Perfect

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Capítulo 10

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CAPÍTULO 10

El sexo cambia las reglas del juego, aunque no seas tú quien lo practique.

Me incorporé de golpe y miré la hora. Solo eran las cinco de la tarde. La gente no se lo monta a las cinco de la tarde; esa es la hora de cenar. La gente espera hasta que ya está oscuro. Sabía que era una absurdidad, pero me ayudó a calmarme pensar que todavía estaba a tiempo de impedir la sesión de cena y sexo de Beth.

Me levanté a toda prisa y fui corriendo al baño. Me lavé la cara para borrar restos de lágrimas, me puse un poco de máscara y un poco de brillo labial y salí de casa escopeteada. Fui hasta la valla que separaba nuestro patio del de Noah y lo vi por la ventana. Estaba andando arriba y abajo mientras hablaba por teléfono. Tenía una expresión rara en el rostro, que no supe descifrar. Se pasó la mano libre por el pelo un par de veces mientras miraba por la ventana. Estaba tan concentrado en la llamada que ni siquiera me vio.

Salté la valla y corrí hasta la puerta trasera de la casa de los Stewart. Estaba abierta, como siempre, así que entré, como siempre. Noah estaba en el salón, hablando.

—Vale, lo haré, lo sé. —Parecía molesto con quien fuera que estuviera al otro lado de la línea. Me imaginé que sería Beth. En ese momento, me vio y me sonrió—. Tengo que dejarte. —Colgó sin despedirse—. Hola, Piolín —me saludó, tratando de sonar animado.

—Hola, hola —repliqué, imitando su tono de voz.

—¿Va todo bien?

Sip. —Respondí, haciendo sonar mucho la «P». Estaba esperando a que él sacara el tema. Me acerqué al respaldo del sofá y me apoyé en él—. ¿Qué quieres hacer esta noche? Ya que nuestros padres están por ahí, el mundo es nuestro. Podemos estar juntos todo el rato. —Saqué el móvil del bolsillo y busqué entre los contactos—. ¿Pepperoni con extra de queso te va bien?

—¿Cómo? —preguntó, como si mi reacción lo sorprendiera.

—Para la pizza. ¿Pepperoni y extra de queso?

—Eh…, sí, va bien.

Marqué el número y esperé.

Noah se frotó la nuca varias veces antes de interrumpirme:

—Esto…, Piolín, yo es que… había hecho planes para esta noche.

—¿Ah, sí? ¿Qué tipo de planes? —pregunté, la viva imagen de la inocencia, mientras guardaba el teléfono.

Hubo un silencio que se alargó tanto que me pareció que duraba un año y medio. Él estaba a poca distancia de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho y la vista clavada en el suelo.

—Tengo una especie de… cita —admitió en voz baja.

—¿Una cita? ¿Con quién?

Me miró a través de sus largas pestañas.

—Piolín, no hagas eso.

—¿El qué?

—Hacerte la tonta. No se te da bien. Además, acabo de hablar con Beth.

—No me digas… ¿Te refieres a tu novia, Beth? —Traté de no sonar sarcástica, pero no lo conseguí.

—Lo siento. Quería contártelo —dijo él, cortado.

—Pues cuéntamelo ahora.

Noah me invitó a sentarme en el sofá con un gesto de la mano. Yo negué con la cabeza. No quería sentarme ni relajarme. Quería estar de pie por si tenía que salir corriendo en cualquier momento, así que ambos permanecimos donde estábamos.

—No sé por dónde empezar.

—¿Qué tal si empiezas por las mentiras?

—Nunca te he mentido.

—Una mentira por omisión es igual de mala.

Él negó con la cabeza.

—Mira, sé que estás disgustada.

—¡Eres un genio! —grité levantando los brazos.

—¿Podrías callarte un momento y escucharme? No es para tanto.

—¿El qué no es para tanto?

—Lo de Beth y yo. Es… —Se pasó la mano por la cara, frustrado—. No importa lo que diga, voy a sonar como el mayor cabrón del mundo, ya lo sé, así que guárdate tus comentarios irónicos. —Hizo una pausa—. Lo de Beth es por comodidad.

Las cejas y el tono de voz se me dispararon al mismo tiempo.

—¿Comodidad?

—Sí. Nos conocemos desde hace tiempo. Sabía que ella quería algo conmigo.

Ya solo esas palabras hicieron que se me retorciera el estómago.

—Y ¿por qué yo no sabía nada de todo eso?

—Porque no quería que te enteraras.

—¿Por qué?

Él se echó a reír sin ganas y negó con la cabeza.

—Por la misma razón por la que nunca quiero que te enteres cuando salgo con otras chicas. Porque tengo la sensación de que te estoy poniendo los cuernos, lo que es absurdo, porque no salimos juntos —respondió soltando un gruñido de frustración.

Cerró los ojos y alzó la cara hacia el techo. Luego me miró, y el dolor y el deseo que vi en sus ojos me torturaron.

—Hablaré con Beth. —Suspiró hondo—. No la amo, lo sabes, ¿no? —dijo como rogándome que lo creyera.

—¿Qué le vas a decir?

—Pues le diré que no siento lo mismo que ella y que no pretendía engañarla. No busco una relación estable; si a ella le parece bien, podemos seguir como hasta ahora.

—¿Qué quiere decir «seguir como hasta ahora»?

Noah volvió a gruñir. Apoyó una mano en la pared y se llevó la otra a la cadera.

—Tengo mis necesidades —dijo en voz baja.

—¿Necesidades? ¿De qué tipo?

—De las que tenemos todos los chicos. —Se volvió hacia mí y, al ver que lo miraba confundida, añadió—: Necesito acostarme con chicas.

—¿Necesitas acostarte con chicas? —pregunté con condescendencia.

—Pues sí.

—¿Me estás diciendo que, si ella acepta tus condiciones, te la tirarás?

—Sí. —Noah estaba apretando los dientes con tanta fuerza que la mandíbula empezó a temblarle. El enfado hizo que cambiara de postura.

En ese momento perdí la capacidad de hablar. Por la mente me pasaban mil ideas, pero de mi boca solo salió una palabra:

—No.

—No, ¿qué?

—No te acuestes con Beth, no salgas con Beth.

Permanecimos frente a frente, contemplándonos; ninguno de los dos quería ser el primero en pestañear. Tuve la sensación de estar protagonizando un wéstern.

—Ni siquiera sé por qué estamos teniendo esta conversación. —Noah cada vez estaba más enfadado—. ¿A ti qué más te da? Ya hiciste tu elección; solo somos amigos. —Sus últimas palabras destilaban veneno.

—¿Solo amigos? No lo digas en ese tono —susurré.

—Los amigos no se piden permiso para salir con otras personas —insistió él en un tono frío, carente de emoción.

La garganta me ardía por el esfuerzo de contener los sollozos. Tragué saliva con dificultad un par de veces mientras las lágrimas volvían a acumularse en mis ojos. Se estaba alejando un poco más de mí. Noah no perdía detalle de mi reacción. No sé por qué seguí provocándolo; debería haberme marchado en ese momento.

—Piensas hacer algo más que tener una cita con ella. —Insistí.

Dándome la espalda, Noah se pasó las dos manos por la cara y por el pelo. Luego bajó los brazos y apretó los puños. De repente, dio un puñetazo en la pared y gritó:

—¡MALDITA SEA, JODER!

Me asusté y empecé a llorar. Él se volvió hacia mí y me clavó la mirada. Con los dientes apretados, comenzó a decir en voz muy baja:

—Sí, pienso follármela, tirármela, empotrarla, clavarme en ella hasta las pelotas…

—¡CÁLLATE! —Mis sollozos habían aumentado tanto de intensidad que casi no podía hablar—. ¡POR FAVOR, NO LO HAGAS, NOAH! ¡POR FAVOR!…

—¿POR QUÉ NO?

—¡PORQUE ERES MÍO! —exclamé entre sollozos.

Estaba todo tan borroso por culpa de las lágrimas que no vi que se acercaba a mí. De repente me encontré acorralada contra la pared, con la boca de Noah pegada a mi oreja.

—Entonces ¿por qué no me reclamas de una vez y acabas con esta tortura a la que nos estás sometiendo a los dos? ¿O es que no te importa que recorra con mis manos cada centímetro de su cuerpo, que le toque el culo y las tetas? ¿No te importa que luego la recorra entera con la lengua? ¿No te importará saber que, mientras tú estás tumbada en tu cama, yo estaré aquí, deslizándome en su interior, cuando los dos sabemos que deberías ser tú?

Empecé a notar convulsiones. El dolor que me provocaban sus palabras era demasiado intenso. Pieza a pieza, me desmoroné hasta quedar completamente rota. Él se separó un poco de mí y mi espalda resbaló por la pared hasta quedar sentada en el suelo. No sé cuánto tiempo pasé así. Noah salió del salón sin decir nada más y no regresó.

Mientras permanecía allí, llorando a moco tendido, la rabia volvió a apoderarse de mí. Golpeé la pared con la espalda de pura frustración. ¿Por qué tenía que ser tan cobarde e insegura, joder? Lo estaba alejando de mí con mi actitud; cada vez estábamos más lejos, y al final él había explotado. No tenía ningún derecho a exigirle que dejara de vivir su vida. Debería haberme quedado en casa y permitirle que estuviera con quien le diera la gana.

Cuando estuve un poco más calmada, me levanté del suelo. Me dolía todo por la tensión y el disgusto, pero las piernas ya me sostenían. Con mano temblorosa, abrí la puerta y dudé un momento. Tal vez debería ir a buscarlo, pero era absurdo; no tenía nada más que decirle.

Dicen que el setenta por ciento del cuerpo es agua. Si eso es verdad, ese día expulsé el sesenta y nueve coma nueve por ciento en forma de lágrimas y mocos. No es un espectáculo bonito ni elegante.

Mi cabeza no hacía más que repetir la misma frase: «¿Qué coño acaba de pasar?».

Llevaba ya una hora tumbada en la cama y todavía no acababa de entender lo que había pasado en casa de Noah. Nunca lo había visto tan enfadado ni disgustado. Jamás me había hablado en ese tono, pero no podía culparlo por estar enfadado conmigo. Sabía que no tenía derecho a decirle con quién podía salir, pero es que no podía soportar la idea de que otra persona disfrutara de esa parte de él.

No pude evitar darle vueltas a la cabeza. ¿Qué estarían haciendo Beth y él en ese momento? ¿Le habría dicho Noah ya que no la amaba? Y ella, ¿se lo habría tomado bien o le habría dado una bofetada y habría salido corriendo de la casa? Me pregunté si ella estaría allí en ese momento, preparándole la cena. ¿Estaría frente a los fogones, removiendo algún plato asqueroso mientras él la observaba? ¿Se acercaría a ella, le apoyaría las manos en las caderas y las desplazaría hacia delante lentamente hasta abrazarla por la cintura, acercándola hacia sí para que notara lo cachondo que se ponía al verla cocinando para él? Tenía que dejar de torturarme de esa manera.

Busqué los auriculares en la mesilla de noche, me los puse y los conecté al móvil. Los D-Bags empezaron a sonar en mi cabeza. La voz de Kellan siempre me calmaba. Cerré los ojos y traté de concentrarme en la letra.

Estaba adormilada cuando noté que la música dejaba de sonar y que la cama se hundía a mi lado como si alguien se hubiera sentado en ella. No me alarmé porque sabía quién era sin necesidad de mirar. Entreabrí los párpados y vi que Noah me estaba observando. Tenía los ojos llorosos y parecía muy triste. Permanecí quieta y cerré los míos.

—Sé que no estás durmiendo —susurró desanimado, y se aclaró la garganta.

Volví a abrir los ojos y miré su rostro, tan hermoso y tan triste.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Logré preguntar.

—No lo sé; no mucho.

—¿A qué has venido? —susurré.

Si había algo que Noah y yo no podíamos soportar era estar enfadados el uno con el otro. Solo nos habíamos enfadado un par de veces, pero nada parecido a lo de esa noche. Sabía que acabaríamos arreglando las cosas antes o después.

Me senté frente a él y lo miré a la cara. Permanecimos observándonos sin hablar varios segundos, hasta que yo rompí el silencio:

—¿Qué ha pasado con Beth? —pregunté con cautela.

—No va a venir; hemos terminado.

—¿Por qué?

—Le he dicho que había otra persona.

Suspiré profundamente, y a él no le quedó ninguna duda de lo aliviada que me sentía.

—Venga, es la hora del pastel —dijo, y una discreta sonrisa luchó por abrirse camino en su cara. Con la barbilla señaló hacia la mesilla de noche, donde había dejado un plato de papel con un enorme trozo de pastel de chocolate envuelto en papel film y un tenedor—. Vamos al parque.

No entendí por qué quería ir hasta nuestro refugio secreto. No había nadie en casa que pudiera interrumpirnos.

Se levantó y me ofreció la mano para ayudarme. Sin decir una palabra, me abrazó, apretándome contra su amplio pecho. Apoyé las manos en sus fuertes bíceps. Nuestras caras estaban muy cerca, casi rozándose. Nos mirábamos con una intensidad hipnótica, que me estaba haciendo sentir incómoda. Me sentía totalmente vulnerable, pero no podía pestañear ni apartar la mirada. Noah agachó la cabeza lentamente hasta que nuestras frentes se tocaron.

Con los ojos cerrados, me susurró con la voz ronca:

—Lo siento mucho. No debería haberte dicho esas cosas. Por favor, no te enfades conmigo, Piolín.

Mis manos se deslizaron por sus bíceps, sobre sus hombros, hasta llegar a la nuca. Él se inclinó ligeramente y ambos enterramos la nariz en el cuello del otro. Lo abracé con fuerza y le susurré al oído:

—Lo siento, Noah. Perdóname. No sé cómo hacer que las cosas funcionen entre nosotros. Quiero cambiar, pero no sé cómo.

Lo deseaba desesperadamente. Quería ser distinta, por él, pero ¿cómo dejar de ser como uno es? ¿Cómo desprenderse de la única identidad que uno conoce?

Noah me abrazó con más fuerza y hundió la cara en mi cuello con los labios rozándome la piel.

Permanecimos así, abrazados, durante un buen rato. Ninguno de los dos quería separarse. Finalmente, él alzó la cabeza y dijo:

—Creo que es la hora del pastel.

Cogió el plato, me dio la mano y salimos de casa.

Cuando llegamos al parque, no nos sentamos en nuestro banco de siempre. En vez de eso, Noah me llevó a los columpios, donde nos sentamos uno al lado del otro. Observé en silencio cómo desenvolvía el pastel y me daba el tenedor. Lo clavé en la parte que tenía más cobertura de chocolate, por supuesto, me lo llevé a la boca y lo saqué lentamente, resistiéndome a dejarlo ir, mientras soltaba un débil gemido. Quería asegurarme de que no quedaba ni una gota de chocolate en el tenedor, pero la mirada fija de Noah me distrajo. Cuando al fin solté el cubierto, eché la cabeza hacia atrás y miré las estrellas.

—Tu madre compra un pastel de chocolate espectacular —dije ofreciéndole el tenedor para indicarle que era su turno.

Él inspiró hondo.

—Guau, tú sí que sabes comer pastel.

Permanecimos en silencio, pasándonos el tenedor hasta que nos lo acabamos. Mientras Noah iba a la papelera a tirar los restos, me dije que la cosa no había sido tan incómoda como me temía. Volveríamos a casa, nos levantaríamos por la mañana y todo iría bien; todo volvería a la normalidad.

Cuando se acercó, me levanté, pensando que ya regresábamos a casa, pero Noah se detuvo a medio metro de distancia. Estaba muy serio. Con un hilo de voz, me dijo:

—Tenemos que hablar, Piolín.

Mi estómago descendió hasta el centro de la Tierra, en caída libre. Estuve a punto de echar a correr otra vez hasta mi habitación y esconderme bajo las sábanas.

Volvimos a sentarnos en los columpios, pero Noah no se decidía a hablar. Tenía la horrible sensación de estar a punto de perder a la persona más importante de mi vida. El silencio me estaba asfixiando. La garganta se me cerró hasta que me costó respirar. Decidí hablar antes de desmayarme.

—¿Qué hacemos aquí sentados?

—No quería hablar en tu casa ni en nuestro refugio secreto.

—¿Por qué?

Él inspiró hondo.

—Desde que te fuiste de mi casa, cada vez que entro en el salón te veo ahí sentada, gritando y llorando.

—No te entiendo.

—No quiero que tengas que pasar por lo mismo cada vez que estés en tu habitación o en nuestra mesa. —Justo cuando creía que ya no iba a llorar más, sentí que los ojos volvían a llenárseme de lágrimas—. Creo que deberíamos dejar de vernos durante un tiempo —añadió con la voz rota.

Sentí que me faltaba el aire y las sienes me empezaron a palpitar. Sabía que la discusión de hacía un rato había sido la peor de nuestra vida, pero no me imaginaba que quisiera librarse de mí. Los ojos se me habían abierto como platos y cada vez me costaba más mantener las lágrimas a raya. Necesitaba más información; tal vez no lo había entendido bien. Tal vez quería decir justo lo contrario de lo que había oído. Porque, aunque siempre habíamos tenido una conexión muy fuerte, éramos de sexos opuestos, y hombres y mujeres siempre interpretan las cosas de manera distinta.

Por segunda vez ese día, mil respuestas cruzaron por mi mente en un nanosegundo, pero solo una pregunta logró salir de mi boca:

—¿Por qué?

Noah me miró fijamente, con los ojos llenos de lágrimas. Titubeó y se aclaró la garganta. Tenía la voz tan ronca que me costó entenderlo.

—Creo que ya sabes por qué.

—Yo también lo creo, pero me gustaría oírtelo decir, por si estoy equivocada.

Una expresión de miedo le cruzó el rostro antes de responderme:

—Piolín, no sé, todo esto es muy confuso.

—¿El qué?

Se señaló a él y me señaló a mí varias veces.

—Lo que hay entre nosotros; ha cambiado tanto…

—¿Para bien o para mal? —Seguía haciéndole preguntas cuyas respuestas ya conocía, en un intento desesperado de prolongar nuestro tiempo juntos. Sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo: estaba perdiendo a mi alma gemela porque tenía tal lío en la cabeza que no sabía cómo arreglarlo.

—Ni bien ni mal, es… confuso. Sé que siempre te has subestimado y que haces lo que crees que es mejor para mí. Odio que te valores tan poco y que no creas que debemos estar juntos. He tratado de estar cerca de ti como amigo. Lo he intentado con todas mis fuerzas. —A esas alturas, ya estábamos ambos llorando—. Pero no puedo más; me duele demasiado, porque estoy completa y desesperadamente enamorado de ti, Piolín.

«Dile lo mucho que lo amas, Amanda. Deja de joderlo todo de una vez y dilo. Él te ama y te desea. Lo estás perdiendo, ¿qué coño te pasa? Muévete de una vez y di algo».

—Te he amado todos los días de mi vida. Ojalá me dejaras amarte —añadió.

Noah me apoyó la mano en la mejilla y me la acarició suavemente. Uniendo su frente a la mía, susurró:

—Siempre serás lo más importante de mi vida. Puedes contar conmigo siempre, pase lo que pase. Formas parte de mi pasado y no concibo un futuro sin ti. Pero necesito tiempo para descubrir cómo tenerte en mi vida sin que seas toda mi vida.

Cerré los ojos, tratando de calmarme, pero casi no podía hablar. Volví a abrirlos y lo miré. Le acaricié la mejilla antes de decir:

—Lo siento; lo siento mucho.

Mientras volvíamos a mi casa, nos dimos la mano con tanta fuerza como si estuviéramos a punto de caernos por un precipicio. Permanecimos abrazados en el porche durante un buen rato. No sería yo quien lo soltara primero.

Noah me susurró al oído:

—Tengo que irme ahora o no seré capaz de hacerlo, y debo hacerlo.

—Lo sé —dije sollozando.

Él dio un paso atrás. Teníamos la cara empapada por las lágrimas y el pecho oprimido de tanto llorar. Los ojos de Noah reflejaban tanto… amor, desesperación y dolor, el dolor de perder al amor de tu vida.

Se me quedó mirando en silencio unos segundos.

—Adiós, Piolín.

—Adiós, Noah.

Y siguió contemplándome mientras bajaba la escalera de espaldas, alargando la noche todo lo posible. Cuando llegó al final se detuvo, sin apartar la vista en ningún momento.

Mis labios apenas se movieron cuando susurré «Te quiero». Por un instante me pareció que me había oído, pero entonces dio media vuelta y se marchó.

Me odié con todas mis fuerzas. Lo que más temía en el mundo había sucedido: había perdido a Noah. Había tratado de mantener el control de la situación; había querido que nuestra amistad permaneciera igual que siempre, y no me di cuenta de que lo estaba perdiendo hasta que fue demasiado tarde. La felicidad de Noah era lo más importante para mí, y aunque en ese momento no era feliz, sabía que a la larga lo sería. No me lo podía creer. En unas cuantas horas el mundo se había desplomado a mi alrededor y yo estaba allí, de pie, inmóvil, viéndolo caer.

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