Perfect

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Capítulo 2

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CAPÍTULO 2

La impredecibilidad de la vida es un asco. Tan pronto estás en lo alto de tu caballo, con el viento revolviéndote el pelo, como caído en el suelo con la cara llena de grava.

Siempre me había encantado montar en bici. Desde la primera vez que me senté en mi triciclo rojo supe que montar en bicicleta era lo mío. A los ocho años me regalaron la primera bici de mayor. Era la más alucinante del mundo. La mayoría de mis amigas tenían bicis de color rosa, pero la mía era amarilla. Había superado por completo el trauma causado por el disfraz de Piolín. Tanto lo había superado que ahora el amarillo era mi color favorito. ¡Quién lo iba a decir!

Mi bicicleta era preciosa y distinta. Los flecos que adornaban el manillar estaban hechos de tiras blancas, amarillas y plateadas. La cesta era blanca y plateada. El asiento, alargado, era blanco con motas plateadas que parecían iluminarse cuando les daba el sol. Los radios de la rueda delantera estaban adornados con cuentas blancas y plateadas, y los de la rueda trasera tenían un artilugio que hacía ruido y la hacía sonar como si fuera una moto. Sí, yo era una tipa dura montada en su bici amarilla y plateada.

Hacía dos semanas que me habían quitado los ruedines. Noah y yo nos pasábamos los días deseando que llegara la tarde para acabar de hacer los deberes y poder ir a dar vueltas en nuestros vehículos. A mí solo me dejaban ir hasta la casa de los Porter, tres casas más allá de la mía, pero a Noah ya le dejaban dar la vuelta al barrio.

Él ya hacía más de un año que llevaba su BMX roja y negra y se le daba de miedo. No solo sabía hacer caballitos con la rueda delantera y la trasera, también sabía brincar con la bici como un conejo, ir con una mano y saltar un par de cubos de basura. Noah molaba muchísimo. Yo no molaba nada (como demostraba el hecho de que ya tenía ocho años y solo hacía dos semanas que me habían quitado los ruedines).

Hasta ese momento había tenido suficiente con llegar a casa de los Porter, pero, tras dos semanas, la tentación de ir más allá me estaba reconcomiendo. Le había pedido permiso a mi madre para ir hasta casa de Noah, pero ella siempre se negaba.

Sabía que para Noah era muy aburrido tener que estar todo el rato arriba y abajo del mismo trozo de calle. Él nunca se quejaba, pero yo no necesitaba oírlo para saber lo que estaba pensando.

—Piolín, no te preocupes, en serio. Puedo practicar trucos. Tu madre no tardará en dejarte venir hasta casa. Ya lo haces muy bien.

Lo de tardar o no tardar era muy relativo. A mí se me estaba haciendo eterno.

Me acerqué a él montada en la bici y le susurré:

—Hagámoslo.

—¿El qué? —preguntó él sin entenderme.

—Vayamos hasta tu casa.

—No creo que sea buena idea. Tu madre se enfadará; nos meteremos en un lío.

—No se enterará. Vamos hasta tu casa y volvemos enseguida. Porfaaaaaa, Noah, has dicho que montaba muy bien.

Él apartó un momento la vista y luego me miró a los ojos.

—Iremos a mi casa y volveremos enseguida —repitió—. Y nada más. —Yo asentí con entusiasmo. Habría estado de acuerdo con cualquier cosa que dijera—. Una vez; lo digo en serio. Prométemelo, Piolín.

—Te lo prometo —dije dibujando una cruz con el dedo sobre mi corazón.

Nos aseguramos de que mi madre no estuviera mirando por ninguna ventana y empezamos a pedalear. Al principio no noté la diferencia, pero pronto pasamos de largo la casa de los Porter y empecé a entusiasmarme. ¡Lo estaba haciendo de verdad!

El corazón empezó a latirme desbocado, repartiendo adrenalina por mis venas. Noah iba delante de mí, asegurándose de que no viniera nadie de frente. Doblamos la esquina. El viento me azotaba la cara. Era fantástico; como si estuviera volando.

Noah me esperó y, cuando estuvo a mi altura, me animó:

—¡Lo estás haciendo genial, Piolín! Ya casi estamos en mi casa.

Volvió a adelantarse, ocupando su posición. Estaba tan feliz de saber que Noah se sentía orgulloso de mí que pensé que era imposible serlo más. Pero entonces sucedió.

No sé qué hice, pero de repente el manillar empezó a temblar y perdí el control de la bici. Un segundo después, estaba tumbada en el suelo, boca abajo, con las piernas retorcidas alrededor de la bicicleta. Supongo que Noah miró hacia atrás y vio que no lo seguía, porque me llegó su grito:

—¡Piolín!

Pedaleando tan rápido como pudo, llegó a mi lado, bajó de la bici y la soltó, dejando que cayera al suelo. Me ardían las palmas de las manos y noté que me salía sangre de la pierna izquierda.

Oí el pánico en la voz de Noah.

—Aguanta, Piolín. Estoy aquí. ¿Puedes moverte?

Poco a poco, me apartó la bici de las piernas y la tiró a un lado. Se arrodilló junto a mí y me ayudó a sentarme. Empecé a sollozar mientras las lágrimas me caían por las mejillas. Las palmas de las manos me ardían. Las levanté, y Noah sopló para calmarme el dolor. Tenía la mejilla enrojecida, sucia y llena de grava. Él trató de limpiarla con el bajo de su camisa, pero lo peor se lo había llevado la rodilla izquierda. Estaba totalmente pelada y la piel me colgaba de un lado. Se veía la carne, brillante y supurante de sangre. Cuando la vi empecé a llorar con más fuerza. Noah me abrazó para calmarme y me susurró al oído:

—Lo siento mucho, Piolín. Debería haberme quedado contigo. Yo te cuidaré, te lo prometo. ¿Puedes andar?

Me ayudó a levantarme. Al apoyar el peso sobre la rodilla izquierda noté una punzada de dolor que hizo que la pierna no me sostuviera.

Lloraba con tanto sentimiento que casi no se me entendía.

—No puedo andar; me duele demasiado.

Noah me ayudó a salir del medio de la calle. Fui saltando a la pata coja, apoyada en él, hasta llegar al césped de un vecino, donde me senté.

—¿Estarás bien aquí sola mientras voy a buscar a tu madre?

Yo negué con la cabeza con desespero.

—No, no, no. No se lo digas a mamá, por favor, Noah. Me quitará la bici y me castigará eternamente.

Contuve el aliento mientras aguardaba con impaciencia a que él tomara una decisión. Cuando quise darme cuenta, Noah me había levantado del suelo sujetándome por la espalda y por debajo de las rodillas.

—Agárrate a mi cuello.

Hice lo que me pedía. Apoyé la cabeza en su hombro mientras me llevaba calle abajo.

—Peso demasiado, ¿verdad? —Aunque era mucho más pequeña que Noah, durante el último año había crecido bastante.

—Eres ligera como una pluma —respondió él sonriendo.

—¿Adónde vamos?

—A mi casa. Tengo un botiquín.

Los padres de Noah estaban en el jardín trasero, por lo que pudimos entrar en su habitación sin que nadie se enterara. Me sentó sobre su cama y fue a buscar el botiquín.

Mientras estaba allí sentada esperando a Noah, me cruzaron por la mente las mil maneras en que mis padres me castigarían si se enteraban. El sonido de la puerta al abrirse me distrajo de mis pensamientos apocalípticos. Noah cerró de nuevo sin hacer ruido y se sentó en la cama delante de mí. Me miró la rodilla. Yo lo miré a los ojos y vi que se le habían empañado. Se inclinó hacia mí y me abrazó por los hombros mientras yo hacía lo mismo por la cintura.

—Gracias, Noah —susurré.

—¿Por qué? —me preguntó él, con la cara hundida en mi pelo.

—Por cuidar de mí.

Secándose los ojos, él se echó un poco hacia atrás en la cama y empezó a limpiarme la cara con una toallita antiséptica. Cuando el alcohol entró en contacto con mi piel, me encogí de dolor. Noah hacía una mueca cada vez que la toallita me tocaba.

—Te prometo que no voy a permitir que vuelva a pasarte nada malo, Piolín.

Yo le sonreí débilmente. Abrió el envase de otra toallita y me limpió las manos y la rodilla con cuidado para no hacerme daño.

Cuando hubo acabado, la cara y las manos no tenían mal aspecto. Casi todos los arañazos habían desaparecido. Lo de la rodilla ya era más difícil de disimular. Noah le aplicó un producto antiséptico y lo cubrió con una tirita grande. Lo esperé en su habitación mientras iba a guardar el botiquín. Me pareció que tardaba mucho. Al final, la puerta se abrió y yo suspiré aliviada.

—¿Dónde has estado? Has tardado una hora por lo menos.

Él negó con la cabeza y sonrió.

—He tardado unos veinte minutos. He ido a buscar las bicis. Y luego, mientras estaba en la cocina cogiendo esto para ti, me he encontrado a mi madre. —Noah sostenía un plato con un enorme trozo de pastel de chocolate con un tenedor clavado. Me lo dio y siguió hablando—: Quería saber qué estaba haciendo.

—¿Qué le has dicho? —le pregunté con la boca llena de pastel y del glaseado que lo cubría.

—Que estabas aquí. Y entonces me ha preguntado si te quedarías a cenar, porque mi padre está preparando hamburguesas.

—Tengo que llamar a mi madre para avisarla de que estoy aquí y preguntarle si me deja quedar. —Volví a sentir que los ojos se me llenaban de lágrimas. Tenía miedo de que mi madre notara que me había pasado algo en cuanto me oyera la voz.

—No hace falta. Mi madre me ha dicho que la llamaría ella.

Suspiré aliviada. Eso me daba un poco más de tiempo para que la rodilla no me doliera tanto y para que me bajara la inflamación de la cara y las manos.

Vi que Noah no me quitaba el ojo de encima mientras comía, y le ofrecí el tenedor.

—¿Quieres un poco?

—No, a ti te hace más falta que a mí.

Empujé el plato en su dirección.

—Toma un poco. —Insistí.

Cogiendo el tenedor, él cortó un buen trozo mientras yo sostenía el plato. Luego seguimos pasándonos el tenedor hasta que el pastel se acabó.

Noah dejó el plato en la mesa y se tumbó en la cama mirando al techo con las manos detrás de la nuca.

—¿Estás mejor?

—Sí, mucho mejor.

—Bien, ya me imaginaba que te sentaría bien.

—¿El qué?

—El pastel de chocolate.

—Pues es verdad. ¿Por qué crees que será? —le pregunté curiosa.

Noah sonrió.

—Porque el pastel de chocolate cura las penas y alegra la vida.

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