Paula

Paula


Segunda Parte

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—Entrega esto, es un asunto de vida o muerte. Tengo que irme en el próximo avión, mi contacto no apareció y no puedo esperar más —dijo. Me hizo repetir la dirección dos veces, para estar segura de que la había memorizado, y luego partió corriendo.

—¿Quién era? —preguntó Michael cuando me vio salir del baño.

—No tengo idea. Me pidió que entregue esto, dijo que es muy importante.

—¿Qué es? ¿Por qué lo recibiste? Puede ser una trampa…

Todas esas preguntas y otras que se nos ocurrieron después nos dejaron buena parte de la noche sin dormir, no queríamos abrir el sobre porque era preferible no saber su contenido, no nos atrevíamos a llevarlo a la dirección que la mujer había indicado y tampoco podíamos destruirlo. En esas horas creo que Michael comprendió que yo no buscaba problemas, sino que estos me salían al encuentro. Pudimos ver al fin cuánto se había distorsionado la realidad si un encargo tan sencillo como entregar una carta podía costarnos la vida y si el tema de la tortura y la muerte era parte de la conversación cotidiana, como algo plenamente aceptado.

Al amanecer extendimos un mapa del mundo sobre la mesa del comedor para ver adónde ir. Para entonces la mitad de la población de América Latina vivía bajo una dictadura militar; con el pretexto de combatir al comunismo las Fuerzas Armadas de varios países se habían transformado en mercenarios de las clases privilegiadas y en instrumentos de represión para los más pobres. En la década siguiente los militares llevaron a cabo una guerra sin cuartel contra sus propios pueblos, murieron, desaparecieron y se exilaron millones de personas, no se había visto en el continente un movimiento tan vasto de masas humanas cruzando fronteras. Ese amanecer descubrimos con Michael que quedaban muy pocas democracias donde buscar refugio y que en varias de ellas, como México, Costa Rica o Colombia, ya no otorgaban visas para chilenos porque en el último año y medio habían emigrado demasiados. Apenas se levantó el toque de queda dejamos a los niños con la Granny, impartimos algunas instrucciones para el caso que no volviéramos, y fuimos a entregar el sobre a la dirección señalada. Tocamos el timbre de una casa vieja en una calle del centro, nos abrió un hombre vestido con bluyines y comprobamos con profundo alivio que llevaba un collarín de sacerdote.

Reconocimos su acento belga porque habíamos vivido en ese país.

Después que huyeron de Argentina, el tío Ramón y mi madre se encontraron sin un lugar donde establecerse y durante meses debieron aceptar la hospitalidad de amigos en el extranjero, sin un sitio donde desempacar definitivamente sus maletas. En eso mi madre se acordó del venezolano que había conocido en el hospital geriátrico de Rumania y siguiendo una corazonada buscó la tarjeta que había guardado todos esos años y lo llamó a Caracas para contarle en pocas palabras lo sucedido. Vente, chica, aquí hay espacio para todos, fue la respuesta inmediata de Valentín Hernández. Eso nos dio la idea de instalarnos en Venezuela, supusimos que era un país verde y generoso, donde contábamos con un amigo y podíamos quedarnos por un tiempo, hasta que cambiara la situación en Chile. Con Michael comenzamos a planear el viaje, debíamos alquilar la casa, vender los muebles y conseguir trabajo, pero todo se precipitó en menos de una semana. Ese miércoles los niños volvieron del colegio aterrorizados; unos desconocidos los habían agredido en la calle y después de amenazarlos les dieron un mensaje para mí: díganle a la puta de su madre que tiene los días contados.

Al día siguiente vi a mi abuelo por última vez. Lo recuerdo como siempre en el sillón que le compré muchos años atrás en un remate, con su melena de plata y su bastón de campesino en la mano. Cuando joven debe haber sido alto, porque cuando estaba sentado todavía lo parecía, pero con la edad se le deformaron los pilares del cuerpo y se desmoronó como un edificio con las fundaciones falladas. No pude despedirme de él, no tuve valor para decirle que me iba, pero supongo que lo presintió.

—Tengo una inquietud desde hace mucho tiempo, Tata… ¿Alguna vez ha matado a un hombre?

—¿Por qué me hace esa pregunta tan descabellada?

—Porque usted tiene mal carácter —insinué, pensando en el cuerpo del pescador de boca sobre la arena, en los tiempos remotos de mis ocho años.

—Nunca me ha visto empuñar un arma ¿verdad? Tengo buenas razones para desconfiar de ellas —dijo el viejo—. Cuando era joven me desperté una madrugada con un golpe en la ventana de mi cuarto. Salté de la cama, tomé mi revólver y todavía medio dormido, me asomé y apreté el gatillo. Me despertó el ruido del balazo y entonces caí en cuenta, espantado, que había disparado contra unos estudiantes que volvían de una fiesta. Uno de ellos había tocado la persiana con el paraguas. Gracias a Dios no lo maté, me libré por un pelo de asesinar a un inocente. Desde entonces las armas de caza están en el garaje. Hace muchos años que no las uso.

Era cierto. Colgando de un poste de su cama había unas boleadoras como las que usan los gauchos argentinos, dos bolas de piedra unidas por una larga tira de cuero, que él mantenía al alcance de la mano por si entraban a robar.

—¿Nunca usó las boleadoras o un garrote para matar a alguien?

Alguno que lo ofendió o que le hizo daño a un miembro de su familia…

—No sé de qué diablos me está hablando, hija. Este país está lleno de asesinos, pero yo no soy uno de ellos.

Era la primera vez que se refería a la situación que vivíamos en Chile, hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio y con los labios apretados las historias que yo le contaba. Se puso de pie con una sonajera de huesos y maldiciones, le costaba mucho caminar pero nadie se atrevía a mencionar en su presencia la posibilidad de una silla de ruedas, y me indicó que lo siguiera.

Nada había cambiado en esa habitación desde los tiempos en que murió mi abuela, los muebles negros en la misma disposición, el reloj de torre y el olor de los jabones ingleses que guardaba en su armario. Abrió su escritorio con una llave que siempre llevaba en el chaleco, buscó en uno de los cajones, sacó una antigua caja de galletas y me la pasó.

—Esto era de su abuela, ahora es suyo —dijo con la voz quebrada.

—Tengo que confesarle algo, Tata…

—Va a decirme que me robó el espejo de plata de la Memé…

—¿Cómo supo que era yo?

—Porque la vi. Tengo el sueño liviano. Ya que tiene el espejo, bien puede quedarse con lo demás. Es todo lo que hay de la Memé, pero no necesito esas cosas para recordarla y prefiero que estén en sus manos, porque cuando me muera no quiero que las tiren a la basura.

—No piense en la muerte, Tata.

—A mi edad no se piensa en otra cosa. Seguro moriré solo, como un perro.

—Yo estaré con usted.

—Ojalá no se le olvide que me hizo una promesa. Si está pensando en irse a alguna parte, acuérdese que cuando llegue el momento tiene que ayudarme a morir con decencia.

—Me acuerdo, Tata, no se preocupe.

Al día siguiente me embarqué sola rumbo a Venezuela. No sabía que no volvería a ver a mi abuelo. Pasé las formalidades del aeropuerto con las reliquias de la Memé apretadas contra el pecho.

La caja de galletas contenía los restos de una corona de azahares de cera, unos guantes infantiles de gamuza color del tiempo y un manoseado libro de oraciones con tapas de nácar. También llevaba una bolsita de plástico con un puñado de tierra de nuestro jardín, con la idea de plantar un nomeolvides en otra parte. El funcionario que revisó mi pasaporte vio los timbres de entradas y salidas frecuentes a la Argentina y mi carnet de periodista, y como supongo que no encontró mi nombre en su lista, me dejó salir.

El avión se elevó a través de un colchón de nubes y minutos más tarde cruzaba los picos nevados de la cordillera de los Andes.

Esas cimas blancas asomadas entre nubes invernales fueron la última imagen que tuve de mi patria. Volveré, volveré, repetía como una oración.

Andrea, mi nieta, nació en el cuarto de la televisión, en uno de los primeros días calientes de primavera. El apartamento de Celia y Nicolás queda en un tercer piso sin ascensor; no es práctico en caso de una emergencia, por eso escogieron nuestra planta baja para traer a la criatura al mundo, una pieza grande con ventanales asomados a la terraza, donde transcurre la vida cotidiana; en días claros pueden verse tres puentes de la bahía y en la noche titilan al otro lado del agua las luces de Berkeley. Celia se ha adaptado tanto al estilo de California, que decidió aplicar la música del universo hasta las últimas consecuencias, saltándose el hospital y los médicos para dar a luz en familia. Los primeros síntomas comenzaron a medianoche, al amanecer Celia se encontró de súbito bañada en aguas amnióticas y poco después se trasladaron a nuestra casa. Los vi aparecer con el aire ofuscado de las víctimas de catástrofes naturales, en chancletas, con una gastada bolsa negra con sus pertenencias y cargando a Alejandro en pijama y todavía medio dormido. El chiquillo no sospechaba que dentro de pocas horas tendría que compartir su espacio con una hermana y terminaría para siempre su reinado totalitario de hijo y nieto único. Un par de horas más tarde llegó la matrona, una mujer joven, dispuesta a correr el riesgo de trabajar a domicilio, manejando una camioneta cargada con los equipos de su oficio, y vestida de caminante con pantalones cortos y zapatillas de gimnasia. Se integró tan bien a la rutina familiar, que al poco rato estaba en la cocina preparando desayuno con Willie.

Entretanto Celia paseaba sin perder nunca la calma apoyada en Nicolás, respirando corto cuando el dolor la doblaba, y descansando cuando la criatura en su vientre le daba tregua. Mi nuera lleva en las venas canciones secretas que marcan el ritmo de sus pasos cuando camina, durante las contracciones jadeaba y se mecía como si escuchara por dentro una irresistible tamborera venezolana. Hacia el final me pareció que en algunos momentos empuñaba las manos y un ramalazo de terror pasaba por sus ojos, pero enseguida su marido encontraba su mirada, le susurraba algo en la clave privada de los esposos y ella aflojaba la tensión. Así pasó el tiempo, vertiginoso para mí y muy lento para ella, que soportó esa prueba sin un quejido, calmantes ni anestesia. Nicolás la sostuvo, mi humilde participación consistió en ofrecerle hielo picado y jugo de manzana, y la de Willie en entretener a Alejandro, mientras desde una distancia prudente la partera seguía los acontecimientos sin intervenir y yo recordaba mi propia experiencia cuando nació Nicolás, tan diferente a esta. Desde el instante en que crucé el umbral del hospital perdí mi sentido de identidad y pasé a ser un paciente sin nombre, sólo un número. Me desnudaron, me entregaron una bata abierta en la espalda y me llevaron a un sitio aislado, donde fui sometida a algunas humillaciones adicionales y luego quedé sola. De vez en cuando alguien exploraba entre mis piernas, mi cuerpo se había convertido en una sola caverna palpitante y adolorida; pasé un día, una noche y buena parte del día siguiente en esa laboriosa tarea, cansada y medio muerta de miedo, hasta que finalmente me anunciaron que se acercaba el desenlace y me llevaron a un pabellón. De espaldas sobre una mesa metálica, con los huesos convertidos en ceniza y cegada por las luces, me abandoné al sufrimiento. Ya nada dependía de mí, el bebé braceaba por salir y mis caderas se abrían para ayudarlo sin intervención de mi voluntad. Todo lo aprendido en los manuales y en los cursos previos no me sirvió de nada. Hay un momento en que el viaje iniciado no puede detenerse, rodamos hacia una frontera, pasamos a través de una puerta misteriosa y amanecemos al otro lado, en otra vida. El niño entra al mundo y la madre a otro estado de conciencia, ninguno de los dos vuelve a ser el mismo. Con Nicolás me inicié en el universo femenino, la cesárea anterior me había privado de un rito único que sólo las hembras de los mamíferos comparten. El proceso alegre de engendrar un niño, la paciencia de gestarlo, la fortaleza para traerlo a la vida y el sentimiento de profundo asombro en que culmina, sólo puedo compararlo al de crear un libro. Los hijos, como los libros, son viajes al interior de una misma en los cuales el cuerpo, la mente y el alma cambian de dirección, se vuelven hacia el centro mismo de la existencia.

El clima de tranquila alegría que reinaba en nuestra casa cuando nació Andrea en nada se parecía a mi angustia en ese pabellón de maternidad veinticinco años atrás. A media tarde Celia hizo una señal, Nicolás la ayudó a subir a la cama y en menos de un minuto se materializaron en la habitación los aparatos e instrumentos que la matrona traía en su camioneta. Esa muchacha en pantalones cortos pareció envejecer de súbito, le cambió el tono de voz y milenios de experiencia femenina se reflejaron en su cara pecosa.

Lávese las manos y prepárese, que ahora le toca trabajar a usted, me dijo con un guiño. Celia se abrazó a su marido, apretó los dientes y empujó. Y entonces, en una oleada de sangre surgió una cabeza cubierta de pelo oscuro y un pequeño rostro aplastado y púrpura, que sostuve como un cáliz con una mano, mientras con la otra desprendía de un gesto rápido la cuerda azulada que envolvía el cuello. Con otro brutal empeño de la madre apareció el resto del cuerpo de mi nieta, un paquete ensangrentado y frágil, el más extraordinario regalo. Con un sollozo abismal sentí en el centro de mí misma la experiencia sagrada de dar a luz, el esfuerzo, el dolor, el pánico y agradecí maravillada el valor heroico de mi nuera y el prodigio de su cuerpo sólido y su espíritu noble, hechos para la maternidad. A través de un velo me pareció ver a Nicolás emocionado, que tomaba a la criatura de mis manos para acomodarla sobre el regazo de su madre. Ella se irguió entre las almohadas, jadeando, mojada de sudor y transformada por una luz interior, indiferente por completo al resto de su cuerpo que seguía pulsando y sangrando, cerró los brazos en torno a su hija y, doblada sobre ella, le dio la bienvenida con una catarata de palabras dulces en un lenguaje recién inventado, besándola y olisqueándola como hacen todas las hembras, y se la puso al pecho en el gesto más antiguo de la humanidad. El tiempo se congeló en el cuarto y el sol se detuvo sobre las rosas de la terraza, el mundo retuvo el aliento para celebrar el prodigio de esa nueva vida. La matrona me pasó unas tijeras, corté el cordón umbilical y Andrea inició su destino separada de su madre. ¿De dónde viene esta pequeña? ¿Dónde estaba antes de germinar en el vientre de Celia? Tengo mil preguntas que hacerle, pero temo que cuando pueda contestarme ya habrá olvidado cómo era el cielo… Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.

Paula pasó un mes en la clínica de rehabilitación, terminaron de examinarla y medirla por dentro y por fuera y nos entregaron un informe demoledor. Michael vino de Chile y Ernesto también estaba aquí con un permiso especial de su trabajo. Consiguió que su oficina lo trasladara a Nueva York, al menos quedamos en el mismo país, a seis horas de distancia en caso de una emergencia y al alcance del teléfono cada vez que la tristeza nos derrote. No había estado con su mujer desde que la trajimos desde Madrid en aquel viaje de pesadilla y a pesar de que lo mantengo informado de cada detalle, le impresionó verla tan bella y tanto más ausente.

Este hombre es como algunos árboles que aguantan vientos huracanados inclinándose, pero sin quebrarse. Llegó con regalos para Paula, entró apurado a su pieza, la tomó en brazos y la besó murmurando cuánto la echaba de menos y qué bonita se había puesto, mientras ella miraba fijamente al frente con sus grandes ojos sin luz, como una muñeca. Después se recostó a su lado para mostrarle fotografías de su luna de miel y recordarle los tiempos felices del año pasado, por último ambos se durmieron, como una pareja normal a la hora de la siesta. Ruego para que encuentre una mujer sana, de alma bondadosa como Paula, y sea feliz lejos de aquí, no debe permanecer atado a una enferma por el resto de su vida; pero todavía no puedo hablarle de eso, es demasiado pronto. Médicos y terapeutas que trataron a Paula reunieron a la familia y dieron su veredicto: su nivel de conciencia es nulo, no hay signos de cambio en estas cuatro semanas, no pudieron establecer ninguna comunicación con ella y lo más realista es suponer que se irá deteriorando. No volverá a hablar ni tragar, nunca podrá moverse por voluntad propia, es muy difícil que llegue a reconocer a alguien, aseguraron que la rehabilitación es imposible pero los ejercicios son necesarios para mantenerla flexible. Por último recomendaron colocarla en una institución para enfermos de este tipo, porque requiere cuidados permanentes y no puede estar sola ni un minuto. Un silencio largo siguió a las últimas palabras del informe. Al otro lado de la mesa estaban Nicolás y Celia con los niños en brazos y Ernesto con la cabeza entre las manos.

—Es importante decidir qué se hará en caso de neumonía u otra infección grave. ¿Optarán por tratamiento agresivo? —preguntó uno de los médicos.

Ninguno de nosotros entendió sus palabras.

—Si le administran dosis masivas de antibióticos, o la colocan en Cuidados Intensivos cada vez que eso ocurra, podrá vivir muchos años. Si no recibe tratamiento, morirá antes —explicó.

Ernesto levantó la cara y nuestros ojos se encontraron. Miré también a Nicolás y a Celia y sin vacilar ni ponerse de acuerdo, los tres me hicieron un gesto.

—Paula no volverá a la Unidad de Cuidados Intensivos, tampoco la torturaremos con nuevas transfusiones de sangre, drogas o exámenes dolorosos. Si su estado es grave, estaremos a su lado para ayudarla a morir —dije, con una voz tan firme, que no pude reconocer como mía.

Michael salió de la sala descompuesto y pocos días más tarde regresó a Chile. En ese instante quedó claro que mi hija volvía a mi regazo y sería sólo yo quien tendría la responsabilidad de su vida y tomaría las decisiones en el momento de su muerte. Las dos juntas y solas, como el día de su nacimiento. Sentí una oleada de fuerza que me sacudió el cuerpo como un corrientazo y comprendí que las vicisitudes de mi largo camino fueron una feroz preparación para esta prueba. No estoy derrotada, todavía me queda mucho por hacer, la medicina occidental no es la única alternativa para estos casos, voy a golpear otras puertas y recurrir a otros medios, incluso los más improbables, para salvarla. Desde el principio tuve la idea de llevarla a casa, por eso durante el mes que estuvo en la clínica de rehabilitación me entrené en sus cuidados y en el uso de los aparatos de fisioterapia. En menos de tres días conseguí el equipo necesario, desde una cama eléctrica hasta una grúa para movilizarla, y contraté cuatro mujeres de Centroamérica para que me ayuden en turnos de día y de noche.

Entrevisté a quince postulantes y escogí las que me parecieron más cariñosas, porque ha terminado la etapa de la eficiencia y entramos a la del amor. Todas cargan con un pasado trágico, pero mantienen la frescura de una sonrisa maternal. Una de ellas tiene piernas y brazos marcados de navajazos; asesinaron a su marido en El Salvador y a ella la dejaron por muerta en un charco de sangre, con sus tres hijos pequeños. De algún modo logró arrastrarse hasta encontrar ayuda y poco después escapó del país, dejando a los niños con la abuela. Otra viene de Nicaragua, no ha visto a sus cinco hijos en muchos años, pero piensa traerlos uno a uno, trabaja y ahorra hasta el último centavo para reunirse con ellos algún día. El primer piso de la casa se convirtió en el reino de Paula, pero también sigue siendo el cuarto familiar, como lo era antes, donde están la televisión, la música y los juegos de los niños. En esa pieza nació Andrea hace apenas una semana y allí vivirá su tía por el tiempo que desee permanecer en este mundo.

Por los ventanales asoman los geranios del verano y las rosas plantadas en barriles, compañeras leales de muchas épocas de infortunio. Nicolás pintó las paredes de blanco, rodeamos la cama con fotografías de sus años felices, parientes y amigos, y pusimos sobre una repisa su muñeca de trapo. Resulta imposible disimular los enormes aparatos que necesita, pero al menos la habitación es más acogedora que los cuartos de hospital donde ha vivido los últimos meses. Esa mañana asoleada en que mi hija llegó en una ambulancia, la casa pareció abrirse alegremente para acogerla.

Durante la primera media hora todo fue actividad, ruido y afanes, pero de pronto ya no hubo más trajín, ella estaba instalada en su cama y las rutinas empezaban, la familia partió a sus quehaceres, quedamos las dos solas y entonces percibí el silencio y la calma de la casa en reposo. Me senté a su lado y le tomé la mano. El tiempo se arrastraba muy lento, pasaron las horas y vi cambiar el color de la bahía y luego se fue el sol y empezó a caer la oscuridad tardía de junio. Una gata grande con manchas pardas, que no había visto antes, entró por el ventanal abierto, dio unas vueltas por la habitación reconociendo el terreno y luego se subió de un salto a la cama y se echó a los pies de Paula. A ella le gustan los gatos, tal vez la llamó con el pensamiento para que le haga compañía. La carrera apresurada de la existencia ha terminado para mí, he entrado en el ritmo de Paula, el tiempo está quieto en los relojes. Nada que hacer. Dispongo de días, semanas, años junto a la cama de mi hija, haciendo hora sin saber qué espero. Sé que nunca volverá a ser la de antes, su mente se ha ido quién sabe adónde, pero su cuerpo y su espíritu están aquí. La inteligencia era su rasgo más deslumbrante, su bondad se descubría a la segunda mirada, me cuesta imaginar que su cerebro privilegiado está reducido a un nubarrón en una radiografía, que desaparecieron para siempre su inclinación al estudio, su sentido del humor, su memoria para los detalles más pequeños. Es como una planta, dijeron los médicos. La gata puede seducirme para que le dé comida y la deje dormir sobre la cama, pero mi hija no me reconoce y no puede siquiera apretarme la mano para indicar algo. He tratado de enseñarle a parpadear, una vez para sí, dos para no, pero es tarea inútil. Al menos la tengo aquí conmigo, a salvo en esta casa, protegida por todos nosotros. Nadie volverá a invadirla con agujas y sondas, de ahora en adelante sólo recibirá caricias, música y flores. Mi tarea es mantener su cuerpo sano y evitarle dolores, así su espíritu tendrá paz para cumplir el resto de su misión en la tierra. Silencio. Sobran horas para hacer nada. Tomo conciencia de mi cuerpo, de mi respiración, de la forma como mi peso se distribuye en la silla, la columna me sostiene y los músculos obedecen mis deseos. Decido, voy a tomar agua y mi brazo se levanta y coge el vaso con la fuerza y velocidad exactas; bebo y siento los movimientos de la lengua y los labios, el sabor fresco en la boca, el líquido frío bajando por la garganta. Nada de eso puede hacer mi pobre hija, si desea beber no puede pedirlo, debe esperar que otro adivine su necesidad y acuda a echarle agua con una jeringa por el tubo insertado en su estómago. No siente el alivio de la sed satisfecha, sus labios están siempre secos, apenas puedo humedecerlos un poco, porque si los mojo el líquido puede irse a los pulmones. Detenidas, las dos detenidas en este brutal paréntesis. Mis amigas me recomendaron a la doctora Cheri Forrester que tiene experiencia en pacientes terminales y fama de compasiva; la llamé y tuve la sorpresa que había leído mis libros y estaba dispuesta a ver a Paula en la casa. Es una mujer joven de ojos oscuros y expresión intensa, que me saludó con un abrazo y escuchó con el corazón abierto el relato de lo ocurrido.

—¿Qué quieres de mí? —me preguntó al final.

—Ayuda para mantener a Paula sana y cómoda; ayuda para el momento de su muerte, y ayuda para buscar otros recursos. Sé que los médicos no pueden hacer nada por ella, voy a intentar con medicina alternativa: santones, plantas, homeopatía, todo lo que pueda conseguir.

—Es lo mismo que haría yo si se tratara de mi hija, pero esos experimentos deben tener un límite. No puedes vivir de ilusiones y esas cosas aquí no son gratis. Paula puede permanecer en esta condición por muchos años, tienes que administrar bien tus fuerzas y recursos.

—¿Cuánto tiempo?

—Digamos tres meses. Si en ese plazo no hay resultados apreciables, te quedas tranquila.

—Está bien.

Ella me presentó al doctor Miki Shima, un pintoresco acupuntor japonés, a quien tengo reservado como personaje para una novela, si es que vuelvo a escribir ficción. Se corrió la voz y pronto empezó un desfile de curanderos ofreciendo sus servicios: uno que vende colchones magnéticos para la energía, un hipnotista que graba cuentos al revés y se los hace oír a Paula con audífonos, una santa de la India que encarna a la Madre Universal, un apache que combina la sabiduría de sus bisabuelos con el poder de los cristales y un astrólogo que ve el futuro, pero sus visiones son tan confusas que pueden interpretarse de maneras contradictorias. A todos escucho procurando no alterar la comodidad de Paula. También hice un peregrinaje donde un famoso psíquico en Oregón, un caballero con el pelo teñido en una oficina llena de animales de peluche, quien sin moverse de su casa pudo examinar a la enferma con su tercer ojo. Recomendó una combinación de polvos y gotas bastante complicada de administrar, pero Nicolás, que es muy escéptico para estas cosas, comparó la receta con un frasco de Centrum, multivitamínico de uso corriente, y resultaron casi exactos. Ninguno de estos extraños doctores ha prometido devolver la salud a mi hija, pero tal vez puedan mejorar la calidad de sus días y lograr alguna forma de comunicación. Las cuidadoras me ofrecen también sus oraciones y remedios naturales; una de ellas consiguió agua bendita de una vertiente sagrada en México y se la administra con tanta fe, que tal vez suceda un milagro. El doctor Shima viene cada semana y nos levanta el ánimo, la revisa cuidadosamente, le pone sus delgadas agujas en las orejas y los pies y le receta homeopatía. A veces le acaricia el pelo como si fuera su hija y se le llenan los ojos de lágrimas, qué bonita es, me dice, si logramos mantenerla sana tal vez la ciencia descubra una manera de renovar las células dañadas y hasta de trasplantar cerebros ¿por qué no? Ni de vaina, doctor, le respondo, no le permitiré a nadie hacer experimentos de Frankenstein con Paula. Para mí trajo unas yerbas orientales cuya traducción exacta es «para la tristeza provocada por duelo o pérdida del amor» y supongo que gracias a ellas sigo funcionando con relativa normalidad. La doctora Forrester observa todo esto sin dar su opinión y cuenta los días en el calendario; tres meses, es todo, me recuerda en cada visita. También ella parece preocupada por mi salud, cree que estoy deprimida y agotada, y me ha recetado pastillas para dormir, advirtiéndome que no tome más de una porque pueden ser mortales.

Me hace bien escribir, a pesar de que a veces me cuesta hacerlo porque cada palabra es como una quemadura. Estas páginas son un viaje irrevocable por un largo túnel al cual no le veo salida, pero sé que debe haberla; imposible volver atrás, todo es cuestión de seguir avanzando paso a paso hasta el final. Escribo buscando una señal, esperando que Paula rompa su implacable silencio y me conteste sin voz en estas hojas amarillas, o tal vez lo hago sólo para sobreponerme al espanto y fijar las imágenes fugaces de la mala memoria. También me hace bien caminar. A media hora de la casa hay cerros y bosques tupidos donde voy a respirar profundo cuando me ahoga la angustia o me agobia el cansancio. El paisaje, verde, húmedo y algo sombrío, se parece al del sur de Chile, los mismos árboles centenarios, el aroma intenso de eucalipto, pino y menta salvaje, los riachuelos que en invierno se convierten en cascadas, gritos de pájaros y chillar de grillos. He descubierto un lugar solitario donde las copas vegetales forman una alta cúpula de catedral gótica y un hilo de agua se desliza con música propia entre las piedras. Allí me instalo escuchando el agua y el ritmo de la sangre en mis venas, tratando de respirar con calma y de volver a los límites de mi propia piel, pero no encuentro paz, se atropellan en mi mente las premoniciones y los recuerdos. En los momentos más difíciles del pasado buscaba también la soledad de un bosque.

Desde el momento en que crucé la cordillera que marca la frontera de Chile, todo empezó a ir mal y fue empeorando en los años siguientes. No lo sabía aún, pero había comenzado a cumplirse la profecía de la vidente argentina: tendría por delante muchos años de inmovilidad. No sería entre los muros de una celda o en una silla de ruedas, como imaginamos con mi madre, sino en el aislamiento del exilio. Perecieron las raíces de un solo hachazo y tardaría seis años en desarrollar otras plantadas en la memoria y en los libros que escribiría. Durante ese largo tiempo la frustración y el silencio serían mi cárcel. La primera noche en Caracas, sentada sobre una cama ajena en un cuarto sin adornos, mientras por un ventanuco entraba el bullicio incansable de la calle, saqué la cuenta de lo perdido y adiviné un largo camino de obstáculos y soledades. El impacto de la llegada fue como haber caído en otro planeta; venía del invierno, el orden aterrador de la dictadura y la pobreza generalizada, y llegué a un país caliente y anárquico en plena bonanza petrolera, una sociedad saudita donde el despilfarro llegaba a límites absurdos: se importaban de Miami hasta el pan y los huevos del día porque resultaba más cómodo que producirlos. En el primer periódico que cayó en mis manos me enteré de la fiesta de cumpleaños, con orquesta y champaña, de un perro faldero perteneciente a una dama de la alta sociedad, a la cual asistieron otros canes con sus amos vestidos de gala. Para mí, criada en la sobriedad de la casa del Tata, era difícil creer tanto exhibicionismo, pero con el tiempo no sólo me acostumbré, sino que aprendí a celebrarlo. La disposición a la parranda, el sentido del presente y la visión optimista de los venezolanos, que al principio me espantaban, fueron después las mejores lecciones de esa época. Me costó muchos años entender las reglas de esa sociedad y descubrir la forma de deslizarme sin demasiado roce en el terreno incierto del exilio, pero cuando finalmente lo conseguí me sentí libre de las cargas que había llevado sobre los hombros en mi país. Perdí el temor al ridículo, a las sanciones sociales, a «bajar de nivel», como llamaba mi abuelo a la pobreza y a mi propia sangre caliente. La sensualidad dejó de ser un defecto que debía ocultar por señorío y la acepté como un ingrediente fundamental de mi temperamento y más tarde de mi escritura. En Venezuela me curé de algunas heridas antiguas y de rencores nuevos, dejé la piel y anduve en carne viva hasta que me salió otra más resistente, allí eduqué a mis hijos, adquirí una nuera y un yerno, escribí tres libros y terminé con mi matrimonio. Cuando pienso en los trece años que pasé en Caracas siento una mezcla de incredulidad y alegría. Cinco semanas después de mi llegada, cuando fue evidente que el regreso a Chile a corto plazo era imposible, Michael se embarcó con los niños, dejando la casa cerrada con nuestras pertenencias dentro porque no pudo alquilarla. Tanta gente abandonaba el país en ese tiempo, que era más conveniente comprar una propiedad a precio de ganga que pagar renta; por lo demás la nuestra era una cabaña rústica sin más valor que el sentimental. Mientras permaneció desocupada rompieron las ventanas y se robaron su contenido, pero no lo supimos hasta un año después y para entonces ya no nos importaba. Esas cinco semanas separada de mis hijos fueron una pesadilla, todavía recuerdo con claridad fotográfica las caras de Paula y Nicolás cuando bajaron del avión de la mano de su padre y los recibió el vaho caliente y húmedo de aquel verano eterno. Venían vestidos de lana, Paula traía su muñeca de trapo bajo el brazo y Nicolás el pesado Cristo de hierro regalo de su maestra, me pareció más pequeño y delgado, después supe que en mi ausencia se negaba a comer. Pocos meses más tarde la familia completa logró reunirse gracias a las visas obtenidas con ayuda de Valentín Hernández, que no había olvidado la promesa hecha a mi madre en el hospital de Rumania. Mis padres se instalaron dos pisos más arriba en el mismo edificio nuestro, y después de engorrosas gestiones mi hermano Pancho pudo salir con los suyos de Moscú rumbo a Venezuela.

§ § §

También Juan llegó con intención de quedarse, pero no pudo resistir el calor y el bochinche y se las arregló para partir a los Estados Unidos con una beca de estudiante. En Chile quedó la Granny agobiada por la soledad y la pena, de la noche a la mañana había perdido a los nietos que había criado y se encontró con la vida vacía, cuidando a un viejo que pasaba los días en cama frente a la televisión y a la neurótica perra suiza heredada de mi madre.

Empezó a beber cada vez más y como ya no estaban los niños ante quienes guardar las apariencias, no se preocupaba de ocultarlo.

Las botellas se acumulaban por los rincones, mientras su marido fingía no verlas, dejó prácticamente de comer y de dormir, pasaba las noches en vela con un vaso en la mano, balanceándose sin consuelo en la silla mecedora donde por años hizo dormir a los nietos en sus brazos. Los gusanos de la tristeza la fueron carcomiendo por dentro, perdió el color aguamarina de sus ojos y el pelo se le caía a mechones, su piel se volvió gruesa y agrietada, como la de una tortuga, dejó de bañarse y vestirse, andaba en bata y chancletas, secándose las lágrimas con las mangas. Un par de años más tarde la hermana de Michael, que vivía en el Uruguay, se llevó a sus padres con ella, pero ya era tarde para salvar a la Granny.

Caracas en 1975 era alegre y caótica, una de las ciudades más caras del mundo. Brotaban por todas partes edificios nuevos y anchas autopistas, el comercio exhibía un derroche de lujos, en cada esquina había bares, bancos, restaurantes y hoteles para amores clandestinos y las calles estaban permanentemente atochadas por millares de vehículos de último modelo que no podían moverse en el desorden del tráfico, nadie respetaba los semáforos, pero se detenían en la autopista para que cruzara un peatón distraído. El dinero parecía crecer en los árboles, los fajos de billetes pasaban de mano en mano a tal velocidad que no había tiempo para contarlos; los hombres mantenían a varias amantes, las mujeres iban los fines de semana de compras a Miami y los niños consideraban un viaje anual a Disneyworld como un derecho natural.

Sin dinero nada se podía hacer, como comprobé a los pocos días, cuando fui al banco a cambiar los dólares comprados en Chile en el mercado negro y descubrí horrorizada que la mitad eran falsos.

Había barrios marginales donde la gente vivía miserablemente y regiones donde el agua contaminada todavía diezmaba igual que en la época de la Colonia, pero en la euforia de la riqueza fácil nadie se acordaba de eso. El poder político se distribuía a lo amigo entre los dos partidos más poderosos, la izquierda había sido anulada y la guerrilla de los años sesenta, que llegó a ser una de las más organizadas del continente, derrotada. Viniendo de Chile, era refrescante comprobar que nadie hablaba de política ni de enfermedades. Los hombres, alardeando de poder y virilidad, ostentaban cadenas y anillos de oro, hablaban a gritos y bromeaban, siempre con el ojo puesto en las mujeres. A su lado los discretos chilenos con sus voces atipladas y su lenguaje cargado de diminutivos parecían alfeñiques. Las mujeres más hermosas del planeta, producto espléndido de la combinación de muchas razas, se desplazaban con ritmo de salsa en las caderas exhibiendo cuerpos exuberantes y ganando todos los concursos internacionales de belleza. El aire vibraba, cualquier pretexto era bueno para cantar, las radios atronaban en el vecindario, en los automóviles, en todas partes. Tambores, cuatros, guitarras, canto y baile, el país estaba enfiestado en la parranda del petróleo. Inmigrantes de los cuatro puntos cardinales llegaban a esa tierra buscando fortuna, más que nada colombianos, que cruzaban la frontera por millones para ganarse la vida en empleos que nadie más deseaba.

Los extranjeros eran aceptados de mal talante al principio, pero pronto la generosidad natural de ese pueblo les abría las puertas.

Los más odiados eran los del Cono Sur, como llamaban a argentinos, uruguayos y chilenos, porque en su mayoría se trataba de refugiados políticos, intelectuales, técnicos y profesionales que competían con los mandos medios venezolanos. Aprendí pronto que al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, hay que comenzar desde cero, porque el pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes. Conocí verdaderas eminencias en sus países que no lograron revalidar sus títulos profesionales y terminaron vendiendo seguros de puerta en puerta; también patanes que inventaban diplomas y jerarquías y de alguna manera conseguían colocarse en puestos altos, todo dependía de la audacia y las buenas conexiones. Todo se podía conseguir con un amigo o pagando la tarifa de la corrupción. Un profesional extranjero sólo podía obtener un contrato a través de un socio venezolano, que prestara su nombre y lo apadrinara, si no, no tenía la menor oportunidad.

El precio era cincuenta por ciento; uno hacía el trabajo y el otro ponía su firma y cobraba su porcentaje al principio, apenas se recibían los primeros pagos. A la semana de llegar surgió un empleo para Michael en el oriente del país, en una zona caliente que comenzaba a desarrollarse gracias al tesoro inacabable del suelo. Venezuela entera descansa en un mar de oro negro, donde clavan un pico sale un grueso chorro de petróleo, la riqueza natural es paradisíaca, hay regiones donde trozos de oro y brillantes en bruto yacen sobre la tierra como semillas. Todo crece en ese clima, a lo largo de las autopistas se ven los bananos y las piñas salvajes, basta tirar una pepa de mango al suelo para que surja un árbol a los pocos días; a la antena de acero de nuestra televisión le brotó una planta con flores.

La naturaleza se mantiene aún en la edad de la inocencia: playas tibias de arenas blancas y palmeras chasconas, montañas de cumbres nevadas donde aún andan perdidos los fantasmas de los Conquistadores, extensas sabanas lunares interceptadas de pronto por prodigiosos tepuys, altísimos cilindros de roca viva que parecen colocados allí por gigantes de otros planetas, selvas impenetrables habitadas por antiguas tribus que aún desconocen el uso de los metales. Todo se da a manos llenas en esa región encantada. A Michael le tocó parte del gigantesco proyecto de una de las represas más grandes del mundo en un verde y enmarañado territorio de culebras, sudor y crímenes. Los hombres se instalaban en campamentos provisorios, dejando a sus familias en las ciudades cercanas, pero mis posibilidades de encontrar trabajo por esos lados y de educar a los niños en buenos colegios eran nulas, de modo que nos quedamos en la capital y Michael venía a visitarnos cada seis o siete semanas. Vivíamos en un apartamento en el barrio más ruidoso y denso de la ciudad; para los niños, acostumbrados a caminar al colegio, pasear en bicicleta, jugar en su jardín y visitar a la Granny, eso era el infierno, no podían salir solos por el tráfico y la violencia de la calle, se aburrían encerrados entre cuatro paredes mirando televisión y me rogaban a diario que por favor volviéramos a Chile. No los ayudé a sobrellevar la angustia de esos primeros años, al contrario, mi mal humor enrarecía el aire que respirábamos. No pude emplearme en ninguno de los trabajos que sabía hacer, de nada sirvió la experiencia ya ganada, las puertas estaban cerradas. Mandé centenares de solicitudes, me presenté a innumerables avisos del periódico y llené una montaña de formularios, sin que nadie contestara, todo quedaba colgado en el aire esperando una respuesta que nunca llegaba. No capté que allí la palabra «no» es de mala educación. Cuando me indicaban que volviera mañana, renacían mis esperanzas, sin comprender que la postergación era una manera amable de rechazo. De la pequeña celebridad que gocé en Chile con la televisión y mis reportajes feministas, pasé al anonimato y la humillación cotidiana de quienes buscan empleo.

Gracias a un amigo chileno pude publicar una columna semanal de humor en un periódico y la mantuve durante muchos años para tener un espacio en la prensa, pero lo hacía por amor al arte, el pago equivalía a la carrera en taxi para ir a dejar el artículo. Hice algunas traducciones, guiones de televisión y hasta una obra de teatro; algunos de esos trabajos me los pagaron a precio de oro y nunca vieron la luz, otros se usaron y no me los pagaron jamás.

Dos pisos más arriba el tío Ramón se vestía cada mañana con sus trajes de Embajador y salía también a solicitar trabajo, pero a diferencia de mí, él no se quejaba jamás. Su caída era más lamentable que la mía, porque venía de más arriba, había perdido mucho, era veinticinco años mayor y la dignidad le debe haber pesado el doble, sin embargo nunca lo vi deprimido. Los fines de semana organizaba paseos a la playa con los niños, verdaderos safaris que él enfrentaba decidido al volante del coche, sudando, con música caribeña en la radio, el chiste en los labios, rascándose las picadas de mosquitos y recordándonos que éramos inmensamente ricos, hasta que por fin podíamos remojarnos en ese tibio mar color turquesa, codo a codo con centenares de otros seres que habían tenido la misma idea. A veces algún miércoles bendito me escapaba a la costa y entonces podía gozar de la playa limpia y vacía, pero esas excursiones solitarias estaban llenas de riesgos. En esos tiempos de soledad y de impotencia necesitaba más que nunca el contacto con la naturaleza, la paz de un bosque, el silencio de una montaña o el arrullo del mar, pero las mujeres no debían ir solas ni al cine, mucho menos a un descampado, donde cualquier desgracia podía suceder. Me sentía prisionera en el apartamento y en mi propia piel, tal como se sentían mis hijos, pero al menos estábamos a salvo de la violencia de la dictadura, acogidos por los vastos espacios de Venezuela. Había encontrado un lugar seguro donde poner la tierra de mi jardín y plantar un nomeolvides, pero aún no lo sabía.

Aguardaba las raras visitas de Michael con impaciencia, pero cuando finalmente lo tenía al alcance de la mano sentía una inexplicable desilusión. Venía cansado por el trabajo y la vida de campamento, no era el hombre que yo había inventado en las noches sofocantes de Caracas. En los meses y años siguientes se nos terminaron las palabras, apenas lográbamos mantener conversaciones neutras, salpicadas de lugares comunes y frases de cortesía.

Sentía el impulso de cogerlo por la camisa y sacudirlo a gritos, pero me detenía el riguroso sentido de justicia aprendido en colegios ingleses y terminaba dándole la bienvenida con una ternura que surgía espontánea al verlo llegar, pero desaparecía a los pocos minutos. Ese hombre había pasado semanas metido en la selva para ganar el pan de la familia, había dejado Chile, sus amigos y la seguridad de su trabajo por seguirme a una aventura incierta, yo no tenía derecho a molestarlo con las impaciencias de mi corazón. Sería mucho más sano que ustedes se agarraran de las mechas como nosotros, me aconsejaban mi madre y el tío Ramón, únicos confidentes de esa época, pero era imposible enfrentarse con aquel marido que no oponía resistencia; toda agresividad se hundía hasta desaparecer convertida en fastidio en la algodonosa textura de nuestra relación. Traté de convencerme que a pesar de las circunstancias difíciles nada de fondo había cambiado entre nosotros. No lo logré, pero en el intento engañé a Michael. Si hubiera hablado claro tal vez habríamos evitado el descalabro final, pero no tuve valor para hacerlo. Ardía de deseos e inquietudes insatisfechas, esa fue una época de varios amoríos para distraer la soledad. Nadie me conocía, a nadie tenía que dar explicaciones. Buscaba alivio donde menos podía encontrarlo, porque en realidad no sirvo para la clandestinidad, soy muy torpe en las enmarañadas estrategias de la mentira, dejaba huellas por todas partes, pero la decencia de Michael le impedía imaginar la falsedad ajena. Me debatía en secretos y hervía de culpa, dividida entre el disgusto y la rabia contra mí misma y el rencor contra ese marido remoto que flotaba imperturbable en la niebla de la ignorancia, siempre amable y discreto, con su inalterable ecuanimidad, sin pedir nada y haciéndose servir con un aire distante y vagamente agradecido. Necesitaba un pretexto para romper de una vez por todas con ese matrimonio, pero él jamás me lo dio, por el contrario, en esos años aumentó su fama de santo a los ojos de los demás. Supongo que estaba tan absorto en su trabajo y tenía tanta necesidad de un hogar, que prefería no indagar sobre mis sentimientos o mis actividades; un abismo crecía bajo nuestros pies, pero no quiso ver las evidencias y siguió aferrado a sus ilusiones hasta el último momento, cuando todo se vino abajo con estrépito. Si algo sospechaba, tal vez lo atribuyó a una crisis existencial y decidió que se me pasaría sola, como fiebre de un día. No comprendí hasta muchos años más tarde que esa ceguera ante la realidad era el rasgo más fuerte de su carácter, siempre asumí la culpa completa del fracaso del amor: yo no era capaz de quererlo como aparentemente él me quería a mí. No me preguntaba si ese hombre merecía más dedicación, sólo me preguntaba por qué yo no podía dársela. Nuestros caminos divergían, yo estaba cambiando y me alejaba sin poder evitarlo.

Mientras él trabajaba en el verdor exuberante y la caliente humedad de un territorio salvaje, yo me estrellaba como rata enloquecida contra las paredes de cemento del apartamento en Caracas, siempre mirando hacia el sur y contando los días para el regreso. Nunca imaginé que la dictadura duraría diecisiete años.

El hombre del cual me enamoré en 1978 era músico, un refugiado político más entre los miles provenientes del sur que llegaron a Caracas en la década del setenta. Había escapado de los escuadrones de la muerte, dejando atrás en Buenos Aires una mujer y dos hijos, mientras él buscaba donde instalarse y trabajar, con una flauta y una guitarra como únicas cartas de presentación.

Supongo que ese amor que compartimos le cayó encima por casualidad, cuando menos lo deseaba y menos le convenía, tal como me sucedió a mí. Un productor de teatro chileno que aterrizó en Caracas buscando fortuna, como tantos atraídos por la bonanza petrolera, se puso en contacto conmigo y me pidió que escribiera una comedia con un tema local. Era una oportunidad que no podía dejar escapar, estaba sin trabajo y bastante desesperada porque mis escasos ahorros se habían esfumado. Se necesitaba un compositor con experiencia en ese tipo de espectáculo para crear las canciones y no sé por qué el empresario prefirió a uno del sur, en vez de contratar a cualquiera de los excelentes músicos venezolanos. Así conocí junto a un empolvado piano de cola a quien sería mi amante. Poco recuerdo de ese primer día, no me sentí cómoda con aquel argentino arrogante y de mal carácter, pero me impresionó su talento, podía interpretar sin el menor esfuerzo mis vagas ideas en frases musicales precisas y tocar cualquier instrumento de oído. Para mí, que no soy capaz de cantar «Cumpleaños Feliz», el hombre resultaba un genio. Era delgado y tenso como un torero, con una barba de mago bien recortada, irónico y agresivo. Se encontraba tan solo y perdido en Caracas como yo, supongo que esas circunstancias nos unieron.

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