Paula

Paula


Primera Parte

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Acaba de pasar por tu sala un profesor de medicina con un grupo de estudiantes. No me conoce y gracias a mi delantal y zuecos blancos pude estar presente mientras te examinaban. Necesité toda la sangre fría adquirida tan duramente en el colegio del Líbano, para mantener una expresión indiferente mientras te manipulaban sin respeto alguno como si ya fueras un cadáver y hablaban de tu caso como si no pudieras oírlos. Dijeron que la recuperación sucede normalmente en los primeros seis meses y tú llevas cuatro, no vas a evolucionar mucho más, es posible que dures años así y no se puede destinar una cama del hospital a un enfermo incurable, que te mandarán a una institución, supongo que se referían a un asilo o un hospicio. No les creas nada, Paula. Si entiendes lo que oyes por favor olvida todo eso, jamás te abandonaré, de aquí irás a una clínica de rehabilitación y luego a casa, no permitiré que sigan atormentándote con agujas eléctricas ni con pronósticos lapidarios. Ya basta. Tampoco es cierto que no hay cambios en tu estado; ellos no los ven porque aparecen por tu sala muy rara vez, pero los que estamos siempre contigo podemos comprobar tus progresos. Ernesto asegura que lo reconoces; se sienta a tu lado, te busca los ojos, te habla en voz baja y veo cómo te cambia la expresión, te tranquilizas y a veces pareces emocionada, te caen lágrimas y mueves los labios como para decirle algo, o alzas levemente una mano, como si quisieras acariciarlo. Los médicos no lo creen y tampoco tienen tiempo para observarte, sólo ven una enferma paralizada y espástica que ni siquiera pestañea cuando gritan su nombre. A pesar de la lentitud aterradora de este proceso, sé que estás saliendo paso a paso del abismo donde has estado perdida por varios meses y que un día de estos te conectarás con el presente. Me lo repito una y otra vez, pero a veces me falla la esperanza. Ernesto me sorprendió cavilando en la terraza.

—Piensa un poco ¿qué es lo peor que puede pasar?

—No es la muerte, Ernesto, sino que Paula se quede como está.

—¿Y tú crees que la vamos a querer menos por eso?

Como siempre, tu marido tiene razón. No vamos a quererte menos, sino mucho más, nos organizaremos, tendremos un hospital en casa y cuando yo falte te cuidará tu marido, tu hermano o mis nietos, ya veremos, no te preocupes, hija.

Llego al hotel por las noches y me sumerjo en un silencio quieto, indispensable para recuperar los despojos de mi energía dispersa en el bullicio del hospital. Mucha gente visita tu sala por las tardes, hay calor, confusión y no faltan quienes se atreven a fumar mientras los enfermos se sofocan. Mi cuarto del hotel se ha convertido en un refugio santo donde puedo ordenar mis pensamientos y escribir. Willie y Celia me llaman a diario desde California, mi madre me escribe a cada rato, estoy bien acompañada. Si pudiera descansar me sentiría más fuerte, pero duermo a saltos y a menudo los sueños tormentosos son más vívidos que la realidad. Despierto mil veces en la noche, asaltada por pesadillas y recuerdos.

El 11 de septiembre de 1973 al amanecer se sublevó la Marina y casi enseguida lo hicieron el Ejército, la Aviación y finalmente el Cuerpo de Carabineros, la policía chilena. Salvador Allende fue advertido de inmediato, se vistió de prisa, se despidió de su mujer y partió a su oficina dispuesto a cumplir lo que siempre había dicho: de La Moneda no me sacarán vivo. Sus hijas, Isabel y Tati, quien entonces estaba embarazada, corrieron junto a su padre. Pronto se regó la mala noticia y acudieron al Palacio ministros, secretarios, empleados, médicos de confianza, algunos periodistas y amigos, una pequeña multitud que daba vueltas por los salones sin saber qué hacer, improvisando tácticas de batalla, trancando puertas con muebles de acuerdo a las confusas instrucciones de los guardaespaldas del Presidente. Voces apremiantes sugirieron que había llegado la hora de llamar al pueblo a una manifestación multitudinaria en defensa del Gobierno, pero Allende calculó que habría millares de muertos. Entretanto intentaba disuadir a los insurrectos por medio de mensajeros y llamadas telefónicas, porque ninguno de los generales alzados se atrevió a enfrentarlo cara a cara. Los guardias recibieron órdenes de sus superiores de retirarse porque también los carabineros se habían plegado al Golpe, el Presidente los dejó ir pero les exigió que le entregaran sus armas. El Palacio quedó desvalido y las grandes puertas de madera con remaches de hierro forjado fueron cerradas por dentro. Poco después de las nueve de la mañana Allende comprendió que toda su habilidad política no alcanzaría para desviar el rumbo trágico de ese día, en verdad los hombres encerrados en el antiguo edificio colonial estaban solos, nadie iría a su rescate, el pueblo estaba desarmado y sin líderes.

Ordenó que salieran las mujeres y sus guardias repartieron armas entre los hombres, pero muy pocos sabían usarlas. Al tío Ramón le habían llegado las noticias a la Embajada en Buenos Aires y logró hablar por teléfono con el Presidente. Allende se despidió de su amigo de tantos años: no renunciaré, saldré de La Moneda sólo cuando termine mi periodo presidencial, cuando el pueblo me lo exija, o muerto. Entretanto las unidades militares a lo largo y ancho del país caían una a una en manos de los golpistas y en los cuarteles comenzaba la purga entre aquellos que permanecieron leales a la Constitución, los primeros fusilados de ese día vestían uniforme. El Palacio estaba rodeado de soldados y tanques, se oyeron unos disparos aislados y luego una balacera cerrada que perforó los gruesos muros centenarios e incendió muebles y cortinas en el primer piso. Allende salió al balcón con un casco y un fusil, y disparó un par de ráfagas, pero pronto alguien lo convenció de que eso era una locura y lo obligó a entrar. Se acordó una breve tregua para sacar a las mujeres y el Presidente pidió a todos que se rindieran, pero pocos lo hicieron, la mayoría se atrincheró en los salones del segundo piso, mientras él se despedía con un abrazo de las seis mujeres que aún permanecían a su lado. Sus hijas no querían abandonarlo, pero a esa hora ya se había desencadenado el fin y por orden de su padre las sacaron a viva fuerza.

En la confusión salieron a la calle y caminaron sin que nadie las detuviera, hasta que un automóvil las recogió y las condujo a lugar seguro. Tati nunca se repuso del dolor de esa separación y de la muerte de su padre, el hombre que más amó en su vida, y tres años más tarde, desterrada en Cuba, le encargó sus hijos a una amiga y sin despedirse de nadie se mató de un tiro. Los generales, que no esperaban tanta resistencia, no sabían cómo actuar y no deseaban convertir a Allende en héroe, le ofrecieron un avión para que se fuera con su familia al exilio. Se equivocaron conmigo, traidores, fue su respuesta. Entonces le anunciaron que comenzaría el bombardeo aéreo. Quedaba muy poco tiempo. El Presidente se dirigió por última vez al pueblo a través de la única emisora de radio que aún no estaba en manos de los militares insurrectos.

Su voz era tan pausada y firme, sus palabras tan determinadas, que esa despedida no parece el postrer aliento de un hombre que va a morir, sino el saludo digno de quien entra para siempre en la historia. Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. Lo seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno, que fue leal a la lealtad de los trabajadores… Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos

Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino.

Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile!

¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

Los bombarderos volaron como pájaros fatídicos sobre el palacio de La Moneda lanzando su carga con tal precisión, que los explosivos entraron por las ventanas y en menos de diez minutos ardía toda un ala del edificio, mientras desde la calle los tanques disparaban gas lacrimógeno. Simultáneamente otros aviones y tanques atacaban la residencia presidencial en el barrio alto. El fuego y el humo envolvieron el primer piso del palacio y comenzaron a invadir los salones del segundo, donde Salvador Allende y unos cuantos de sus seguidores aún se mantenían atrincherados. Había cuerpos tirados por todas partes, algunos heridos desangrándose rápidamente. Los sobrevivientes, ahogados por el humo y los gases, no lograban hacerse oír por encima del ruido de la balacera, los aviones y las bombas. La tropa de asalto del Ejército entró por los boquetes del incendio, ocupó la planta baja en llamas y ordenó con altavoces a los ocupantes que bajaran por una escalera exterior de piedra que daba a la calle. Allende comprendió que toda resistencia acabaría en una masacre y ordenó a su gente que se rindiera, porque serían más útiles al pueblo vivos que muertos. Se despidió de cada uno con un firme apretón de manos, mirándolos a los ojos. Salieron en fila india con los brazos en alto. Los soldados los recibieron a culatazos y patadas, los lanzaron rodando y abajo terminaron de aturdirlos a golpes antes de arrastrarlos a la calle, donde quedaron tendidos de boca en el pavimento, mientras la voz de un oficial enloquecido amenazaba con pasarles por encima con los tanques. El Presidente permaneció con el fusil en la mano junto a la bandera chilena rota y ensangrentada del Salón Rojo en ruinas.

Los soldados irrumpieron con las armas listas. La versión oficial es que se puso el cañón del arma en la barbilla, disparó y el tiro le destrozó la cabeza.

Ese martes inolvidable salí de mi casa rumbo a la oficina como cada mañana, Michael partió también y supongo que poco más tarde los niños se fueron caminando al colegio con sus bolsones a la espalda, sin saber que las clases estaban suspendidas. A las pocas cuadras me llamó la atención que las calles estaban casi desiertas, se veían algunas dueñas de casa desconcertadas frente a las panaderías cerradas y unos cuantos trabajadores a pie con el paquete de su almuerzo bajo el brazo porque no pasaban buses, sólo circulaban vehículos militares, entre los cuales mi coche pintado con flores y angelotes parecía una burla. Nadie me detuvo. No disponía de radio para oír noticias, pero aunque la hubiera tenido, toda información ya estaba censurada. Pensé pasar a saludar al Tata, tal vez él sabía qué diablos estaba ocurriendo, pero no quise molestarlo tan temprano. Seguí hacia la oficina con la sensación de haberme perdido entre las páginas de unos de esos libros de ciencia ficción que tanto me gustaban en la adolescencia, la ciudad parecía congelada en un cataclismo de otro mundo. Encontré la puerta de la editorial cerrada con cadena y candado; a través de un vidrio el conserje me hizo señas de que me fuera, era un hombre detestable que espiaba al personal para dar cuenta de la menor falta. Así es que esto es un Golpe Militar, pensé, y di media vuelta para ir a tomar una taza de café con la Abuela Hilda y comentar los acontecimientos. En eso escuché los helicópteros y poco después los primeros aviones que pasaban rugiendo a baja altura.

La Abuela Hilda estaba en la puerta de su casa mirando la calle con aire desolado y apenas vio acercarse el auto pintarrajeado que tan bien conocía, corrió a mi encuentro con las malas noticias.

Temía por su marido, un abnegado profesor de francés, que había salido muy temprano a su trabajo y ella no había vuelto a saber de él. Tomamos café con tostadas tratando de comunicarnos con él por teléfono, pero nadie contestaba. Hablé con la Granny que nada sospechaba y con los niños que jugaban tranquilos, la situación no me pareció alarmante y se me ocurrió que podía pasar la mañana cosiendo con la Abuela Hilda, pero ella estaba inquieta. El colegio donde enseñaba su marido quedaba en pleno centro, a pocas cuadras del palacio de La Moneda, y por la única radio que aún daba noticias ella se había enterado que ese sector estaba tomado por los golpistas. Hay disparos, están matando gente, dicen que no hay que salir a la calle por las balas perdidas, me llamó una amiga que vive en el centro y dice que se ven muertos, heridos y camiones repletos de detenidos, parece que hay toque de queda ¿sabes lo que es eso?, balbuceaba la Abuela Hilda. No, no lo sabía.

Aunque su angustia me pareció exagerada, mal que mal yo había circulado sin que nadie me molestara, me ofrecí para ir a buscar a su esposo. Cuarenta minutos más tarde estacioné frente al colegio, entré por la puerta entreabierta y tampoco allí vi a nadie, patios y aulas estaban silenciosos. Salió un viejo portero arrastrando los pies y me indicó con un gesto dónde estaba mi amigo. ¡No puede ser, se alzaron los milicos!, repetía incrédulo. En una sala de clases encontré al profesor sentado frente al pizarrón, con una ruma de papeles sobre la mesa, una radio encendida y la cara entre las manos, sollozando. Escucha, dijo. Así es como oí las últimas palabras del Presidente Allende. Después subimos al piso más alto del edificio, desde donde se vislumbraban los techos de La Moneda, y esperamos sin saber qué, porque ya no había noticias, todas las emisoras transmitían himnos marciales. Cuando vimos pasar los aviones volando muy bajo, oímos el estruendo de las bombas y se elevó una gruesa columna de humo hacia el cielo, nos pareció que estábamos atrapados en un mal sueño. No podíamos creer que se atrevieran a atacar La Moneda, corazón de la democracia chilena.

¿Qué será del compañero Allende?, preguntó mi amigo con la voz quebrada. No se rendirá jamás, dije. Entonces comprendimos por fin el alcance de la tragedia y el peligro que corríamos, nos despedimos del portero, quien se negó a abandonar su puesto, nos subimos a mi automóvil y partimos en dirección al barrio alto por calles laterales, evitando a los soldados. No me explico cómo llegamos sin inconvenientes hasta su casa ni cómo hice todo el trayecto hasta la mía, donde me esperaba Michael muy inquieto y los niños felices por esas vacaciones inesperadas.

A media tarde supe por una llamada confidencial que Salvador Allende había muerto.

Las líneas estaban sobrecargadas y las comunicaciones internacionales prácticamente interrumpidas, pero logré llamar a mis padres a Buenos Aires para darles la terrible noticia. Ya lo sabían, la censura que teníamos en Chile no corría para el resto del mundo. El tío Ramón puso la bandera a media asta en señal de duelo y de inmediato presentó a la Junta Militar su renuncia indeclinable. Con mi madre hicieron un inventario riguroso de cuantos bienes públicos contenía la residencia y dos días después entregaron la Embajada. Así terminaron para ellos treinta y nueve años de carrera diplomática; no estaban dispuestos a colaborar con la Junta, prefirieron la incertidumbre y el anonimato. El tío Ramón tenía cincuenta y siete años y mi madre cinco menos, ambos sentían el corazón roto, su país había sucumbido a la insensatez de la violencia, su familia estaba dispersa, sus hijos lejos, los amigos muertos o en exilio, se encontraban sin trabajo y con pocos recursos en una ciudad extranjera, donde ya se presentía también el horror de la dictadura y el comienzo de lo que después se llamó la Guerra Sucia. Se despidieron del personal, que les demostró cariño y respeto hasta el último momento, y cogidos de la mano salieron con la cabeza en alto. En los jardines había una multitud gritando las consignas de la Unidad Popular, miles de jóvenes y viejos, de hombres, mujeres y niños llorando la muerte de Salvador Allende y sus sueños de justicia y libertad. Chile se había convertido en un símbolo.

El terror comenzó ese mismo martes al amanecer, pero algunos no lo supieron hasta varios días más tarde, otros se demoraron mucho más en aceptarlo y, a pesar de todas las evidencias, un puñado de privilegiados pudo ignorarlo durante diecisiete años y lo niega hasta el día de hoy. Los cuatro generales de las Fuerzas Armadas y Carabineros aparecieron en televisión explicando los motivos del Pronunciamiento Militar, como llamaron al Golpe, mientras flotaban decenas de cadáveres en el río Mapocho, que cruza la ciudad, y millares de prisioneros se amontonaban en cuarteles, prisiones y nuevos campos de concentración organizados en pocos días a lo largo de todo el país. El más violento de los generales de la Junta parecía el de la Aviación, el más insignificante el de Carabineros, el más gris un tal Augusto Pinochet del cual pocos habían oído hablar. Nadie sospechó en esa primera aparición pública, que ese hombre con aspecto de abuelo bonachón se tornaría en aquella figura siniestra de lentes oscuros, con el pecho tapizado de insignias y capa de emperador prusiano que dio la vuelta al mundo en reveladoras fotografías. La Junta Militar impuso toque de queda por muchas horas, sólo personal de las Fuerzas Armadas podía circular por las calles. En ese tiempo allanaron los edificios de Gobierno y de la administración pública, bancos, universidades, industrias, asentamientos campesinos y poblaciones completas en busca de los partidarios de la Unidad Popular. Políticos, periodistas, intelectuales y artistas de izquierda fueron tomados presos en el acto, dirigentes obreros fueron fusilados sin trámite, no alcanzaban las prisiones para tantos detenidos y habilitaron escuelas y estadios deportivos. Estábamos sin noticias, la televisión transmitía dibujos animados y las radios tocaban marchas militares, a cada rato promulgaban nuevos bandos con las órdenes del día y volvían a verse en las pantallas los cuatro generales golpistas, con el escudo y la bandera de la patria como telón de fondo. Explicaron a la ciudadanía el Plan Zeta, según el cual el Gobierno derrocado tenía una interminable lista negra con miles de personas de la oposición que pensaba masacrar en los próximos días en un genocidio sin precedentes, pero ellos se habían adelantado para evitarlo. Dijeron que la patria estaba en manos de asesores soviéticos y guerrilleros cubanos, y que Allende, borracho, se había suicidado de vergüenza no sólo por el fracaso de su gestión, sino sobre todo porque las honorables Fuerzas Armadas habían desenmascarado sus depósitos de armamento ruso, su despensa llena de pollos, su corrupción, sus robos y sus bacanales, como demostraban una serie de fotografías pornográficas que por decencia no se podían exhibir. Por prensa, radio y televisión conminaron a cientos de personas a entregarse en el Ministerio de Defensa y algunos incautos lo hicieron de buena fe y lo pagaron muy caro. Mi hermano Pancho figuraba entre ellos y se salvó porque andaba en misión diplomática en Moscú, donde quedó atrapado con su familia por varios años. La casa del Presidente fue tomada por asalto, después de haber sido bombardeada, y hasta la ropa de la familia fue expuesta al pillaje. Los vecinos y los soldados se llevaron de recuerdo los objetos personales, los documentos más íntimos y las obras de arte que los Allende habían coleccionado a lo largo de sus vidas. En las poblaciones obreras la represión fue implacable, en el país entero hubo ejecuciones sumarias, innumerables prisioneros, desaparecidos y torturados, no había dónde esconder a tantos perseguidos ni cómo alimentar a los millares de familias sin trabajo. ¿Cómo surgieron de pronto tantos delatores, colaboradores, torturadores y asesinos? Tal vez estuvieron siempre allí y no supimos verlos. Tampoco podíamos explicarnos el odio feroz de la tropa que provenía de los sectores sociales más bajos y ahora martirizaba a sus hermanos de clase.

La viuda, las hijas y algunos colaboradores cercanos de Salvador Allende se refugiaron en la Embajada de México. Al día siguiente del Golpe Militar, Tencha salió con un salvoconducto, escoltada por militares, para enterrar secretamente a su marido en una tumba anónima. No le permitieron ver su cadáver. Poco después partió con sus hijas al exilio en México, donde fueron recibidas con honores por el Presidente y amparadas generosamente por todo el pueblo. El destituido General Prats, quien se negó a respaldar a los golpistas, fue sacado de Chile y llevado a Argentina entre gallos y a medianoche porque contaba con un sólido prestigio entre las filas y temían que encabezara una posible división de las Fuerzas Armadas, pero esa idea no se le pasó nunca por la mente. En Buenos Aires llevó una vida retirada y modesta, contaba con muy pocos amigos, entre ellos mis padres, estaba separado de sus hijas y temía por su vida. Encerrado en su apartamento empezó a escribir calladamente las amargas memorias de los últimos tiempos.

Al día siguiente del Golpe un bando militar dio orden de poner la bandera en todos los techos para celebrar la victoria de los valientes soldados, que tan heroicamente defendían la civilización cristiano-occidental contra la conspiración comunista. Un jeep se detuvo ante nuestra puerta para averiguar por qué no cumplíamos la orden. Michael y yo explicamos mi parentesco con Allende, estamos de duelo, si quiere ponemos la bandera a media asta con una cinta negra, dijimos. El oficial se quedó pensando un rato y como no tenía instrucciones al respecto, se fue sin mayores comentarios.

Habían comenzado las delaciones y esperábamos que en cualquier momento habría un llamado acusándonos de quizás qué crímenes, pero no fue así, tal vez el cariño que la Granny inspiraba en el barrio lo impidió. Michael se enteró que había un grupo de trabajadores atrapados en uno de sus edificios en construcción, no alcanzaron a salir en la mañana y luego no pudieron hacerlo por el toque de queda, estaban incomunicados y sin alimentos. Avisamos a la Granny, quien se las arregló para cruzar la calle agazapada y acudir junto a sus nietos, sacamos provisiones de nuestra despensa y, tal como habían indicado por la radio para casos de emergencia, salimos en el automóvil avanzando con lentitud de tortuga, con un pañuelo blanco enarbolado en un palo y las ventanas abiertas. Nos detuvieron cinco veces y siempre le exigían a Michael que se bajara, revisaban bruscamente el destartalado Citroën y luego nos permitían continuar. A mí nada me preguntaron, ni siquiera me vieron, y pensé que el espíritu protector de la Memé me había cubierto con un manto de invisibilidad, pero después comprendí que en la idiosincrasia militar las mujeres no cuentan, salvo como botín de guerra. Si hubieran examinado mis documentos y visto mi apellido, tal vez no habríamos entregado nunca el canasto de alimento. En esa oportunidad no sentimos miedo porque aún desconocíamos los mecanismos de la represión y creíamos que bastaba con explicar que no pertenecíamos a ningún partido político para estar fuera de peligro, la verdad se nos reveló muy pronto, cuando se levantó el toque de queda y pudimos comunicarnos.

En la editorial despidieron de inmediato a quienes habían tenido alguna participación activa en la Unidad Popular; yo quedé en la mira. Delia Vergara, pálida pero firme, anunció lo mismo que había dicho tres años antes: nosotros seguimos trabajando como siempre.

Sin embargo esta vez era diferente, varios de sus colaboradores habían desaparecido y la mejor periodista del equipo andaba enloquecida tratando de esconder a su hermano. Tres meses después ella misma debió asilarse y terminó refugiada en Francia, donde ha vivido durante más de veinte años. Las autoridades reunieron a la prensa para comunicar las normas de estricta censura bajo la cual se debía operar, no sólo había temas prohibidos, también había palabras peligrosas, como compañero, que fue borrada del vocabulario, y otras que debían usarse con extrema prudencia, como pueblo, sindicato, asentamiento, justicia, trabajador y muchas más identificadas con el lenguaje de la izquierda. La palabra democracia sólo se podía emplear acompañada de un adjetivo: democracia condicionada, autoritaria y hasta totalitaria. Mi primer contacto directo con la censura fue una semana más tarde, cuando apareció en los kioskos la revista juvenil que yo dirigía con una ilustración en la portada de cuatro feroces gorilas y en su interior un largo reportaje sobre esos animales. Las Fuerzas Armadas lo consideraron una alusión directa a los cuatro generales de la Junta. Preparábamos las páginas a color con dos meses de anticipación, cuando la idea de un Golpe Militar todavía era bastante remota, fue una rara coincidencia que los gorilas estuvieran en la tapa de la revista justamente en ese momento. El dueño de la editorial, que había regresado en su avión privado apenas se aplacó un poco el caos de los primeros días, me despidió y nombró otro director, el mismo hombre que poco después logró convencer a la Junta Militar de cambiar los mapas, volteando los continentes para que la benemérita patria apareciera a la cabeza de la página y no en el culo, poniendo el sur arriba y extendiendo las aguas territoriales hasta Asia. Perdí mi trabajo de directora y muy pronto perdería también mi puesto en la revista femenina, tal como le ocurriría al resto del equipo porque a los ojos de los militares el feminismo resultaba tan subversivo como el marxismo.

Los soldados cortaban a tijeretazos los pantalones de las mujeres en la calle, porque a su juicio sólo los machos pueden llevarlos, las melenas de los hombres fueron consideradas indicio de mariconería, y las barbas rapadas porque se temía que tras ellas se ocultaran comunistas. Habíamos vuelto a los tiempos de la autoridad masculina incuestionable. Bajo las órdenes de una nueva directora, la revista dio un brusco viraje y quedó convertida en una réplica exacta de docenas de otras publicaciones frívolas para mujeres. El dueño de la empresa volvió a fotografiar sus bellas adolescentes.

La Junta Militar terminó por decreto con huelgas y protestas, devolvió la tierra a los antiguos patrones y las minas a los norteamericanos, abrió el país a los negocios y al capital extranjero, vendió los milenarios bosques nativos y la fauna marítima a compañías japonesas y estableció el sistema de suculentas comisiones y corrupción como una forma de Gobierno.

Surgió una nueva casta de jóvenes ejecutivos educados en las doctrinas del capitalismo puro, que circulaban en motos cromadas y manejaban los destinos de la patria con despiadada frialdad. En nombre de la eficiencia económica los generales frigorizaron la historia, combatieron la democracia como una «ideología foránea», y la reemplazaron por una doctrina de «ley y orden». Chile no fue un caso aislado, pronto la larga noche del totalitarismo habría de extenderse por toda América Latina.

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