Paula

Paula


Segunda Parte

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Pocos días después fuimos a un parque a revisar sus canciones lejos de oídos indiscretos, él llevó su guitarra y yo un cuaderno y una canasta de picnic. Esa y otras extensas sesiones musicales resultaron inútiles, porque el productor se hizo humo de la noche a la mañana, dejando el teatro contratado y nueve personas comprometidas a quienes nunca les pagó. Algunos gastamos tiempo y esfuerzo, otros invirtieron dinero que desapareció sin dejar huella, al menos a mí me quedó una aventura memorable. En esa primera merienda al aire libre nos contamos el pasado, le hablé del Golpe Militar, él me puso al día sobre los horrores de la Guerra Sucia y las razones que tuvo para salir de su tierra, y al final me sorprendí defendiendo a Venezuela de sus ataques, que eran los mismos que hacía yo el día anterior. Si no te gusta este país, por qué no te vas, yo estoy agradecida de vivir con mi familia en esta democracia, al menos aquí no asesinan a la gente como en Chile o Argentina, le dije con una pasión desproporcionada. Se echó a reír, tomó la guitarra y empezó a tararear un tango burlón; me sentí como una provinciana, lo cual me pasaría muchas veces en nuestra relación. Era uno de esos intelectuales noctámbulos de Buenos Aires, parroquiano de antiguos mesones y cafeterías, amigo de teatreros, músicos y escritores, lector voraz, hombre peleador y de respuestas rápidas, había visto mundo y conocido gente famosa, un contrincante feroz que me sedujo con sus historias y su inteligencia, en cambio dudo que yo lo impresionara demasiado, a sus ojos era una inmigrante chilena de treinta y cinco años, vestida de hippie y con costumbres burguesas. La única vez que pude deslumbrarlo fue cuando le conté que el Che Guevara había cenado en la casa de mis padres en Ginebra, a partir de ese momento puso verdadero interés en mí. A lo largo de mi vida he descubierto que esa cena con el heroico guerrillero de la revolución cubana es un afrodisiaco irresistible para la mayoría de los hombres. A la semana comenzaron las lluvias del verano y los bucólicos encuentros en el parque se cambiaron por sesiones de trabajo en mi casa, donde había muy poca privacidad. Un día me invitó al apartamento donde vivía, uno de esos cuartos pobretones y ruidosos que se alquilan por semana.

Tomamos café, me mostró las fotografías de su familia, luego una canción llevó a otra y a otra más, hasta que terminamos tocando la flauta en cama. No es una de esas groseras metáforas que horrorizan a mi madre, realmente me ofreció un concierto con ese instrumento. Me enamoré como una adolescente. Al mes la situación era insostenible, me anunció que iba a divorciarse de su mujer, me presionó para que dejara todo y me fuera con él a España, donde ya estaban instalados con éxito otros artistas argentinos y podía encontrar amigos y trabajo. La rapidez con que tomó esas decisiones me pareció una prueba irrefutable de su amor por mí, pero después descubrí que era un Géminis algo inestable y que con la misma prontitud con que se disponía a huir conmigo a otro continente, podía cambiar de opinión y volver al punto de partida.

Si yo hubiera tenido algo más de astucia, o si al menos hubiera estudiado astrología cuando improvisaba el horóscopo de la revista en Chile, habría observado su carácter y actuado con más prudencia, pero tal como se dieron las cosas, caí de cabeza en un melodrama trivial que por poco me cuesta los hijos y hasta la vida. Andaba tan nerviosa que chocaba el automóvil a cada rato, en una ocasión me salté una luz roja, me estrellé contra tres vehículos en marcha y el golpetazo me aturdió por varios minutos; desperté bastante maltrecha y rodeada de ataúdes; manos misericordiosas me habían transportado al local más cercano, que resultó ser una funeraria. En Caracas existía un código no escrito que reemplazaba las leyes del tránsito: al llegar a una esquina los conductores se miraban y en una fracción de segundo quedaba establecido quién pasaba primero. El sistema era justo y funcionaba mejor que los semáforos —no sé si ha cambiado, supongo que aún es así— pero había que estar atenta y saber interpretar la expresión de los demás. En el estado emocional en que me encontraba entonces, esas y otras señales para circular por el mundo se me confundían. Entretanto el ambiente en mi casa parecía electrificado, los niños presentían que el piso se movía bajo sus pies y por primera vez empezaron a dar problemas. Paula, que siempre había sido una niña demasiado madura para su edad, sufrió las únicas pataletas de su vida, daba portazos y se encerraba a llorar por horas. Nicolás se portaba como un bandido en el colegio, sus notas eran un desastre y vivía lleno de vendajes, se caía, se cortaba, se partía la cabeza y se quebraba huesos con sospechosa frecuencia. En esa época descubrió el placer de disparar huevos con una honda a los apartamentos cercanos y a la gente que pasaba por la calle. Me negué a aceptar las acusaciones de los vecinos, a pesar de que consumíamos noventa huevos semanales y la pared del edificio del frente estaba cubierta por una gigantesca tortilla cocinada por el sol del trópico, hasta el día en que uno de los proyectiles aterrizó sobre la cabeza de un Senador de la República que pasaba bajo nuestras ventanas. Si el tío Ramón no interviene con su talento diplomático, tal vez nos habrían revocado las visas y expulsado del país. Mis padres, que sospechaban la causa de mis salidas nocturnas y mis ausencias prolongadas, me interrogaron hasta que acabé confesando mis amores ilegales. Mi madre me llevó aparte para recordarme que tenía dos hijos por quienes velar, hacerme ver los riesgos que corría y decirme que, a pesar de todo, contara con su ayuda en caso de necesidad. El tío Ramón también me llevó aparte para aconsejarme que fuera más discreta —no hay necesidad de casarse con los amantes— y cualquiera que fuese mi decisión, él estaría a mi lado.

Te vienes conmigo a España ahora o no nos vemos más, me amenazó el de la flauta entre dos apasionados acordes musicales, y como no pude decidirme empacó sus instrumentos y se fue. A las veinticuatro horas comenzaron sus telefonazos urgentes desde Madrid que me mantenían en ascuas durante el día y en vela buena parte de la noche. Entre los problemas de los niños, las reparaciones del automóvil y las perentorias exigencias amorosas perdí la cuenta de los días y cuando Michael llegó de visita me llevé una sorpresa.

Esa noche traté de hablar con mi marido para explicarle lo que estaba sucediendo, pero antes que alcanzara a mencionarlo me anunció un viaje a Europa por un asunto de negocios y me invitó a acompañarlo, mis padres cuidarían a los nietos por una semana. Hay que preservar la familia, los amantes pasan y se van sin dejar cicatrices, ándate con Michael a Europa, les hará mucho bien estar solos, me aconsejó mi madre. Jamás se debe admitir una infidelidad, aunque te sorprendan en la misma cama con otro, porque nunca te lo perdonarán, me advirtió el tío Ramón. Nos fuimos a París y mientras Michael hacía su trabajo, yo me sentaba en los cafetines de les Champs Élysées a pensar en la telenovela en que estaba sumida, torturada entre los recuerdos de aquellas calientes tardes de lluvias tropicales oyendo la flauta y los naturales aguijonazos de culpa, deseando que cayera un rayo del cielo y pusiera drástico fin a mis dudas. Los rostros de Paula y Nicolás se me aparecían en cada menor de edad que se me cruzaba por delante, de algo estaba segura: no podía separarme de mis hijos.

No tienes que hacerlo, tráelos contigo, me dijo la voz persuasiva del amante, que había averiguado el hotel donde estaba y me llamaba desde Madrid. Decidí que nunca me perdonaría si no le daba una oportunidad al amor, tal vez el último de mi existencia, porque me parecía que a los treinta y seis años estaba al borde de la decrepitud. Michael regresó a Venezuela y yo, pretextando la necesidad de estar sola por unos días, me fui en tren a España.

Esa luna de miel clandestina, caminando del brazo por calles de adoquines, cenando a la luz de un candil en viejos mesones, durmiendo abrazados y celebrando la suerte increíble de haber tropezado con ese amor único en el universo, duró exactamente tres días, hasta que Michael fue a buscarme. Lo vi llegar pálido y descompuesto, me abrazó y los muchos años de vida en común me cayeron encima como un manto ineludible. Comprendí que sentía un gran cariño por ese hombre discreto que me ofrecía un amor fiel y representaba la estabilidad y el hogar. Nuestra relación carecía de pasión, pero era armoniosa y segura, no tuve fuerzas para enfrentar un divorcio y producir más problemas a mis hijos, que ya tenían suficientes con su condición de inmigrantes. Me despedí de ese amor prohibido entre los árboles del parque del Retiro, que despertaba después de un largo invierno, y tomé el avión a Caracas. No importa lo que ha pasado, todo se arreglará, no volveremos a mencionar esto, dijo Michael y cumplió su palabra. En los meses siguientes quise hablar con él algunas veces, pero no fue posible, siempre terminábamos eludiendo el tema. Mi infidelidad quedó sin resolución, un sueño inconfesable suspendido como una nube sobre nuestras cabezas, y si no hubiera sido por las llamadas persistentes de Madrid la hubiera atribuido a otro invento de mi exaltada imaginación. En sus visitas a la casa Michael buscaba paz y descanso, necesitaba desesperadamente creer que nada había cambiado en su apacible existencia y que su mujer había superado por completo ese episodio de locura. En su mentalidad no cabía la traición, no entendía los matices de lo ocurrido, supuso que si yo había regresado con él era porque ya no amaba al otro, creyó que nuestra pareja podía volver a ser la de antes y que el silencio cicatrizaría las heridas. Sin embargo nada volvió a ser igual, algo se había roto y nunca podríamos repararlo. Me encerraba en el baño a llorar a gritos y él, desde el dormitorio, fingía leer el periódico para no tener que averiguar la causa del llanto. Tuve otro accidente serio en el automóvil, pero esta vez alcancé a darme cuenta una fracción de segundo antes del impacto, que había apretado a fondo el acelerador en vez del freno.

La Granny comenzó a morir el día en que se despidió de sus dos nietos y la agonía le duró tres largos años. Los médicos culparon al alcohol, dijeron que le había estallado el hígado, estaba hinchada y con la piel de un color tierno, pero en verdad se murió de pena.

Llegó un momento en que perdió el sentido del tiempo y del espacio y le parecía que los días duraban dos horas y las noches no existían, se quedaba junto a la puerta esperando a los niños y no dormía porque escuchaba sus voces llamándola.

Descuidó la casa, cerró su cocina que no volvió a impregnar el barrio con su aroma de galletas de canela, dejó de limpiar los cuartos y de regar su jardín, languidecieron las dalias y se apestaron los árboles de ciruelas cargados de fruta enferma que ya nadie cosechaba. La perra suiza de mi madre, que ahora vivía con la Granny, también se echó en un rincón a morirse de a poco, como su nueva dueña. Mi suegro pasó ese invierno en cama cuidando un resfrío imaginario, porque no pudo enfrentar el miedo de quedarse sin su mujer y creyó que ignorando las evidencias podía cambiar la realidad. Los vecinos, que consideraban a la Granny como el hada madrina de la comunidad, se turnaban al principio para darle compañía y mantenerla ocupada, pero luego comenzaron a evitarla.

Esa señora de ojos celestes, impecable en su vestido floreado de algodón, siempre afanada en las delicias de su cocina y con las puertas abiertas para los niños de los alrededores, se transformó rápidamente en una anciana despelucada que hablaba incoherencias y preguntaba a medio mundo si habían visto a sus nietos. Cuando ya no pudo ubicarse dentro de su propia casa y miraba a su marido como si no lo conociera, la hermana de Michael decidió intervenir.

Fue a visitar a sus padres y los encontró viviendo en una pocilga, nadie había limpiado en meses, acumulaban la basura y las botellas vacías, el estropicio había entrado definitivamente en la casa y en el alma de sus habitantes Comprendió espantada que la situación había llegado al límite, ya no se trataba de enjabonar los pisos, poner orden y contratar una persona para que cuidara a los viejos, como pensó al principio, sino de llevárselos con ella. Vendió algunos muebles, metió el resto en el desván, cerró la casa y se embarcó con sus padres hacia Montevideo. En el tumulto de última hora la perra salió sigilosamente y nadie volvió a verla más.

Antes de una semana nos avisaron a Caracas que la Granny había gastado sus últimas fuerzas, ya no podía levantarse y se encontraba en un hospital. Michael pasaba por un momento crítico de su trabajo, la selva estaba devorándose la obra en construcción, las lluvias y los ríos se habían llevado los diques y amanecían cocodrilos navegando en los huecos cavados para las fundaciones. Dejé a los niños de nuevo con mis padres y volé a despedirme de la Granny.

Uruguay en aquella época era un país en venta. Con el pretexto de eliminar a la guerrilla, la dictadura militar había establecido el calabozo, la tortura y las ejecuciones sumarias como un estilo de gobierno; desaparecieron y murieron millares de personas, casi un tercio de la población emigró escapando del horror de esos tiempos, mientras los militares y un puñado de sus colaboradores se enriquecían con los despojos. Los que partían no llevaban mucho consigo y estaban obligados a vender sus pertenencias, en cada cuadra surgían letreros de ventas y remates, en esos años era posible comprar propiedades, muebles, coches y obras de arte a precio de ganga, los coleccionistas del resto del continente acudían como pirañas a ese país en busca de antigüedades. El taxi me llevó del aeropuerto al hospital en un amanecer triste de agosto pleno invierno en el sur del mundo, pasando por calles vacías donde la mitad de las casas estaban deshabitadas. Dejé mi maleta en la portería, subí dos pisos y me encontré con un enfermero trasnochado, quien me condujo hacia el cuarto donde estaba la Granny. No la reconocí, en esos tres años se había transformado en un pequeño lagarto, pero entonces ella abrió los ojos y entre las nubes vislumbré un chispazo color turquesa y caí de rodillas su cama. Hola, mijita ¿cómo están mis niños? Murmuró y no alcanzó a oír la respuesta, porque una oleada de sangre la sumió en la inconsciencia y ya no despertó más. Me quedé a su lado esperando el día, escuchando el gorgoriteo de las mangueras que le succionaban el estómago y le echaban aire en los pulmones, repasando los años felices y los años trágicos que estuvimos juntas y agradeciéndole su cariño incondicional. Abandónese, Granny, ya no siga luchando ni sufriendo, por favor váyase pronto, le rogaba mientras acariciaba sus manos y besaba su frente afiebrada. Cuando salió el sol me acordé de Michael y lo llamé para decirle que tomara el primer avión y acudiera a acompañar a su padre y a su hermana, pues no debía estar ausente en ese trance.

La dulce Granny aguardó con paciencia hasta el otro día, para que su hijo alcanzara a verla con vida por unos minutos. Estábamos los dos junto a su cama cuando ella dejó de respirar. Michael salió a consolar a su hermana y yo me quedé para ayudar a la enfermera a lavar a mi suegra, devolviéndole en la muerte los infinitos cuidados que ella prodigó a mis hijos en vida, y mientras le pasaba una esponja húmeda por el cuerpo y le peinaba los cuatro pelos que le quedaban en el cráneo y la rociaba con agua de colonia y le ponía una camisa de dormir prestada por su hija, le contaba de Paula y de Nicolás, de nuestra vida en Caracas, de cómo la echaba de menos y cuánto la necesitaba en esa desafortunada etapa de mi vida en que nuestro hogar peligraba sacudido por vientos adversos. Al día siguiente dejamos a la Granny en un cementerio inglés, bajo una mata de jazmines, en el sitio preciso que ella hubiera escogido para descansar. Fui a despedirla por última vez con la familia de Michael y me sorprendió verlos sin lágrimas ni aspavientos, contenidos por esa delicada sobriedad de los anglosajones para enterrar a sus muertos. Alguien leyó las palabras rituales, pero no las oí, porque sólo escuchaba la voz de la Granny tarareando canciones de abuela. Cada uno puso una flor y un puñado de tierra sobre el ataúd, nos abrazamos en silencio y después nos retiramos lentamente. Ella quedó sola, soñando en ese jardín. Desde entonces cuando huelo jazmines viene la Granny a saludarme.

Al volver a la casa mi suegro fue a lavarse las manos mientras su hija preparaba el té. Poco después entró al comedor con su traje oscuro, peinado con gomina y un botón de rosa en la solapa, buenmozo y todavía joven, retiró la silla con los codos para no tocarla con los dedos y se sentó.

—¿Dónde está mi young lady? —preguntó extrañado de no ver a su mujer.

—Ya no está con nosotros, papá —dijo su hija y todos nos miramos asustados.

—Dígale que el té está servido, la estamos esperando. Entonces nos dimos cuenta que el tiempo se había congelado para él y que aún no sabía que su mujer había muerto. Seguiría ignorándolo por el resto de su vida. Asistió al funeral distraídamente, como si fuera el sepelio de un pariente ajeno, y a partir de ese instante se encerró en sus recuerdos, bajó ante sus ojos una cortina de locura senil y no volvió a pisar la realidad. La única mujer que había amado permaneció para siempre a su lado joven y alegre, olvidó que había salido de Chile y perdido todas sus posesiones.

Durante los diez años siguientes, hasta que murió reducido al tamaño de un niño en un hogar para ancianos dementes, siguió convencido que se encontraba en su casa frente a la cancha de golf, que la Granny estaba en la cocina fabricando dulce de ciruelas y que esa noche dormirían juntos, como cada noche durante cuarenta y siete años.

Había llegado el momento de hablar con Michael sobre aquellas cosas calladas por tanto tiempo, no podía seguir instalado confortablemente en una fantasía, como su padre. En una tarde de llovizna salimos a caminar por la playa arropados con ponchos de lana y bufandas. No recuerdo en qué momento acepté por fin la idea que debía separarme de él, tal vez fue junto a la cama de la Granny al verla morir, o cuando nos retiramos del cementerio dejándola entre jazmines, o tal vez ya lo había decidido varias semanas antes; tampoco recuerdo cómo le anuncié que no regresaría con él a Caracas, me iba a España a tentar suerte y tenía intención de llevarme a los niños. Le dije que sabía cuán difícil sería para ellos y lamentaba no poder evitarles esa nueva prueba, pero los hijos deben seguir el destino de la madre. Hablé con cuidado, midiendo las palabras para herirlo lo menos posible, agobiada por el sentido de culpa y por la compasión que él me inspiraba, en pocas horas ese hombre perdía a su madre, su padre y su mujer. Replicó que yo estaba fuera de mis cabales y no era capaz de tomar decisiones, de modo que él las tomaría por mí, para protegerme y proteger a los hijos; podía irme a España si así lo deseaba, esta vez no saldría a buscarme y tampoco haría nada por evitarlo, pero no me entregaría jamás a los niños; tampoco me podía llevar una parte de nuestros ahorros, porque al abandonar el hogar perdía todos mis derechos. Me rogó que recapacitara y prometió que si yo renunciaba a esa idea desquiciada, él perdonaría todo, haríamos borrón y cuenta nueva y podríamos comenzar otra vez. Comprendí entonces que había trabajado durante veinte años y al sacar cuentas, nada tenía, mi esfuerzo se había hecho humo en los gastos cotidianos, en cambio Michael había invertido sabiamente su parte y los pocos bienes que poseíamos estaban a su nombre. Sin dinero para mantener a los niños no podía llevármelos, aun en caso de que su padre los dejara ir. Fue una discusión pausada, sin alzar la voz, que duró escasamente veinte minutos, y terminó en un abrazo sincero de despedida.

—No les hables mal de mí a Paula y Nicolás —le pedí.

—Nunca les hablaré mal de ti. Acuérdate que los tres te queremos mucho y estaremos esperándote.

—Iré a buscarlos apenas tenga trabajo.

—No te los entregaré. Podrás verlos cuando quieras, pero si te vas ahora los pierdes para siempre.

—Eso ya lo veremos…

En el fondo no estaba alarmada, suponía que muy pronto Michael debería ceder, no tenía idea de lo que significa criar hijos, porque hasta entonces había cumplido sus funciones de padre desde una cómoda distancia. Su trabajo no facilitaba las cosas, no podía llevarse a los niños al entorno medio salvaje donde pasaba la mayor parte de su tiempo, y tampoco era posible dejarlos solos en Caracas; estaba segura que antes de un mes me rogaría desesperado que me hiciera cargo de ellos.

Salí del invierno fúnebre de Montevideo y aterricé al otro día en el agosto hirviente de Madrid, dispuesta a vivir el amor hasta las últimas consecuencias. De la ilusión romántica que había inventado en encuentros clandestinos y cartas apresuradas, caí en la realidad sórdida de la pobreza, que noches y días de incansables abrazos que no lograban mitigar.

Alquilamos un apartamento pequeño y sin luz en una población obrera de las afueras de la ciudad, entre docenas de edificios de ladrillo rojo exactamente iguales. No había nada verde, no crecía un solo árbol por esos lados, sólo se veían patios de tierra, canchas deportivas, cemento, asfalto y ladrillo. Sentía esa fealdad como un bofetón. Eres una burguesa muy mimada, se burlaba sonriendo el amante entre beso y beso, pero en el fondo su reproche era en serio. Adquirimos en el mercado de las pulgas una cama, una mesa, tres sillas, unos cuantos platos y ollas, que un hombronazo malhumorado transportó en su destartalada camioneta. En un capricho irresistible compré también un florero, pero nunca sobró dinero para ponerle flores. Por las mañanas salíamos a buscar trabajo, por las tardes volvíamos extenuados y con las manos vacías. Sus amigos nos evitaban, las promesas se hacían sal y agua, las puertas se cerraban, nadie respondía nuestras solicitudes y el dinero disminuía rápidamente. En cada niño que jugaba en la calle me parecía reconocer a los míos, la separación de mis hijos me dolía físicamente; llegué a pensar que esa quemadura constante en el estómago eran úlceras o cáncer. Hubo momentos en que debí elegir entre comprar pan o estampillas para una carta a mi madre y pasé días en ayunas. Traté de escribir una obra musical con él, pero la complicidad simpática de las meriendas en el parque y las tardes junto al piano empolvado del teatro en Caracas se había agotado, la angustia nos separaba, las diferencias eran cada vez más visibles, los defectos de cada uno se magnificaban. De los hijos preferíamos no hablar, porque cada vez que los mencionábamos crecía un abismo entre los dos; yo andaba triste y él huraño. Los asuntos más superfluos se convertían en motivos de pelotera, las reconciliaciones eran verdaderos torneos apasionados que nos dejaban medio aturdidos.

Así pasaron tres meses. En ese tiempo no encontré empleo ni amigos, se terminaron mis últimos ahorros y se agotó mi pasión por un hombre que seguramente merecía mejor suerte. Debe haber sido un infierno para él soportar mi angustia por los niños ausentes, mis carreras al correo y mis viajes nocturnos al aeropuerto, donde un chileno ingenioso conectaba cables a los aparatos de teléfono para lograr comunicaciones internacionales sin pagar. Allí nos juntábamos a espaldas de la policía los refugiados pobres de América del Sur —los sudacas, como nos llamaban con desprecio— a hablar con nuestras familias al otro lado del mundo.

Así me enteré que Michael había vuelto a su trabajo y los niños estaban solos, vigilados por mis padres desde su apartamento dos pisos más arriba, que Paula había asumido las tareas de la casa y el cuidado de su hermano con severidad de sargento, y que Nicolás se había fracturado un brazo y estaba adelgazando a ojos vista, porque no quería comer. Entretanto mi amor se deshacía en hilachas, destrozado por los inconvenientes de la miseria y la nostalgia. Pronto descubrí que mi enamorado se desmoralizaba con facilidad ante los problemas cotidianos y caía en depresiones o arranques de humor frenético; no pude imaginar a mis hijos con tal padrastro y por eso cuando Michael aceptó finalmente que no podía cuidarlos y se dispuso a enviármelos, supe que había tocado fondo y no podía continuar engañándome con cuentos de hadas. Había seguido al flautista en un trance hipnótico como las ratas de Hamelín, pero no podía arrastrar a mi familia a igual suerte. Esa noche examiné con claridad mis innumerables errores de los últimos años, desde los riesgos absurdos que había corrido en plena dictadura y que me obligaron a salir de Chile, hasta los silencios educados que me separaron de Michael y la forma imprudente en que escapé de mi casa sin dar una explicación ni encarar los aspectos básicos de un divorcio. Esa noche terminó mi juventud y entré en otra etapa de la existencia. Basta, dije. A las cinco de la madrugada me fui al aeropuerto, conseguí pasar una llamada gratis y hablé con el tío Ramón para que me mandara dinero para el pasaje en avión. Le dije adiós al amante con la certeza de que no volvería a verlo y once horas después aterricé en Venezuela derrotada, sin equipaje y sin otros planes que abrazar a mis hijos y no soltarlos nunca más. En el aeropuerto me esperaba Michael, me recibió con un beso casto en la frente y los ojos llenos de lágrimas, dijo emocionado que lo sucedido era responsabilidad suya por no haberse ocupado mejor de mí, y me pidió que por consideración a los años compartidos y por amor a la familia le diera otra oportunidad y empezáramos de nuevo. Necesito tiempo, respondí agobiada por su nobleza y furiosa sin saber por qué. En silencio condujo el automóvil cerro arriba hacia Caracas y al llegar a casa anunció que me daría todo el tiempo que quisiera, él partiría a su trabajo en la selva y tendríamos pocas ocasiones de vernos.

Hoy es mi cumpleaños, cumplo medio siglo. Tal vez por la tarde vengan amigos a visitarnos, aquí llega la gente sin previo aviso, es una casa abierta donde los vivos y los muertos andan de la mano. La adquirimos hace unos años, cuando Willie y yo comprendimos que el amor a primera vista no daba señales de disminuir y necesitábamos una casa más grande que la suya. Al verla nos pareció que nos estaba esperando, mejor dicho, nos estaba llamando. Tenía un aspecto cansado, las maderas estaban descascaradas, necesitaba muchas reparaciones y por dentro era oscura, pero tenía una vista espectacular de la bahía y un alma benevolente.

Nos dijeron que la antigua propietaria había muerto aquí hacía pocos meses y pensamos que había sido feliz entre estas paredes, porque los cuartos aún contenían su memoria. La compramos en media hora sin regatear y en los años siguientes se convirtió en el refugio de una verdadera tribu anglo-latina, donde resuenan palabras en español y en inglés, hierven en la cocina cacerolas de comistrajos picantes y se sientan a la mesa muchos comensales. Las piezas se estiran y multiplican para acomodar a todos los que llegan: abuelos, nietos, hijos de Willie y ahora Paula, esta niña que lentamente se va convirtiendo en ángel. En sus cimientos habita una colonia de zorrillos y cada tarde aparece la misteriosa gata parda, que por lo visto nos ha adoptado. Días atrás depositó sobre la cama de mi hija un pájaro de alas azules recién cazado, todavía sangrante, imagino que es su fina manera de retribuir las atenciones. En los últimos cuatro años la casa se ha transformado con grandes claraboyas para que entren el sol y las estrellas, alfombras y paredes blancas, baldosas mexicanas y un pequeño jardín. Contratamos a un equipo de chinos para hacer un cuarto de guardar, pero no entendían inglés, se les confundieron las instrucciones y cuando nos dimos cuenta habían agregado en la planta baja dos piezas, un baño y un extraño recinto que terminó convertido en la carpintería de Willie. En el sótano he escondido horribles sorpresas para los nietos: un esqueleto de yeso, mapas con tesoros, baúles con disfraces de piratas y joyas de fantasía.

Tengo la esperanza de que un subterráneo siniestro sea buen incentivo para la imaginación, al menos para mí lo fue el de mi abuelo. Por las noches la casa se sacude, gime y bosteza, se me ocurre que deambulan por los cuartos los recuerdos de sus habitantes, los personajes que escapan de los libros y de los sueños, el suave fantasma de la antigua dueña y el alma de Paula, que a ratos se libera de las dolorosas ataduras de su cuerpo. Las casas necesitan nacimientos y muertes para convertirse en hogares.

Hoy es un día de celebración, tendremos una torta de cumpleaños y Willie volverá de la oficina cargado de bolsas del mercado y dispuesto a dedicar la tarde a plantar sus rosales en tierra firme. Ese es su regalo para mí. Esas pobres matas en barriles simbolizan la actitud trashumante de su dueño, quien siempre se dejaba una puerta abierta para salir escapando si las cosas se ponían color de hormiga. Así fue antes con todas sus relaciones, llegaba un punto en que empacaba su ropa y partía acarreando sus barriles a otro destino. Creo que aquí nos quedaremos por mucho tiempo, ya es hora de plantar mis rosas en el jardín, me anunció ayer. Me gusta este hombre de otra raza, que camina a grandes zancadas, se ríe fuerte, habla con un vozarrón, destroza los pollos de la cena a hachazos y cocina sin alharacas, tan distinto a otros que he amado. Celebro sus despliegues de energía masculina porque los compensa con una reserva inagotable de gentileza, a la cual siempre puedo echar mano. Ha sobrevivido a grandes infortunios sin mancharse de cinismo y hoy puede entregarse sin restricciones a este amor tardío y a esta tribu latina donde ahora ocupa un lugar principal. Más tarde vendrá el resto de la familia, Celia y Nicolás se instalarán a ver televisión mientras Paula dormita en su silla, llenaremos de agua la piscina de plástico en la terraza para que chapotee Alejandro, ya familiarizado con su silenciosa tía. Creo que hoy será otro domingo apacible.

Tengo cincuenta años, he entrado en la última mitad de mi vida, pero siento la misma fuerza de los veinte, el cuerpo todavía no me falla. Vieja… así me llamaba Paula por cariño. Ahora la palabra me asusta un poco, sugiere un mujerón con verrugas y várices. En otras culturas las ancianas se visten de negro, se amarran un pañuelo en la cabeza, se dejan el bigote a la vista y se retiran de la agitación mundana para consagrarse a ritos piadosos, lamentar sus muertos y atender a sus nietos, pero en Norteamérica realizan esfuerzos grotescos para verse siempre saludables y contentas. Tengo un abanico de arrugas finas en torno a los ojos, como tenues cicatrices de risas y llantos del pasado; me parezco a la fotografía de mi abuela clarividente, la misma expresión de intensidad teñida de tristeza. Estoy perdiendo mechones en las sienes; a la semana que cayó enferma Paula me aparecieron unas peladuras redondas como monedas, dicen que es por la pena y que después vuelve a salir pelo, pero en realidad no me importa. A Paula tuve que cortarle su larga melena y ahora tiene una cabeza de muchacho, parece mucho más joven, ha vuelto a la niñez. Me pregunto cuánto más viviré y para qué. La edad y las circunstancias me han colocado junto a esta silla de ruedas para velar por mi hija. Soy su guardiana y la de mi familia… Estoy aprendiendo a toda prisa las ventajas del desprendimiento.

¿Volveré a escribir? Cada etapa del camino es diferente y tal vez la de la literatura ya se cumplió. Lo sabré dentro de unos meses, el próximo 8 de enero, cuando me siente ante la máquina para comenzar otra novela y compruebe la presencia o el silencio de los espíritus. En estos meses he ido quedando vacía, se me agotó la inspiración, pero también es posible que las historias sean criaturas con vida propia que existen en las sombras de una misteriosa dimensión, y en ese caso todo sea cuestión de abrirme nuevamente para que entren en mí, se organicen a su antojo y salgan convertidas en palabras. No me pertenecen, no son mis creaciones, pero si logro romper los muros de la angustia donde estoy encerrada, puedo volver a servirles de médium. Si eso no ocurre, tendré que cambiar de oficio. Desde que Paula se enfermó, una cortina de tinieblas oculta el mundo fantástico donde antes me paseaba libremente; la realidad se ha vuelto implacable. Las experiencias de hoy son los recuerdos del mañana; antes no me faltaron acontecimientos extremos para alimentar la memoria y de allí nacieron todas mis historias. Eva Luna dice al final de mi tercer libro: cuando escribo cuento la vida como me gustaría que fuera, como una novela. No sé si mi camino ha sido extraordinario o si he escrito estos libros a partir de una existencia banal, pero mi memoria está hecha sólo de aventuras, amores, alegrías y sufrimientos; los eventos mezquinos del quehacer cotidiano desaparecieron. Cuando miro hacia atrás me parece que soy la protagonista de un melodrama, en cambio ahora todo se ha detenido, no hay nada que contar, el presente tiene la brutal certeza de la tragedia. Cierro los ojos y surge ante mí la imagen dolorosa de mi hija en su silla de ruedas, con la vista fija en el mar, mirando más allá del horizonte, donde empieza la muerte.

¿Qué sucederá con este gran espacio vacío que ahora soy?, ¿con qué me llenaré cuando ya no quede ni una brizna de ambición, ningún proyecto, nada de mí? La fuerza de la succión me reducirá a un hoyo negro y desapareceré. Morir… Abandonar el cuerpo es una idea fascinante. No quiero seguir viva y morir por dentro, si he de continuar en este mundo debo planear los años que me faltan.

Tal vez la vejez es otro comienzo, tal vez se pueda volver al tiempo mágico de la infancia, ese tiempo anterior al pensamiento lineal y a los prejuicios, cuando percibía el universo con los sentidos exaltados de un demente y era libre para creer lo increíble y explorar mundos que después, en la época de la razón, desaparecieron. Ya no tengo mucho que perder, nada que defender ¿será esto la libertad? Se me ocurre que a las abuelas nos toca el papel de brujas protectoras, debemos velar por las mujeres más jóvenes, los niños, la comunidad y también, por qué no, por este maltratado planeta, víctima de tantas violaciones. Me gustaría volar en una escoba y danzar con otras brujas paganas en el bosque a la luz de la luna, invocando las fuerzas de la tierra y ahuyentando demonios, quiero convertirme en una vieja sabia, aprender antiguos encantamientos y secretos de curandero. No es poco lo que pretendo. Las hechiceras, como los santos, son estrellas solitarias que brillan con luz propia, no dependen de nada ni de nadie, por eso carecen de miedo y pueden lanzarse ciegas al abismo con la certeza de que en vez de estrellarse saldrán volando. Pueden convertirse en pájaros para ver el mundo desde arriba o en gusanos para verlo por dentro, pueden habitar otras dimensiones y viajar a otras galaxias, son navegantes en un océano infinito de conciencia y conocimiento.

Cuando renuncié definitivamente a la pasión carnal por un indeciso músico argentino, se extendió ante mis ojos un inacabable desierto de fastidio y soledad. Tenía treinta y siete años y, confundiendo el amor en general con el amante en particular, había decidido curarme para siempre del vicio del enamoramiento, que a fin de cuentas sólo me había traído complicaciones. Por fortuna no lo logré del todo, la inclinación quedó latente, como una semilla aplastada bajo dos metros de hielo polar, que brota testaruda a la primera brisa tibia. Después que volví a Caracas con mi marido, el amante insistió por algún tiempo, más por cumplir que por otro motivo, me parece. Sonaba el teléfono, se oía el clic característico de las llamadas internacionales y yo colgaba sin contestar; con la misma determinación rompí sus cartas sin abrirlas, hasta que el flautista dio por terminados sus intentos de comunicación. Han pasado quince años y si me hubieran dicho entonces que llegaría a olvidarlo, jamás lo habría creído, porque estaba segura de haber compartido uno de esos raros amores heroicos que, por su fin trágico, constituyen material de ópera.

Ahora tengo una visión más modesta y espero simplemente que si en una de las curvas del camino vuelvo a encontrarlo, al menos pueda reconocerlo. Esa relación frustrada fue una herida abierta durante más de dos años; estuve literalmente enferma de amor, pero no lo supo nadie, ni mi madre, que me observaba de cerca. Algunas mañanas no tenía fuerzas para salir de la cama, derrotada por la frustración, y algunas noches me agobiaban recuerdos y deseos hirvientes, que combatía con duchas heladas, como las de mi abuelo. En la fiebre de barrer con el pasado rompí incluso las partituras de sus canciones y mi obra de teatro, de lo cual he tenido ocasión de arrepentirme, porque se me ocurre que tal vez no eran del todo malas. Me curé con el remedio de burro sugerido por Michael: enterré el amor en un arenal de silencio. No comenté lo ocurrido por varios años, hasta que dejó de dolerme, y fui tan drástica en el propósito de eliminar hasta el recuerdo de las mejores caricias, que se me pasó la mano y tengo una laguna alarmante en la memoria donde se ahogaron no sólo las desgracias de ese tiempo, sino también buena parte de las alegrías.

Esa aventura me recordó la primera lección de mi infancia, que no me explico cómo se me había olvidado: no hay libertad sin independencia económica. Durante los años de casada me coloqué sin darme cuenta en la misma situación vulnerable en que estaba mi madre cuando dependía de la caridad de mi abuelo. De niña prometí que eso no me sucedería, estaba decidida a ser fuerte y productiva como el patriarca de la familia para no tener que pedir nada a nadie y cumplí la primera parte, pero en vez de administrar el beneficio de mi trabajo, lo confié por pereza en las manos de un marido cuya reputación de santo consideré garantía suficiente. Ese hombre sensato y práctico, con perfecto control de sus emociones y aparentemente incapaz de cometer un acto injusto o poco honorable, me pareció más adecuado que yo para velar por mis intereses. No sé de dónde saqué tal idea. En el tumulto de la vida en común y de mi propia vocación por el despilfarro, perdí todo. Al volver a su lado decidí que el primer paso para la etapa que comenzaba era conseguir un empleo seguro, ahorrar lo más posible y cambiar las reglas de la economía doméstica para que sus ingresos se destinaran a los gastos cotidianos y los míos a inversiones. No era mi intención juntar dinero para divorciarme, no había necesidad alguna de estrategias cínicas, porque una vez que el trovador desapareció en el horizonte al marido se le pasó la rabia y sin duda habría negociado una separación en términos más justos de los planteados en aquella playa invernal de Montevideo. Me quedé con él durante nueve años en pleno uso de buena fe, pensando que con algo de suerte y mucho empeño podíamos cumplir las promesas de eternidad hechas ante el altar. Sin embargo, se había roto la fibra misma de nuestra pareja por razones que poco tenían que ver con mi infidelidad, y mucho con cuentas más antiguas, tal como descubrí más tarde. En ese reencuentro pesaron en la balanza los dos hijos, la media vida invertida en nuestra relación, el cariño tranquilo y los intereses comunes que nos unían. No tuve en cuenta mis pasiones, que al final resultaron más fuertes que aquellos prudentes propósitos. Durante muchos años sentí un cariño sincero por ese hombre; lamento que la mala calidad de los últimos tiempos desgastara los buenos recuerdos de la juventud.

Michael partió a la provincia remota donde los cocodrilos amanecían en los huecos de las fundaciones, dispuesto a terminar la obra y buscar un trabajo que exigiera menos sacrificio, y yo me quedé con mis hijos, que habían cambiado mucho en mi ausencia, parecían instalados definitivamente en su nuevo país y ya no hablaban de regresar a Chile. En esos tres meses Paula dejó atrás la niñez y se convirtió en una bella joven consumida por la obstinación de aprender: sacaba las mejores notas de su clase, estudiaba guitarra sin la menor aptitud y después que dominó el inglés comenzó a hablar francés e italiano con ayuda de discos y diccionarios. Entretanto Nicolás creció un palmo y apareció un día con los pantalones a media pierna, las mangas a medio brazo y el mismo porte de su abuelo y su padre; tenía un costurón en la cabeza, varias cicatrices y la ambición secreta de escalar sin cuerdas el más alto rascacielos de la ciudad. Lo veía arrastrar grandes tambores metálicos para almacenar excremento de seres humanos y diversos animales, ingrata tarea de su clase de ciencias naturales. Pretendía demostrar que esos gases putrefactos podían servir de combustible, y que mediante un proceso de reciclaje era factible usar heces para cocinar en vez de mandarlas al océano por los alcantarillados. Paula, que había aprendido a manejar, lo llevaba en el automóvil a establos, gallineros, cochineras y baños de amistades a recoger la materia prima del experimento, que guardaba en la casa con peligro de que el calor hiciera estallar los gases y el barrio completo quedara cubierto de caca. La camaradería de la infancia se había transformado en una sólida complicidad, la misma que los unió hasta el último día consciente de Paula. Ese par de espigados adolescentes entendió tácitamente mi intención de enterrar aquel penoso episodio de nuestras vidas; supongo que les dejó graves cicatrices y quién sabe cuánto rencor contra mí por haberlos traicionado, pero ninguno de los dos mencionó lo ocurrido hasta nueve años más tarde, cuando por fin pudimos sentarnos los tres a comentarlo y entonces descubrimos, divertidos, que ninguno se acordaba de los detalles y a todos se nos había olvidado el nombre de aquel amante que estuvo a punto de convertirse en padrastro.

Como casi siempre ocurre cuando uno enfila por el camino señalado en el libro de los destinos, una serie de coincidencias me ayudó a poner en práctica mis planes. Durante tres años no había logrado hacer amigos ni conseguir trabajo en Venezuela, pero apenas enfoqué toda mi energía a la tarea de adaptarme y sobrevivir, lo logré en menos de una semana. Las cartas del Tarot de mi madre, que antes habían predicho la clásica intervención de un hombre moreno de bigotes —supongo que se referían al flautista— volvieron a manifestarse anunciando esta vez a una mujer rubia. En efecto, a los pocos días de regresar a Caracas apareció en mi existencia Marilena, una profesora de áurica melena que me ofreció empleo.

Era dueña de un Instituto donde enseñaba arte y daba clases a niños con problemas de aprendizaje. Mientras su madre, una enérgica dama española, administraba la academia en su papel de secretaria, Marilena enseñaba diez horas al día y dedicaba otras diez a la investigación de unos ambiciosos métodos con los cuales pretendía cambiar la educación en Venezuela y, por qué no, en el mundo. Mi trabajo consistía en ayudarla a supervisar a los maestros y organizar las clases, atraer alumnos con una campaña publicitaria y mantener buenas relaciones con los padres. Nos hicimos muy amigas. Era una mujer tan clara como su pelo de oro, pragmática y directa, que me obligaba a aceptar la áspera realidad cuando yo divagaba en confusiones sentimentales o nostalgias patrióticas, y que liquidaba de raíz cualquier intento de compasión por mí misma. Con ella compartí secretos, aprendí otro oficio y me sacudí la depresión que me mantuvo paralizada por mucho tiempo. Me enseñó los códigos y las sutiles claves de la sociedad caraqueña, que hasta entonces no había logrado entender porque aplicaba mi criterio chileno para analizarla, y un par de años más tarde me había adaptado tan bien, que sólo me faltaba hablar con acento caribeño. Un día encontré en el fondo de una maleta una pequeña bolsa de plástico con un puñado de tierra y recordé que la había traído de Chile con la idea de plantar en ella las mejores semillas de la memoria, pero no lo había hecho porque no tenía intención de establecerme, vivía pendiente de las noticias del sur, esperando que cayera la dictadura para regresar.

Decidí que ya había aguardado bastante y en una discreta ceremonia íntima mezclé la tierra de mi antiguo jardín con otra venezolana, la puse en un macetero y planté un nomeolvides. Brotó una planta raquítica, inadecuada para ese clima, y pronto murió chamuscada; con el tiempo la reemplacé por una exuberante mata tropical que creció con voracidad de pulpo.

También mis hijos se adaptaron. Paula se enamoró de un joven de origen siciliano, inmigrante de primera generación como ella, que aún permanecía fiel a las tradiciones de su tierra. Su padre, que había hecho fortuna con materiales de construcción, esperaba que Paula terminara el colegio —puesto que ella así lo deseaba— y aprendiera a cocinar pasta para celebrar la boda. Me opuse con una ferocidad despiadada, a pesar de que en el fondo sentía una simpatía inevitable por ese bondadoso muchacho y su encantadora parentela, una numerosa familia alegre y sin complicaciones metafísicas o intelectuales, que se juntaba a diario a celebrar la vida con ágapes suculentos de la mejor cocina italiana. El novio era hijo y nieto mayor, un hombronazo alto, rubio y de temperamento polinésico, que gastaba su tiempo en plácidas diversiones en su yate, en la residencia de la playa, en su colección de automóviles y en fiestas inocentes. Mi única objeción era que ese yerno potencial no tenía empleo ni estudiaba, su padre le pasaba una generosa pensión y le había prometido casa amoblada cuando se casara con Paula. Un día me enfrentó, pálido y tembloroso, pero con la voz firme, para decirme que nos dejáramos de indirectas y habláramos claro, estaba cansado de mis preguntas capciosas. Me explicó que a sus ojos el trabajo no era una virtud, sino una necesidad, si podía comer sin trabajar, sólo un imbécil lo haría. No entendía nuestra compulsión por el sacrificio y el esfuerzo, pensaba que si fuéramos «inmensamente ricos», como pregonaba el tío Ramón, igual nos levantaríamos al amanecer y pasaríamos doce horas diarias laborando, porque a nuestros ojos esa era la única medida de integridad. Confieso que hizo trastabillar la estoica escala de valores heredada de mi abuelo y desde entonces encaro el trabajo con espíritu algo más juguetón.

El casamiento se postergó porque al graduarse del colegio Paula anunció que aún no estaba lista para las cacerolas y en cambio pensaba estudiar psicología. El novio acabó por aceptarlo, puesto que ella no lo consultó, y además esa profesión podía servir para criar mejor a la media docena de niños que pensaba tener. Sin embargo, no pudo digerir la idea que ella se inscribiera en un seminario de sexualidad y transitara con una maleta de objetos bochornosos, midiendo penes y orgasmos. A mí tampoco me pareció buena idea, mal que mal no estábamos en Suecia y la gente seguramente no aprobaría esa especialidad, pero no manifesté mi opinión porque Paula me habría destrozado con los mismos argumentos feministas que yo le había inculcado desde su más temprana infancia. Sólo me atreví a sugerirle que fuera discreta, porque si adquiría fama de sexóloga nadie tendría agallas para cortejarla, los hombres temen las comparaciones, pero me fulminó con una mirada profesional y allí terminó la conversación. Hacia el final del seminario, tuve que hacer un viaje a Holanda y ella me encargó cierto material didáctico difícil de conseguir en Venezuela. Así es como me encontré una noche en los barrios más sórdidos de Amsterdam, buscando en comercios indecentes los artefactos de su lista, pirulos telescópicos de goma, muñecas con orificios y videos con imaginativas combinaciones de mujeres con esforzados parapléjicos o con perros libidinosos. El rubor al comprarlos no fue tanto comparado con el que tuve en el aeropuerto de Caracas, cuando me abrieron la maleta y aquellos curiosos objetos pasaron por las manos de las autoridades, ante las miradas burlonas de los demás pasajeros, y tuve que explicar que no eran para mi uso personal, sino para mi hija. Eso marcó el fin del noviazgo de Paula con aquel siciliano de corazón gentil. Con el tiempo él sentó cabeza, terminó el colegio, empezó a trabajar en la firma de su padre, se casó y tuvo un hijo, pero no olvidó su primer amor. Desde que se enteró que Paula está enferma me suele llamar para ofrecerme apoyo, tal como lo hacen media docena de otros hombres que lloran cuando les doy las malas noticias. Ignoro quiénes son esos desconocidos, qué papel cumplieron en la suerte de mi hija, ni qué huellas profundas ella marcó en sus almas.

Paula pasaba por las vidas ajenas plantando firmes semillas, he visto los frutos en estos eternos meses de agonía. En cada sitio donde estuvo dejó amigos y amores, personas de todas las edades y condiciones se comunican conmigo para preguntar por ella, no pueden creer que le haya caído encima tanta desgracia.

Entretanto Nicolás escalaba los picos más abruptos de los Andes, exploraba cavernas submarinas para fotografiar tiburones, y se rompía los huesos con tanta regularidad, que cada vez que sonaba el teléfono me echaba a temblar. Si no surgían motivos reales para preocuparme, él se encargaba de inventarlos con el mismo ingenio empleado en su experimento de gases naturales. Un día regresé de la oficina por la tarde y encontré la casa a oscuras y aparentemente vacía. Divisé una luz al final del corredor, hacia allá me dirigí llamando, medio distraída, y en el umbral del baño tropecé de súbito con mi hijo colgando de una cuerda al cuello.

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