Pimp

Pimp


12. Hacerse con un establo

Página 20 de 33

12. HACERSE CON UN ESTABLO

Oí a Silas llamar a la puerta. Fui a abrir. Silas resultó ser una extraña y maravillosa visión. El hábil mago hijoputa se había convertido en una preciosa zorra negra con un vestido rojo de punto que llevaba mi desayuno en una bandeja. Era el retaco. Aborté la sonrisa de alivio en la matriz de mi boca. Torcí el gesto copiando al Dulce cuando me estrelló de cabeza contra la pared del tigre.

—Zorra —dije—, te voy a matar. Llevo desde las tres llamando a todos los hospitales y comisarías de la ciudad. Hasta he llamado a la morgue. Desembucha, zorra, a ver qué me cuentas.

Me miró desde abajo. Sonreía. Pasó de largo y entró en el dormitorio. La seguí. Dejó la bandeja sobre el tocador. Se metió los dedos bien adentro del escote. Sacó un fajo húmedo de billetes. Me lo dio y dijo:

—Corazón, el último primo ha sido de los de toda la noche, o sea cincuenta pavos. Me lo ligué a las dos de la mañana. Rey, ahí van ciento veintiocho pavos. Cuando subía, Silas llevaba tu desayuno en el ascensor. Con los dos pavos que le he dado, eso hacen ciento treinta.

»Ah, corazón, he encontrado algunas calles buenas para trabajar a unas quince manzanas de aquí. Están por los alrededores de un garito que se llama La Gallera. Qué gentil por tu parte que estuvieras preocupado por tu nena. ¡Oh!, casi se me olvida. Cruza los dedos. Puede que una mañana de éstas te traiga una chica. Le he caído de puta madre. Su novio es un don nadie, un chorizo.

—Phyllis —le dije—, para hacer sonar una canción hay que tocar más de una nota. Tienes que componer mil noches como esta última. Anda, date un baño. Voy a curarte esas marcas. Sabes que no quiero ni una zorra yonqui. Así que asegúrate de que está limpia antes de pillarla.

Me olvidé del desayuno. Salí y me monté en el Ford. Conduje hasta la farmacia y pillé algunas cremas y vendas.

Llamé al Dulce y le conté que el retaco había aguantado. Me recordó que me enviara la pasta a mí mismo lo antes posible. Volví al Haven. Mandé a Silas a por comida caliente. Vendé las heridas del retaco. Tenían muy mala pinta.

El efecto de las píldoras estimulantes se le había pasado. Se quedó dormida mientras le curaba la espalda. Comí y me eché una siesta. Antes de acabar la semana me sentía chulo. Me envié quinientos pavos al Haven. Utilicé el nombre de Christine.

Top había vuelto a la ciudad, así que me pasé un momento y pillé cocaína, amarillas y anfetas. El retaco volvió a eso de las cuatro de la madrugada. Traía ciento cinco pavos. Iba camino del estrellato. Cuando estábamos acostados le dije:

—Nena, creo que nuestra suerte está cambiando de forma cabal. Estoy casi seguro de que tu rey ha pillado otra puta. La conocí en un bar hará una semana.

»El mundo es un pañuelo. Me contó que acababa de dejar este hotel. Se volvió loca por mí. Es una zorra joven y fina. Me rogó que me fuera con ella a Terre Haute. Ejerce allí en una casa de citas. Le dije que iría corriendo en cuanto me mandara la pasta de la primera semana. Me dio su teléfono y le di mi dirección.

»Esta noche llamé allí. Le pregunté por mi pasta. Me dijo que había cinco billetes en camino. Nena, aunque se esté quedando conmigo, no pasa nada. Si la manda y es una viruta considerable, tu rey ya tiene un pequeño establo.

—¿Es blanca esa zorra? —preguntó—. ¿Qué aspecto tiene?

—Zorra, no empieces a cagarla. ¿Qué hay de malo en que una blanca arrime el hombro con dos negros? Es negra. No es más que lo que es, una estupenda zorra tragaperras enamorada de tu hombre a primera vista.

Era poco más de mediodía cuando apareció el mensajero con el resguardo del giro. El retaco fue a la puerta y lo trajo al dormitorio.

Lo abrí. La oficina estaba a unos quinientos metros. Le pregunté al retaco si le apetecía dar un garbeo. Estaba loca por venir.

Menos mal que tenía el carnet de conducir. Tuve que hacer un montón de papeleo. Me hicieron decir hasta la cantidad que esperaba. Me la apoquinaron contante y sonante. Camino de casa el retaco iba callada. El Dulce sí sabía dónde apretarle las tuercas a una furcia. Durante el mes siguiente me acerqué un par de veces a Terre Haute. En ambas ocasiones me quedé en un hotel en la otra punta de la ciudad a pasar la noche hasta el mediodía. Le estaba vacilando al retaco con que iba a visitar a su compañera de establo.

El retaco puteaba a tope. Estaba haciendo una media de no menos de cien por noche. Dos meses después de lo de la percha, pillé un apartamento amueblado de tres dormitorios en el edificio de Top. Comparado con el Haven, era un sueño en rojo y oro. Al retaco sí que le moló el apartamento. Creo que porque al fin se sentía en casa. Estaba en la sexta planta.

Me compré un par de ternos de doscientos pavos por sesenta cada uno. El perista vivía dos pisos más abajo. Esa misma semana Top me presentó a un menda que tenía un La Salle negro casi de fábrica.

Estaba fuera bajo fianza y su abogado le había llamado para decirle que si no la pagaba tenía que poner rumbo al trullo. Tuve que apoquinarle al tipo cuatro billetes nada más verle. Le pagué otros dos más cuando me pasó el carro.

Ahora tenía dos coches. Le devolví el Ford al retaco. Así podría abarcar y hacerse una zona más amplia.

Empecé a frecuentar la casa del Dulce para empaparme en el juego del chulo. Una mañana volví de su casa a eso de las cinco. Escuché al retaco rajando con alguien en uno de los dormitorios. Abrí la puerta de un empujón. El retaco estaba en la cama con una guapa alta de piel morena. Parecía una quinceañera. Estaban desnudas. Dejaron de besarse y me miraron. El retaco dijo:

—Corazón, ésta es Ophelia. Te hablé de ella en el Haven. A su novio le han caído de uno a tres años por robo y nocturnidad. Quiere unirse a la familia. ¿Puede?

—Ophelia —dije—, si no vas de cachondeo y obedeces mis reglas, sé bienvenida. ¿Zorras, os habéis trabajado las calles esta noche? Espero que haga poco que hayáis venido a divertiros a esta cama. Phyllis, sal de ahí y traeme el premio de mi doble juego.

El retaco fue al armario y me trajo un rollo de billetes.

—Cien de éstos los hice yo —dijo.

Había unos ciento setenta y cinco a vista de pájaro. Me quité la ropa y me metí entre ellas. Estuve una hora sonsacando a Ophelia y leyéndole la cartilla. Tenía dieciocho tacos. Empezó el circo. Yo era el director de pista. Era ya mucho chulo como para andar jugueteando con mercancía nueva. Ellas eran las artistas. No había puesto más que setenta putos pavos en mi bolsillo. Muy barato me habría comprado si le diera por pirarse al día siguiente.

La víspera de mi veinte cumpleaños, en agosto, yo había ido al West Side para comprarles unos vestidos a Phyllis y Ophelia. Acababa de salir de casa del perista. Eran unas doce prendas, las estaba metiendo en el maletero del La Salle. Cerré de un portazo y eché la llave.

Escuché gritos y ruido de golpes que venían de un cabaret al final de la calle. Vi a un hombre de pelo cano sin sombrero tambaleándose por la acera. Se sujetaba la cabeza. Le brillaba un lado. Me acerqué a él.

Sangraba por un corte profundo en la cabeza. Se quejaba tratando de detener el chorro de sangre con las manos. Un tipejo flaco y oscuro salió corriendo detrás del viejo. Vi algo que relucía en su mano según la levantaba una y otra vez.

Me acerqué un poco más. Estaba de rodillas, parecía como si alguien le hubiera pintado la cara de rojo al tipejo. Estaba machacando salvajemente al viejo con una pipa.

Volvió la jeta. La luz que salía por la puerta abierta del cabaret la iluminó. Era el Leroy de Chris quien se estaba cargando al viejo. Unos veinte clientes habían salido. Hicieron un círculo alrededor de la masacre. Salí.

Entonces vi a Chris de pie al otro lado. Chillaba y sujetaba el brazo armado de Leroy. Se había vuelto loco.

Me acerqué a Chris rodeando el círculo. Me quedé detrás de ella. Tenía manchas grasientas en el cuello del vestido y el pelo mal peinado y mustio. Caramarcada la estaba echando a perder. Oí un chirrido de frenos. Dos enormes patrulleros blancos se abrieron paso a codazos entre el gentío. Leroy estaba sentado abierto de piernas sobre la figura inconsciente, sin parar de machacarle con la pistola.

Apartaron a Chris hacia atrás. Uno de ellos le hizo una llave a Leroy en el brazo armado y le quitó la pipa. El otro le enganchó por el cuello hasta casi estrangularle. Lo arrastraron hasta el coche patrulla y lo arrojaron al asiento de atrás.

Una blanca baja, de mediana edad, se acercó a la figura caída. Se frotaba las manos. Llevaba un delantal de camarera. Se agachó y le estrechó la cabeza entre sus brazos. Uno de los polis se sentó delante. Se volvió de lado vigilando a Leroy, acercándose el radiotransmisor a los labios. Llamaba a una ambulancia, estaba claro. El otro poli volvió y se detuvo junto a la mujer blanca.

—¿Le conocía? —preguntó.

—Sí, es mi suegro —contestó llorando.

—¿Qué ha pasado?

—Todo el mundo sabe que a Papá Tony le gusta tontear con las chicas —dijo ella—. Tiene un corazón tan grande como Nueva York. Todos le quieren y le comprenden. Papá Tony entró en el bar. Dentro se puso a besar en la mejilla a todas las chicas.

»Besó a esa que tiene ahí detrás. Ese maníaco de su hombre dejó de tocar. Saltó del escenario. Empezó a golpear al pobre Papá Tony con su pistola. Era la primera noche que ese maníaco trabajaba para mi marido. Si Vince, mi marido, hubiera estado aquí, los sesos de ese chalado estarían desparramados por la acera.

El poli miró atrás hacia Chris. Empezó a tomar notas en una libreta. Sabía que la interrogaría después de quedarse con toda la movida. Toqué suavemente a Chris en el hombro. Se volvió y me miró. Le flojeaban las rodillas. Se reclinó sobre mí. La cogí del brazo y la acompañé por la acera. Escuché el lejano ulular de la sirena de una ambulancia.

—Chris, deberías largarte —le dije—. Leroy ha golpeado a un blanco. Los blancos te van a enmarronar con él. Ten en cuenta que tú eres el motivo por el que se le ha ido la olla.

Nos metimos en el La Salle. Lo acerqué por la calle hasta el de la pasma. Pisé el freno. Una pareja salió por delante del coche patrulla y cruzó delante de mí. Yo estaba aparcado junto al coche patrulla. Chris podía sacar la mano y tocarlo. Volví la cabeza y miré al asiento trasero del otro coche. Leroy miraba a Chris. Clavó los ojos en mí. Brincó hacia el asiento delantero. El poli le dio un guantazo. Vi la cabeza de Leroy desaparecer hacia abajo, salí pitando de allí.

Aposté que aquel brinco arrebatado significaba que me había reconocido. El La Salle se alejó del West Side a toda velocidad. Chris iba llorando. Estuve callado hasta alcanzar las lindes del South Side. Entonces le dije:

—Venga, Chris, ya estamos lejos de la pasma. Dime dónde vives y te llevaré a casa. No llores. Podrás sacarle bajo fianza en cuanto le pongan los cargos.

—Vale, ¿quieres llevarme a casa? —decía llorando—. Da la vuelta y llévame a la tartana de Leroy. Está aparcada detrás del bar donde perdió su mala cabeza.

»Llegamos esta tarde a la ciudad, sin blanca. No consiguió la indemnización. Puede que nunca se la den. Estoy muy disgustada. Iban a pagarle cada noche por actuación. Ahora tocaba algo de blues.

—Zorra, pareces una pordiosera —le dije—. Me engañaste con lo de que me ibas a llamar. Ibas a ser mi puta, ¿te acuerdas? Tenía que haberte dejado allí para que te encerraran con el gilipollas de tu hombre.

Me di cuenta de que tenía una buena oportunidad para pillarla ya. Sólo tenía que ponerme duro y tirarme unos cuantos faroles.

Descarado que a Leroy lo iban a empapelar. No iba a tener derecho a fianza. Chris no tenía más salida que yo. Iba teniendo toda la pinta de que iba a ser mi tercera puta.

Aparqué suavemente junto a la acera. Dejé el motor al ralentí. Estábamos frente a un hotelucho de mala muerte. Yo tendría unos dos mil quinientos pavos en un rollo dentro del bolsillo. Lo saqué para impresionarla. Pillé uno de diez. Se lo ofrecí. Pasó de él. Dijo:

—Blood, no es que no pensara en ti. Quería llamarte. Quería mantener mi palabra. Leroy no me perdía de vista ni un momento. Me seguía hasta al baño. No sabes cuánto le odio. Espero que le caiga la perpetua. No pases de mí, Blood. Cumpliré mi promesa. Ahora estoy libre. Soy tuya, amor. Si me dices que me tire al río, lo haré.

—No, Chris, te temo. Me parece que Leroy te ha convertido en una zorra vagabunda y mentirosa. Estoy chuleando demasiado bien como para llevar quebraderos de cabeza al establo. Siempre seré tu amigo, Chris. Se me rompe el alma por ti, nena, pero tengo que pensar en mi menda.

»Mis putas dan el callo dieciséis horas al día en la calle. Les encanta. No creo que tengas ni agallas ni ánimo para hacer la carrera.

»Chris, pasaré el resto de mi vida sufriendo cada vez que me acuerde de ti. Se me hará un nudo en la garganta cada vez que piense en lo que pudo ser. Coge estos diez pavos, nena, y que tengas mucha suerte. Adiós, Chris. Por favor, lárgate antes de que me arrepienta y ceda a que seas mi puta.

Estiré el brazo por delante de ella y abrí la puerta del coche. ¡Menudo motor de gran cilindrada tenía en el coco! Me la estaba metiendo en el bote.

Me acordé de todos aquellos giros de Terre Haute que me había estado mandando con su nombre, Christine. Aquel tábano fantasma que le picaba en el culo al retaco.

Volvió a cerrar la puerta. Se me echó encima y agarrándome se puso a llorar como si yo fuera su madre muerta volviendo a la tumba después de una breve visita. Balbuceaba:

—Blood, por favor, no me dejes. No soy una zorra vaga. Dame una oportunidad. Quiero llegar a algo. Por favor, llévame contigo. No te defraudaré. Soy tan buena como cualquier otra zorra.

Metí la primera. Enfilé a casa. Era un zorro con una extraordinaria y preciosa pollita entre los dientes. Sabía que el retaco y Ophelia estaban en la calle. En el maletero llevaba seis vestidos para Ophelia. Seguro que le valdrían a Chris.

—Zorra, voy a apostar por ti —le dije—. Voy a llevarte a tu nuevo hogar. Tienes que entender una cosa. No puedes traer menos de cien por noche. Si lo haces, puedo prenderle fuego a tu pasta o limpiarme el culo con ella.

»Ahora vas a conocer y hacer la calle con tus hermanas. Yo voy a ponerte al día. Abre las orejas y toma nota. Así entrarás en la familia bien recomendada.

»Tienes suerte, Chris. Hace sólo una semana una de mis putas la palmó en Terre Haute. Se le paró el corazón en plena faena con un primo. Fue una mártir. Se llamaba Christine. Fui allá y me pulí dos de los grandes en su funeral.

»Pienso que me sentí culpable por derrochar toda esa pasta en una tía a la que sólo había tenido durante un par de meses. No le he contado nada al resto del establo. Puede que me excediera tanto en su funeral porque se llamaba como tú.

»No sé. De todas formas, el establo nunca la conoció. Claro que todas la respetaban por la pasta gansa que enviaba todos los días desde el burdel.

»Chris, tú eres esa gran zorra folladora resucitada. Una semana antes de palmarla me rogó que la dejara ejercer por estas calles. No lo permití porque sabía que tenía el corazón chungo.

»Pues eso, Chris, sé que le demostrarás al establo que eres tan cojonuda en la calle como lo eras en la casa de Terre Haute. Voy a llevarte a casa para que te pongas guapa para los primos, zorrita mía.

Ir a la siguiente página

Report Page