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10. El libro no escrito

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10. EL LIBRO NO ESCRITO

Una semana después de marcharse Chris le pillé otra bolsa de cocaína a Top. Ya casi me la había pulido. El retaco no hacía más que gastar. Sólo me quedaba un billete de cien, otro de veinte y las monedas del puerco. La temperatura se iba suavizando. Necesitaba ropa fresca. Estaba cayendo deprisa en picado.

En las tres semanas posteriores a la marcha de Chris le pateé el culo al retaco más de media docena de veces. En todo el mes sólo salí del hotel en un par de ocasiones. Esperaba que Chris me llamase diciéndome que ya estaba en camino. Las cosas se estaban poniendo feas.

Hacía dos semanas que no veía a Top. Decidí llamarle. Él podría decirme un nuevo sitio para poner al retaco a currelar. Mi capital se había quedado flaco. A las diez de la mañana le llamé. Una de sus chicas me dijo que estaba fuera de la ciudad, que no volvería hasta dentro de una semana.

De pronto tuve una idea. Le pregunté si sabía el número de teléfono del Dulce. Me dijo que lo tenía, pero que tendría que consultar para ver si el Dulce daba el visto bueno a que yo lo tuviera. Me llamó a los diez minutos y me lo dio. Le llamé. Contestó él. Estaba de buenas. Dijo:

—Vaya, vaya, qué te parece, si es el Flaco sonrisitas. ¿Todavía te queda aquella puta o sonríes porque ya no tienes ni puta?

Eché un vistazo al retaco. Seguía durmiendo. Hacía tres días que no pisaba la calle. Llevaba cinco con la regla. Se quejaba de que estaba demasiado débil y enferma para salir. Ya le había dado una paliza tremenda la noche anterior. Necesitaba consejo como fuera.

—Dulce, mi zorra se está viniendo abajo —le dije—. Si no me das cuartel me moriré de hambre. Tienes que ayudarme, Dulce.

—Negro, ¿no estarás hablando de que te fíe pasta, verdad? No voy prestándole viruta a capullos que no saben chulear a sus putas. No pienso manteneros a ti y a esa zorra holgazana.

—No, Dulce, no es pasta lo que quiero. Necesito que me pongas al corriente de las reglas del juego. Me queda muy poca pasta. Tengo que ponerme al día antes de que me quede sin blanca.

—¿Tienes carro? —me preguntó—. ¿Sabes llegar hasta aquí? Acuérdate de decir mi nombre si te detienen por esta zona. No vayas a meter la pata otra vez.

—Sí, tengo carro y creo que sabré encontrar tu casa. ¿Cuándo te parece que vaya?

—Lo más pronto que puedas. Si vienes y me sonríes en la jeta, te tiraré al patio por el balcón. Por cierto, chaval, a la Niña y a mí nos apetece un pollo asado de esos que hacen por ahí en el infierno. Tráete uno cuando vengas.

Colgó. Me latía el corazón como si Chris hubiera entrado en bolas por la puerta con un millón de dólares. Zarandeé al retaco. Abrió los ojos. La miré desde arriba.

—Zorra, más te vale que cuando yo vuelva estés en la calle.

—Lo único que puedes hacer es matarme —dijo—. Estoy lista para morir. No me importa lo que me hagas. Estoy enferma.

—Está bien, zorra, entonces dime a dónde quieres que mande tu culo apestoso.

Me monté en el Ford. Me di cuenta de que no me había puesto corbata. No llevaba sombrero. Me miré en el espejo retrovisor. Parecía un auténtico mendigo. Puede que él estuviera solo. Entonces me acordé del vestíbulo de entrada. ¡Y a mí qué coño me importaba!

Estuve conduciendo un cuarto de hora por lo menos hasta que encontré un asador decente abierto. En el escaparate había un negro con un gran gorro blanco empalando pollos en el espetón. Entré. Salí con dos pájaros. Puede que la Niña tuviera muchas ganas de pollo asado. Valía la pena hacerle la pelota a la Niña Bonita.

Después de dar varias vueltas perdido, encontré el edificio del Dulce. Aparqué el Ford junto a la acera casi en el mismo sitio donde Satanás me aporreó hacía un mes. Delante de la puerta había un muchacho blanco disfrazado de almirante. El Caballero Dulce estaba llevando a cabo su cruzada particular para invertir el orden social.

Fui al mostrador de recepción. Me sentía como un vagabundo mientras esperaba la admisión. Me monté en el ascensor. Había una chica distinta en los controles. El aroma intenso del pollo penetró en su nariz. No era tan guapa como aquella amazona perfumada. Ésta no usaba desodorantes publicitarios, a lo mejor es que no le iba la marcha.

Salí de la jaula. La amistosa serpiente marrón no estaba en su puesto para sacudirme con el plumero. Supuse que sería su día libre. Aposté cien contra uno a que estaría en el catre con alguna rubia de dos metros, probablemente como la rubia que en esos momentos salía del foso camino de la jaula. Era Mimi. Sus ojos verdes me miraron fugazmente a la cara. Eran tan fríos como un lago francés helado. Pasó de largo. Parecía un exquisito bollo de repostería francesa con su estola de marta. No podía entender de dónde saqué fuerzas para rechazarla aquel día. Caminé hacia la entrada del foso. La mujer de piedra seguía en su postura de regadera. El Dulce estaba sentado en el sofá. A su lado, la Niña Bonita me vio primero. Se lanzó hacia mí por la alfombra. Sentí sus piños rascándome la mano. Trincó la bolsa del pollo. La arrojó sobre el alabastro de la mesa de cócteles frente al Dulce.

El Dulce me miró. Tensé la cara componiendo una máscara parca y solemne. Bajé los escalones y caminé hacia él. Sólo llevaba puestos unos calzones de lunares. A la luz del día me fijé que la chica del cuadro de encima del sofá también tenía un lunar.

—Hola, señor Jones —dije—. Espero que esos pollos aún estén calientes.

—Chaval, por tu careto diría que esa puta rastrera que tienes te está quemando la sangre. Pero hoy me gusta más tu aspecto. A lo mejor te estás empezando a coscar de que el ser chulo no es para los gilipollas sonrientes.

»Ven a sentarte al sofá —continuó—. Mientras la nena y yo nos comemos el pollo, me vas contando qué pasa contigo y con tu puta. Quiero saber dónde y cómo la pillaste. Cuéntame todo lo que recuerdes sobre ella y cómo ha sido desde que la tienes. Cuéntame también toda tu vida hasta donde recuerdes. Puedes empezar por donde te dé la gana.

Le conté mi vida. Luego le conté desde la noche que conocí al retaco hasta cuando dejamos el Haven. Me llevó unos cuarenta y cinco minutos. Incluso le hice una descripción detallada del retaco.

El Dulce y su novia tragona habían limpiado los pollos hasta los huesos. El Dulce se puso a limpiar los bigotes de la Niña con una servilleta de papel. Ésta tenía la cabeza apoyada sobre su regazo y el cuerpo apretado contra mi muslo. El Dulce se recostó en el sofá, apoyando sus pies descalzos sobre la mesa de cócteles.

—Cielo, eres negro como yo —me dijo—. Te quiero. Tienes la mala leche que le hace falta a un chulo. Eres un negro con suerte por contar con mi apoyo. Abre bien las orejas y no olvides lo que te voy a largar.

»Hay miles de negracos en este país que se creen chulos. De los amariconados chulos blancos no vale la pena ni hablar. Ninguno de ellos chulea según el libro. Ni siquiera han oído hablar de él. Si fueran negros, se quedarían tiesos de hambre. No hay más de seis de ellos que estén enterados y se muevan según el libro. Éste no lo encontrarás ni entre los libros de historia de los puretas negros o blancos. La verdad es que ese libro se escribió en las cabezas de los hábiles y orgullosos negros que se libraron de la esclavitud. No es que fueran unos gandules, estaban hasta los huevos de recoger el algodón del hombre blanco y de besar su puto culo. Los días de esclavitud quedaron grabados en sus mentes. Se fueron a las ciudades. Aprendieron rápido.

»El hijoputa impostor del hombre blanco no había liberado a los negros. Las ciudades eran como las plantaciones del Sur. Los descendientes del Tío Tom seguían haciendo el trabajo duro y sucio para el hombre blanco.

»Aquellos espabilados héroes negros berreaban como mocosos. Veían cómo el hombre blanco, al igual que en las plantaciones, seguía endiñándosela a las negras más guapas.

»Las tías eran unas estúpidas ingenuas. Seguían haciéndoselo gratis con el hombre blanco. No se coscaban de la viruta que tenían en sus ardientes culos negros.

»Los primeros chulos negros les hicieron ver a esas zorras idiotas la mina de oro que tenían entre las piernas. Les enseñaron a extender la mano para pillar la pasta de los blancos. Los primeros chulos negros y los tahúres de categoría fueron los primeros peces gordos negros del país.

»Vestían trapos finos y tenían purasangres. Esos chulos eran unos genios negros. Fueron ellos los que escribieron el libro mental del chuleo. Incluso ahora, si no fuera por ese ejército desesperado de primos blancos, los chulos negros se morirían de hambre.

»Mira, pimpollo, el hombre blanco ha estado hambriento como un cerdo por las negras desde la primera vez que olió un coño negro. Las furcias negras se engañan a sí mismas pensando que la única razón por la que él olisquea su rastro es porque las blancas no le dan lo que a él le gusta.

»Yo sé que tiene otras dos razones ocultas y retorcidas. La mujer blanca no se ha coscado de esas razones ocultas. Las idiotas blancas ni siquiera se enteran de por qué él encierra a todos los negros tras férreas empalizadas. Al hombre blanco le encantaría que las negras no estuvieran encerradas ahí, pero está cagado de miedo. No quiere que esos machos negros en celo salgan al mundo de los blancos a frotarse la tripa contra los vientres blancos y suaves de sus hembras.

»Ésa es la verdadera razón por la que tiene a los negros encerrados. Para que veas lo mal que está de la cabeza, se cree que las mujeres negras sólo son basura a sus pies. Pero le reventarían las pelotas si no cruzara a hurtadillas la empalizada hacia esas, según él, negras infrahumanas y medio salvajes.

»¿Sabes por qué viene a buscarlas, pimpollo? El hijo de puta idiota y enfermo es como una fulana que necesita y disfruta con el castigo. No es más que un tontaina con pasta en la mano. Cuanto mejor se cree que es, menos capaz es de mantener el pico y la polla lejos del tufo de un culo negro.

»Le gusta retozar y pringarse en la mierda. La diversión del pobre degenerado radica en su sufrimiento. El cretino cree haber hecho algo sucio. Regresa de extranjis a su mundo blanco. Sigue engañándose a sí mismo creyéndose Dios y que los negros son sucios animales salvajes que tiene que mantener tras la empalizada.

»Lo triste es que ni siquiera sabe que está enfermo del tarro. Pimpollo, te estoy poniendo al día de cabo a rabo. Esta historia de los primeros chulos negros debería hacerte sentir orgulloso de ser chulo.

»Los negros puretas tratarán de que te sientas avergonzado. No hay uno solo de ellos que no le lamería el culo a una mula con tal de chulear. No pueden porque un pureta no es más que un julái. Deja que una zorra ama de casa le chulee a él. Tienes que chulear siguiendo las reglas de ese libro que aquellos notables escribieron hace un siglo. Cuando te pongas frente al espejo tienes que convencerte de que ese hijoputa de sangre fría que te mira es real.

»Así que esa zorra joven que tienes se ha vuelto vaga. Te está tomando el pelo. Esa zorra no está enferma. Nunca he visto a una puta con menos de veinte tacos que se ponga enferma. Tu pura te está vacilando. La pasta de una puta nunca valdrá más que la frialdad del chulo. A una puta tienes que aplicarle un código estricto. Para hacer la calle con ganas antes tiene que respetarte.

»Una puta no es más que coño y boca. Tienes que exprimirla lo antes posible. Tienes que sacarle por lo menos dieciséis horas al día. No hay garantías de que puedas retener a una zorra mucho tiempo. Al juego del chulo se le llama Pillar y Perder.

»Ahora bien, esa zorra que tienes se está cubriendo de mierda. Sabe que no tienes ninguna otra puta. Quiero que vuelvas al hotel. Haz que esa zorra se levante de la cama y salga a la calle. Písale fuerte el culo. Si eso no funciona, coge una percha de alambre, enderézala y conviértela en un látigo. No hay puta, por perversa que sea, que pueda aguantar la percha.

»A lo mejor es que tus pies y puños ya no le motivan. Se habrá acostumbrado. Créeme, pimpollo, con la percha o la pierdes para siempre o la pones en su sitio. Es mejor no tener puta que tener un cacho de puta. Pilla algodón y que se lo ponga. La función no puede parar porque una puta sangre.

»Te voy a dar unas píldoras. Dale un par de ellas cuando se levante de la cama. No le des más hierba, a algunas putas las vuelve vagas. Y no te preocupes, chaval, si me haces caso y la pierdes, yo te daré otra puta. Muchacho, no tengas a esa puta siempre en la misma manzana. Dile que todas las calles sirven. Déjala moverse. Es la única forma de chulear. Si se va, ¿qué pierdes? Y si lo aguanta, tendrás una puta y una buena pasta.

»Vuelve allá y aplícale el método de la percha. Si eso no la espanta y te aguanta una semana, deberías sacar al final de la misma medio de los grandes por lo menos. Coge esa pasta y te vas a los barrios de putas de las afueras. Vas a la Western Union y te envías la pasta a ti mismo al hotel. Pon el nombre de una tía como remitente.

»Esa zorra holgazana tuya pensará que tiene competencia. Ya verás cómo pierde el culo. Tratará de superar a esa zorra que no existe. Pimpollo, escucha al Dulce Jones y serás un chulo de la hostia.

»No confíes ni te hagas amigo de tus putas. Aunque tengas veinte furcias, no olvides que tus pensamientos son secretos. Un buen chulo siempre está solo. Por tanto, debes ser como un rompecabezas, un misterio para ellas. Así es como se conserva a una puta. Nunca pierdas la frescura. Cuéntales cada día algo nuevo, maréalas. Podrás retenerlas mientras puedas confundirlas.

»El Dulce te está enseñando a chulear según el libro. Soy el chulo negro más grande del mundo. Y ahora, pimpollo, ¿serás capaz de retener en el coco todo lo que te he contado?

—Dentro de treinta años seguiré recordando cada palabra —dije—. Dulce, no te arrepentirás de haberme ayudado. Voy a chulear a tope. Haré que estés orgulloso de mí. Te llamaré más tarde y te contaré qué tal funcionó con el retaco el método de la percha. Ah, sí, no te olvides de darme esas pastillas.

Se levantó. La Niña estiró las piernas. Saltó y le siguió. Una de sus afiladas y ganchudas uñas me arrancó un jirón de tela de la rodilla. No me habría importado aunque me las hubiera clavado estando desnudo. Estaba emocionado. De la mano del Dulce Jones iba a batir el récord por la vía rápida.

El Dulce regresó. Me dio un frasquito con pildorillas blancas. Me miró poniéndome las manos sobre los hombros. Su mirada bajo cero pareció templarse a cero grados.

—¡Te quiero, cielo! Sabes, chaval, no creo que nunca vaya a sonreírte a la cara. Te quiero como a un hijo. Cada vez que le sonrío a un capullo a la cara es porque voy a darle el palo o a cargármelo. Llámame siempre que necesites consejo. Buena suerte, pimpollo.

Atravesé el foso. Subí los escalones hacia la salida. Eché una mirada rápida hacia atrás. El Dulce tenía a la Niña en brazos. Ronroneaba como una recién casada. El Dulce la arrullaba en un abrazo romántico, cubriéndole de besos aquella jeta risueña.

Eché un vistazo a Mickey cuando me metí en el Ford. Eran las cuatro de la madrugada. Conduje en dirección al retaco. Pisé fuerte el acelerador. Pensaba: «No me extraña que el Dulce sea el chulo negro más grande del mundo. ¡Si hasta conoce el origen histórico del chulerío negro! No pienso tener compasión con el culo del retaco. Voy a ir directamente al método. Espero que no esté en la calle. El Dulce me ha prometido una puta si pierdo al retaco. Cualquier puta del Dulce está más que adiestrada. A lo mejor me da a Mimi».

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