Personal

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La nueva tableta la trajeron los mismos que la anterior. Nos explicaron que, en el caso de Casey Nice, la nueva contraseña era el teléfono de atención al cliente del seguro médico de su madre, y que, en el mío, el nombre del otro tipo al que Shoemaker me había visto disparar. Luego se marcharon y, al igual que habíamos hecho antes, subimos con la tableta a la habitación de Casey Nice, introdujimos la información privada y en la pantalla apareció una larga lista de archivos y carpetas.

La mayoría de los datos consistían en pequeños elementos de información sin ton ni son, recopilados con sangre, sudor y lágrimas a lo largo de muchos años, y llevados de uno a otro ordenador, de aquí para allá, con la esperanza de que el pasado fuera capaz de predecir el futuro. Datos como: «Charlie White jamás toma la M25 para cruzar la ciudad de este a oeste, sino que opta por la carretera de Circunvalación Norte, que, junto con la carretera de Circunvalación Sur, formó parte de un intento temprano de crear un sistema de circunvalación que, en su momento, rodeaba la ciudad por fuera, mientras que ahora ha sido tragada sin remedio por el crecimiento desmesurado de la misma», «El bueno de Charlie ha seguido el camino largo el 85,7% de las veces. El otro 14,3% ha ido directo por el centro». Les parecía que eso indicaba una gran preferencia. En mi opinión quería decir que hay un solo domingo a la semana. Cuando el centro está tranquilo, la línea recta es lo que menos quebraderos de cabeza da. Entre semana es mejor recorrer más kilómetros. La semana tiene siete días, y cien dividido por siete da catorce coma tres. Solo que en la vida moderna no hay gran diferencia entre los domingos y el resto de la semana. Pero Charlie era muy mayor. Y es difícil cambiar las viejas costumbres. Quizá recordase Londres como una ciudad fantasma los domingos y la M25 como sembrados y granjas.

—¿Qué día es hoy? —le pregunté.

—Viernes —me informó.

Bennett había asegurado el tiro planificando ambas rutas y había llamado a la segunda opción «línea recta por el centro» y a la primera, «arco por la Circunvalación Norte». Pero daba lo mismo porque, como era obvio, el arco se encontraría con la línea recta en algún punto, en la zona oeste en este caso, más o menos a las nueve si consultásemos un reloj. Y ese era el sitio más inteligente donde montar el control rutinario con el que cazar el segundo coche. Dos pájaros de un tiro. Que es lo que había hecho Bennett. Teníamos una fotografía aérea del punto en el que se cortaban ambas carreteras, una superficie surrealista de asfalto, una intersección con cuatro señales de Stop pero de un tamaño muchísimo mayor, aunque proporcionada, como la casa del Pequeño Joey.

La dirección de la casa de Charlie White se mostraba con una chincheta gráfica en el mapa, y el destino, con otra, en una dirección de Ealing, que era donde vivía su homónimo rival. Una reunión en la cumbre. Había una fotografía de la vivienda, que era una enorme pila de ladrillos rojos, elegante pero de aspecto no tan residencial. No parecía que estuviera tan lejos de Chigwell, pero lo estaba. La calle tendría unos treinta años más que la del titán, pero se encontraba allí por la misma razón. En alguna parte tiene que vivir la gente con éxito.

El último Rolls-Royce de Charlie tenía su propio expediente. Con fotografías. Era grande y feo, con extrañas puertas traseras suicidas, pero imponente. De eso no había duda. «El 93,2% de las veces, Charlie se sienta detrás del conductor, con un guardaespaldas a su lado, y el otro, en el asiento del copiloto. El otro 6,8% de las veces, este despliegue lineal varía a un despliegue diagonal, con el guardaespaldas de atrás sentándose detrás del conductor». No habían sido capaces de percibir si aquello obedecía a algún patrón. Patrón que supuse que habrían intentado trazar con la ayuda de ordenadores. No con la del sentido común. Era evidente que el chófer habitual de Charlie era bajito. El volante estaba en la parte derecha del coche y el coche circulaba por la izquierda de la calzada, y puede que Charlie no se sintiera cómodo al lado de la acera cuando se detenían en un semáforo o el tráfico denso hacía que fueran despacio, por lo que iba cerca del centro de la calzada, detrás del conductor y la mar de cómodo porque, como ya he dicho, el fulano era bajito. Ahora bien, al chófer también había que darle días libres, por lo que, y dado que el otro chófer era más alto, Charlie se veía obligado a cambiar de sitio de vez en cuando, quizás unas veinticinco veces en un periodo de doce meses, que bien podría ser el mínimo legal, y que daba un total de 6,8% al año.

—Quiero comprar un cuchillo muy muy afilado —le dije.

—Vale —respondió Casey Nice.

Caminamos once manzanas por Piccadilly y toda Bond Street y vimos muchos cuchillos, pero unos eran de plata, para comer pescado, y otros, navajitas con cachas de nácar, para pipas de brezo, ninguno de los cuales me servía de nada. Hasta que llegamos a una ferretería de esas que tienen de todo. Vendían todo tipo de instrumentos resistentes, la mayoría de ellos con mangos de madera teñida de oscuro, incluidos unos cuchillos de linóleo con una extraña hoja curva. Compré dos, junto con un rollo de cinta americana plateada y el dependiente metió los tres productos en una bolsa de papel marrón, por la que no me cobró.

Casey Nice quería ropa, así que hicimos de Oxford Street el tercer lado de nuestro cuadrado, y escogió una tienda en la que eligió un nuevo conjunto. En la puerta del probador me dio la cazadora para que se la sujetara y me dijo:

—No hace falta que lo compruebe. Sigue quedándome una pastilla —me dijo.

Cinco minutos después salió vestida con la ropa nueva, volvió a ponerse la cazadora y nos dirigimos a la salida, pero pasamos por delante de las escaleras mecánicas que subían hasta la planta de ropa para hombre, y las cogimos, que es lo que Casey Nice me dio a entender que debíamos hacer.

Lo compré todo nuevo excepto los pantalones, porque ninguno me quedaba bien. Sin embargo, la chaqueta era mucho mejor que la de jugar al golf de Arkansas. Bolsillos más grandes en los que no destacaba el contorno de la Glock. Era una mejora, sí, pero me sentía mal por dejar la vieja. Era como enterrar a un amigo. En ella había caído parte del cerebro de Khenkin y las lágrimas de Casey Nice.

Después bajamos hasta Grosvenor Place, dejamos atrás nuestra embajada y nos encaminamos al hotel.

—Yo diría que esta noche Bennett nos va a ofrecer un coche del gobierno —le dije—. En cuyo caso lo aceptaremos, pero lo abandonaremos en cuanto podamos.

—¿Por qué?

—No quiero que nos rastreen.

—¿Cree que lo harán?

—Por supuesto. Tienen que cubrirse las espaldas. Y que escribir un informe para mañana. «El 20,2% del tiempo me lo pasé tocándome las narices».

—¿Para qué necesita dos cuchillos de linóleo?

—No, no necesito dos. Yo solo necesito uno, el otro lo necesita usted.

—¿Para qué?

—Como ya le he dicho antes, tenemos que pensar por nosotros mismos y puede que tengamos que ignorar ciertas órdenes.

No dijo nada.

—Tenemos lo mejor de ambos mundos —proseguí—. Estamos haciendo el trabajo, pero lo estamos haciendo a nuestra manera.

—Vale —dijo.

—Razón por la que, esta noche, vamos a dejar los móviles en casa.

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