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7. Una melodía desafinada

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7. UNA MELODÍA DESAFINADA

El timbrazo del teléfono me despertó. La habitación estaba oscura como boca de lobo. Busqué al retaco con la mano. No estaba. Cogí el auricular como pude y me lo acerqué a la oreja.

—Hola, soy el hermano de Mary —dije.

—Quiero hablar con Mary —me dijo—. ¿Puede ponerse?

—Acaba de salir a dar una vuelta.

Me colgó. Dejé el teléfono en la mesita de noche. Encendí la lámpara de la mesita de noche. Le eché un vistazo a Mickey. Eran las siete y media de la tarde. Me pregunté si me habría quedado sin retaco.

Salí de la cama y miré en el armario. Su ropa aún estaba ahí. Fui al tocador. Repasé los cuarenta pavos. Faltaban dos. Al lado había una nota. Decía: «Corazón, me he llevado un par de pavos. Voy a la calle, a mover el culo. Por favor, trata de ser un poco más dulce con tu zorrita, ¿vale?».

«Me estoy aproximando a algunas de las respuestas del chulo», pensaba. «Parece que cuanto más duro se vuelve uno más consigue de una puta. Tengo ganas de que pasen estos cuatro días para ir con Top a conocer al Dulce. Tengo que tener cuidado con que el retaco no se cosque de que me estoy chutando. Joder, me muero de hambre. Tengo que comer algo antes de meterme un poco de perica».

Fui al teléfono. Al otro lado contestó la moza que debió dedicarse a la lucha libre.

—¿Puede alguien traerme unos huevos con bacon? —pregunté.

—Un momento —me dijo—, te paso a Silas, el ascensorista, para que se lo cuentes.

El admirador de Maggie y Jiggs se puso al aparato:

—Dime, campeón, ¿qué pasa?

—Silas, ¿puedes traerme unos huevos poco hechos, con bacon y pan tostado?

—Sí, hay un bareto de comida barata al otro lado de la calle. Ahora mismo voy para allá.

Colgué y fui al armario. Cogí mi artilugio de espionaje. Me acerqué a la ventana. Vi al viejo carcamal renqueando hacia el café La Abeja Laboriosa. Barrí la calle de arriba abajo, buscando al retaco. No la vi. Enfoqué al interior de aquel garito grasiento. El retaco estaba en la barra tomándose una taza de café. Al salir, sus ojos miraron con cautela hacia nuestra ventana. Paseaba por la acera meneando el culo al paso constante de los coches. De pronto, su negro culo pescó un Cadillac negro con un blanco dentro. Chirriaron los frenos junto al bordillo y ella se montó. ¿Sería el mismo tipo que había llamado?

Me di una ducha. Cuando me estaba secando sentí un golpecillo en la puerta. Me tapé con la toalla. Camino de la puerta, pasé por el tocador, cogí la lata de gángster y la escondí detrás del espejo.

Escuché a Silas silbando «When the Saints Go Marching In». Abrí la puerta. Llevaba una bandeja en las manos. La cogí. La servilleta de papel cayó al suelo. Se agachó a recogerla.

Me quedé mirando los ojazos pardos de una hermosa amarilla que salía por la puerta de enfrente, al otro lado del pasillo. Delante de ella iba el tipo con cicatrices en la cara que tocaba en La Gallera. Llevaba una funda de saxofón bajo el brazo.

Ella entornó sus brillantes ojos, clavándolos en el bulto de mi toalla. Su sonrisa ardiente e insinuante hablaba claro: «Anda, prueba a ver si cabe».

La archivé en el coco. Finalmente, Silas despegó los ojos de aquel culo que se perdía por el pasillo. Había arrugado la servilleta hasta convertirla en una pelota pringosa.

—Esto ha sido un peso —dijo.

Dejé la bandeja sobre el tocador. Separé tres pavos, se los di y le dije:

—Toma, Silas, menudo paquete llevaba Mr. Hyde. ¿Qué tal si me cuentas?

—Sí —me dijo—, tiene un par de pitones como para que un predicador mande a tomar por saco a la Biblia. El turuta ese no lleva ni dos años con ella. Le habrá cazado echándole el aroma de su chocho en las narices. Era puta hasta que él la retiró. Está muy pillado. No la pierde de vista ni un momento. Cuando va a tocar a cualquier club, se la lleva pegada al culo. Si yo tuviera treinta años menos se la levantaría.

»Bueno, gracias por los dos pavos, campeón. Para cualquier cosa que necesites, llama al viejo Silas. Cuando termines deja la bandeja en el pasillo, junto a la puerta.

Me senté al borde de la cama y devoré como un lobo los huevos con bacon. Me sentí mejor. Pero quería sentirme fenomenal. Preparé todo, era hora de chutarse. Sujeté el extremo de una corbata con los dientes. Me la enrollé anudándola alrededor del brazo. Hice diana al primer pinchazo. Repetí la escena de casa de Top. Eché la pota. Llegué al wáter por los pelos. La papilla fue superior a la de casa de Top. Me quedé pensando: «¿Y si, por arte de magia, mi cara negra se volviera blanca? Qué mierda, entonces podría salir por la puerta principal del hotel y colarme al otro lado de la alambrada de espino. Sería un lobo suelto en medio de un rebaño de ovejas. Ese mundo blanco no descubriría que soy un puto negro. Me tomaría la revancha con ellos y pintarían bastos para todos, para el Mudo, para el Toro Blanco, para el hijoputa del juez que me crucificó condenándome la primera vez. En cuanto escape de este infierno negro encontraré el camino. Bien, puto negro, no estás nada mal, pero no inventarán nunca una crema de lejía que te deje blanco. Así que mueve el culo y sé alguien con lo que tienes. Podría ser peor, podrías ser un puto negro y encima feo».

Me vestí y empolvé la cara. Sí que era guapo el hijoputa ese del espejo. Vi una cucaracha explorando por el borde de la bandeja. Saqué la bandeja al pasillo. Pensé: «Tengo que trabajarme a esa zorra fina de enfrente. Podría usar al retaco para que entretenga al cancerbero caramarcada. Sí, voy a darme una vuelta. Puede que encuentre a mi segunda puta. Me siento con suerte y fuerte como una herradura».

Guardé la lata de hierba y todo lo demás en una bolsa de papel. Eché la llave y caminé por el pasillo hacia el ascensor. Pasé junto a la puerta del cuarto de limpieza y me detuve. No estaba cerrada. Entré de puntillas y escondí la bolsa en un estante, detrás de una pila de morralla.

La cocaína me tenía impaciente. Vi que el indicador de planta se había parado en el segundo. Bajé a recepción por las escaleras. Dejé la llave sobre la mesa y salí a la calle levitando. La cocaína había dotado de alas a mis pies. Me sentía seguro, sin aliento, magnífico. Había un ochenta por ciento de humedad. Me alegré de haberme olvidado el sombrero.

Caminé hacia un arco iris de neón que estaría a unas diez manzanas. Mis sentidos aullaban sobre el filo de cuchilla de la cocaína. Era como atravesar un campo de batalla. Las estelas luminosas de los faros de los coches asaeteaban la noche como gigantescas balas trazadoras. El estruendoso traqueteo de los tranvías parecía el de los carros de combate. Por sus sucias ventanucas asomaban asustadas y desmoralizadas las caras negruzcas de sus pasajeros. Eran soldados aturdidos por la batalla enviados para siempre a primera línea, a las trincheras del frente.

Pasé por debajo de un puente del metropolitano. De la oscuridad del túnel surgió un rostro lívido y aterrorizado. Era un viejo blanco atrapado tras las líneas enemigas. Un tren furioso pasó por encima, bombardeando y arrasando la calle. La metralla caía en forma de nubes polvorientas de gravilla.

Estaba demasiado nervioso como para ir al frente. Silbé a un general que pilotaba un coche amarillo del alto mando. En un pispás me transportó al oasis de neón. Resultó ser un mercenario. Tuve que apoquinarle un dólar y cuarto por la evacuación.

Una luz parpadeante me atrajo como a una polilla. Casa Bromas. Era un bar. Abrí la puerta y entré. Casi me revienta el fuselaje de las tripas. Un esqueleto verde fosforescente emergió de pronto frente a mí. Soltó un chillido agudo y volvió a sumergirse bajo tierra a través de una trampilla.

Me quedé clavado, tiritando. No entendía por qué los subnormales de la barra estaban descojonándose de mí como si fueran los conguitos. Para estar a tono adopté la mueca del Rey Pez. Me acerqué a la barra y me senté entre Amos y Andy, dos gañanes de película.

Detrás de la barra había un larguirucho con una careta de Frankenstein. Metió la mano bajo la barra con malas intenciones. Sonó un psss… como si pinchara una rueda. Me hundí con la banqueta. Miré hacia arriba a Amos. Mi nariz estaba un par de centímetros por debajo de la barra. Él me miraba con recochineo, diciéndome:

—Tú no a etado aquí ante, ¿verdá, flaco? ¿Tú viene de la tierra de lo’ pie’ grandé?

—Déjale re’pirá —dijo Andy—. No’ va a invita’ a una jarra’ de cerveza. Vamo’ a aprenderle a ete chico ’e pueblo cómo está el tinglao en eta gran ciuda’.

En aquella barra concurrida, todos gangoseaban con profundo acento sureño. Frankenstein apretó el botón del indulto. Noté que la banqueta ascendía. Entre los subidones de la cocaína y este nido de trampas lleno de perdularios de baja estofa en el que me había colado sin querer, tuve algo más que un deseo frenético por estar en el 420 del Haven.

Se acercó a mí a lo largo de la barra.

—Todo es broma. Bienvenido a Casa Bromas. ¿Qué va a ser? —me dijo.

Le ignoré. Me bajé de la banqueta. La miré de arriba abajo. Sus patas de metal eran tubos anclados al suelo. Tenía que tratarse de un chisme de aire comprimido. Di un paso atrás y miré a los ex recogedores de algodón. Afilé la nariz. Miré a todas partes, miré a lo largo de la barra. Metí el dedo por dentro de los pantalones para comprobar el paquete de la guita.

Volví a poner la sonrisa del Rey Pez y dije:

—Recórcholis, muchachos. ¿Habéis olío eso? Me pregunto si alguna madre sureña con pelo de estropajo, estúpida, negrona y tonta del culo no habrá cagao otro capullo asqueroso, hijoputa negromierda.

Amos y Andy se quedaron boquiabiertos como dos pringaos de plantación. Les entró el agobio de golpe, miraron al blanco de detrás de la barra. Salí por la puerta. No entendían mi sentido del humor. Demasiado sofisticado, quizás. Tropecé con una perfumada defensa de fútbol americano. Sin querer, eché mis brazos alrededor de sus suaves hombros. Tenía el rostro inmaculado de Olivia de Haviland, aunque era más bonita y más grande. Sentí en las yemas de los dedos el tejido, suave como pétalo, de su traje negro hecho a medida. Era la tía más hermosa que había visto desde la última vez que fui al cine. Me pregunté si sería puta. Decidí entrarle:

—Perdona, nena, tiene guasa que la primera vez que nos encontramos tenga que ser colisionando como dos pardillos, ¿no te parece? ¿Ibas a entrar en este garito, guapa? Créeme, ahí dentro no hay ambiente a la altura de un género como tú. Sólo entré para hacer una llamada. Me llamo Blood, ¿y tú?

Sus grandes piernas curvadas estaban muy bien hechas. La sombra de su culo sobre la acera era fabulosa. A través de su transparente blusa naranja vi un lunar rosa en su ombligo blanco como la leche. Se apartó un mechón de cabello negro y sedoso que ocultaba sus enormes y electrizantes ojos azules. Los magníficos piños relucían como si fueran de porcelana. Paseó la punta de la lengua por aquellos labios con forma de corazón. Se estaba marcando un numerito que se la hubiera levantado hasta a un eunuco.

—¡Blood! Qué chachi —me dijo—. Es fascinante cómo hablas. Me llamo Melody. No voy de bares. De vez en cuando me acerco a algún club fenomenal. No voy buscando ningún ambiente especial. Lo que pasa es que el coche no me anda. Iba a entrar para pedir ayuda cuando colisionaron nuestros cuerpos celestes. Quizás no seas desconocedor de los aspectos esotéricos de la reparación de un coche. Lo tengo ahí mismo, junto a la acera.

Mis ojos siguieron su dedo tratado con manicura hasta el deslumbrante y recién estrenado Lincoln deportivo. Todo en ella rezumaba poderío y clase.

«Sí que tiene clase esta preciosa zorra blanca», pensaba. «Parece un cráneo privilegiado. ¡Ya ves, con un carro como ése, fijo que tiene un pastón en depósito! Puede que hasta tenga en sus redes a algún capullo rico. Voy a estrujarme la mollera con esta pava. Nada de ir de chulo hasta que la tenga en el bote. Voy a ser su príncipe azul. A lo mejor le echo el lazo, le saco toda la viruta que tiene y después la pongo a ejercer. Con un culo como ése, esta zorra está sentada en la casa de la moneda».

—Encanto, no soy mecánico. Aprendí algo de coches con un amigo en el colegio privado al que iba hasta hace poco. Móntate. Levantaré el capó y echaré un vistazo —le dije.

Se montó. Levanté el capó. En seguida localicé el problema. Un cable de la batería estaba suelto. Lo puse en su sitio. Me asomé fuera del capó y le hice una señal para que arrancase. Así lo hizo y sonrió al ver la vibración del motor que resucitaba. Me indicó con la mano que me acercara a ella. Metí la cabeza por la ventanilla abierta.

—¿Tienes vehículo? Si no, me encantaría llevarte a donde quieras —me dijo.

—No, cielo, no tengo vehículo, y lo peor es que es una larga y triste historia. No voy a contarte mis penas. Si me llevas a cualquier bar que esté chachi, te prometo que no voy a aburrirte con mi cháchara.

Me monté. Se adentró en el tráfico. Rodamos un rato. Durante un par de minutos estuvimos en silencio. Yo estaba ocupado pensando en cómo empezar aquella larga y triste historia. Había leído libros como para atiborrar una celda. Sabía que podía inventarme una trola convincente. Aquel convicto filósofo me había aconsejado que dejara el tema del chuleo y me dedicase al timo.

—Melody —empecé—, ¿no te parece curioso cómo el destino maneja a los humanos? Yo salía de ese garito. Acababa de llamar a un garaje que estaba en la quinta puñeta. Hace una semana se me quemó el motor del coche viniendo desde Saint Louis. Me sentía deprimido, solo y perdido en esta ciudad tan grande y hostil.

»El mecánico acababa de darme malas noticias. La factura para recoger el coche es de ciento cincuenta dólares. No tengo más que cincuenta. Cuando salí por la puerta la angustia me impedía ver nada.

»Mi anciana madre necesita una operación de páncreas. He venido aquí para trabajar con una contrata en las afueras de la ciudad. Soy maestro carpintero. Necesito el coche para ir a trabajar. Me incorporo el lunes de la semana que viene. Si no consigo el dinero para la operación, fijo que mamá se muere, como que el sol sale por el este.

»Lo más alucinante de todo, encanto, es que a pesar de todos estos problemas me encuentre tan bien. Ves esos cubos de basura brillando entre las barracas, pues ahora para mí son gemas gigantescas. Me gustaría subirme a esos tejados y gritar a las estrellas que he conocido, que he encontrado a la maravillosa Melody. Estoy seguro de que soy el negro más afortunado que existe. Convénceme de que eres real. No te esfumes como un maravilloso espejismo. Me moriría si lo hicieras.

Por el rabillo del ojo vi agitarse aquellos estupendos muslos. Casi estampa el Lincoln contra el culo de un Studebaker que nos precedía.

Lo esquivó por los pelos, haciendo chirriar las ruedas del Lincoln contra el bordillo. Apagó el motor y se volvió hacia mí. Sus ojos eran hogueras azules de pasión. El pulso de su cuello de satén iba acelerado. Se me arrimó. Pegó aquella boca escarlata a la mía. La lengua acaramelada inundó mi boca de azúcar. Las uñas se clavaron en mis muslos. Me miró fijamente y me dijo:

—Blood, qué dulce y qué poeta eres, pantera negra. ¿Te parezco real ahora? No voy a evaporarme nunca, no quiero. Por favor, no vayamos a un bar. No podrás arreglar tus problemas con alcohol. Mis padres han salido de la ciudad hasta mañana al mediodía. Vamos a mi casa a tomar un café y a charlar. ¿Te apetece, Blood? Puede que allí encontremos las soluciones a tus problemas. Además, mamá me va a llamar tarde esta noche.

—Ángel misericordioso, me encomiendo a tus delicadas manos —le dije.

Vivía muy lejos del campo de concentración negro. Estuvo conduciendo casi una hora. Podía oler las distintas fragancias de las plantas primaverales. Este mundo blanco era como salir del infierno y entrar de cabeza en el cielo. Las mansiones de lujo en hileras impolutas resplandecían a la luz de la luna. Las calles estaban tan tranquilas como la catedral de Reims, o algo así.

«Pero qué putada», pensaba, «el noventa y ocho por ciento de los negros que están ahí, en el infierno, nacerán y morirán sin conocer jamás los placeres de este paraíso terrenal. Los blancos sólo admiten dos tipos de pasaporte: una piel blanca o un gran fardo de viruta. Tengo que montármelo bien y sacarme el pasaporte de viruta. Bueno, al menos voy a saborear el cielo igual que la Cenicienta. Esto mola. Ahora me cosco de lo que me estoy perdiendo».

Entramos con el carro en la parcela. Vi el suave resplandor de una lámpara de mesa tras las cortinas azules del salón. Aparcó el Lincoln en un garaje de estuco rosa a tono con la casa. Se podía acceder a ésta desde el garaje. Entramos por la puerta de atrás. Atravesamos la cocina. Relucía a pesar de la oscuridad.

Nos movimos por la casa a oscuras, como cacos. Subimos por las escaleras pisando una alfombra mullida. Llegamos arriba. Se detuvo y susurró:

—Blood, yo nací en esta casa. Por aquí todo el mundo me conoce. Si algún amigo pasase por aquí y viera que hay alguien, podríamos tener una visita inoportuna. Vamos a mi dormitorio, al fondo.

La seguí hasta allí. Encendió una bombillita azul sobre un tocador lleno de espejos. El dormitorio era de suaves tonos azul y hueso. Un dosel de satén azul cubría la cama como la de una reina. Me senté junto al tocador en una chaise de seda blanca. Encendió una radio de marfil. La habitación se impregnó dulcemente con las notas del «Claro de luna», de Debussy.

Se quitó los zapatitos negros de piel vuelta sacudiendo los pies. Era mucho más hermosa aquí de lo que parecía en la calle. Me acarició los lóbulos de las orejas con las yemas de sus dedos.

—Panterita negra de mamá, no te vayas a escapar ahora. Voy a bajar a preparar café —me dijo, y bajó.

«Voy a pedirle pasta», pensé. «Por lo menos podré sacarle un billete de cien. No está mal uno de cien para romper el hielo. Si le parece bien, la voy a atar a la cama y a deleitarla con mi especialidad Pepper. ¡A una tía como ésta que se ha pasado la vida viviendo entre almidones, seguro que eso la vuelve loca! Por otra parte, nunca me he dado un revolcón en una cama con dosel, y mucho menos en el cielo».

Sentí los casi imperceptibles pasos de sus piececitos por la escalera. Entró en el dormitorio portando un servicio de plata. Íbamos a tomar café a la vieja usanza. Depositó la reluciente bandeja sobre la superficie del tocador.

—Blood, vete sirviendo él café. Voy a quitarme esta ropa. Después charlaremos —me dijo.

Serví las tazas con café solo. Sorbí el mío. Ella se metió en un armario empotrado. Salió al instante. No llevaba más que un pequeño picardías transparente y unas bragas negras. Aunque pequeño, su esculpido busto se marcaba bajo la gasa roja. Se sentó a los pies de la cama, cruzó la piernas y se quedó mirándome. Le tendí la taza de café negro.

—¿Así que te vas a quedar en la ciudad por una temporada? —me preguntó.

—Nena, si me armo de suficiente coraje, me quedaré toda la vida. Es una pena que te haya encontrado en tan mal momento, nena. Quisiera ser buena compañía, pero el asunto del coche y lo de mamá no me dejan la mente en paz.

Chasqueó los dedos como en un ¡eureka!

Se levantó de la cama y se acercó al armario al otro lado de la habitación. Abrió el cajón de arriba y sacó un libro de cuentas. Volvió a sentarse en la cama. Tamborileó la uña colorada del índice izquierdo contra sus blancos dientes. Repasó los números del libro. Frunció el ceño. Se levantó de nuevo, volvió al armario, tiró el libro dentro del cajón abierto y lo cerró de golpe. Pensé: «Esta tía está en números rojos. Me la va a querer dar con un cheque sin fondos».

Se agachó y abrió el cajón de abajo. Sacó un cerdo de metal de treinta por treinta centímetros. Se acercó al tocador, dejó el puerco sobre la mesa, a mi lado, y dijo:

—Blood, de momento esto es todo lo que puedo hacer por ti. No recibiré mi asignación hasta dentro de una semana. No me quedan ni cien dólares en la cuenta. Alégrate, dentro de esa hucha debe haber alrededor de cien dólares en cuartos y medios. Créeme, soy capaz de apreciar en profundidad lo que significa ser de color y tener que afrontar tus problemas. Digamos que es un préstamo.

Sostuve el puerco en las manos para comprobar su peso en bruto. Desde luego, pesaba lo suyo. Calculé que habría uno de cien por lo menos. Extendí el brazo y la cogí de la mano. La atraje a la chaise, junto a mí. La abracé, la besé y succioné aquella lengua dulzona como un diabético suicida. Me aparté de ella, echándome hacia atrás. Miré a lo más hondo de aquel fuego azul.

—Nena, acabas de descubrir un maravilloso secreto —le dije—. Muy poca gente sabe que es mejor dar que recibir. Puede que te parezca una locura, pero me gustaría que no fueras tan bella y generosa, tan perfecta. No hay forma de que mi corazón atolondrado escape a tus encantos. Lo tienes chupado para hacerme tuyo eternamente. Nena, sólo soy un pobre muchacho negro del campo. Por favor, no me hieras el corazón.

Estaba claro que el numerito del negro paleto le entusiasmaba. El fuego azul se suavizó. Sus ojos se enturbiaron de seriedad. Me cogió la cabeza entre sus delicadas manos de paloma.

—Blood mío, soy blanca, pero durante toda mi vida he sido más desdichada que cualquier persona de color. Mis padres nunca me han comprendido. Cuando todo mi ser lloraba por amor y comprensión, me regalaban alhajas para sofocar mi llanto. Ellos consideran que los que no son blancos sólo son basura. Son estrechos y fríos. Si descubrieran que has estado aquí, me repudiarían antes de caerse muertos. Qué calidez más dulce la tuya. Sé que puedes hacerme feliz. Estoy tan desesperada por encontrar amor y comprensión. Por favor, dámelos tú.

—Nena, puedes apostar todo tu dinero al caballo negro campeón, pues voy a ganarles a todos por ti, preciosa.

—Blood, eres una pantera negra y yo un corderito blanco. Sé que nada puede impedir que la pantera se apodere del corderito en cuerpo y alma. El corderito se tomará su tiempo para apoderarse de la pantera. Así es como le gusta hacer las cosas. Ahora escucha atentamente y haz el favor de captar la clave de mi tragedia para que nada te choque en la cama conmigo.

»Blood, puede que estés al tanto de los defectos en la estructura de las columnas del edificio más famoso del mundo, el Partenón. Ese defecto se llama éntasis. Esta deformación premeditada es necesaria para que el caprichoso ojo humano no aprecie más que perfección. Yo me parezco mucho a esas columnas. No soy tan antigua, pero soy hermosa. Mi tragedia radica en que mientras que el éntasis le da perfección a las columnas, mi éntasis ha de permanecer oculta para proteger mi perfección. ¿Me entiendes?

«Qué hostia», pensé, «así que esta tía tiene el coño prematuramente canoso. O a lo mejor es que lo tiene algo descentrado. Si es raro será una experiencia nueva para mí. Además, es tan bonita que cuando la ponga a ejercer, los primos no se coscarán de una pequeña irregularidad».

—Melody mía —le dije—, no le has abierto la puerta a un mojigato. Eres tan bonita que no me importaría que tuvieras dos cabezas. Ahora, échate sobre la cama. Voy a hacerte el amor al estilo pantera negra. ¿Tienes toallas alargadas?

Se fue por el pasillo hasta un armario. Me trajo cuatro toallas largas y estrechas. Se quitó el picardías rojo y las bragas. Se tumbó en la cama boca arriba. Vi su defecto. ¿Sería eso su éntasis? No tenía pelo púbico. Ahí abajo estaba completamente calva. Le até ambas piernas a los postes de los pies de la cama. Le até el brazo izquierdo a un poste de la cabecera. Sonó el teléfono en la mesita de noche. Descolgó el auricular con la mano libre.

—Hola, mamá, estoy bien. ¿Estáis pasándolo bien tú y papá? Os echo tanto de menos, mamá. ¿Vais a volver mañana como dijisteis? Ah, bien, estaré en el aeropuerto a tiempo. Ya me había acostado. He sacado la Antología de África. Voy a pasármelo en grande investigando al guerrero watusi. Buenas noches, mamá. Ah, dile a papá que me traiga ropa de esa tan chachi de Miami Beach. Así el próximo verano causaré gran sensación aquí en la playa.

Cuando colgó, ya me había quitado la ropa. Le amarré el brazo libre al cuarto poste de la cama. Miré hacia ella. Sus ojos estaban implorando.

—Recuerda, Blood, cariño, no eres un pueblerino analfabeto. No eres propenso a los estados de shock. Sé que vas a encontrar mi éntasis tan dulce y deseable como el resto de mí —me dijo.

Me preguntaba por qué seguía preocupada con su éntasis. Sabía que ya me había fijado en su calvicie inferior. Apoyé la rodilla sobre la cama. Le acaricié el vientre. Era como de paño. Miré más de cerca. Tenía envuelta la entrepierna con una drusa anatómica color carne. Le bajé bruscamente el elástico por debajo de sus redondeadas caderas. Pegué un bote hacia atrás, cayendo de culo contra el suelo y rebotando. Me levanté como pude y le grité:

—¡Asqueroso hijo de puta maricón!

Su verdadero éntasis había aparecido de pronto, tieso y sonrosado. Tenía casi dos palmos de largo y era tan gordo como la cabeza de una cobra.

Se puso a llorar como si le hubiera pasado una cerilla encendida por el éntasis.

—Me prometiste que lo entenderías. Por favor, Blood, mantén tu promesa. No sabes lo que te pierdes. Si es deliciosa, tonto.

—Mira, tío —le dije—, le hice mis promesas a una tía, no a un maromo. Soy un chulo, no un julái. Me largo de aquí. Me llevaré el puerco como cobro por mi tiempo y por aguantarte el mamoneo.

Se quedó gimoteando mientras me vestía a toda hostia. Cogí el puerco de la mesa y me lo metí debajo del brazo. Caminé hacia las escaleras. Miré atrás. Su preciosa cara se había vuelto espantosa con odio y rabia. Chillaba:

—¡Sucio negro mentiroso y ladrón! ¡Desátame, mono hijoputa! ¡Oh, cómo me gustaría tenerte aquí atado boca abajo y con el culo negro al aire!

—Tío —le dije—, con lo hábil que eres tardarás poco rato en desatarte. Fijo que ese éntasis podría matarme, ya lo creo.

Bajé las escaleras, crucé toda la casa hasta la puerta de atrás y salí por el camino de la parcela hacia la calle. Estuve una hora caminando para poder escapar de aquel laberinto residencial. Tuve suerte de encontrar en seguida un taxi amarillo en cuanto llegué a un cruce atestado de tráfico.

Cuando llegamos al Haven, el taxímetro marcaba catorce con treinta. Le di al taxista uno de diez y otro de cinco. Miré hacia mi ventana. Allí estaba el retaco. Eran las dos de la madrugada. Todo había sucedido como en una pesadilla de la noche de Halloween, en la que yo había sido el único primo al que no le habían dado caramelos. Estaba sobrio como el hielo.

Subiendo en el ascensor me vino de golpe. Esa maricona blanca podía hacerme la puñeta. ¿Qué pasaría si no era capaz de soltarse a tiempo antes de que sus padres volvieran a casa? Fijo que se cubriría las espaldas. Diría que un negro ladrón o asaltador armado le había robado y maniatado como a un cochinillo.

Ya había caído dos veces. Me empapelarían de cinco a diez años con cola de contacto. Incluso es muy posible que, aunque le hubiese dado tiempo a soltarse, estuviese más que cabreado para acusarme de lo que fuera. Me acordé de la encerrona Dalanski-Pepper. Cuando recogí mis cosas del cuarto de limpieza, iba sudando goterones de sal gorda.

Me guardé la cocaína en el bolsillo del chaleco. Llamé a la puerta del 420. El retaco me abrió. Sonreía con recochineo.

—Hola, corazón, mi rey —dijo—. La zorra de tu perrita ha tenido el culo en remojo toda la noche. ¿Qué haces con una hucha de cerdito, eh?

—¿Y qué quieres, zorra, que te ponga una medalla por cumplir con tus deberes de puta?

No respondí a su pregunta. Le miré abajo por si le había salido un éntasis. Estaba totalmente en bolas. Entré y eché el cerrojo. Sobre el tocador había setenta pavos. Me volví y agaché la cara. Me besó. Dejé el puerco a los pies de la estatua del beso.

Le pasé la lata. Se sentó en la cama. Sacó un poco de hierba de la lata y la puso sobre un periódico encima de sus piernas. Se puso a liar un petardo. Me quité la ropa. Fui al baño para darme una ducha y quitarme de la boca el sabor a maricón. Poco a poco, me fue llegando la fragancia penetrante y espesa del gángster.

Grité por encima del estruendo de la ducha:

—Niña, hay una rendija por debajo de la puerta. Tapónala con un trapo o lo que sea. Enciende un par de barras de incienso.

Salí del cuarto de baño y me metí en la cama junto a ella. Me pasó el porro apagado. Lo encendí y me lo fumé hasta reducirlo a chicharra. Saqué tabaco de la punta de un cigarillo. Metí la chicharra de gángster en la punta vacía. Retorcí la punta y la encendí. Era buena maría.

Sentí un sopor en el interior del cráneo. Se me ocurría una cosa genial detrás de otra. Lo malo era que cada vez que intentaba atrapar alguna, lo suficiente como para domesticarla, salía de estampida. Era algo así como la dolorosa impotencia que invade a un vaquero borracho que trata de llevar al corral una manada de potros engrasados.

El gángster era sin duda la droga de las putas. Esa confusión que te produce la hierba no es buena para el coco del chulo. Aquella maricona guapa me había metido una semilla caliente en los huevos. La flor salvaje se despertó. Deambulé somnoliento por el retaco y dentro de ella. Adormilado, la saqué del cálido y palpitante túnel. Hoy no necesitaba pepas amarillas.

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