Perfecta

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Capítulo 24

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Capítulo 24

Cuando terminó de comer, Zack se arrellanó en el sofá y se cruzó de piernas, observando las llamas que bailoteaban en la chimenea, mientras permitía que su cautiva terminara la comida sin más interrupciones. Trató de concentrarse en la siguiente etapa de su viaje, pero en su actual estado de relajación se sentía más inclinado a pensar en la sorprendente —y perversa— treta del destino gracias a la que Julie Mathison estaba allí, sentada frente a él.

Durante las largas semanas que dedicó a planear cada detalle de su huida... durante las noches interminables en que permaneció despierto en su celda pensando en la primera noche que pasaría en esa casa, nunca supuso que no estaría solo. Por mil motivos, habría sido mejor que lo estuviera, pero ahora que ella se encontraba allí, no podía encerrarla bajo llave en su cuarto, proporcionarle comida y simular que no existía. Sin embargo, después de la última hora pasada en su compañía, se sentía tentado de hacer exactamente eso, porque ella lo estaba obligando a reconocer todas las cosas que había perdido en su vida, y a reflexionar sobre ellas... esas cosas que le seguirían faltando durante el resto de su existencia. En el término de una semana, volvería a estar huyendo, y en el lugar adonde se dirigía no habría lujosas casas de montaña con fuegos acogedores, no existirían conversaciones sobre pequeños con problemas físicos, ni decorosas maestras de tercer grado con ojos parecidos a los de un ángel y una sonrisa capaz de derretir las piedras. No recordaba haber visto jamás a una mujer cuyo rostro se iluminara como se iluminó el de Julie cuando le habló de esos chicos. Conocía mujeres ambiciosas cuyo rostro se iluminaba ante la posibilidad de obtener un papel en una película o de que les regalaran una alhaja; había visto a las mejores actrices del mundo —en el escenario y fuera de él, en la cama y fuera de ella— en interpretaciones convincentes de apasionada ternura y de amor, pero hasta esa noche, nunca, pero nunca, había sido testigo de esos sentimientos convertidos en realidad.

Cuando tenía dieciocho años, sentado en la cabina de un semirremolque, rumbo a Los Ángeles, y casi ahogado por las lágrimas que se negaba a derramar, se juró que jamás, jamás miraría hacia atrás, que nunca se preguntaría lo que podía haber sido su vida «si las cosas hubieran sido distintas». Y sin embargo en ese momento, a los treinta y cinco años, cuando estaba endurecido por todo lo que había visto y hecho, al mirar a Julie Mathison sucumbía a la tentación de la duda. Mientras se llevaba la copa de coñac a los labios y observaba a lluvia de chispas que se desprendían de un leño, se preguntó qué habría sucedido si hubiera conocido a alguien como ella cuando era joven. ¿Habría sido ella capaz de salvarlo de sí mismo, de enseñarle a perdonar, de suavizar su corazón, de llenar los espacios vacíos de su vida? ¿Habría sido capaz de proporcionarle metas más importantes y constructivas que la adquisición de riquezas, poder y reconocimiento que habían dado forma a su vida? Con alguien como Julie en su cama, ¿habría experimentado algo mejor, más profundo, más duradero que el efímero placer de un orgasmo?

Tardíamente lo golpeó comprender lo improbables que eran sus pensamientos, y se maravilló ante su propia tontería. ¿Dónde diablos hubiera podido conocer a alguien parecida a Julie Mathison? Hasta los dieciocho años vivió siempre rodeado de sirvientes y familiares, cuya sola presencia era un permanente recordatorio de su superioridad social. En ese tiempo, la hija de un ministro de pueblo, como Julie Mathison, jamás habría entrado en su esfera social.

No, no la habría conocido en esa época, y tampoco en Hollywood hubiera podido conocer a alguien como ella. ¿Pero si por alguna treta del destino hubiera conocido allí a Julie?, se preguntó Zack, con el entrecejo fruncido de concentración. Si de alguna manera ella hubiera sobrevivido intacta en ese mar de depravaciones sociales, de autoindulgencia sin límites y de rugiente ambición que era Hollywood, ¿él habría notado realmente su presencia, o ella habría sido completamente eclipsada a sus ojos por mujeres más mundanas y fascinantes? Si Julie se hubiera presentado en su oficina de Beverly Drive a pedirle que le hiciera una prueba cinematográfica, ¿habría notado él esa hermosa cara de huesos excelentes, esos ojos increíbles, esa figura perfecta? ¿O lo habría pasado todo por alto porque no era espectacularmente hermosa? Y si ella hubiera pasado una hora en su oficina, conversando con él como lo hizo esa noche, ¿habría apreciado su ingenio, su inteligencia, su no simulado candor? ¿O habría tratado de librarse de ella porque no hablaba sobre “el negocio” ni daba ninguna indicación de querer acostarse con él, que habrían sido sus dos intereses principales?

Zack hizo girar la copa entre las manos mientras contemplaba las respuestas de esas preguntas teóricas, tratando de ser honesto consigo mismo. Después de algunos instantes, decidió que hubiera notado las facciones delicadas de Julie Mathison, su piel resplandeciente, sus ojos impactantes. Después de todo, era un experto en belleza femenina, convencional o no, así que no habría podido pasarla por alto. Y sí, hubiera apreciado su candor tan directo, y se hubiera emocionado ante su compasión y su suavidad, ante su dulzura, lo mismo que lo habían emocionado esa noche. Sin embargo no le habría hecho una prueba cinematográfica.

Tampoco le habría recomendado que se pusiera en manos de un buen fotógrafo que pudiera captar esa frescura juvenil tan estadounidense, para convertirla en una modelo de tapa de un millón de dólares, a pesar de que Julie había pasado hacía tiempo la edad en que se inician las modelos.

En lugar de eso, Zack creía con toda honestidad que la hubiera sacado con rapidez de su oficina, aconsejándole que volviera a su casa, se casara con su casi—novio, que tuviera hijos y una vida con sentido. Porque aun en sus momentos de mayor insensibilidad, jamás hubiera querido que una persona tan excelente y pura como Julie Mathison fuese manoseada, utilizada y corrompida por Hollywood o por él mismo.

Pero si a pesar de sus consejos, Julie hubiese insistido en permanecer de todos modos en Hollywood, ¿se habría acostado con ella después, si ella estaba de acuerdo y cuando lo estuviera?

No.

¿Habría querido hacerlo?

¡No!

¿Habría querido mantenerla cerca, tal vez viéndola a la hora del almuerzo, por las tardes o invitándola a fiestas?

¡No, por Dios!

¿Por qué no?

Zack ya sabía exactamente por qué no, pero de todos modos la miró, como para confirmar lo que sentía. Julie estaba sentada en el sofá, la luz de las llamas iluminaban su pelo brillante, y ella miraba el hermoso cuadro que colgaba sobre la chimenea... su perfil era tan sereno e inocente como el de una niña del coro durante la misa de Nochebuena. Y era por eso que no hubiera querido tenerla cerca antes de ir a la cárcel, y por lo que tampoco quería tenerla cerca en ese momento.

Aunque cronológicamente él sólo le llevara nueve años, era siglos mayor que Julie en experiencia, y gran parte de esa experiencia no era de la clase que ella hubiese admirado ni aprobado... y eso antes de que lo condenaran a la cárcel. En comparación con el juvenil idealismo de Julie, Zack se sentía terriblemente viejo y gastado.

El hecho de que en ese momento la encontrara atractiva y deseable a pesar de estar envuelta en ese grueso suéter informe, y el hecho de tener una erección en ese mismo instante, lo hicieron sentir un viejo sucio, desagradable y lujurioso.

Por otra parte, esa noche Julie también logró hacerlo reír, y eso era algo que Zack apreciaba.

De repente se le ocurrió que Julie no le había hecho una sola pregunta acerca de su antigua vida en el mundo del cine. No recordaba haber conocido una sola mujer —o para el caso un solo hombre— que no lo hubiera proclamado su actor de cine favorito para acosarlo luego con preguntas acerca de su vida personal y los otros actores a quienes admiraban. Hasta los reos más duros y sedientos de sangre de la prisión se habían mostrado impresionados por su pasado y ansiosos por decirle cuáles de sus películas les habían gustado más. Por lo general, esa actitud inquisitiva le disgustaba y hasta le provocaba enojo. Pero en ese momento le fastidió que Julie Mathison actuara como si no hubiera oído hablar de él. Tal vez en ese oscuro pueblito donde vive ni siquiera tengan un cine, decidió. Tal vez en su vida entera, tan protegida, nunca hubiera visto una película.

Tal vez... ¡Dios! ¡Tal vez... sólo viera películas aptas para menores de 15 años! En cambio, las que él filmaba eran absolutamente reservadas para personas mayores, de criterio formado, porque su contenido era profano, violento, lleno de sexo o las tres cosas juntas. Para su enojo, de repente Zack se sintió avergonzado de ello, que era otra buena razón por la que jamás habría elegido salir con una mujer como Julie.

Estaba tan enfrascado en sus pensamientos, que se sobresaltó cuando ella habló con una sonrisa vacilante.

—No pareces estar disfrutando mucho de la noche.

—Estaba pensando en la posibilidad de ver el noticiario —contestó él con tono vago.

Julie, que había tenido inquieta conciencia del silencio ceñudo de Zack, aceptó con alegría la oportunidad que se le presentaba de ocuparse en algo que no fuera pensar si sería realmente inocente de haber cometido un asesinato... y si la volvería a besar antes de que la velada llegara a su fin.

—Me parece una buena idea —contestó, poniéndose de pie y tomando su plato—. ¿Por qué no te encargas de buscar un canal donde transmitan noticias, mientras yo lavo los platos?

—¿Para qué después me acuses de no haber cumplido nuestro trato? ¡De ninguna manera! ¡Los platos los lavo yo!

Julie lo miró levantar la mesa y llevar todo a la cocina.

Durante la última hora, habían vuelto a angustiarla toda clase de dudas acerca de su inocencia. Recordó la manera furiosa en que se refirió al jurado que lo condenó. Recordó la tremenda desesperación que había en su voz cuando, estando tirados en la nieve, le suplicó que lo besara para acallar las sospechas del camionero. «¡Por favor! ¡Te juro que no traté de matar a nadie!»

En ese momento, Zack sembró en su mente una traicionera semilla de duda con respecto a su culpabilidad; y diecisiete horas después, esa semilla echaba raíces en su interior, alimentada por el horror que le producía la posibilidad de que un inocente hubiera pasado cinco largos años en la cárcel. Otros elementos que tampoco lograba controlar se combinaban para hacerla sentir por él cosas como el recuerdo de ese beso tan hambriento, el estremecimiento que lo recorrió cuando se dio cuenta de que ella se le había rendido por fin, lo contenido que se mostró cuando ella se le rindió. En realidad durante la mayor parte del tiempo que estuvieron juntos, la trató con respeto, casi con cortesía.

Por duodécima vez en la última media hora, se dijo que un verdadero asesino sin duda no se molestaría en besar a una mujer con suavidad, y que tampoco la trataría con la bondad y el humor con que Zack la trataba a ella. Su mente le advertía que era una verdadera tontería creer que un jurado pudiera haberse equivocado; pero esa noche, cada vez que miraba a Zack, su instinto le decía a los gritos que era inocente. Y de ser así, le resultaba intolerable pensar en lo que debía de haber sufrido.

Zack regresó al living, prendió el televisor y se sentó frente a ella, estirando sus largas piernas.

—Después de las noticias, miraremos lo que tú quieras —dijo, con la atención ya puesta en la pantalla tamaño gigante.

—Bueno —contestó Julie, estudiándolo subrepticiamente.

Había una fuerza indomable cincelada en sus apuestas facciones, determinación en su mentón, arrogancia en la mandíbula, inteligencia y fuerza en cada uno de sus rasgos. Mucho tiempo antes, Julie había leído docenas de artículos acerca de Zack, artículos escritos por periodistas del mundo del cine y por críticos famosos. Muchas veces trataban de definirlo comparándolo con otros grandes actores que lo precedieron. Julie recordaba a uno de esos críticos que lo convirtió en un conglomerado humano al decir que Zachary Benedict poseía el magnetismo animal de un Sean Connery juvenil, el talento de un Newman, el carisma de Costner, el machismo de un joven Eastwood, la suave sofisticación de Warren Beatty, la versatilidad de Michael Douglas y el atractivo de Harrison Ford.

Y en ese momento, después de casi dos días de estar constantemente con él, Julie decidió que ninguno de esos artículos lo describía bien, y que la cámara tampoco le hacía justicia, y comprendió vagamente por qué: en la vida real, Zack poseía una fuerza interior y un carisma poderosos que no tenían ninguna relación con su alta estatura, ni con sus hombros anchos, ni con su famosa sonrisa burlona. Había algo más... la sensación que Julie tenía cada vez que lo miraba, de que, aparte de sus años de prisión, Zachary Benedict ya había hecho y visto todo lo que un hombre podía ver y hacer, y que todas esas experiencias estaban permanentemente encerradas tras un muro impenetrable de amable urbanidad, de perezoso encanto, y de un par de penetrantes ojos dorados. Más allá del alcance de ninguna mujer.

Y Julie comprendió que allí residía su verdadero atractivo: en el desafío que encerraba. A pesar de todo lo que le había hecho durante los últimos dos días, Zachary Benedict lograba que ella —y posiblemente todas las demás mujeres que lo conocían o que lo habían visto en cine— quisiera pasar esa barrera. Para descubrir lo que había debajo, para suavizarlo, para encontrar al chico que debía de haber sido, para lograr que el hombre en quien se había convertido riera a carcajadas o se pusiera tierno de puro amor.

De repente Julie se contuvo y se hizo una severa advertencia. ¡Nada de eso importaba! Lo único importante era saber si era culpable o inocente del asesinato de su mujer. Le dirigió otra mirada de soslayo y sintió que se derretía.

Era inocente. Lo sabía. Lo sentía. Y de solo pensar que tanta belleza e inteligencia hubieran permanecido encarceladas durante cinco largos años, se le formó un nudo en la garganta. Imaginó una celda, el ruido de las puertas de rejas cuando se cerraban, los gritos de los guardias, los hombres trabajando en lavanderías y sus recreos en el patio de la prisión, privados de toda libertad e intimidad. Privados de su dignidad.

La voz del locutor la volvió a la realidad:

«Les daremos noticias estatales y locales, así como de la tormenta de nieve que se dirige hacia aquí, después de hacer una conexión con la red nacional por la que Tom Brokaw nos proporcione noticias de especial importancia».

Julie se puso de pie, demasiado nerviosa para quedarse sentada y sin hacer nada.

—Voy a buscar un vaso de agua —informó, ya camino de la cocina, pero la voz de Tom Brokaw la detuvo en seco.

«Buenas noches, señoras y señores. Zachary Benedict, quien en una época fue considerado uno de los más importantes actores de Hollywood y un brillante director de cine, huyó hace dos días de la Penitenciaría Estatal de Amarillo, donde cumplía una condena de cuarenta y cinco años de prisión por el asesinato maquiavélico de su esposa, la actriz Rachel Evans, en 1988».

Julie se volvió a tiempo para ver una fotografía de Zack vistiendo el uniforme de la prisión con un número que le cruzaba el pecho. Volvió a entrar en el living, como hipnotizada por la fealdad de lo que veía, oía y sentía mientras Brokaw continuaba:

«Se cree que Benedict viaja con esta mujer...»

Julie lanzó un jadeo al ver en pantalla una fotografía suya, tomada el año anterior con sus alumnos de tercer grado.

«Las autoridades de Texas informan que la mujer, Julie Mathison, de veintiséis años, fue vista por última vez hace dos días en Amarillo, cuando un hombre cuya descripción coincide con la de Benedict subió en su compañía a un Chevrolet Blazer azul. Al principio las autoridades creyeron que la señorita Mathison había sido tomada como rehén contra su voluntad...»

—¿Al principio? —explotó Julie, mirando a Zack, quien se ponía lentamente de pie—. ¿Qué quiere decir eso de al principio? —La respuesta fue inmediata y horripilante, cuando Brokaw continuó diciendo:

«La teoría de que era un rehén quedó desbaratada esta tarde, cuando Peter Golash, un conductor de camión, informó haber visto a una pareja que respondía a las descripciones de Benedict y Mathison, esta mañana al amanecer, en un terreno de descanso para camiones de Colorado...»

Enseguida llenó la pantalla el rostro alegre de Pete Golash, y lo que dijo hizo que Julie se sintiera enferma de vergüenza y furia:

«Esos dos estaban luchando con bolas de nieve como si fueran un par de chicos. ¡Estoy absolutamente seguro de que la mujer era Julie Mathison! De todos modos, ella tropezó y se cayó y Benedict se le tiró encima y enseguida empezaron a hacerse arrumacos y a besarse. Si ella era un rehén, les aseguro que no actuaba como tal».

—¡Oh, Dios! —exclamó Julie, envolviéndose el cuerpo con los brazos y tragando la bilis que le subía a la garganta.

En pocos instantes, la desagradable realidad había invadido la atmósfera falsamente acogedora de la casa de la montaña, y ella se volvió hacia el hombre que la había llevado hasta allí, viéndolo como lo que realmente era; un convicto, como lo vio en la pantalla de televisión, con una serie de números cruzándole el pecho. Pero antes de que Julie lograra reponerse, otra escena peor y más angustiante apareció en pantalla mientras el locutor decía:

«Nuestro enviado especial, Bill Morrow, se encuentra en Keaton, Texas, donde Mathison vive y se desempeña como maestra de tercer grado en la escuela primaria. Bill pudo obtener una breve entrevista con los padres de la joven, el reverendo James Mathison y su señora...»

Julie lanzó un grito de incredulidad al ver el rostro solemne y lleno de dignidad de su padre, quien, con su voz enfática y confiada, trataba de convencer al mundo de la inocencia de su hija.

«Si Julie está con Benedict, es contra su voluntad. Ese camionero que dice lo contrario se equivoca con respecto a lo que vio o a lo que creyó que sucedía —aseguró dirigiendo una severa mirada de desaprobación a los periodistas, que comenzaron a hacerle preguntas a los gritos—. No tengo nada más que declarar».

Presa de oleadas de vergüenza, Julie apartó la vista del televisor para mirar a través de sus lágrimas a Zachary Benedict, quien se le acercó apresuradamente.

—¡Cretino! —exclamó retrocediendo.

—¡Julie! —exclamó Zack, tomándola por los hombros, en un vano intento de consolarla.

—¡No me toques! —gritó ella, tratando de apartarle las manos, retorciéndose para alejarse, mientras un torrente de sollozos escapaba de su boca—. ¡Mi padre es un pastor! —sollozó—. Es un hombre respetado, ¡y tú has convertido a su hija en una prostituta pública! ¡Soy maestra! —gritó, presa de un ataque de histeria—. ¡Enseño a niños pequeños! ¿Crees que me permitirán seguir enseñando, ahora que soy un escándalo nacional que se anda revolcando en la nieve con asesinos prófugos?

Comprender que era posible que Julie tuviera razón fue una bofetada para Zack, quien le aferró los brazos con más fuerza.

—Julie...

—He dedicado los últimos quince años de mi vida a tratar de ser perfecta —sollozó ella, luchando por liberarse de él—. Me recibí de maestra para que pudieran estar orgullosos de mí. Voy... voy a la iglesia y enseño en la escuela dominical. Después de esto no me dejarán volver a enseñar en ninguna parte...

De repente Zack no pudo seguir soportando el peso del dolor de Julie, ni la conciencia de su propia culpabilidad.

—¡No llores más, por favor! —susurró, tomándola en sus brazos. Le tomó la cabeza entre sus manos y la apretó contra su pecho—. Lo comprendo, y lo lamento. Cuando todo esto haya terminado, los obligaré a ver la verdad.

—¿Dices que entiendes? —repitió ella con amargo desprecio, mirándolo con el rostro acusador surcado de lágrimas—. ¿Cómo va a comprender alguien como tú lo que siento?

Alguien como él. Un monstruo como él.

—¡Ah, vaya si comprendo! —ladró él, alejándola de sí y sacudiéndola hasta que la obligó a mirarlo—. ¡Comprendo exactamente lo que se siente cuando a uno lo desprecian por algo que no hizo!

Julie contuvo sus protestas por la rudeza con que la trataba, al registrar la furia de su rostro y el dolor que había en sus ojos. Zack le clavaba los dedos en los brazos y su voz vibraba de emoción.

—¡Yo no maté a nadie! ¿Me oyes? ¡Miénteme y di que me crees! ¡Sólo te pido que lo digas! ¡Quiero oír que alguien lo diga!

Después de experimentar en pequeña medida lo que él debía de sentir si era realmente inocente, Julie se encogió interiormente al pensar en lo que ese hombre podía estar sintiendo. Si era inocente... Tragó con fuerza y estudió con los ojos empañados el rostro apuesto de Zack. Entonces expresó en voz alta sus pensamientos.

—¡Te creo! —susurró mientras nuevas lágrimas empezaban a correr por sus mejillas—. ¡Te aseguro que te creo!

Zack percibió la sinceridad en su voz llorosa; vio nacer una verdadera compasión en sus ojos azules y, en lo profundo de su ser, empezó a resquebrajarse y derretirse el muro de hielo con que había rodeado su corazón durante años. Alzó una mano, la apoyó contra la mejilla suave de Julie y trató de enjugar con el pulgar sus lágrimas calientes.

—¡No llores por mí! —murmuró con voz ronca.

—¡Te creo! —repitió Julie, y la tierna fiereza de su voz demolió lo que quedaba de la reserva de Zack.

En su garganta se formó un nudo de emoción muy poco familiar, y durante un instante permaneció allí, inmovilizado por lo que veía, oía y sentía. Las lágrimas corrían libremente por las mejillas de Julie, empapándole la mano; sus ojos lo miraban como flores azules, y se mordía el labio inferior, tratando de impedir que le temblara.

—¡No llores, por favor! —susurró Zack, mientras bajaba su boca hasta la de ella, para impedir que le temblaran los labios—. ¡Por favor, por favor, no...!

Al primer contacto de sus labios con los de él, Julie se quedó rígida, conteniendo el aliento. Zack ignoraba si lo que la paralizaba era el temor o la sorpresa. No lo sabía y en ese momento tampoco le importaba. Su único deseo era abrazarla, saborear los sentimientos dulces que crecían en su interior —la primera dulzura que experimentaba en años— y compartirlo todo con ella.

Diciéndose que no debía apurarse, que era necesario que se contentara con lo que ella estuviera dispuesta a permitir, deslizó los labios alrededor del contorno de los de ella, paladeando el gusto salado de sus lágrimas. Se dijo que no debía apurarla, que no debía forzarla, pero mientras se lo advertía, empezó a hacer ambas cosas.

—¡Bésame! —pidió, y la ternura indefensa que percibió en su propia voz le resultó tan extraña como los otros sentimientos que lo recorrían—.

¡Bésame! —repitió, pasando la punta de la lengua por sus labios—. ¡Abre la boca!

Y cuando ella obedeció y se apoyó contra él, apretando sus labios entreabiertos contra los suyos, Zack casi lanzó un quejido de placer. El deseo, primitivo y potente, le recorrió las venas, y de repente empezó a actuar por puro instinto. La apretó con más fuerza, apoyó las caderas contra las de ella, mientras con los labios la obligaba a abrir más los suyos e introducía la lengua en la boca de Julie. La hizo retroceder hasta que quedó de espaldas contra la pared y la besó con toda la fuerza persuasiva de que disponía. Cubrió su boca con la suya, la provocó con la lengua, le metió las manos bajo el suéter y le recorrió con ellas la columna vertebral. La piel desnuda y suave de Julie era como satén líquido bajo sus manos, mientras le acariciaba la angosta cintura y la espalda. Hasta que por fin se permitió buscar sus pechos. Cuando se los tocó, ella se apretó contra él y lanzó un quejido, y ese sonido dulce casi perdió a Zack; empezó a palpitarle todo el cuerpo mientras con los dedos exploraba cada centímetro de pechos y pezones, los labios pegados a los de ella, la lengua explorando, hambrienta.

Para Julie, lo que él le estaba haciendo era como estar aprisionada dentro de un capullo de una sensualidad peligrosa y aterrorizante, donde ella no tenía ninguna posibilidad de control sobre nada. Ni sobre sí misma. Bajo la exploración de los dedos largos de Zack sus pechos empezaban a arder; contra su voluntad, su cuerpo inflamado se amoldaba a los endurecidos contornos del de él; y sus labios entreabiertos daban la bienvenida a la constante invasión de su lengua.

Zack la sintió enterrar los dedos en el pelo suave de su nuca.

—¡Dios que dulce eres! —susurró mientras le tomaba los pezones entre sus dedos, para obligarlos a endurecerse y darle placer—. ¡Pequeña —murmuró con voz ronca—, eres tan endiabladamente hermosa...!

Tal vez fuera el término cariñoso que utilizó —uno que estaba segura de haberle oído usar en una película— o quizá fue su uso ridículo de la palabra hermosa lo que rompió el hechizo sensual que la había atrapado, pero Julie tomó conciencia de que lo había visto interpretar esa misma escena docenas de veces, con docenas de actrices verdaderamente hermosas. Sólo que en ese momento, era su piel la que exploraba con tanta práctica y seguridad.

—¡Basta! —advirtió con tono agudo.

Se liberó de los brazos de Zack, lo alejó de un empujón y se bajó el suéter. Durante un instante, él permaneció inmóvil, respirando hondo, con los brazos caídos a los costados, completamente desorientado. Julie estaba sonrojada por el deseo, un deseo que todavía resplandecía en sus ojos gloriosos, pero daba la sensación de que quisiera correr hacia la puerta. Con suavidad, como si se dirigiera a un potrillo espantadizo, Zack preguntó:

—¿Qué sucede, pequeña...?

—¡No sigas con eso! —explotó ella—. Yo no soy tu “pequeña”; ésa fue otra mujer que interpretaba contigo otra escena parecida a ésta. No quiero oírte llamarme así. Tampoco quiero que me digas que soy hermosa.

Zack sacudió la cabeza. Aunque tarde, se dio cuenta de que Julie respiraba entrecortadamente y lo observaba como si esperara que le saltara encima, le arrancara la ropa y la violara. Así que le habló con mucho cuidado y en voz muy baja.

—¿Me tienes miedo, Julie?

—¡Por supuesto que no! —contestó ella con tono cortante, pero en cuanto lo dijo supo que era mentira.

Cuando el beso comenzó, advirtió instintivamente que, de alguna manera, para Zack, besarla representaba una forma de limpiarse, y quiso brindársela. Pero ahora que su corazón se aferraba a ese beso y le exigía que le diera más, mucho más, estaba aterrorizada. Porque eso era lo que ella quería hacer. Quería sentir las manos de Zack sobre su piel desnuda, y su cuerpo introduciéndose en el de ella. Durante los instantes en que permaneció en silencio, él sin duda había reemplazado la pasión con el enojo, porque cuando le habló, su voz ya no era suave ni bondadosa, sino fría, cortante y dura.

—Si no me tienes miedo, ¿qué te está molestando? ¿O será que le puedes dar un poco de comprensión a un convicto, pero no lo quieres tener demasiado cerca? ¿Es eso?

Julie tuvo ganas de golpear el piso con el pie ante la falta de lógica de Zack y su propia estupidez al haber permitido que las cosas llegaran tan lejos.

—No se trata de que te tenga asco, si a eso te refieres.

Él adoptó una actitud de aburrimiento.

—¿Y entonces qué es, si puedo preguntar?

—¡No debería hacerte falta preguntar! —contestó ella, apartándose el pelo de la frente mientras miraba desesperada a su alrededor, buscando algo que hacer, una manera de restaurar el orden en un mundo que, de repente, se encontraba alarmantemente fuera de su control— No soy un animal —empezó a decir. De repente su mirada se posó en un cuadro que estaba apenas torcido, y se apresuró a enderezarlo.

—¿Y crees que yo lo soy? ¿Un animal? ¿Es eso?

Atrapada por sus preguntas y su cercanía, Julie miró sobre el hombro y vio un almohadón en el piso.

—Creo —dijo mientras se encaminaba hacia el almohadón—, que eres un hombre que durante cinco años ha estado encerrado y lejos de las mujeres.

—Eso es cierto. Lo soy. ¿Y qué?

Julie colocó el almohadón en ángulo recto contra el sofá y se empezó a sentir más controlada, ahora que había puesto cierta distancia entre ambos.

—De manera que —explicó, y hasta logró dirigirle una sonrisita por encima del sofá— comprendo que para ti cualquier mujer debe ser... —Zack frunció el entrecejo y ella empezó a enderezar apresuradamente el resto de los almohadones, pero perseveró en sus explicaciones—. Para ti, después de estar tanto tiempo en la cárcel, cualquier mujer debe ser como un... un banquete para un hombre famélico. Cualquier mujer —enfatizó—: Es decir, no me importó dejar que me besaras si eso te hacía sentir, bueno... mejor.

Zack se sentía humillado y lo enfurecía descubrir que Julie lo consideraba un animal a quien tiraba migajas de sentimientos humanos, un mendigo hambriento de sexo a quien, a regañadientes, estaba dispuesta a conceder un beso.

—¡Cuánta nobleza, señorita Mathison! —se burló, ignorando la palidez de Julie cuando siguió diciendo con deliberada crueldad— Has sacrificado dos veces tu preciosa persona por mí. Pero, contrariamente a lo que piensas, hasta un animal como yo es capaz de contenerse y de discriminar. En síntesis, Julie, tal vez consideres que eres un “banquete”, pero para este hombre, por famélico de sexo que esté, eres completamente resistible.

En su actual estado de agitación, para Julie esa furia volátil, pero tangible, era aterrorizante e incomprensible. Retrocedió, envolviéndose el cuerpo con los brazos, como para tratar de defenderse de las heridas que Zack infligía en sus emociones en carne viva.

Zack leyó cada una de sus reacciones en esos ojos expresivos, y satisfecho de haberle hecho el mayor daño posible, giró sobre sus talones y se encaminó al gabinete que había junto al televisor, donde empezó a revisar los nombres de las películas grabadas que contenía.

Julie supo que acababa de ser descartada como un pañuelo de papel usado y sumariamente despedida, pero su orgullo se rebeló ante la posibilidad de arrastrarse a su cuarto como un conejo herido. Se rehusaba a derramar una sola lágrima y a demostrar emoción. Se encaminó a la mesa y empezó a enderezar las revistas que la cubrían. La gélida orden de Zack la obligó a erguirse, asombrada.

—¡Vete a la cama! Y de todos modos, ¿qué eres? ¿Una especie de ama de casa compulsiva?

Las revistas se le cayeron al piso y lo miró echando chispas por los ojos, pero obedeció. Por el rabillo del ojo, Zack la observó retirarse, notando la barbilla orgullosamente alzada y la gracia de su paso. Pero, con la habilidad que había perfeccionado desde los dieciocho años, se volvió y descartó por completo a Julie Mathison de sus pensamientos. En cambio se concentró en el informe periodístico de Tom Brokaw que Julie había interrumpido con su explosión de enojo.

Zack hubiera jurado que mientras trataba de consolarla, Brokaw había dicho algo sobre Dominic Sandini. Se instaló en el sofá y frunció el entrecejo. ¡Ojalá hubiera podido oír exactamente lo que era! Pero dos horas después habría otro noticiario, o por lo menos la recapitulación de las noticias del día. Zack apoyó los pies sobre la mesa baja, recostó la espalda contra el respaldo del sofá y se decidió a esperar. Recordó el rostro de Sandini con su sonrisa pícara y sonrió. En todos esos años, había sólo dos hombres a quienes había llegado a considerar verdaderos amigos. Uno era Matt Farrell, y el otro, Dominic Sandini. La sonrisa de Zack creció al considerar lo distintos que eran. Matt Farrell era un magnate de fama mundial; la amistad entre él y Zack se basaba en intereses comunes y en un profundo respeto mutuo.

Dominic Sandini era un ladronzuelo que no tenía nada en común con Zack, y Zack no había hecho nada para ganar su respeto y su lealtad. Y sin embargo, Sandini se las brindó, libremente y sin reservas. Rompió el muro del aislamiento de Zack con bromas tontas y con cuentos graciosos sobre su familia numerosa y poco convencional. Después, y sin que Zack se diera cuenta, con toda intención Sandini lo incluyó en su familia.

Tal como esperaba, justo antes de medianoche, volvieron a pasar el reportaje de Brokaw, junto con un breve video que Zack había visto más temprano. El video mostraba a Dom, con las manos detrás de la cabeza, esposado, en el momento en que lo metían a los empujones en el asiento trasero de un coche patrulla de Amarillo, una hora después de la huida de Zack. Pero lo que lo hizo fruncir el entrecejo fueron las palabras del periodista.

«Dominic Sandini, de treinta años, el segundo convicto que intentó huir, fue vuelto a capturar después de un breve encontronazo con la policía. Ha sido transferido a la Penitenciaría Estatal de Amarillo, para ser interrogado. Allí compartió una celda con Benedict, quien sigue prófugo. El director de la Penitenciaría, Wayne Hadley, describió a Sandini como un hombre extremadamente peligroso».

Zack se inclinó para mirar con atención la pantalla del televisor. Le resultó un alivio comprobar que Dom no parecía haber sido maltratado por la policía de Amarillo. Y sin embargo, lo que se decía acerca de él no tenía sentido. El periodismo y Hadley deberían estar tratando a Dom como un héroe, un convicto reformado que dio la alarma ante la huida de un compañero. El día anterior, cuando los noticiarios se referían a Dom como «el segundo convicto que intentó huir», Zack supuso que se trataba de un error, que todavía no habían tenido oportunidad de entrevistar a Hadley para una idea exacta de los hechos. Pero ya habían esperado tiempo más que suficiente y sin duda entrevistaron al director de la cárcel. Sin embargo, Hadley describía a Sandini como peligroso. ¿Por qué diablos hará eso, se preguntó Zack, si debería estar recibiendo las loas de la sociedad ante la comprobación de que uno de los convictos en quienes depositó su confianza demostró ser digno de ella?

La respuesta era impensable, increíble: Hadley no creyó la historia de Dominic. No, eso era imposible, pensó Zack, porque él se había asegurado que la coartada de Dom fuera segura.

Lo cual sólo dejaba otra posibilidad: que Hadley hubiera creído la historia de Dom pero estuviera demasiado enfurecido por la huida de Zack para dejar que Dominic quedara sin castigo. Zack no había contado con eso; supuso que el ego gigantesco de Hadley lo llevaría a alabar a Dom, sobre todo considerando la atención que el caso había despertado en la prensa. Nunca imaginó que la maldad de Hadley podría más que su ego o su sentido común, pero si así era, los métodos que Hadley llegara a poner en práctica para vengarse en Dom Serían aterrorizantes y brutales. En la prisión corrían las historias más espantosas de castigos físicos, algunos de ellos fatales, que habían tenido lugar en la infame sala de conferencias de Hadley, con la ayuda de varios de sus guardias preferidos. La excusa por los cuerpos heridos y llenos de magulladuras que después llegaban a la enfermería o a la morgue de la cárcel, era siempre «daños sufridos por el convicto cuando se lo sometía, durante un intento de huida». La alarma de Zack se trocó en pánico cuando antes de terminar el noticiario, el locutor informó:

«Tenemos una noticia de último momento, referente a la huida de Benedict—Sandini de la cárcel estatal. Según la declaración dada a publicidad hace una hora por el director de la cárcel de Amarillo, Dominic Sandini hizo un segundo intento de huida mientras era interrogado acerca de su responsabilidad en la fuga de Benedict. Tres guardias sufrieron lesiones antes de que Sandini pudiera ser vuelto a capturar y sometido. El convicto ha sido conducido a la enfermería de la cárcel, donde se informa que su estado es crítico. Todavía no hemos podido obtener detalles acerca de la naturaleza y gravedad de sus lesiones».

Zack quedó petrificado de espanto y furia, se le revolvió el estómago y echó la cabeza hacia atrás para no vomitar. Quedó con la mirada clavada en el alto cielo raso, tragando convulsivamente, mientras recordaba la cara sonriente y las bromas tontas de Dominic.

El locutor continuó hablando, pero él ni lo escuchó.

«Se han confirmado rumores de un levantamiento de los presos de la Penitenciaría Estatal de Amarillo, y se informa que Ann Richards, gobernadora de Texas, está considerando la posibilidad de que, de ser necesario, intervenga la Guardia Nacional. Por lo visto, aprovechando la atención que los medios han puesto en la huida de Benedict—Sandini, los prisioneros de la cárcel de Amarillo protestan por lo que denominan innecesaria crueldad por parte de ciertos funcionarios y empleados, por las malas condiciones de vida y la pésima comida de la prisión».

Mucho después de que la estación de televisión dejó de transmitir, Zack permanecía donde estaba, tan atormentado y desesperado que no lograba reunir las fuerzas necesarias para levantarse del sofá. La decisión de escapar y sobrevivir que lo mantuvo cuerdo durante los últimos cinco años poco a poco se iba esfumando. Tenía la sensación de que, desde siempre, la muerte había estado a su lado o acosándolo desde atrás, y de repente se sintió cansado de huir de ella. Primero murieron sus padres, después su hermano, luego su abuelo y por último su mujer. Si Sandini llegaba a morir, el único culpable sería él. Zack tuvo la sensación de que sobre él pesaba una especie de maldición macabra que condenaba a todos sus seres queridos a una muerte prematura. Pero pese a su desesperación, se dio cuenta que esos pensamientos eran peligrosos, desequilibrados, insanos. Sintió que los lazos que lo ataban a la sensatez se estaban convirtiendo en algo muy, muy frágil.

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