Pimp

Pimp


6. Perforando en busca de petróleo

Página 13 de 33

»Qué hostia, seguro que no te reconocerá si te vuelve a ver. No estaba mosqueado contigo por rechazar la oferta de la zorra. Sólo se estaba haciendo el machote delante de ella. Tiene a sus putas convencidas de que es Dios. Venga, hombre, que Dios no te va a lamer el culo si le llevas la contraria, eso lo sabe hasta un mequetrefe de Delaware, infeliz.

»Verás lo que vamos a hacer. Este fin de semana tengo que llevarle un poco de material. Te daré un toque para que sepas cuándo será. Te llevaré conmigo a su casa.

No es más que un negrazo feo, malhablado y bocazas.

—Estoy en el 420 bajo el nombre de Lancaster. Top, tienes que perdonarme la torpeza. Ya te he dicho que no soy más que un chaval en la oscuridad esperando a que algún cerebro me ilumine el camino. Top, de verdad que agradezco tus consejos. Hasta luego, colega.

—De acuerdo chaval, lleva el marrón en la mano para soltarlo si hace falta. Ah, también puedes pillar una chuta en cualquier farmacia. Eso sí, pídela con insulina —me dijo.

A la entrada del pasillo, me paré frente al espejo plateado para pasarme la esponjilla por la cara sudorosa. Salí por la puerta hacia el ascensor. Se abrió en la planta baja. Me cubrí ocultándome de la luz de la mañana.

Fuera, en la calle, vi el Cadillac rojo de Top aparcando junto a la acera. Eran sus cinco putas que volvían de las minas de sal del Franklin Arms.

Según caminaba hacia el Ford, pensaba: «¿Qué te parece? Esas cinco putas seguro que traen un par de los grandes por una sola noche de trabajo. ¿Por qué no puedo ser yo el que esté ahí arriba en ese apartamento tan guapo con la mano extendida para recibir todas esas lechugas?».

Los trasnochadores habían desaparecido de la calle. Grupos de puretas camino del trabajo se amontonaban en las paradas de los tranvías. Me metí en el Ford y di media vuelta rumbo al Haven.

Al pasar por un drugstore de veinticuatro horas, me metí en el aparcamiento. Compré unos anteojos de diez pavos y luego, en el mostrador de las medicinas, pillé la insulina, jeringuillas y un cuentagotas. Cinco minutos después llegué al Haven.

Miré hacia la ventana del apartamento. Las cortinas se movieron. Vi fugazmente la cara oscura del retaco escondiéndose. Pasé por recepción hacia el ascensor. Después de haber estado en casa de Top este lugar sí que parecía una covacha.

Subiendo en el ascensor, pensaba: «Como el retaco se ponga pesada y empiece a interrogarme de buena mañana le voy a empotrar el pie en el culo».

Me bajé en la cuarta planta. Caminé por el pasillo hasta el 420. Quité las gomas de la lata de tabaco. La abrí y saqué la papela de perica. Estaba envuelta en papel de estaño dentro de una bolsita de celofán. Me la metí en el bolsillo del chaleco. Cogí una de las pepas amarillas y me la tragué directamente.

Llamé a la puerta. Esperé un minuto. Volví a llamar más fuerte. Finalmente el retaco abrió. Se estaba restregando los ojos con los puños y estirándose, haciéndome creer que había estado durmiendo profundamente. Volvió corriendo a la cama y se cubrió con la manta hasta las orejas dándome la espalda.

Dejé la lata de hierba sobre el tocador. Había una pequeña cantidad de billetes. Los conté. Sólo había cuarenta pavos. Fui al armario y mire dentro de mis botas. ¡Vacías! En el bolsillo del abrigo guardé los anteojos, los útiles para chutarse y la coca. Vi junto a la ventana cómo de la base de la copia de escayola de El beso subía en espiral el hilillo de humo de un cigarrillo.

—Zorra, ¿es que te has roto una pata, o es que has dejado de currelar nada más marcharme yo? Vuélvete para que te vea esa jeta negra que tienes —le dije.

Me encontraba de pie junto a la cama. Tenía la mano derecha apoyada sobre la tapa de plástico del tocadiscos. Toqué con los dedos la parte de atrás, donde el motor estaba caliente. Abrí la tapa. El lamento de Lady Day sobre su hombre egoísta estaba en el plato. El retaco se volvió despacio. Le miré a la cara. Tenía los ojos medio cerrados y estaba de morros. Lady Day y ella se habían pasado toda la noche poniéndome a caldo. La puta se hacía la esposa enojada.

—¿Es que para ti nunca voy a ser más que una zorra? —refunfuñó—. Puedes llamarme Phyllis la Puta, Retaco la Idiota, pero aunque no te lo creas soy humana. La pasta que he hecho esta noche no está nada mal. Esas calles son nuevas para mí. Todavía tengo que enterarme de cómo hay que hacérselo con los primos de por aquí.

La cocaína desató una ventisca gélida en mi cabeza.

—Zorra, cuando tu asqueroso culo negro esté en la tumba, seguirás siendo una zorra. Porque una mañana de éstas, zorra, vas a abrir la bocaza, voy a ser galante y te voy a llamar Fiambre de Retaco. Ya sé que eres humana, zorra asquerosa. Eres un cubo negro de basura humana para las pollas blancas. Miedica de los cojones, como no levantes el culo y te pongas a buscar pasta de verdad te voy a tirar por esa ventana. No hace falta que te enteres de cómo tienes que hacértelo con los primos, zorra. Entérate de lo que yo te digo. Como no dejes de hacer tonterías, voy a sacarte el corazón a patadas y te lo voy a pisotear. Y no se te ocurra abrir la boca hasta que yo te lo diga, zorra.

Empecé a desnudarme. Se quedó ahí mirándome, con los ojos vidriosos como los de un hechicero vudú. Me metí en la cama dándole la espalda. Noté cómo se me acercaba sigilosa y perversa.

Me acarició por detrás del cuello. Sentí en la nuca la punta caliente de su lengua de lagarta. La costra de su cicatriz me rascaba la oreja. Me aparté hacia el borde de la cama.

—Corazón, siento haberte mosqueado. Te quiero. Por favor, perdóname —me dijo.

La cama crujió cuando me revolví como una serpiente de cascabel para golpearla. Enganché el talón derecho por debajo del somier. Me incorporé sobre el hombro del mismo lado. Recogí el brazo izquierdo de tal manera que el puño me tocaba la mejilla derecha. Gruñí para coger impulso y le hinqué con todas mis ganas el codo izquierdo en la boca del estómago. Se puso a gemir y a encoger y estirar las piernas. Le castañeteaban los dientes como si estuviera muriéndose de frío.

La pepa amarilla dejó caer un telón oscuro en mi cabeza. Justo antes de perder la conciencia, pensé: «Me pregunto si este retaco podrá arrastrar setenta y cinco kilos hasta la ventana».

Ir a la siguiente página

Report Page