Perfect

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Capítulo 28

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CAPÍTULO 28

Si a alguien se le ocurriera comprobar mis últimas búsquedas por internet…, digamos que tendría que dar unas cuantas explicaciones.

Estaban a punto de cortarme la pierna. Como tenía cáncer, tendrían que hacerme una biopsia del músculo y luego incinerarían la pierna. La quemarían. Cuando le pregunté al médico qué harían con ella, no quiso responderme. No sé por qué. No es que quisiera que me la envolvieran para regalo ni nada por el estilo.

No sé por qué necesitaba saber todos los detalles escabrosos sobre el futuro de mi pierna. Supongo que era una parte de mi cuerpo que me había acompañado desde siempre, y me parecía feo desprenderme de ella sin informarme al menos de dónde iría a parar.

Me dieron hora para operarme una semana antes de Navidad. Mis padres preguntaron si no se podía aplazar la operación hasta después de fiestas, pero el doctor Lang les dijo que era demasiado arriesgado.

Estaba sentada en mi habitación. Era la última noche que mi pierna y yo pasaríamos juntas. No sabía qué aspecto tenía el cáncer de hueso, así que me lo imaginé negro y viscoso. Me costaba pensar que ese ser negro y viscoso se me estaba comiendo lo que había entre la rodilla y el tobillo.

Me senté encima de la pierna izquierda. Quería prepararme para el aspecto que tendría mi cuerpo después de la operación. Busqué en internet fotos de amputados. En las imágenes se veía a gente haciendo surf, esquiando y subiendo montañas. Yo no hacía ninguna de esas cosas, y esperaba que, después de la operación, no me forzaran a convertirme en un modelo a seguir. No quería ser un ejemplo de cómo llevar una vida plena con una pierna menos.

Respiré hondo y miré hacia abajo. Al ver solo la pierna derecha delante de mí, la realidad se impuso. Todo había sido tan frenético durante las últimas semanas que no había tenido ni tiempo de hacerme a la idea. Me había centrado en la fecha de la operación, en la pauta de quimioterapia y en descubrir todo lo que pudiera sobre el cáncer. ¿Cómo sería la vida tras la amputación? Cuando todos volvieran a sus vidas normales, ¿cómo sería la mía? Al día siguiente, a esa misma hora, una parte de mí habría desaparecido.

Volví a estirar la pierna, me puse loción corporal con aroma de fresa y luego me puse el zapato de tacón rojo antes de sacarle varias fotografías con el móvil. Esa noche, mi pierna se merecía que la tratara como a una reina. Al fin y al cabo, había estado conmigo casi veinte años y me había servido bien. Darle una buena despedida era lo mínimo que podía hacer. Cuando ya le había hecho quince fotos, me entró un mensaje en el móvil.

Estoy en tu ventana. ¿Vamos al parque?

Noah y yo habíamos acordado no sacar el tema de lo que había pasado aquel día en su casa. Tenía otras cosas más importantes de las que ocuparme. Hablaríamos de ello, pero en otro momento.

No creo que pueda llegar. Me duele la pierna.

Ponte el abrigo. Tengo una sorpresa para ti.

¿Qué es?

Una sorpresa. Voy hacia la puerta principal. :)

Noah me llevó en brazos hasta el parque. Esa noche solo quería estar en un sitio: entre sus brazos. En vez de llevarme directamente a nuestra mesa, me llevó a la zona de las barbacoas. Me sentó en una silla y me tapó con una manta que había llevado antes allí. Lo observé mientras encendía el fuego. Llevaba la chaqueta del equipo de béisbol del instituto y una gorra del equipo de béisbol de la Universidad de Charleston vuelta del revés. Estaba guapísimo. Y sus esfuerzos por apartar de mi mente lo que me esperaba al día siguiente me parecían monísimos.

Se sentó a mi lado y llenó dos vasos de chocolate caliente de un termo. Levanté la manta mientras él acercaba otra silla y se sentaba a mi lado. Le tapé las piernas y luego me arrebujé a su lado, bajo su brazo. A través del abrigo, noté que me acariciaba el hombro. Estuvimos en silencio un rato, bebiendo el chocolate caliente. Mi mirada vagaba entre el fuego y el precioso cielo despejado, cuajado de estrellas. Era como si Noah hubiera encargado las estrellas especialmente para esa noche.

—Es perfecto. —Las palabras escaparon de mi boca en un susurro.

—Sí que lo es.

—Gracias. Gracias por lo que has hecho, Noah.

Él me apretó el brazo ligeramente.

—¿Piolín?

—¿Mmmm?

—Lo siento.

Levanté la cara para mirarlo.

—¿El qué?

Él mantuvo la vista fija al frente. La luz de las llamas hacía brillar las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

—La noche que te torciste el tobillo… debería haberte llevado a urgencias. Si lo hubiera hecho…, probablemente habrían detectado antes el cáncer y podrían haberte salvado la pierna.

Dejé la taza de chocolate en el suelo. Me volví hacia él, le rodeé el cuello con los brazos y apreté con fuerza.

—No te hagas eso; no es culpa de nadie —susurré con esfuerzo, conteniendo las lágrimas, abrumada por la profundidad de sus sentimientos hacia mí.

—Saldremos de esta. Estaré a tu lado. Avanzaremos juntos, paso a paso.

—Si es un chiste, no tiene gracia —bromeé.

Él rompió el abrazo y me miró a los ojos.

—Lo siento —dijo. Luego, observándome con absoluta decisión, insistió—: Saldremos de esta.

Quería creerlo, y en ese instante lo hice. En esos momentos, estar con Noah debajo de una manta compartida era la perfección. Y en esa perfección no había lugar ni para el cáncer ni para cirugías.

Bebimos chocolate caliente y contemplamos el fuego hasta que se convirtió en brasas ardientes. No nos dijimos mucho más. No hacía falta. Yo aparté de mi mente pensamientos oscuros sobre el cáncer, la cirugía, la quimio y mi futuro. No iba a permitir que nada estropeara ese momento. El presente era perfecto, y permanecería en él tanto tiempo como fuera posible.

Cuando me enteré de que tenía que estar en el hospital a las cinco de la mañana para que me operaran a las siete pensé que me estaban tomando el pelo. ¿No era bastante malo que tuvieran que cortarme la pierna que encima me hacían madrugar? Eso de ser un paciente de cáncer era una auténtica mierda.

Como era de esperar, no había casi nadie en el hospital a esa hora tan poco decente. Cuando entré en la sala de espera, me llegó la energía nerviosa de los pacientes que aguardaban a que los llamaran para ser operados. Me habían acompañado papá, mamá y Emily. Hacía tiempo que no hacíamos algo los cuatro juntos. Aunque estaba a punto de perder una pierna, al menos habíamos sacado algo bueno: una excursión familiar. «¡Limonada! Que no se diga que no intento hacer limonada con todo lo que me está pasando».

Mamá permaneció mirando al vacío. Papá paseaba entre donde estábamos sentadas y la máquina de café gratuito que había en una esquina. Emily trataba de darnos conversación. Habla mucho cuando está nerviosa, pero mucho. Yo parecía tranquila por fuera, pero por dentro los nervios me iban a toda marcha, en quinta, y porque no había más. Mi estómago alternaba dos estados: o a punto de vomitar o en caída libre hacia mis pies.

Quería que el tiempo se detuviera; quería huir. No me veía capaz de superar todo eso: la amputación, la quimio, el cáncer. Cuando cruzara esa puerta, no habría vuelta atrás. Si quería escapar, tenía que hacerlo ya. Me eché hacia delante en la silla para levantarme, pero en ese momento se abrió la puerta.

Las caras de todos los pacientes se crisparon al ver aparecer a una enfermera que recorrió la sala con la mirada y preguntó:

—¿Amanda Kelly?

Mierda, me tocaba a mí. No reaccioné; no estaba preparada, necesitaba tiempo para hacerme a la idea. La enfermera volvió a decir mi nombre. Noté que mis padres y mi hermana me estaban mirando.

Mamá se inclinó hacia mí y susurró:

—Cariño, ha llegado la hora.

Mi padre se acercó a nosotras mientras mamá, Emily y yo nos levantábamos.

La enfermera se dirigió entonces a mí:

—¿Amanda Kelly?

—Sí. —Una palabra muy pequeña, pero que estuvo a punto de hacer que me echara a llorar.

—Acompáñame. —Al ver que los cuatro la seguíamos, se volvió bruscamente y les indicó a mis padres—: Podrán verla cuando Amanda esté preparada para la operación. Yo misma vendré a buscarlos.

Le dirigí una mirada suplicante a mi madre. No quería entrar sola. Sus ojos desbordaban de dolor, sabía que la impotencia debía de estar matándola; que haría cualquier cosa por librarme de eso.

—Amanda —me dijo—, estaremos a tu lado en cuanto nos digan que podemos entrar.

Asentí en silencio, luchando por controlar las lágrimas.

La enfermera me guio por un pasillo largo y estéril. Fijé la mirada en ella, tratando de no pensar en nada más, solo en seguirla. Tenía miedo de ver o de oír cosas horribles, como un médico riendo endemoniadamente mientras sostenía en alto una motosierra.

La enfermera iba vestida con una bata corta adornada con dibujos de cachorros. Sus zuecos crujían al caminar. Abrió la puerta de una pequeña sala de espera equipada con una camilla, dos sillas y un soporte para goteros. Permanecí de pie, esperando instrucciones.

—Me llamo Sarah y soy tu enfermera. Puedes sentarte en la camilla. —Revisó unos papeles y me preguntó—: ¿Puedes decirme tu nombre y tu fecha de nacimiento?

—Amanda Kelly, 23 de marzo de 1990.

La enfermera me colocó una pulsera identificativa en la muñeca.

—Y ¿qué tipo de operación nos van a hacer?

—A usted, no lo sé; a mí me van a amputar la pierna.

La enfermera alzó la vista de los papeles y me dirigió una sonrisa ladeada. Dejó los papeles al pie de la camilla y sacó una bata de papel casi transparente y una bolsa de plástico de un armario empotrado que había a mi espalda.

—Quítate la ropa y ponte la bata. Deja tus cosas en la bolsa. Sobre todo, no te dejes ninguna joya puesta. El anestesista llegará enseguida y yo volveré dentro de nada para ponerte la vía. —Se marchó y cerró la puerta.

Me puse la elegante bata y lo guardé todo en la bolsa. Me tumbé en la camilla y me tapé con la sábana, pero justo entonces apareció un hombre sonriente vestido con ropa quirúrgica. Lo seguía una enfermera y, tras ella, entró también la enfermera Sarah.

Las enfermeras se colocaron una a cada lado de la camilla mientras el doctor Sonrisas me ofrecía la mano.

—¿Amanda Kelly? —Asentí—. Hola, soy el doctor McFadden, anestesista.

—Hola.

Se sentó en una de las sillas y revisó el contenido de una carpeta.

—¿Puedes decirme tu fecha de nacimiento y el tipo de operación que van a hacerte?

—23 de marzo de 1990 y amputación de la pierna izquierda. —Me sentía como si estuviera participando en una versión demencial de un concurso televisivo. Pero en vez de a La ruleta de la fortuna había ido a parar a La ruleta de la desgracia.

Mientras el doctor Sonrisas seguía recitando su discurso de cómo iba a dejarme fuera de juego, la enfermera de la izquierda me tomaba la tensión al tiempo que la enfermera Sarah me daba golpecitos en el brazo a distintas alturas.

—¿Qué hace? —le pregunté.

—Busco una vena para ponerte la vía. —Tras darme golpecitos en el dorso de la mano derecha, anunció—: Esta de aquí se ve hermosa.

Mientras el médico seguía hablando sin parar, la otra enfermera me puso un termómetro en la boca y vi que una enorme aguja se acercaba. Demasiadas cosas al mismo tiempo. No podía centrar la atención en todas a la vez. Nunca me había sentido tan impotente y tan insegura. Hice una mueca de dolor cuando la aguja me atravesó la piel y no pude seguir conteniendo las lágrimas.

La enfermera Sarah me dirigió una mirada de disculpa.

—Lo siento; no pretendía hacerte daño.

¿Qué pensaba?, ¿que era agradable que te clavaran un objeto puntiagudo?

No me gustaba que me hicieran cosas sin pedirme permiso antes. El doctor se fue, pero se dirigió a mí desde la puerta:

—Volveré pronto y te daré un zumo de la felicidad.

No sabía de qué me estaba hablando; estaba demasiado concentrada en el montón de esparadrapo que la enfermera Sarah estaba poniendo alrededor de la vía.

Cuando acabó de torturarme, me dijo:

—Voy a buscar a tu familia. El doctor Lang pasará un momento a verte antes de que te subamos.

—Gracias.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Sacarme de aquí. —Respondí con una sonrisa irónica.

Las enfermeras recogieron sus cosas y se marcharon, pero antes de cerrar la puerta del todo, la enfermera Sarah asomó la cabeza y me dijo:

—Sé que da mucho miedo, pero el doctor Lang es uno de los mejores especialistas del país. —Me dirigió una sonrisa—. Voy a avisar a tu familia para que pasen.

Minutos después, mamá, papá y Emily entraron en el cuartito. Mamá y Emily se sentaron; papá se quedó de pie. Me recordó a un animal enjaulado. Se le daba fatal tener que esperar sentado; era un hombre de acción. La situación debía de ser durísima para los dos, pero creo que mi padre lo llevaba peor que mi madre. Estaba acostumbrado a ser el protector, y no podía hacer nada para protegerme.

A las seis y media, el doctor Lang vino a saludarme y a decirme que estaba seguro de que todo saldría bien. Luego la enfermera Sarah volvió a entrar para avisar a mis padres de que estaban a punto de llevarme al quirófano y de que debían despedirse.

Emily se levantó y me dio un largo abrazo. No pude seguir conteniendo las lágrimas. La agarré con fuerza, sabiendo que cuando la soltara estaría más cerca del quirófano.

—No llores, Manda. Saldremos de esta. Te quiero.

Yo asentí con la cabeza, que tenía pegada a su cuello. Emily salió del cuartito llorando.

Mamá y papá se acercaron y ella me abrazó.

—Te quiero, Amanda. Estoy muy orgullosa de ti —me dijo varias veces.

Miré a mi padre, que estaba a su lado, llorando en silencio. Nunca había visto llorar a mi padre. Me rompió el corazón saber que yo era la causante de sus lágrimas.

—Lo siento, papi —dije.

Él se inclinó hacia mí y me besó la cabeza.

—No tienes que sentir nada, princesa. No sabes cómo me gustaría poder ocupar tu lugar en estos momentos.

La puerta se abrió y el doctor Sonrisas asomó la cabeza avisando a mis padres de que tenían que marcharse.

—Cuidaremos de ella —les dijo cuando pasaron por su lado. Luego se volvió hacia mí y me preguntó—: ¿Lista para sentirte feliz?

Yo asentí, secándome la cara.

Llevaba una jeringa con algo que me inyectó a través de la vía. Segundos después empecé a notar los efectos de la medicación. Fue maravilloso. Mientras viajaba en el expreso a Colocón de Arriba, oí alboroto en el pasillo. El doctor Sonrisas abrió la puerta para ver qué pasaba.

Oí una voz femenina que se parecía a la de mi enfermera, que decía:

—Joven, no puede entrar. Están a punto de subirla a quirófano.

—He pillado un atasco; no he podido llegar antes. Solo será un segundo. Por favor, soy su hermano.

Pensé que era un bonito detalle por parte de mi hermano venir a visitarme, pero entones recordé que no tenía ningún hermano. ¿O sí?

—Que pase un momento —dijo el doctor Sonrisas.

Al volverme hacia la puerta, se me iluminó el rostro, en parte por el zumo de la felicidad, pero sobre todo porque mi caballero de armadura de plástico había venido a salvarme.

—Acabo de medicarla, así que está un poco colocada ahora mismo.

—Gracias —replicó Noah acercándose. Se sentó a mi lado en la camilla y me acarició la cara—. Hola, Piolín, ¿cómo estás?

—Bieeeeeen.

Él se echó a reír al oírme.

—Siento no haber llegado antes. Hubo un accidente y me quedé atrapado.

—No pasa nada, hermanito. Todo va bien. Has llegado a tiempo. Coge mis cosas y vámonos. —Me senté y quedé cara a cara con él.

—Piolín, no puedes irte ahora.

Lo miré entornando los ojos y sonreí.

—¿Quieres que nos lo montemos? Esta bata es de fácil acceso y no llevo nada debajo.

Nos quedamos mirando unos instantes en silencio hasta que se abrió la puerta y apareció la enfermera Sarah. Seguí mirando a Noah un poco más. Aunque tenía un globo considerable, vi que el amor que Noah sentía por mí era tan grande que se le escapaba por los ojos. Esperaba que él también viera en los míos el amor que yo sentía por él.

Noah se levantó y la enfermera Sarah se situó en la cabecera de la camilla y empujó, sacándome de allí.

—Enfermera Sarah, ¿le han dicho alguna vez que es una aguafiestas?

La oí reír a mi espalda.

—Me han dicho cosas peores.

—Él es Noah. ¿A que está buenísimo?

—Es muy guapo.

—Y besa de miedo. Su lengua sabe a caramelos de menta. También me ha tocado las tetas y…

—Piolín, no creo que la enfermera Sarah esté interesada en esas cosas —me interrumpió Noah.

Ella nos miró alternativamente, con expresión divertida.

—Pensaba que erais hermanos.

—Somos una familia muy unida. —Oí replicar a Noah mientras me alejaba pasillo abajo.

En el quirófano hacía mucho frío y la luz era exageradamente brillante. Me pasaron de la camilla a la mesa de operaciones y, una vez allí, las enfermeras empezaron a trabajar con tanta eficiencia que me recordaron a un equipo de mecánicos de la Copa NASCAR. Cada persona tenía una tarea asignada. Una enfermera se aseguró de que tenía la medicina adecuada en el gotero. Otra me cubrió con mantas. Otra me conectó electrodos a varias partes del cuerpo. Luego vi que el doctor Sonrisas se inclinaba sobre mí.

—Amanda, voy a ponerte esta mascarilla con oxígeno. Solo tienes que respirar hondo.

Hice lo que me ordenaba. Me ponía nerviosa no poder ver lo que me iban haciendo. Una tela azul cubría una bandeja donde me imaginé que debían de estar los instrumentos quirúrgicos. Como soy masoquista, había buscado en internet qué tipo de sierra se usa para amputar piernas. La sierra para hueso de treinta centímetros en acero inoxidable se vendía en Amazon por dieciséis euros y tenía una valoración de cinco estrellas. Los clientes que compraban eso también solían comprar un cuchillo de cocina que costaba treinta y cinco euros.

Volví a mirar hacia arriba y vi que el doctor Sonrisas seguía inclinado sobre mí.

—Amanda, estamos casi listos. Voy a administrarte una medicina que te dormirá.

Lo miré fijamente. Noté que mis mejillas estaban llenas de lágrimas. Había llegado el momento de la verdad. Ya no había vuelta atrás. Se había acabado el tiempo y las cosas se habían escapado por completo de mi control. La medicina me hizo efecto y cerré los ojos, dejando atrás mi antigua vida.

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