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8. El Flaco Sonrisitas

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8. EL FLACO SONRISITAS

Abrí los ojos. Una nebulosa de motitas de polvo se arremolinaba como un huracán dorado alrededor de un rayo del sol de mediodía. Miré al otro lado del hueco de la puerta del dormitorio. El retaco estaba sentada junto a la ventana del salón, pintándose las uñas. Levantó la vista de sus manos. Miró al dormitorio. Le dije:

—Buenos días, cachorrita perversa. Voy a decirle a Silas que vaya al otro lado de la calle a por huevos con jamón. ¿Tienes hambre?

—Sí, tengo hambre, pero al paso que va ése, tardará una semana en traerlos. Me pondré algo encima, iré yo misma.

Se fue al armario y se enfundó en su gabardina azul de entretiempo. Cogió del tocador un billete de cinco y me lo mostró para que diera mi consentimiento. Asentí con la cabeza. Oí cerrarse la puerta cuando salió.

Encendí un cigarillo. Pensé: «Me pregunto si Melody tendrá a la pasma detrás de mí. Sólo faltan uno o dos días para que Brillantina Top me lleve a ver al Dulce Jones. Tengo que andarme con cuidado. No voy a salir para nada. Me quedaré en el hotel hasta que llame Top».

El teléfono sonó al mismo tiempo que el retaco entraba por la puerta del dormitorio. Dejó los platos envueltos en papel encerado sobre el tocador y descolgó el auricular. Me incorporé, cogí mi plato y me puse a zampar con un tenedor de plástico.

—Hola. Oh, Chuck. ¿Cómo estás, encanto? Ahora mismo estaba pensando en ti, machito mío. No, no puedo. Me encantaría salir a tomar una copa, pero mi hermano no volverá del trabajo hasta las seis. Mamá no se encuentra bien. Tengo que quedarme a cuidarla durante el día. Podría salir a eso de las siete. Sí, por veinte podría estar haciéndolo hasta las ocho. Adiós, adiós, encanto mío, ojitos azules.

Colgó el teléfono y la gabardina. Se sentó en bolas al borde de la cama y se puso a zampar.

—Zorra, tengo un idea para tu coño —le dije—. Vas a coger un buen cepillo y te vas a cardar el pelo de abajo cada vez que te acuerdes. Vas a echarte un poco de crecepelo hasta que tengas un triángulo de diez centímetros por lo menos. A tus clientes se les va a caer la baba por meter las narices ahí. Con esa nueva dimensión vas a hacer que tu coño sea único.

—¿De dónde demonios has sacado semejante majadería? —musitó.

—Zorra, ¿es que todavía no te has coscado? Soy un chulo con tela de imaginación y ya está.

Se ventiló las empanadillas. Se puso en pie y recogió la ropa sucia. Fue al baño. Escuché el agua salpicando en la bañera. Estaba haciendo la colada. Le di la espalda al sol. Sentí cómo el viejo Morfeo me golpeaba en los párpados con su martillo de terciopelo.

Desperté en la oscuridad. Miré hacia la ventana principal. Habían dado las luces de la ciudad. Encendí la lámpara de la mesilla de noche. Mickey me soltó que eran las siete y diez. El retaco se había ido. Debía de estar probando chorra con Chuck.

«Dios, necesitaba descansar», pensé, «ya lo creo. El carril de alta velocidad por el que he estado errando me ha dejado para el arrastre».

Me levanté y fui al baño a lavarme los dientes. Había conseguido restregármelos unas cuantas veces cuando el teléfono se puso a sonar. Lo cogí, pero antes de que pudiera abrir la boca ya estaban rajando al otro lado:

—Chaval, Brillantina Top al habla. Han cambiado los planes. Voy con prisa. Te quiero abajo, en la puerta de tu casa, dentro de un cuarto de hora. ¿Enterado?

—Sí, pero… —dije. Había colgado. Me vestí a más velocidad que en casa del bujarrilla. Salí corriendo por el pasillo. Me paré ante el cuarto de limpieza y del marrón. Lo colé en el rincón del estante. Bajé de tres en tres las escaleras hasta recepción. Lancé la llave hacia la mesa y salí zumbando por la puerta. El Cadillac rojo de Top estaba aparcado frente al edificio. Ya iba a darle a la bocina cuando me vio aparecer. Me monté corriendo. El Cadillac salió chirriando. ¡Pues sí que tenía prisa Top! Se podía oír el rugoso rozamiento de las llantas del Cadillac por el asfalto. Atravesamos aquella amalgama de luces de neón. Miré atrás y vi el luminoso de Casa Bromas haciéndome guiños. Me preguntaba si Melody andaría por allí tendiendo trampas a los tontos con su éntasis.

—Tío, creí que no me ibas a llamar hasta dentro de un par de días —dije—. ¿Qué pasa?

—Esta noche hay una gran velada de boxeo —dijo—. Después de la pelea, todos los grandes chulos y putas del país van a reunirse en casa del Dulce. Una especie de fiesta. Todos quieren mandanga. Aunque el Dulce vaya de intermediario tengo que sacarme por lo menos un par de los grandes. El Dulce no va a las veladas. No soporta las multitudes y además a la Niña Bonita no la dejan entrar. Ahora mismo estará comiéndose las uñas esperando a que llegue con el material. No tiene ni para él y está como loco por pillar lo que sea para toda esa panda que va a llegar después de la pelea.

—¿Le has contado algo de mí? —le pregunté.

—Chaval, ¿es que todavía no te has coscado de que soy un genio? Esta mañana mismo me llamó y estuve rajando con él. Le he contado una trola de que eres mi sobrino descarriado de Kansas City. Que has venido emperrado en ser chulo como sea. Yo he tratado de disuadirte para que te vuelvas a Kansas y te dediques al billar o te metas a barrendero especialista. Pero eres un niñato cabezota y gilipollas. ¡Mira que estoy harto de decirte que no vales para chulo! Pues tú tienes que ser chulo.

»Del Dulce serías capaz de comerte hasta diez metros de mierda —continuó—. Para ti es Dios. Pero no te da la gana de creer que tu tío es colega de Dios. Soy Brillantina Top pero tengo que dar la cara por un niñato mocoso. Puede que si te asomas un momento a la vía rápida te enteres de lo que vale un peine y te acojones. Así espabilarás, te quitarás de mi vista y volverás a Kansas City echando leches. Ahora, chaval, no te vayas a ir de la lengua en su casa. Si no se acuerda de cuando te vio en La Gallera, tú déjalo estar.

—No te preocupes, Top —dije—. No voy a echarlo a perder. Nunca olvidaré que me diste cuartel, colega. Oye, lo que le has contado al Dulce sí que es una buena trola.

Acarició el brillo negro de su cuero cabelludo. Levantó los hombros dentro de su chaqueta azul de mohair. Dejó entrever en su semblante de zorra guapetona la vanidad espantosa y el tremendo orgullo, como si fuera una asesina de masas muy mona que no dejase que la sangre de sus víctimas le salpicara. A través del parabrisas, el pelotazo de la luna llena le bañaba la jeta.

—Chaval, todavía no has visto nada —me dijo—. La hostia, con este cerebro he vuelto locas de atar a tres putas. En estos momentos están en el manicomio, al norte del estado, farfullando cosas acerca del guapo de Brillantina Top. Ni el Dulce ha mandado allá a más de dos. Y eso que lleva ejerciendo casi el doble que mi menda.

—Hostias, Top, no lo pillo. ¿Para qué volver loca a una puta si todavía moja y trae viruta? Desde luego, hay que ser muy zorro para llenarle la cabeza de pajaritos a una puta cuerda. No sé cómo se puede hacer. De verdad, no lo pillo.

—Capullo, con lo que no sabes y con lo que no pillas se podría escribir un libro más ganso que este Cadillac. Mira al Dulce, las dos que piruleó eran jóvenes, blancas y recién estrenadas. Está mal de la olla. Tiene un odio enfermizo hacia toda la raza blanca. Era sólo un pimpollo de siete años cuando los blancos le envenenaron la sangre por primera vez, en Georgia. Su madre era una preciosa negra azabache. Todos los pichones blancos de kilómetros a la redonda estaban locos por tirársela. El hijo del dueño de la plantación en la que trabajaba de jornalero el padre del Dulce la esperó camino de la fuente. La dejó inconsciente a puñetazos. Le desgarró la ropa y la violó. Regresó a su barraca desnuda y llorando.

»El cabrón del pichón blanco se ocultó en el bosque. El viejo del Dulce volvió del campo y se encontró a su mujer despellejada y berreando. Medía más de dos metros y debía pesar unos ciento cincuenta kilos. El Dulce todavía recuerda cómo aullaba su viejo machacando a cabezazos la puerta de la barraca hasta que saltaron las bisagras.

»Conocía los bosques como un zorro. Encontró al chico blanco. Cuando le dio por muerto, lo dejó bajo una pila de arbustos. Regresó a la barraca sin ser visto. El Dulce recuerda la sangre del blanco extendida por todo el cuerpo de su viejo, sobre todo en los pies descalzos. Allá en el bosque solitario, había pisoteado al chico hasta convertirlo en pulpa roja. El viejo creía que estaba a salvo. Los blancos nunca encontrarían aquel fiambre en un bosque tan frondoso. Se lavó, reparó la puerta de la barraca y esperó.

»El caso es que no se había cargado al chico. Sólo le había lisiado un poco dejándole paralítico. Esa misma noche, un blanco que iba con sus perros a cazar zarigüeyas oyó al chico que balaba bajo los arbustos. Estaba como una cabra. Tardaron hasta más de medianoche en enterarse de lo que quería explicarles con sus majaderías.

»El Dulce sintió el galope de los caballos de la turba que venían hacia la barraca. Se escondió arriba, entre la paja, justo cuando aquel tropel de locos entró arrollando la puerta. Él miraba por una rendija y vio cómo golpeaban a su viejo en la cabeza hasta hacerle sangre. Luego lo sacaron fuera. Entonces el Dulce vio cómo todo el gentío violaba a su madre.

»Al final todo quedó en silencio, salvo la madre que gemía en la cama. Se asomó despacio de entre la paja. A través de la puerta abierta vio a su viejo balanceándose a la luz de la luna, colgado de un melocotonero que había frente a la barraca.

»Su madre acabó en la casa de las chivas. Otro jornalero de la plantación se ocupó del Dulce. Estuvo trabajando en los campos hasta que cumplió los diecisiete. Huyó hacia el norte en un mercancías. Tuvo su primera puta a los dieciocho. Una blanca. Antes de los diecinueve la arrastró al suicidio. Ahora el Dulce debe andar por los sesenta.

Hizo una pausa. Manejaba el Cadillac con una sola mano. Sacó un truja del bolsillo de la chaqueta. Le dio un manotazo al encendedor del salpicadero. Yo pensaba: «No me extraña que el Dulce esté mal de la olla. ¿Por qué me habrá contado Top toda esta historia?».

Saltó el encendedor. Top se encendió el pitillo. Aspiró una profunda calada. Exhaló una cortina de humo contra el parabrisas y por un momento dejó de verse la luna.

—Yo no estoy chiflado como el Dulce —prosiguió—. Tengo el coco limpio y frío. No soy ningún negro cruzado del Sur. Nací en el Norte, crecí entre niños blancos. No odio a los blancos ni a ninguna otra gente. No soy una bestia negra. Soy un atractivo amante moreno. Amo a la gente.

»Cuando era pureta, estuve a punto de casarme con una blanca. Sus padres y amigos la presionaron hasta que se acojonó. Yo creo que la quería. Fíjate, nada más romper tuve que ir al hospital para que me calmaran los nervios. Desde entonces no he tenido más que putas. Es como lo que te conté cuando te conocí: el Dulce es un Ford y yo un Duesenberg. No es más que un chiflado feo y suertudo.

—Pero Top, has dicho que tu récord mandando chicas al manicomio es superior al del Dulce. Fijo que esas tres zorras enloquecidas que hay al norte del estado no guardan ninguna simpatía por la gente del puterío.

—Y dale, pareces tonto. Un niñato es igual que una zorra idiota. Es incapaz de coscarse de nada por sí mismo. Hay que explicarle todo. Por supuesto que volví locas a esas putas, pero por una razón sana, gilipollas.

»Un chulo pilla una puta. Le camela con que si se mete en su casa y se pone a dar el callo para él y amasan una pasta gansa, al final del arco iris se encontrará con un marido y una vida fácil. Para mantenerla enganchada a la piedra de molino tiene que hincharle la cabeza de castillos en el aire.

»Tendrá que ocuparse de todos los problemas del establo. Follará hasta que le den calambres en el culo para destacar por encima de las otras putas de la familia. Al principio no le costará mucho ser la estrella. A medida que vaya envejeciendo y afeándose, la competencia se irá volviendo más joven y más guapa. No tiene que ser una lumbreras para coscarse de que al final no hay ni pizca de vida fácil y mucho menos un arco iris. Siente en su pecho la traición. Se llena la cabeza de mierda pensando que si pudiera alejar del chulo a todas esas putas jóvenes y bonitas, al final aparecerá de verdad el arco iris. Y si no, por lo menos se vengará.

»Botar a una puta es una violación del código del chulo. Una zorra desterrada es una bomba de relojería. La puta sabe que su valor para el chulo baja cada día que pasa hasta llegar al nivel cero. Se hace vieja, se cansa y se vuelve peligrosa. Le puede llegar a quemar tanto los nervios al chulo, que éste puede echar a perder todo el tinglado. Si es gilipollas, tratará de quitársela de encima a patadas. Entonces es cuando ella querrá cargárselo o enchironarlo.

»Pero yo soy un genio. Tengo muy claro que cuando pasan de diez mil los primos que la han perforado, la estabilidad cerebral de la puta es nula. Pero nada de ponerme a malas ni dar muestras de cabreo. Le hablo como un dulce lavacerebros, naturalmente de castillos en el aire, y la inflo de heroína en cantidad. Los sesos se le vuelven gelatina. Me preocupo de la hostia por ella. Luego empiezo a meterle en los chutes pequeñas dosis de morfina o de hidrato de cloro. En cuanto está anestesiada puede que la empape con sangre de gallina. Al volver en sí, le cuento que la he traído de la calle y le digo que espero que no se haya cargado a nadie yendo sonámbula por ahí.

»Tengo un motón de maneras de volverlas tarumba. A la última a la que grillé, la colgué de la ventana de un quinto piso. Le acababa de meter un pico de cocaína pura para que se despertara de golpe colgando en el aire. La tenía sujeta por las muñecas. Los pies le columpiaban en el vacío. Abrió los ojos. Cuando miró hacia abajo chilló como un bebé asustado. No paró de chillar ni cuando vinieron a llevársela. Ves, chaval, sólo es cosa de negocios. No encontrarás en mí ni un gramo de odio.

Llevaba conduciendo casi una hora. Yo había perdido la noción del tiempo y del espacio. No veía caras negras en las calles por las que circulábamos. Vi edificios colosales de apartamentos. Algunos eran tan altos que parecían fundirse con el cielo nocturno.

—Claro, Top, tú si que eres un tipo listo de verdad. Me mola un montón que me pongas al día. La hostia, no me digas que el Dulce vive en un barrio de blancos —le dije.

—Pues sí, chaval, vive a la vuelta de la próxima esquina, en un ático. Como te dije, tiene más suerte que una rata de cloaca. El edificio vale un millón de dólares. La propietaria es una anciana blanca, que es también la perra depravada del Dulce.

—¿Pero no protestan los inquilinos blancos de que el Dulce viva ahí? —le pregunté.

—Aunque la abuela blanca del Dulce sea la propietaria, él es quien regenta este lugar —me contestó—. Al menos lo controla a través de un viejo amigo suyo ex chulo. El Dulce le ubicó en un apartamento de la planta baja. El Pirata, ¡menudo viejo!, pasa a cobrar los alquileres y tiene a raya a los botones y a toda la servidumbre. Los inquilinos son todos jugadores y estafadores blancos. El Dulce tiene al Pirata corriendo apuestas en el edificio. Sólo las apuestas de los inquilinos le dejan al día hasta dos o tres de los grandes. Lo diré una y mil veces, el Dulce es un tarra con chorra.

Dobló la esquina. Aparcó el Cadillac suavemente junto a la acera frente a un edificio de apartamentos blanco como la nieve. Un toldo verde oscuro recorría ocho metros desde el borde de la acera hasta las fantásticas lámparas de cuarzo que iluminaban la fachada del edificio. Un blanco chupado, embutido en un traje de gala verde, aguardaba en actitud servicial junto al bordillo. Nos bajamos. Top rodeó el Cadillac y se acercó al portero, que dijo:

—Buenas noches, caballeros.

—Hola, tío, oye, hazme un favor —dijo Top—. Cuando te lleves el carro ahí atrás procura aparcarlo junto a la salida. No quisiera tener que armar bulla cuando vaya a salir. Toma, jefe, cinco pavos.

—¡Gracias, señor! Transmitiré su solicitud a Smitty —dijo el portero.

Entramos en un vestíbulo de mármol negro con las paredes pintadas de verde. Temblaba como una pueblerina que va a hacer su primera prueba de cine. Subimos media docena de escalones de mármol hasta una puerta de cristal prácticamente invisible. Nos la abrió, corriéndola, una chica color café con aires de bostoniana. Entramos en la recepción, era verde y perla. Una morena tan despampanante como cualquier conejita del Cotton Club estaba sentada detrás de una mesa dorada. Caminamos hasta ella por una alfombra de perlas movedizas. Nos mostró dos tercios de su dentadura perfecta. Tenía voz sedosa de contralto.

—Buenas noches, ¿en que puedo servirles? —dijo.

—Stewart y Lancaster —dijo Top—, venimos a ver al señor Jones.

Se volvió hacia una vieja negra sentada junto a ella frente al panel de una centralita y le dijo:

—Con el ático, señores Stewart y Lancaster.

La madurita se quitó los auriculares del cuello arrugado y se los puso de cornamenta. Enchufó y se puso a mascullar sin apenas abrir la boca. Después de un momento asintió a la conejita. Volvimos a ver el resplandor de marfil.

—Muchísimas gracias por esperar. El señor Jones está en casa y les recibirá —dijo la conejita.

Seguí a Top hasta los ascensores. Una hermosa chica de piel marrón con un ceñido uniforme verde nos subió en un pispás hasta la planta quince. La puerta de latón dorado se abrió. Entramos por un pasillo alfombrado en oro. Era más amplio que el salón de Top. Salió a recibirnos un filipino espigado, con un traje de lame dorado. Sonreía y hacía reverencias con la cabeza. El pelo le caía descuidadamente por la cabeza como las alas de un cuervo herido. La lámpara de araña que pendía sobre nosotros hacía resplandecer su traje. Cogió mi sombrero y lo colgó de la rama de un árbol de madreperla de pega y nos dijo:

—Buena noche. Sigue a mí, por favor.

Le seguimos hasta el umbral de un salón hundido. Era como el foso de las pasiones de un pachá. Había una fuente enorme con un orinal gigante de cuyo interior manaba una luz verde que iluminaba el rostro vulgar de una mujer de piedra acuclillada justo encima. Estaba desnuda y era tan grande como una cría de elefante. Del interior de su cabeza emanaba una luz roja, sus ojos miraban al frente. Las gigantescas manos presionaban las puntas de sus largos pechos contra ambos extremos de su boca bien abierta, mientras orinaba serena y eternamente en el cuenco de la fuente.

Bajamos los escalones hasta la alfombra oriental color champán. Al otro lado de la sombría habitación, sobre un sofá de terciopelo blanco, estaba sentado el Dulce. Llevaba puesta una chaqueta de esmoquin de satén blanco. Parecía un enorme moscardón negro en un cubo de leche. La Niña Bonita estaba acurrucada a su lado, con la cabeza moteada descansando sobre un almohadón de seda turquesa. El Dulce le rascaba la espalda. Ronroneaba cuando de pronto clavó en nosotros sus ojos amarillos. Me llegó una bocanada de su fuerte olor animal. El Dulce dijo:

—Sentad vuestros negros culos. Cielo, me has tenido en ascuas. ¿Qué ha pasado? ¿Es que se te ha jodido ese Cadillac cochambroso y baratucho que gastas? ¿Así que éste es el ceporro de tu sobrino?

Top se sentó en el sofá junto a la Niña Bonita. Yo me senté unos metros por detrás de Top, en una silla de terciopelo azul. Los ojos grises del Dulce no paraban de examinarme de arriba abajo. Me ponía nervioso. Forcé una sonrisilla.

Desvié como pude la mirada hacia un enorme cuadro que había por encima del sofá, en la pared. Una blanca en bolas estaba a cuatro patas. Un perro gran danés con la lengua fuera la estaba montando por detrás. La tenía enganchada con las pezuñas por debajo de las tetas. La cabeza rubia estaba vuelta hacia él, mirándole con los ojos azules muy abiertos.

—Oye, socio, mi Cadillac no es un avión —respondió Top—. He venido lo más rápido que he podido. Ya sabes que contigo no me gusta jugar, querido.

—Señor Jones, muchas gracias por dejarme subir con el tío —dije yo.

Mi voz disparó el recuerdo de La Gallera. Se puso rígido y me escudriñó, entrechocando los garfios. Sonaban a pistoletazos. La Niña rugió con una mueca de desprecio.

—¿No eres tú el cagamandurrias que boté de La Gallera? —me preguntó.

—Sí, soy ese mismo. Quisiera disculparme por haberle enojado aquella noche. Puede que si le hubiera dicho que era sobrino de un colega suyo nuestra presentación hubiera sido mejor. Es que no tengo cabeza, señor Jones. He salido al idiota de mi padre —le dije.

—Top, este mamarracho no parece tan inútil. El muy tonto no para de sonreír como una zorra, pero fíjate cómo raja haciéndome la pelota para salvar los cojones. Desde luego, tiene la polla bien amarrada para haber rehusado follarse el magnífico culo de mi preciosa Mimí. Chaval, me encantan los jóvenes negros que están locos por chulear. No hay camino más seguro para llegar a ser algo. Tu tío no es más que un buen chulo. Yo soy el más grande del mundo. Me ha dicho que espera que te achantes de la vía rápida y te vuelvas al pueblo.

»También me ha contado que tienes una puta. Puede que tengas madera. Dentro de un par de horas este sitio va a estar atiborrado de putas de primera. Te estaré vigilando para ver cómo te desenvuelves por ti mismo. A lo mejor te hago mi pupilo. Tienes que ser de hielo; ¿lo entiendes, chaval?, de hielo, h-i-e-l-o. Basta ya de sonreír como un idiota. Congela el careto y manténlo así. De esa manera puede que le demuestre al medio chulo de tu tío que soy capaz de entrenar hasta una mula para que gane el Derby de Kentucky.

—Qué mierda, querido —dijo Top—, no tenías por qué soplarle que tengo ganas de que se largue. Quiero al chico, sólo que no creo que valga para chulo. El chaval raja bien. No lo niego. Debería dedicarse al Murphy o, yo qué sé, convertirse en un gran impostor. No tiene el nervio suficiente ni la sangre fría para chulear en este carril.

«Comparado con este lugar, Top vive en una porqueriza», pensé. «Vaya, parece que estoy dentro».

—Cielo —dijo el Dulce—, vamos al dormitorio a pesar y preparar el material para esa chusma. Le diré al viejo Pirata que se ocupe de distribuirla. No trapicheo con drogas, soy chulo. Chaval, tú ponte cómodo. Dile al filipino que te sirva un trago. Si quieres, puedes ponértelo tú mismo, el bar está ahí delante.

Se metieron por detrás de un biombo de seda pintado a mano que conducía a un pasillo. La Niña les siguió muy estirada. Junto al sofá había una mesa con una campana de bronce encima. Decidí servirme una copa. Crucé la habitación hasta un bar color turquesa. Pasé al otro lado de la barra. En la pared había una estantería de espejos de la que cogí un vaso alargado de cristal. Me preparé una mezcla de crema de menta con gaseosa.

Cogí mi bebida verde y refrescante y me dirigí hacia una puerta de cristal que iba desde el suelo hasta el techo. La abrí corriéndola lateralmente y pasé a un patio. Miré hacia arriba. Un ballet de lámparas japonesas naranja oscuro y verde claro se mecían acompasadas por los céfiros de abril. Bailaban al son de cuerdas de jade fluorescente que colgaban muy por encima del suelo calizo. La luna parecía un banana-split que casi se podía chupar. Salí a un balcón color perla. Un mar de esmeraldas relucientes y rubíes de neón despedía fuegos artificiales hacia un cielo azul cobalto, enjoyado con estrellas de zafiro.

Pensé: «Está claro que el Dulce se las ha apañado para atrapar relámpagos con un dedal. Ha salido de los campos de algodón de los blancos. Se ha buscado la vida como chulo hasta conseguirlo todo. Vive en lo alto del cielo como un dios negro en medio del paraíso de los blancos. Sin necesidad de ser un puto médico negro o un predicador negro de moda, aquí está. Consiguió sacarse el pasaporte de viruta. La alambrada de espino queda a millones de kilómetros. Yo tengo más cultura, soy mejor parecido y mucho más joven. Sé que también puedo hacerlo».

Me acordé de Henry y de lo religioso que era. Mira lo que le pasó. Recordé cómo solía arrodillarme a rezar junto a la cama. Entonces sí que creía en Dios, sabía que existía. Ahora no estaba tan seguro. Supongo que desde mi primera condena empezó a desmoronarse mi fe en Él.

En la celda me pregunté muchas veces, por qué, si existía, podía dejar que el Mudo acabara con Oscar, que tanto le amaba. Por entonces me decía a mí mismo que cabía la posibilidad de que tuviera planes complejos a largo plazo. Sí, puede que hasta tenga razones divinas para permitir que, en el Sur, los blancos se cepillen a los negros.

¡Puede que una mañana al amanecer todos los negros canten Aleluya! Los burócratas blancos de Dios cortarán la cinta roja. Dios se subirá las mangas. Destruirá la alambrada invisible. Exterminará a todas las ratas de los guetos negros, llenará todas las barrigas negras y convencerá a los blancos de que los putos negros también son hijos suyos.

Ahora no podía esperar. Estuviera o no allí, por si acaso, miré hacia el cielo. Era la primera vez que rezaba desde lo de aquel rata de Steve, ahora sé que lo único que estaba haciendo era desahogar el miedo. Le dije:

—Señor, si estás ahí arriba, ya sabes que soy negro y sabrás lo que pienso. Señor, si en verdad la Biblia es tu libro divino, entonces ya sé que ser chulo es pecado. Si estás ahí arriba y me escuchas, sabrás que no pretendo engañarte. Señor, no te pido que bendigas mi oficio de chulo. No soy tan estúpido. Señor, sé que no eres negro. Sin embargo, seguro que sabes, si es que estás ahí arriba, lo que supone ser negro aquí abajo. Todos estos blancos están pegándose la gran vida, comiéndose toda la chicha. Pues bien, quiero un poco de esa vida y también de esa chicha.

»No quiero ser atracador ni camello. Y por mis muertos que tampoco pienso ser portero ni lavaplatos. Sólo quiero ser chulo y punto. No es tan malo, al fin y al cabo las putas están podridas. Además, no tengo intención de cargármelas ni de volverlas locas, ni nada de eso. Sólo quiero vivir un poco a costa de ellas, al genuino estilo blanco.

»Así pues, Señor, si estás escuchándome ahí arriba, hazme un favor. No dejes que la palme antes de que pueda disfrutar algo de esta vida y ser alguien en el mundo de los blancos. Después de eso no me importa lo que pase.

Miré hacia abajo desde el balcón. Me preguntaba si habría nacido el operario de pompas fúnebres capaz de recomponer los cachos del fiambre de un capullo que se da boleta tirándose de un decimoquinto piso. De pronto, detrás de mí, presentí la noche de gala y etiqueta. Tenía el gaznate seco de tanto parloteo. Apuré la copa de un trago.

Me volví y regresé hacia la puerta de cristal. Las lámparas japonesas salpicaban de color las pulidas mesas de alabastro. Fijo que el filipino había estado frotando lo suyo. Abrí la puerta y me encontré con una coral profana. La fragancia a puta ensanchó mis napias. Debía de haber unos treinta chulos y putas parloteando apalancados en aquel amplio foso.

Entré y cerré la puerta. Un chulo de piel ébano satinada estaba despatarrado en la silla de terciopelo azul. De rodillas, entre sus piernas, había una tigresa marrón café que tenía la barbilla metida entre sus huevos, agarrada a su cintura como si estuviera en un callejón con un cliente de dos pavos.

Sus soñolientos ojos marrones rodaron hacia lo alto de su cráneo. Le miraba a los abultados labios azules como esperando que él fuera a silbar «La marcha nupcial». En su dedo, aquella piedra era una explosión de fríos fuegos artificiales y blanquiazules. El chulo satinado levantó su copa para maldecir a todas las guarras amas de casa. Hizo como que le dedicaba el brindis a todas las putas. La habitación quedó en silencio. Alguien estranguló el fonógrafo de oro del rincón. Brindó:

Antes de tocarle la raja a una guarra ama de casa,

chuparía un millar de pollas gonorreicas, nadaría en un espeso mar de mierda,

pues sudan vómito verde por sus podridos pies y de sus respingonas narizotas les cuelgan velas aún más verdes.

Que todas las zorras amas de casa pillen la sífilis y se vayan a pique,

que cuando se miren el culo por dentro se cuelen por el ojete y se partan el puto pescuezo.

Era la primera vez que lo escuchaba, así como el resto de la gente. Se pusieron a aullar y le pidieron que lo repitiera. Señaló con los ojos hacia el biombo chino de artesanía.

Todas las miradas se volvieron hacia Top y el Dulce que entraban en la habitación. Les escoltaba un negro viejo con un parche blanco de seda sobre el ojo derecho. La Niña iba escoltándole a él. Parecía un buitre maqueado con terno gris de mohair. La Niña se plantó tras el sofá de terciopelo blanco y enseñó los colmillos. Los tres chulos que estaban sentados ahí levantaron el vuelo como codornices ante una escopeta de dos cañones, rebotando de culo contra la alfombra. El Dulce, Top y la Niña tomaron asiento en el sofá.

Me senté en un almohadón de satén que había en un rincón junto a la puerta de cristal y me dispuse a ver el espectáculo. Vi que el Pirata se apalancaba detrás de la barra. Formaron entre todos un gran semicírculo alrededor del sofá, como si éste fuera el escenario y el Dulce la estrella. El Dulce habló:

—Y bien, ¿qué tal lo habéis pasado en la pelea, malandrines? ¿Pudo ese negrata cepillarse al pollo blanco, o acaso se cagó por la pata abajo?

Respondió con parsimonia una puta blanca del Sur, de cabeza anchota y con la voz melosa, imitando a la Mae West:

—Señó’ Jones, e’toy contenta de pode’ informarle que el negrata corrió al blanquito de vuelta al culo de su madre en el primé asalto.

Se rieron todos salvo el Dulce. Estaba golpeando sus mazas. Me preguntaba qué chaladura le estaría bullendo en el tarro mientras la observaba. Una cuarterona de culo respingón volvió a poner en marcha el fonógrafo. «Domingo sombrío», la favorita de los suicidas, sumió la sala en una atmósfera de funeral. Después el Dulce se apartó y se me quedó mirando.

—Está bien, cerdos degenerados —dijo—, el Pirata tiene banderillas y bolitas de veneno. Tenéis luz verde para daros matarile.

Empezaron a levantarse de sus almohadones satinados y de los grandes cojines de terciopelo y se fueron apiñando en la barra alrededor del Pirata.

La amarilla de culo respingón se me acercó, plantándose frente a mí. Tenía unas marcas negruzcas en la cara interna de los muslos. La boca abierta de su conejo era roja como un solomillo. En la mejilla derecha tenía la cicatriz de un tajo. Un canalón blancuzco que iba del pómulo hasta la comisura de su boca torcida. Tenía la cara sembrada de cráteres de viruela. Llegué a guipar el brillo del mango nacarado de una navaja automática que escondía en el escote. Los ojos grises centrifugaban en su jeta. Iba muy ciega.

Tuve cuidado. Sonreí de medio lado. El Dulce nos estaba guipando. Meneaba la cabeza con desagrado. Tenía dudas de si lo que esperaba de mí era que le partiera la boca de un puñetazo y luego me dejara meter la navaja en las tripas.

—Deja que te vea la chorrita, guapo —dijo ella.

—No voy enseñando la polla a zorras desconocidas —le dije—. Ya tengo una puta que me la mima.

—Negro de mierda, ¿no sabes quién soy? Soy Cora Colorada de Detroit. Lo de colorada viene de sangre. ¿Es que no sabes que soy zorra gatera y que ya me he cargado a dos pollos? Te he dicho que me enseñes la chorra. Y llámame Cora, negrito gilipollas. ¿Te crees la hostia por tener una puta? Como sea una de las de aquí te pillo aquí te mato, te vas a morir de hambre, negro. Mira negro, a ver si te enteras y te buscas una zorra gatera.

Una tía enorme de voz cascada, con una chuta en una mano y una vaina de polvo en la otra, me salvó por los pelos. Le dijo a Cora dándole un toque en la rabadilla:

—Zorra, voy a chutarme esta mierda. ¿Quieres un poco? Ya le harás el Georgia después a ese negro chupado.

Vi cómo el trasero de Cora se alejaba de mí. Ella y la carrasposa se acercaron a la barra para coger una cuchara y un vaso de agua. Miré al Dulce. Me estaba lanzando una mirada de hielo. Pensé: «Este nivel es muy fuerte. No sé cómo protegerme. Con putillas jóvenes y fáciles como el retaco puede que sea un as, pero tengo que hacer algo respecto a estas zorras carrozonas y duras. Tengo que andar con cuidado de no perder al Dulce. Como siga haciendo el capullo esta noche, se va a cortar y me va a mandar al carajo».

Me senté durante un par de horas en el rincón con ojos de búho. Mis oídos recogían la maestría de aquel diálogo cruzado. Estaba alucinado con la rapidez y la finura del intercambio de verborrea entre aquellos magos del chulerío.

Cora Colorada me tenía inquieto. No paraba de entrar y salir del patio. Iba cargada de heroína hasta las cejas. Cada vez que pasaba a mi lado me decía algo. Estaba claro que se moría de ganas de verme la polla.

Algunas de las putas del Dulce fueron llegando. Ninguna de ellas estaba en La Gallera con él cuando le vi por primera vez. Todas eran muy finas y recién estrenadas. Había una amarilla preciosa. No debía de tener más de diecisiete tacos.

También había un gigante negro que era chulo en la Gran Manzana. Se había traído a tres de sus putas. No paraba de fanfarronear sobre lo entrenada que tenía la polla. Era uno de los únicos tres de la fiesta que no se chutaban nada. Sólo le vi esnifar unas rayas y tomar un par de combinados. Estaba de pie detrás del Dulce y de Top con un vaso en la mano. Decía:

—Dulce, ¿no te parece la hostia que no haya una sola zorra que pueda hacer que me corra hasta que yo quiera? Aunque tenga ventosas en el coño. Aunque su boca tenga un título universitario no conseguirá que me corra hasta que a mí me dé la gana. Tengo la polla más resistente del mundo. Pongo un billete para el que no se crea lo que digo.

—Pamplinas —habló el Dulce—, tengo una putita a la que puse a ejercer hace seis meses que puede dejarte seca esa pollaboba que tienes en cinco minutos. Pero no voy a darte un escarmiento por cien miserables pavos. Aunque si tienes más de uno de cien y pones cinco en la mano de Top, te acepto la apuesta.

El gigante sacó un fajo arrugado del bolsillo lateral y planchó cinco papeles de cien en la palma de Top. El Dulce sacó con elegancia un taco de billetes de cien del bolsillo interior de su smoking y cubrió la apuesta en la mano de Top.

El Dulce chasqueó los dedos. La hermosa amarilla se arrodilló frente al gigante. Se puso a actuar delante de una audiencia enardecida. Ganó la apuesta para el Dulce en menos de tres minutos.

El grandullón se quedó ahí un buen rato con los ojos cerrados y una sonrisa estúpida en la jeta. Una de sus furcias se descojonaba entre dientes. Él le dio un guantazo en los morros y se fue a la barra.

«No cabe duda de que esa tía tiene talento para los negocios», pensaba yo. «Pepper es bestial, pero no podría competir con una esponja absorbente de ese calibre».

Me levanté y salí por detrás del biombo chino. Caminé por un largo pasillo. Pasé por tres dormitorios acojonantes. Entré en un servicio lleno de espejos. Era tan grande como un dormitorio. Cerré la puerta de un empujón. Tendría que haber echado el pestillo.

Me acerqué a la taza. Levanté la tapa. De pronto irrumpió aquella bestia parda de Cora Colorada. Su lengua roja se relamía. En su calavera los ojos grises estaban como en trance. Mi aparente inocencia y juventud la ponían más cachonda que el demonio. Aquella cabeza ciega de heroína y esa boca de fuego la convertían en una asesina por partida doble.

Me quedé inmóvil ante aquella zorra letal. Eché una ojeada al pequeño manual de mi coco. No sabía cuál era la frase adecuada en una situación así. Farfullé algo pidiéndole que se calmara y le dije:

—Escucha, chica, a mí no me has dado ni un chavo. No soy tu hombre.

Era como tratar de mantener a raya a un leopardo hambriento con un mondadientes. Sacó como un rayo la navaja del escote haciendo saltar la reluciente hoja. Con la otra mano me abrió la bragueta de un zarpazo. Oí cómo botaban los botones por el suelo de baldosas. El corazón me latía a ritmo de fox-trot.

—Fantasma hijoputa, tú qué vas a ser chulo, guapito. Me voy a poner hasta el culo de mamarte o si no te cortaré la chorra —me dijo.

Retrocedí hasta la pared junto a un taburete. Sentía las húmedas yemas de mis dedos temblequeando contra los fríos azulejos del baño. Ya me estaba hurgando dentro cuando irrumpió el Dulce como una tromba. Agarró un mechón de su melena. La otra chilló de dolor. La apartó de mí tirando de ella hacia la puerta. La maldecía al tiempo que disparaba el zapato de punta contra sus anchas posaderas una y otra vez.

—Zorra asquerosa, este mocoso va a mi escuela. No voy a dejar que le hagas el Georgia. Y ahora digo que puerta, zorra, ¡puerta!

Escuché el staccato de sus tacones contra las baldosas cuando salió de naja. Él se volvió hacia mí. Su negro rostro se había vuelto gris furioso. Esperaba que el Dulce se acordara de que yo no era amarillo. Pensaba en lo que Top me contó acerca de aquellos cuatro asesinatos.

Pegó su nariz negra y chata contra la mía. Notaba un aerosol de babas contra mis labios según me amonestaba, retorciendo el cuello de mi traje alrededor de la garganta y apretándome como un garrote vil. De un tirón me mandó a dos metros de la pared y me gritó:

—Escúchame, niñato hijoputa de los cojones. ¿Sabes por qué te ha estado puteando esa zorra? No haces más que sonreír como el gato de Cheshire. ¿Qué te hace tanta gracia? ¿Es que no va a haber forma de quitarte la tontería? No puedo hacer un chulo de un julái como tú.

»Ya te lo he dicho una vez, ¿cuántas veces voy a tener que repetírtelo? Mira, capullito negro, para ser un buen chulo tienes que ser de hielo, tan frío como el chocho de una puta muerta. Ahora, si eres un julái, un maricón o lo que sea, dímelo. Te disfrazo de drag, ejerces para mí y arreglado. Apártate de mi vista, negro de mierda, hasta que se te quite esa sonrisita de payaso y se te congele la jeta.

El roce de sus calcos contra las baldosas ya me estaba dando grima cuando me arrojó contra la pared. Di contra ella, como un proyectil, con la trasera del cráneo. En medio de una soporífera niebla de dolor le vi esfumarse.

Mi espalda se escurrió como una babosa por la pared. Me eché a reír al ver cómo se unían las puntas de los calcos a medida que las piernas se deslizaban por aquellas baldosas. Me quedé sentado en el frío suelo contemplando aquellas patas contrahechas y grotescas que se alargaban delante de mí.

Un par de piernas azules de mohair se situaron en ángulo recto con las horizontales. Levanté la vista. Era Top. Se agachó para ayudarme a poner en pie. Me dijo:

—Chaval, ¿te convences ahora de que ese monstruo hijoputa está completamente zumbado? Toma la llave del Cadillac. Sácalo de la parte de atrás. Aparca frente al bloque y espérame tranquilo. En cuanto pille la pasta de todo el marrón me aligero de aquí.

Clavé la vista en la alfombra achampanada. Fui zigzagueando entre el recochineo de las furcias y sus rufianes. Logré atravesar el foso y alcancé el ascensor. El filipino estaba allí de pie. Apretó el botón de llamada.

Parecía una amistosa serpiente marrón embutida en pan de oro. Se me acercó y me arregló el cuello de la chaqueta, que lo llevaba por las orejas. Cogió el sombrero del árbol perla. Me lo encasquetó en la cabeza y le dio una toba en el ala con la punta de los dedos. El forro se me clavaba en el chichón dolorido. Me ajusté el ala.

—Buena noche, señor. Sammee espera que haya pasado bien —dijo el filipino.

—Sammee, colega, ha sido una noche de la hostia. Nunca la olvidaré —le dije.

Según bajaba en el ascensor, sentí una ligera fragancia a coño perfumado. Me preguntaba si aquel encanto de amazona marrón haría la carrera de vez en cuando por alternar.

Salí de aquella jaula dorada y entré en el vestíbulo. Vi una flecha roja luminosa que parpadeaba al fondo. Caminé hacia la puerta de cristal que había bajo ella y bajé por los escalones de piedra blanca hasta el aparcamiento.

Guipé el Cadillac rojo de Top en aquel mar de coches. Fui hacia él, lo abrí y entré. Delante había un enorme Buick blanco aparcado. Un moreno sonriente con mono blanco se acercó al Buick. Tenía el nombre de Smitty cosido en azul a lo ancho del bolsillo del pecho. Sacó el Buick. Le di al contacto y salí pitando del aparcamiento. Doblé la esquina derrapando y me dejé llevar hasta el bordillo a unos veinte metros de la entrada del edificio del Dulce.

Apagué el motor. Bajé la ventanilla. Dejé el sombrero sobre el asiento. Recliné la cabeza hacia atrás contra el respaldo. Cerré los ojos y me quedé sopa. Sentí de pronto que algo me trituraba la mandíbula. Un abrasivo punto de luz me cegaba los ojos. Escuché retumbar una voz atronadora:

—¡Policía! ¿Qué coño estás haciendo, negro? ¿Cómo te llamas? ¡Identifícate!

No podía responder con la mandíbula estrujada a presión. Estaba aturdido. Bajé la vista de aquella luz infernal. Vi el antebrazo blanco de una bestia. Estaba cubierto de una pelambrera negra y erizada. Los músculos se contraían y dilataban a medida que la presa apretaba más fuerte el hueso de mi mandíbula. Me preguntaba si me había matado en el Cadillac y el pasma era Satanás que estaba registrando el coche en el infierno. Fuera o no el infierno, el caso es que Satanás quería identificarme. Me acordé del percance con el Zorro y Caracaballo. ¡No tenía ni cartera!

Satanás abrió la puerta de golpe. Me di con la cabeza en el marco al sacarme de un tirón. Me soltó la mandíbula y me estampó contra el capó del Cadillac. Las manos húmedas me patinaban por la chapa.

El compañero demonio de Satanás me cacheó a guantazos desde el pecho hasta las suelas de los calcos. Metió el dedo dentro de uno de ellos. Me hizo cosquillas en el arco de la planta del pie.

—Me llamo Albert Thomas —dije—, demonios, si no estaba haciendo nada, agentes. Estoy esperando a mi tío. He perdido mi cart…

No pude terminar. Una nebulosa de estrellas fugaces orbitó alrededor de mi cabeza. Era como si me hubieran ensartado el tridente al rojo vivo en el chichón de atrás.

Escuché ruido de cristales rotos sobre el capó. Caí sobre éste de bruces y me puse a potar. Mientras trataba de recuperar el aliento, sentía en la cara la tibia y repugnante papilla.

Se veían cristalitos relucientes sobre el capó. Satanás me había atizado en la cabeza con la linterna. La sombra del compañero demonio se veía subir y bajar dentro del Cadillac. También estaba registrándolo.

—¿Estás limpio, negro? ¿A qué te dedicas? —preguntó Satanás.

—Nunca me he metido en líos —susurré—. Trabajo en el espectáculo, soy bailarín.

—Mentiroso negro hijoputa. ¿Cómo coño sabes lo que significa estar limpio? A ti ya te han trincado antes, negro. Ponte derecho. Te voy a meter en chirona. Allí te podrás marcar unos pasos de baile sobre las tablas.

Me separé del capó con gran dificultad. Me volví dándole la cara. Vi su jeta enrojecida y fofa. Top apareció por detrás del Cadillac, se colocó entre nosotros y dijo:

—¿Qué pasa, agente? Éste es mi sobrino y esto es mi Cadillac. El chaval me estaba esperando. Está limpio. Venimos de una fiesta en casa del Dulce Jones. Ya sabe quién es. Somos íntimos amigos suyos, ¿comprende?

La jeta fofa de Satanás se crispó con una sonrisa de hiena. Golpeó con la mano en el parabrisas. Vi cómo asomaba por el asiento de atrás la jeta blanca como el almidón del otro demonio. Satanás le indicó con la mano que saliera del coche. Salió aparatosamente y se situó a su diestra. Satán dijo:

—Me parece que ha habido un pequeño malentendido, Johnnie. Estos caballeros son amigos del señor Jones. Mire, señor, si su sobrino hubiera mencionado ese nombre se habría evitado el registro. ¡La Virgen!, sólo cumplimos con nuestro deber. Hay un chorizo palquista que anda merodeando por la zona. El teniente nos está dando la brasa para que le echemos el guante. Lamentamos lo ocurrido, caballeros.

Los patrulleros cruzaron al otro lado de la calle. Entraron en un Chevrolet negro y salieron disparados. Saqué un pañuelo del bolsillo y me limpié la cara.

Limpié también los trocitos de cristal y parte del vómito que había encima del capó. Tiré el trapo a la cuneta. Me subí al Cadillac. Top dio media vuelta y puso rumbo a la ciudad negra. Me toqué el chichón. Sentí algo pegajoso. En mi cabeza había un pequeño corte. Me limpié los dedos con la punta del pañuelo que llevaba en la chaqueta. Pensaba: «Como las cosas se pongan aún más duras por este camino, voy a acabar sonado antes de tiempo. A lo mejor debería hacer caso a Preston y largarme al campo».

—La hostia, ya veo que el Dulce Jones tiene enchufe. Fue mágico cuando pronunciaste su nombre —dije.

—Para mágico tu culo —dijo Top—. La única magia consiste en los cien pavos que les suelta el Dulce todas las semanas. Todos los polis del distrito, desde el capitán para abajo, tienen las manos untadas con manteca de los bolsillos del Dulce.

»¡Ave María purísima!, apestas. ¡Ni que te hubieras cagado en los pantalones! Me temo que estás teniendo mala suerte, chaval. Es una pena que no supieras manejar a Cora Colorada. Es una de las gateras más rápidas del país.

—Mira, Top, aunque esa zorra chiflada y llena de viruelas tuviera un túnel hasta Fort Knox, no me tiraba ni un pedo en su boca. No me gustan las putas tan viejas y ni tan curtidas.

—Qué tontería. Cuando te enteres de lo que significa ser chulo le sacarás pasta hasta a un bulldog con dos cabezas, tres patas y dentadura postiza. Por cierto, chaval, no olvides cerrar el pico respecto a lo que te conté del Dulce. Soy el único menda al que se lo ha contado. Me arrancaría la cabeza y jugaría al balompié con ella.

—Venga, Top, ¿qué hostias estás diciendo? ¿Es que te parezco una vulgar rata capaz de enmarronar a un colega? —le dije.

Me alegré al ver el letrero azul del Haven. Top aparcó al otro lado de la calle. Salí. Había cruzado hasta la mitad cuando Top le dio a la bocina. Me volví hacia el Cadillac. Top tenía en la mano mi sombrero y un trocito de papel. Los cogí.

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