cordones a Top. Metí la mano en el bolsillo para sacar un billete de cien. Ya antes de salir del Haven lo había separado del fajo de mi refajo.

—A este viaje te invito yo —me dijo—. Es la muestra. Luego puedes pillar lo que quieras.

Nos quitamos la ropa y nos quedamos en calzoncillos. Los suyos eran de seda de colorines. Me sentí como un paria con mis gayumbos blancos de algodón.

La chica dobló nuestra ropa sobre los brazos de la acolchada butaca gris que había al otro extremo de la habitación. Cuando se apartó, me fijé en que no había tocado la pasta. Se quedó a mi lado. Sonó el teléfono que había junto a él sobre la mesa. Top lo descolgó y dijo:

—Castillo de la felicidad, ¿qué desea? Ah, Angelo, sí, ella está aquí. Qué hostia, claro que no está sopa. Ya va en camino.

Colgó y dijo:

—Zorra, ponte el sombrero y vete al centro a ver al recepcionista ese del Franklin Arms. La Hoyuelos y las demás no dan abasto con la demanda. Toma las llaves del Caddie y ve corriendo.

Tardó menos de tres minutos en salir disparada. Fijo que estaba encantada de hacer viruta para su hombre. Esos primos del Franklin iban a entretener las pollas de lo lindo.

«Tengo que hacer que el retaco se arregle el coño como el de esa tía», pensé.

—Esa jovencita mía sí que es una puta de las buenas —me dijo—. La pillé en Hawai hace un año. Acaban de llegar a la ciudad veinte mil primos blancos para un congreso con veinte dolares en una mano y la polla en la otra. Radell lleva treinta y seis horas sin dormir. Mis otras cuatro putas llevan dando el callo en el Franklin desde esta mañana temprano. No pienso sacar menos de cinco de los grandes aun contando con la comisión del treinta por ciento que se lleva Angelo. Eso, más untar a la pasma, que son cien por chica y día.

Se levantó e hizo silbar los cinturones al sacarlos de los pantalones. Volvió y se puso a atarme el mío por encima del codo.

—Mira, Top —le dije—, no es que sea pureta, pero no me voy a chutar heroína. No me importa probar a chutarme algo de coca. Tengo curiosidad por ver cómo funciona así.

—Chaval, no te voy a coger de las pelotas para que te convenzas de que después del visón viene la marta. No hay nada mejor que un chute de caballo. Si quieres aprender despacio, es cosa tuya. El caballo es lo que le pone hielo al juego del chulo.

Vació una cápsula de coca en la cuchara e introdujo en la pecera un cuentagotas para ojos. Presionó la perilla, llenó el cuentagotas y lo vació en la cuchara. Sostuvo la llama amarilla de un encendedor de mesa bajo la cuchara y cogió un pequeño algodón de un cenicero. Lo puso en el cuenco de la cuchara y luego envolvió la punta del depósito con celofán, encajando ahí la aguja. Pinchó la aguja en el algodón y cargó la jeringa tirando del émbolo.

Mi sangre palpitaba contra el cinturón anudado. Veía cómo se me hinchaban las venas del antebrazo. Olía el fuerte y nauseabundo dulzor de la cocaína. Mis manos chorreaban de sudor. Me sujetó el antebrazo con la mano izquierda, sosteniendo la chuta con la derecha. Volví la cabeza y cerré los ojos, mordiéndome el labio inferior mientras esperaba el doloroso pinchazo de la aguja.

—¡Hostias! Tienes unas líneas preciosas —me dijo.

Me estremecí cuando me pinchó. Abrí los ojos y miré. Mi sangre había entrado en el depósito. La estaba bombeando. Vi como el líquido sanguinolento entraba en mí. Fue como si una tonelada de nitroglicerina estallara en mi interior. Mi corazón se volvió loco. Podía notarlo trepándome por la garganta. Parecía como si un millón de pollas se metieran por los poros de mi piel de la cabeza a los pies, descargando al mismo tiempo un orgasmo de histeria colectiva.

Temblaba como un pollo en la silla eléctrica al recibir la primera descarga. Intenté abrir la boca seca como el talco. No podía, estaba paralizado. De mis tripas revueltas emergía una bola de vómito. Un arco iris de apestosa papilla verde salió disparada hacia la boca negra de una papelera. Sentí el frío metal contra mi pecho. Veía los dedos bien cuidados de Top empujándola contra mí.

—En seguida te pondrás bien, chaval —me decía—. Creías que me estaba tirando el moco cuando te dije que tenía la mejor mandanga de la ciudad.

Yo seguía sin poder abrir la boca. Era como si me hubieran aplastado la tapa del cráneo, como si me hubieran pulverizado y todo lo que quedara de mí fueran los ojos. Empezó a invadirme un hormigueo de éxtasis. En mi cabeza resonaban suavemente campanas melodiosas.

Me miré las manos y los muslos, qué impresión, sin duda eran los más hermosos del universo. De súbito, la fuerza de un superhombre se apoderó de mí.

«Para un tío tan guapo y tan listo como yo es pan comido llegar a ser el chulo más grande de la historia. ¿Qué zorra podría resistírseme?», pensaba mientras me volvía hacia el tío feo que había a mi lado y que me estaba diciendo:

—¿Oyes esas campanas de iglesia? ¿No te parecen la hostia, tío?

—Sí, tío, las oigo alto y claro. Me gustaría encontrarme ahora con una zorra que se me tuerza. Chutarse coca sí que es una pasada. Sólo pienso esnifarla cuando esté en la calle, entre chute y chute.

—Blood, tú sí que sabes lo que dices. Pero no olvides dónde has de pillar. Cuanto más compres, más barata te la dejaré. Me gustas mucho, Blood. Vamos a ser muy colegas.

Se tomó su tiempo para chutarse. Tendría sólo unos treinta y dos tacos, pero la mayoría de sus venas se habían replegado. Finalmente consiguió picarse en el muslo derecho. Estuvo un buen rato bombeándose el caballo en vena.

—Tío, ¿para qué coño haces eso? —le pregunté.

—¿Es que no te enteras, tío? Esto es lo que mola. Cuando tiro de esta cosa para fuera, el caballo se encabrita y me da coces en el culo —respondió.

Perdí el sentido del tiempo mientras estuvimos chutándonos en el sofá. Después de la segunda vaina empecé a chutarme yo mismo, pero ninguno fue tan potente como el primer chute. Top estaba flotando. Aún quedaban sobre la mesa tres vainas de heroína. Ya no quedaba coca. Me había metido cinco vainas. Eché un vistazo a Mickey, eran las cinco de la madrugada. Cogí la ropa y empecé a vestirme. La patata latía a toda velocidad dentro de mi pecho helado.

—Top, tengo que irme —le dije—. Quiero una onza de perica y una lata de hierba. Aquí tienes ciento veinte pavos.

Se levantó con parsimonia del sofá. Cogió el dinero y se fue al dormitorio. Volvió a salir y me entregó una lata de tabaco precintada con gomas.

—Chaval —me dijo—, toma un par de pepas amarillas para que puedas relajarte y sobar un poco. ¿Dónde estás parando? No pensarás ir por la calle con ese paquete de marrón. Te llamaré a un taxi.

—Gracias, Top. Estoy en el Blue Haven, pero tengo el carro a la vuelta de la esquina, frente a La Gallera. Iré a pata hasta ahí. El aire fresco me sentará bien —le dije.

Me paré en la puerta del cuarto de estar camino del pasillo. Le vi abriendo otra vaina de caballo. Pensé: «Ahora es el momento de decirle que apañe mi encuentro con el Dulce. Tengo que planteárselo bien. Este tío le tiene envidia».

—Top —le dije—, estaba pensando que tienes más sentido común y que molas mucho más que tu colega el Dulce.

Sus manos se paralizaron. Se quedó boquiabierto ante la cuestión. Sabía que Preston no le había contado nada acerca de mi roce con el Dulce. Supuse que su cobarde actuación debió haberle bloqueado la mente, borrándole el detalle del Dulce.

—¿Conoces al Dulce personalmente? —me preguntó Top.

—Me lo encontré anoche en La Gallera. Esa rubia alta que tiene quería que me liase con ella. El Dulce me ofreció veinte pavos por el servicio. Me mantuve firme en el código del chulo y pasé de él. Se mosqueó un huevo y me echó de mala manera. Dijo que me iba a desparramar los sesos por el techo. Pensé que era muy capaz. Me temo que eché a perder la oportunidad de conocerle. No creo que haya nadie en la ciudad tan cercano a él como para recomendarme y presentármelo. A pesar de lo hábil que eres, Top, no me sorprendería que tú tampoco fueras capaz. Después de todo, ese tipo es complicado. Pensándolo mejor, Top, no tengo ya ninguna necesidad de conocerle puesto que te he conocido a ti. Lo primordial ahora es que no quisiera tener un enemigo tan venado como él. Así que si me vas a decir que es demasiado para ti, lo olvidaré, me apartaré de su camino y me buscaré la vida por mi cuenta. Me molas mucho, Top, no querría que te pasara nada por mi culpa.

Se tragó el anzuelo. Echó atrás su afeminada cabeza y se dejó caer del sofá al suelo. Se apretaba los codos contra la barriga, partiéndose de risa como si le hubiera contado el chiste más gracioso que jamás haya escuchado oído humano. Finalmente, cuando paró, se quedó jadeando. Luego, se atusó el pelo y comenzó:

—El Dulce no es nada peligroso, capullo —comenzó—. No ha matado más que a unos cuantos negros amarillos. Sólo se ha cargado a cuatro en los últimos veinte años. Hace dos años que no se cepilla a nadie. Lo más que hace es asustar. No mata a nadie a no ser que hablen mal de él o que le chuleen a sus putas. Lo que sí odia es a los blancos. Es muy duro con las putas blancas. Cuando les pisa el culo es como si se lo estuviera haciendo al hombre blanco. Dice que así se la devuelve a ellos por lo que han hecho y siguen haciéndoles a los negros. Su corazón está corroído por el odio.

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