Perfecta

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Capítulo 59

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Capítulo 59

—En nombre de la tripulación del vuelo 614, queremos agradecerles por haber volado en Aero—México —dijo la azafata—. No olviden —agregó con voz alegre— que es la compañía aérea que los llevó a destino con veinte minutos de adelanto. —Luego su voz se tornó más seria—. Por favor, permanezcan en sus asientos con el cinturón de seguridad ajustado hasta que el avión se haya detenido. Sentada entre Ted y Paul Richardson, en una de las filas de atrás del avión atestado, Julie aferró con fuerza la mano de su hermano y sintió que se le formaba un nudo en la boca del estómago cuando el avión se detuvo y un ómnibus salió a buscar a los pasajeros desde la terminal. Su corazón empezaba a gritarle que eso no estaba bien, su conciencia le gritaba que había hecho lo correcto y que estaba atrapada sin remedio entre dos fuegos. A su lado, Paul Richardson notó que empezaba a respirar agitadamente y le tomó la otra mano en una de las suyas.

—Tómalo con calma, querida —dijo en voz baja y tranquilizadora—. Ya casi ha terminado todo. Todas las salidas del aeropuerto están vigiladas.

Julie apartó la mirada de los pasajeros que comenzaban a ponerse de pie y a reunir sus cosas.

—¡No lo puedo hacer! ¡No puedo! ¡Me voy a descomponer!

Paul le apretó la mano con más fuerza.

—Te falta el aire. Respira hondo.

Julie se obligó a obedecer.

—¡No permitas que nadie lo lastime! —susurró con fiereza—. Me prometiste que no permitirías que nadie lo lastimara.

Paul se puso de pie y urgió con suavidad a Julie para que lo imitara. Ella apartó el brazo que Paul trataba de tomarle.

—¡Quiero que me vuelvas a prometer que no permitirás que nadie lo lastime!

—Nadie quiere hacerle daño, Julie —contestó él, como si se dirigiera a una niñita asustada—. Por eso estás aquí. Quisiste asegurarte que nadie le haría daño y yo te dije que habría menos posibilidades de violencia si Benedict te ve y cree que quedarás atrapada en medio de un tumulto. ¿Recuerdas?

Al ver que ella asentía, empezó a avanzar, colocando una mano debajo del codo de Julie.

—Bueno, ya vamos —dijo—. De ahora en adelante, Ted y yo nos quedaremos unos pasos detrás de ti. No tengas miedo. Mi gente está diseminada por toda la terminal y fuera de ella, y tu seguridad es nuestra primera prioridad. Si Benedict empieza a disparar, arriesgarán sus vidas por protegerte.

—Zack jamás me haría daño —aseguró ella con desdén.

—No está bien de la cabeza. Es imposible saber lo que hará si llega a darse cuenta de que lo vendiste. Por eso, suceda lo que suceda, simularás estar de su lado hasta que nos hayamos apoderado de él. ¿Recuerdas que ya conversamos acerca de todo esto? —Se echó atrás cuando estaban por llegar a la puerta del avión—. ¿Lo tienes todo claro?

Julie tuvo ganas de gritar que nada estaba claro, pero se clavó las uñas en las palmas de las manos y de alguna manera logró asentir.

—Muy bien, ahora todo depende de ti —dijo Paul. La detuvo al llegar a la puerta del avión, le quitó el tapado que llevaba sobre los hombros y se lo colocó sobre el brazo—. Dentro de cinco minutos, todo habrá terminado. No pienses más que en eso... sólo faltan cinco minutos. Y recuerda: no lo busques, deja que él te encuentre a ti.

La observó caminar con lentitud delante de ellos, y cuando se les hubo adelantado algunos metros, él también avanzó, con Ted a su lado. En cuanto se alejaron de la tripulación del avión y estuvo seguro de que no escucharían sus palabras, Ted se volvió con furia hacia él.

—¡No tenías ningún derecho de someterla a todo esto! Tú mismo dijiste que el aeropuerto entero es un hervidero de agentes del FBI y de policías mexicanos. ¡No te hacía falta Julie, para poner al descubierto a Benedict!

Paul se desabrochó la chaqueta y se aflojó la corbata; era la perfecta imagen de un empresario vestido de manera informal, que llegaba a Ciudad de México con un amigo para pasar unos días en los que combinarían negocios y placer. Metió las manos en los bolsillos y le contestó a Ted con una sonrisa tensa.

—Te consta que ella misma insistió en venir para asegurarse de que nadie le haría daño a Benedict. Le pedí al piloto que ordenara que hubiera un médico en el aeropuerto. El doctor estará a mano para darle un sedante en cuanto todo esto haya pasado.

—Si fueras la mitad de lo inteligente que crees ser, tu gente ya habría apresado a Benedict, y no lo lograron, ¿no es así? Lo averiguaste cuando fuiste a la cabina de control para hablar por radio, ¿no?

La sonrisa de Paul se hizo más amplia, pero sus palabras fueron ominosas.

—Tienes razón. De alguna manera logró esquivar a mis hombres, o tal vez ni siquiera haya venido. El FBI no tiene jurisdicción en México. Hasta que consigamos tener a Benedict del otro lado de la frontera, lo único que podemos hacer es “cooperar” con la policía mexicana en este operativo, y te aseguro que ellos no son demasiado hábiles para este tipo de cosas.

Temblando desde los dedos de los pies hasta las uñas de las manos, Julie se encaminó, trastabillante, hasta la puerta donde los viajeros eran recibidos por sus familiares y amigos. Buscaba como loca con la mirada a un hombre alto y morocho que suponía debía esperarla cerca de algún grupo de gente alegre. Al no verlo, avanzó algunos pasos hacia la terminal y vaciló, paralizada por una conflictiva mezcla de alivio y de pánico.

—¡Perdón, señorita! —exclamó un mexicano que pasó a su lado con un niño de una mano y una valija en la otra.

—¡Perdón! —dijo otro hombre, después de empujarla con grosería; era muy alto y morocho y tenía la cara vuelta hacia el otro lado.

—¡Zack! —susurró Julie, aterrorizada. Se volvió con rapidez y lo vio correr hacia una verja rodeada de pasajeros que se aprestaban a abordar un avión. Tres mexicanos, que estaban apoyados contra un poste, la miraron fijo, después miraron al hombre, y luego nuevamente a ella. En ese momento Julie vio la cara del morocho alto. No era Zack.

El sistema de altoparlantes del aeropuerto resonaba con fuerza en sus oídos y la ensordecía. «Anunciamos la llegada del vuelo 620, procedente de Los Ángeles en la puerta A—64. El vuelo 1162, procedente de Phoenix llega a la puerta A—2 3. El vuelo...»

Cada vez más temblorosa, Julie levantó una mano para apartarse un mechón de pelo de la cara y empezó a caminar como ciega por la terminal. En ese momento quería que todo sucediera sin que ella tuviera que presenciarlo. Cuatro minutos más. «Si camino rápido, —pensó—, si no miro hacia derecha o izquierda, Zack surgirá desde detrás de un pilar, o en una puerta, y lo arrestarán y todo habrá terminado. Por favor. Dios, te pido que suceda rápido», rogaba en una especie de letanía que pronunciaba al mismo ritmo de sus pasos largos. En la aduana no la habían detenido. No permitas que le hagan daño. Que suceda rápido, continuaba rogando.

Siguió caminando con rapidez, se abrió paso por entre los pasajeros que salían de la atestada puerta de seguridad y, sin acortar el paso, miró la flecha que señalaba la salida de la terminal, hacia donde se dirigió. No permitas que le hagan daño... No permitas que le hagan daño... Por favor, que Zack no esté aquí... rogaba mientras caminaba. Dos minutos más. Delante de sí vio las puertas que conducían a la zona muy iluminada donde esperaban taxis y automóviles particulares, con las luces prendidas. Permite que no esté aquí. Permite que no esté aquí. Permite que no esté aquí. Permite que no esté... aquí.

No estaba allí.

Julie se detuvo en seco, ignorando que la gente la empujaba, ignorando a la multitud que la rodeaba riendo y conversando a los gritos, y que trataba de adelantársele para llegar a la salida. Se volvió con lentitud y miró más allá de Paul Richardson, que se había detenido y parecía estar conversando con Ted... más allá del grupo de mexicanos alegres que se dirigían hacia ella, más allá del anciano alto, agachado, de pelo gris que llevaba una valija, y tenía la cabeza inclinada... más allá de la madre con... ¡El anciano! Julie volvió a mirarlo en el preciso instante en que él levantaba la vista y fijaba en ella... sus cálidos y sonrientes ojos dorados.

Lanzando una silenciosa advertencia, Julie dio un paso adelante, dos, y empezó a correr, a abrirse paso entre la multitud, tratando de colocarse entre él y el peligro, en el momento en que una voz de hombre gritaba:

—¡No se mueva, Benedict!

Zack quedó como petrificado. Los hombres lo aferraron y lo arrojaron contra la pared, pero él mantuvo la mirada clavada en Julie, como para advertirle que no se acercara. Entonces se desató un pandemónium. Los pasajeros gritaban, tratando de apartarse del camino de los Federales Mexicanos que corrían hacia adelante, esgrimiendo sus armas. Y en medio de la batahola, Julie se oyó gritar como enloquecida.

—¡No le hagan daño! ¡No le hagan daño! —Paul Richardson la tomó de un brazo y la obligó a retroceder.

—¡Lo están lastimando! —aulló Julie, haciendo esfuerzos desesperados por ver lo que sucedía más allá de las espaldas de los hombres que se interponían entre ella y Zack—. ¡Lo están lastimando!

—¡Ya pasó todo! —le gritó Paul al oído, mientras trataba de contenerla y calmarla—. ¡Está bien! ¡Ya pasó todo!

Julie por fin registró las palabras y quedó como petrificada. Incapaz de liberarse ni de apartar la mirada, observó, paralizada de angustia, que Zack estaba rodeado, que lo palpaban de armas bajo la supervisión de un hombre bajo, impecablemente vestido, y de pelo escaso, que parecía haberse hecho cargo del operativo. Sonreía al ver que Zack era zamarreado por los Federales Mexicanos, y Julie lo escuchó decir:

—Ahora iremos a casa, Benedict. Y estaremos juntos durante mucho, mucho tiempo... —Se interrumpió cuando uno de los Federales sacó algo del bolsillo de Zack y se lo tendió—. ¿Qué es eso? —preguntó.

El Federal dejó caer el objeto en la palma de la mano del individuo de baja estatura y Julie se puso tensa al ver la maldad con que él miraba alternadamente lo que tenía en la mano y el rostro de Zack.

—¡Qué tierno! —se burló. De repente se volvió y se acercó a Julie—. Soy Hadley, el director de la Penitenciaría de Amarillo —se presentó. Enseguida le tendió el objeto que tenía en la mano—. Apuesto a que esto era para usted.

Julie no reaccionó, no podía moverse, porque en ese momento Zack la miró y al ver la expresión de sus ojos, tuvo ganas de morir. En silencio, le estaba diciendo que la amaba. Le decía que lo lamentaba. Le decía adiós. Porque todavía creía que los había llevado hasta él accidentalmente.

—¡Tómelo! —ordenó Hadley en un tono horripilante.

Sorprendida, Julie extendió una mano. El objeto que Hadley dejó caer en ella era un delgado anillo de diamantes.

—¡Oh, no! —gimió ella apretándolo contra su pecho mientras las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas—. ¡No, no, no...!

Ignorándola, Hadley se volvió hacia los policías mexicanos.

—Sáquenlo de aquí —ordenó señalando con la cabeza las puertas donde acababan de aparecer docenas de coches patrulla. Pero en el momento en que los Federales lo empezaban a sacar a los empujones, Hadley los detuvo—. ¡Un momento! —ordenó. Entonces se dirigió hacia Julie, se detuvo junto a ella y le habló con una sonrisa malvada—. Señorita Mathison, he sido muy grosero. Todavía no le he agradecido su cooperación. Si usted no nos hubiera ayudado a armar toda esta escena, tal vez nunca hubiéramos podido apoderarnos de Benedict.

Zack levantó la cabeza y clavó la mirada en el rostro culpable de Julie. Espantada, ella vio que al principio la miraba con incredulidad. Y luego con odio. Un odio tan profundo que todos los músculos de su rostro se apretaron para formar una máscara de ira. Presa de una explosión de furia, se retorció entre las manos de los policías y se lanzó hacia la puerta.

—¡Sostengan a ese hijo de puta! —gritó Hadley, y su tono de alarma hizo que los Federales empezaran a castigar a Zack con sus varas reglamentarias.

Julie oyó el ruido del golpe de madera contra hueso, vio que Zack caía de rodillas al piso, y cuando los Federales volvieron a levantar las varas para seguir golpeándolo, se volvió loca. Se liberó de las manos de Paul y se lanzó contra Hadley. Llorando, enloquecida de dolor por el hombre tendido en el piso, rasguñó la cara de Hadley y lo pateó presa de un terrible frenesí, mientras Paul trataba de impedírselo. Hadley levantó el puño para pegarle, pero lo detuvo la furiosa advertencia de Paul:

—¡Si la llega a tocar, le arrancaré la laringe, sádico de mierda! —Enseguida Paul levantó la cabeza y le gritó a uno de sus hombres—: ¡Traigan a ese maldito médico de una vez! —luego se volvió hacia Hadley para agregar—: ¡Y usted saque a ese hombre de aquí!

Pero no había ninguna necesidad de que le preocupara la posibilidad de tener que interrumpir otra pelea... Julie se deslizaba lentamente en sus brazos, desmayada.

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