Paula

Paula


Segunda Parte

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Alcancé a distinguir su expresión de ajusticiado, con la lengua asomada y los ojos en blanco, antes de desplomarme en el suelo como una piedra. No perdí el conocimiento, pero no podía moverme, estaba transformada en hielo. Al ver mi reacción, Nicolás se quitó el arnés del cual se había colgado primorosamente, y corrió a socorrerme, me daba besos arrepentidos y juraba que nunca más me haría pasar un susto semejante. Los buenos propósitos le duraban un par de semanas, hasta que descubría la forma de sumergirse en la bañera respirando por un fino tubo de vidrio para que yo lo encontrara ahogado, o bien aparecía con un brazo en cabestrillo y un parche en un ojo. Según los manuales de psicología de Paula, esos accidentes revelaban una solapada tendencia suicida y su afán de torturarme con bromas espantosas estaba motivado por un rencor inconfesable, pero para tranquilidad de todos concluimos que los textos suelen equivocarse. Nicolás era un chiquillo medio bruto, pero no era un loco suicida, y su cariño por mí era tan evidente, que mi madre diagnosticó un complejo de Edipo. El tiempo probó nuestra teoría, a los diecisiete años mi hijo despertó una mañana convertido en hombre, puso sus tambores experimentales, patíbulos, cuerdas de trepar montañas, arpones para matar escualos y su maletín de primeros auxilios en una caja al fondo del garaje y anunció que pensaba dedicarse a la computación. Cuando ahora lo veo aparecer, con su serena expresión de intelectual y un niño en cada brazo, me pregunto si no habré soñado la visión pavorosa de Nicolás balanceándose en una horca casera.

En esos años Michael terminó la obra en la selva y se trasladó a la capital con la idea de armar su propia empresa constructora.

Con cautela fuimos poco a poco parchando el tejido roto de nuestra relación, hasta que llegó a ser tan amable y armoniosa que a los ojos ajenos parecíamos enamorados. Mi empleo nos permitió mantenernos por un tiempo, mientras él buscaba contratos en esa Caracas explosiva, donde a diario echaban abajo árboles, cortaban cerros y demolían casas para levantar en un abrir y cerrar de ojos nuevos rascacielos y autopistas. El negocio de la academia de mi amiga rubia era tan inestable, que a veces debíamos recurrir a la pensión de su madre o a nuestros ahorros para cubrir los gastos a fin de mes. Los alumnos acudían en tropel poco antes de los exámenes finales, cuando sus padres sospechaban que no pasarían de curso, y mediante clases especiales lograban ponerse al día, pero en vez de seguir estudiando para resolver las causas del problema, desaparecían apenas pasaban las pruebas. Durante varios meses los ingresos eran caprichosos y el Instituto sobrevivía a duras penas; con angustia enfrentábamos enero, cuando debían inscribirse los niños en número suficiente para mantener navegando aquel frágil velero. Ese año en diciembre la situación era crítica, la madre de Marilena y yo, que estábamos encargadas de la parte administrativa, repasamos una y otra vez el libro de contabilidad tratando infructuosamente de equilibrar las cifras negativas. En eso estábamos cuando pasó por delante de nuestro escritorio la señora de la limpieza, una colombiana cariñosa que solía festejarnos con un delicioso dulce de quesillo fabricado por su mano. Al vernos sacar cuentas desesperadas preguntó con sincero interés cuál era el problema y le contamos nuestras dificultades.

—Por las tardes yo trabajo en una funeraria y cuando la clientela se nos pone floja, lavamos el local con Quitalapava —dijo.

—¿Cómo es eso?

—Un conjuro, pues. Hay que hacer una buena limpieza. Primero se lavan los suelos desde el fondo hacia la puerta, para sacar la mala suerte, y después desde la puerta hacia adentro, para llamar a los espíritus de la luz y el consentimiento.

—¿Y entonces?

—Entonces empiezan a llegar los muertos.

—Aquí no necesitamos muertos, sino niños.

—Es lo mismo, Quitalapava sirve para mejorar cualquier negocio.

Le dimos algo de dinero y al día siguiente trajo un bidón con un líquido maloliente de aspecto sospechoso: al fondo se aconchaba una leche amarillenta, luego había una capa de caldo con gorgoritos y encima otra de un aceite verdoso. Debíamos batirlo antes de usarlo y protegernos la nariz con un pañuelo, porque el olor era capaz de aturdirnos. Que mi hija no se entere de esta barbaridad, suspiró la madre de Marilena, que iba para los setenta años, pero no había perdido nada de la vitalidad y el buen humor que la indujo a dejar su Valencia nativa treinta años antes para seguir a un marido infiel hasta el Nuevo Mundo, enfrentarlo cuando vivía con una concubina, exigirle el divorcio y enseguida olvidarlo de prisa. Prendada de ese país exuberante, donde por primera vez en su vida se sentía libre, se quedó con su hija y ambas salieron adelante con tenacidad e ingenio. Esta buena señora y yo lavamos a gatas el suelo con unos estropajos, murmurando las palabras rituales y conteniendo la risa, porque si nos burlábamos abiertamente se iba todo al carajo, las brujerías sólo funcionan con seriedad y fe. Echamos un par de días en esa labor, quedamos con las espaldas torcidas y las rodillas en carne viva y por más que ventilamos no pudimos quitar el tufo del local, pero valió la pena, la primera semana de enero había en la puerta una larga fila de padres con sus hijos de la mano. En vista de tan espectacular resultado se me ocurrió usar las sobras del bidón para mejorar la suerte de Michael y me trasladé sigilosamente a su oficina durante la noche para lavarla de arriba abajo, tal como habíamos hecho con la academia. No tuve noticias por varios días, salvo algunos comentarios sobre el extraño olor de la oficina. Consulté a la señora de la limpieza, quien me aseguró que el empavado era mi marido, todo se resolvería llevándolo a la Montaña Sagrada para contratar un ensalmo profesional, pero ese consejo estaba muy lejos de mis posibilidades. Un hombre como él, producto acabado de la educación británica, los estudios de ingeniería y el vicio del ajedrez, no se prestaría jamás para ceremonias mágicas, pero me quedé pensando en la lógica de la hechicería y deduje que si ese líquido prodigioso servía para fregar pisos, no había razón alguna para que no pudiera usarse para dar un remojón a un ser humano. A la mañana siguiente, cuando Michael estaba en la ducha, me aproximé por detrás y le lancé encima los restos del bidón. Dio un alarido de sorpresa y al poco rato tenía la piel color de cangrejo y se le cayeron algunos mechones de pelo, pero exactamente dos semanas más tarde había conseguido un socio venezolano y un contrato fabuloso.

Mi amiga Marilena nunca supo la causa de la extraordinaria bonanza de ese año, pero no creyó que fuera durable; estaba cansada de luchar con el presupuesto y contemplaba la posibilidad de un cambio de rumbo. Discutiendo el asunto, surgió la idea —inspirada por los efluvios del conjuro que aún perduraba en las ranuras del suelo— de transformar el Instituto en una escuela donde sería posible aplicar sus estupendas teorías educacionales para resolver en serio los problemas de aprendizaje y de paso eliminar los sobresaltos de nuestro libro de contabilidad. Ese fue el comienzo de una sólida empresa que se transformó en pocos años en uno de los más respetables colegios de esa ciudad.

Tengo mucho tiempo para meditar en este otoño de California. Debo acostumbrarme a mi hija y no recordarla como la joven graciosa y alegre de antes, ni perderme tampoco en visiones pesimistas del futuro, sino tomar cada día como venga, sin esperar milagros.

Paula depende de mí para sobrevivir, ha vuelto a pertenecerme, está otra vez en mis brazos como un recién nacido, terminaron para ella las celebraciones y los esfuerzos de la vida. La instalo en la terraza arropada en chales, frente a la bahía de San Francisco y los rosales de Willie, cargados de flores desde que salieron de los barriles y echaron raíces en tierra firme. A veces mi hija abre los ojos y mira fijamente la superficie iridiscente del agua, me coloco en la línea de su mirada, pero no me ve, sus pupilas son como pozos sin fondo. Sólo puedo comunicarme con ella de noche, cuando viene a visitarme en sueños. Duermo a sobresaltos y a menudo despierto con la certeza de que me llama, me levanto apurada y corro a su pieza, donde casi siempre algo falla: su temperatura o su presión se han disparado, está transpirando o tiene frío, está mal colocada y tiene calambres. La mujer que la cuida de noche suele dormirse cuando terminan los programas de televisión en español. En esas ocasiones me tiendo en la cama con Paula y la sostengo contra mi pecho acomodándola lo mejor posible porque es más grande que yo, mientras pido paz para ella, pido que descanse en la serenidad de los místicos, que habite un paraíso de armonía y silencio, que encuentre a ese Dios que tanto buscó en su corta trayectoria. Pido inspiración para adivinar sus necesidades y ayuda para mantenerla cómoda, así su espíritu puede viajar sin perturbaciones hacia el lugar de los encuentros. ¿Qué sentirá?

Suele estar asustada, temblorosa, con los ojos desorbitados, como si viera visiones de infierno, en cambio otras veces permanece ausente e inmóvil, como si ya se hubiera alejado de todo. La vida es un milagro y para ella terminó de súbito, sin darle tiempo de despedirse o de sacar sus cuentas, cuando iba lanzada hacia adelante en el vértigo de la juventud. Se le truncó el impulso cuando comenzaba a preguntarse por el sentido de las cosas y me dejó el encargo de encontrar la respuesta. A veces paso la noche deambulando por la casa, como los misteriosos zorrillos del sótano que suben a comerse el alimento de la gata, o el fantasma de mi abuela que escapa de su espejo para charlar conmigo. Cuando ella se duerme vuelvo a mi cama y me abrazo a la espalda de Willie con los ojos fijos en los números verdes del reloj, las horas pasan inexorables, agotando el presente, ya es futuro. Debiera tomar las pastillas de la doctora Forrester, no sé para qué las acumulo como un tesoro, escondidas en el canasto de las cartas de mi madre.

Algunas madrugadas veo salir el sol en los grandes ventanales de la pieza de Paula; en cada amanecer el mundo se crea de nuevo, se tiñe el cielo en tonos de naranja y se levanta sobre el agua el vapor de la noche, envolviendo el paisaje en encajes brumosos, como una delicada pintura japonesa. Soy una balsa sin rumbo navegando en un mar de pena. En estos largos meses me he ido pelando como una cebolla, velo a velo, cambiando, ya no soy la misma mujer, mi hija me ha dado la oportunidad de mirar dentro de mí y descubrir esos espacios interiores, vacíos, oscuros y extrañamente apacibles, donde nunca antes había explorado.

Son lugares sagrados y para llegar a ellos debo recorrer un camino angosto y lleno de obstáculos, vencer las fieras de la imaginación que me salen al paso. Cuando el terror me paraliza, cierro los ojos y me abandono con la sensación de sumergirme en aguas revueltas, entre los golpes furiosos del oleaje. Por unos instantes que son en verdad eternos, creo que me estoy muriendo, pero poco a poco comprendo que sigo viva a pesar de todo, porque en el feroz torbellino hay un resquicio misericordioso que me permite respirar. Me dejo arrastrar sin oponer resistencia y poco a poco el miedo retrocede. Flotando entro en una caverna submarina y allí me quedo un rato en reposo, a salvo de los dragones de la desgracia. Lloro sin sollozos, desgarrada por dentro, como tal vez lloran los animales, pero entonces termina de salir el sol y llega la gata a pedir su desayuno y escucho los pasos de Willie en la cocina y el olor del café invade la casa. Empieza otro día, como todos los días.

Año Nuevo de 1981. Ese día calculé que en agosto cumpliría cuarenta años y hasta entonces no había hecho nada realmente importante. ¡Cuarenta! Era el comienzo de la decrepitud y no me costaba mucho imaginarme sentada en una mecedora tejiendo calcetas. Cuando era una niña solitaria y rabiosa en la casa de mi abuelo, soñaba con proezas heroicas: sería una actriz famosa y en vez de comprarme pieles y joyas, daría todo mi dinero a un orfelinato, descubriría una vacuna contra los huesos quebrados, taparía con un dedo el hoyo del dique y salvaría otra aldea holandesa. Quería ser Tom Sawyer, el Pirata Negro o Sandokán, y después que leí a Shakespeare e incorporé la tragedia a mi repertorio, quería ser como esos personajes espléndidos que después de vivir exageradamente, morían en el último acto. La idea de convertirme en una monja anónima se me ocurrió mucho más tarde.

En esa época me sentía diferente a mis hermanos y a otros niños, no lograba ver el mundo como los demás, me parecía que los objetos y las personas solían volverse transparentes y que las historias de los libros y los sueños eran más ciertas que la realidad. A veces me asaltaban instantes de lucidez aterradora y creía adivinar el futuro o el pasado remoto, mucho antes de mi nacimiento, como si todos los tiempos coincidieran simultáneamente en el mismo espacio y de pronto, a través de un ventanuco que se abría por una fracción de segundo, yo pasaba a otras dimensiones.

En la adolescencia habría dado lo que tenía por pertenecer a la pandilla de muchachos ruidosos que bailaban rock’n roll y fumaban a escondidas, pero no lo intenté porque tenía la certeza de no ser uno de ellos. El sentimiento de soledad arrastrado desde la infancia se hizo aún más agudo, pero me consolaba la vaga esperanza de estar marcada por un destino especial que se me revelaría algún día. Más tarde entré de lleno en las rutinas del matrimonio y la maternidad, en las que se desdibujaron las desdichas y soledades de la primera juventud y se me olvidaron esos planes de grandeza. El trabajo de periodista, el teatro y la televisión me mantuvieron ocupada, no volví a pensar en términos de destino hasta que el Golpe Militar me enfrentó brutalmente con la realidad y me obligó a cambiar de rumbo. Esos años de autoexilio en Venezuela podrían resumirse en una sola palabra que para mí tenía el peso de una condena: mediocridad. A los cuarenta años ya era tarde para sorpresas, mi plazo se acortaba de prisa, lo único cierto eran la mala calidad de mi vida y el aburrimiento, pero la soberbia me impedía admitirlo. A mi madre —la única interesada en averiguarlo— le aseguraba que todo iba bien en mi pulcra nueva vida, me había curado del amor frustrado con una disciplina estoica, tenía un trabajo seguro, por primera vez estaba ahorrando dinero, mi marido parecía aún enamorado y mi familia había vuelto a los cauces normales, incluso me vestía como una inofensiva maestra ¿qué más se podía pedir? De los chales con flecos, las faldas largas y las flores en el pelo nada quedaba, sin embargo solía sacarlas sigilosamente del fondo de una maleta para lucirlas por unos minutos frente al espejo. Me sofocaba en mi papel de burguesa juiciosa y me consumían los mismos deseos de la juventud, pero no tenía el menor derecho a quejarme, había arriesgado todo una vez, había perdido y la vida me daba una segunda oportunidad, sólo cabía agradecer mi buena suerte. Es un milagro lo que has logrado, hija, nunca pensé que pudieras pegar los pedazos rotos de tu pareja y tu existencia, me dijo un día mi madre con un suspiro que no era de alivio y en un tono que me pareció irónico. Tal vez ella era la única que intuía el contenido de mi caja de Pandora, pero no se atrevió a destaparla. Ese Año Nuevo de 1981, mientras los demás celebraban con champaña y afuera estallaban fuegos artificiales anunciando el año recién nacido, me hice el propósito de vencer el tedio y resignarme con humildad a una vida sin brillo, como la de casi todo el mundo. Decidí que no era tan difícil renunciar al amor si tenía por sustituto una noble camaradería con mi marido, que sin duda era preferible mi empleo estable en el colegio a las inciertas aventuras del periodismo o el teatro, y que debía instalarme definitivamente en Venezuela, en vez de seguir suspirando por una patria idealizada en los últimos confines del planeta. Eran ideas razonables, de todos modos dentro de unos veinte o treinta años, una vez secas mis pasiones, cuando ya ni siquiera recordara el mal gusto del amor frustrado o del tedio, podría retirarme tranquila con la venta de las acciones que estaba adquiriendo en el negocio de Marilena. Ese plan razonable no alcanzó a durar más de una semana. El 8 de enero llamaron por teléfono de Santiago anunciando que mi abuelo estaba muy enfermo y esa noticia anuló mis promesas de buen comportamiento y me lanzó en una dirección inesperada. El Tata iba ya para los cien años, estaba convertido en un esqueleto de pájaro, semi-inválido y triste, pero perfectamente lúcido. Cuando terminó de leer la última letra de la Enciclopedia Británica y aprenderse de memoria el Diccionario de la Real Academia, y cuando perdió todo interés en las desgracias ajenas de las telenovelas, comprendió que era hora de morirse y quiso hacerlo con dignidad. Se instaló en su sillón vestido con su gastado traje negro y el bastón entre las rodillas, invocando al fantasma de mi abuela para que lo ayudara en ese trance, en vista de que su nieta le había fallado de tan mala manera. Durante esos años nos habíamos mantenido en contacto mediante mis cartas tenaces y sus respuestas esporádicas. Decidí escribirle por última vez para decirle que podía irse en paz porque yo jamás lo olvidaría y pensaba legar su memoria a mis hijos y a los hijos de mis hijos. Para probarlo empecé la carta con una anécdota de mi tía-abuela Rosa, su primera novia, una joven de belleza casi sobrenatural muerta en misteriosas circunstancias poco antes de casarse, envenenada por error o por maldad, cuya fotografía en suave color sepia estuvo siempre sobre el piano de la casa, sonriendo con su inalterable hermosura. Años más tarde el Tata se casó con la hermana menor de Rosa, mi abuela.

Desde las primeras líneas otras voluntades se adueñaron de la carta conduciéndome lejos de la incierta historia de la familia para explorar el mundo seguro de la ficción. En el viaje se me confundieron los motivos y se me borraron los límites entre la verdad y la invención, los personajes cobraron vida y llegaron a ser más exigentes que mis propios hijos. Con la cabeza en el limbo cumplía doble horario en el colegio, desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, cometiendo errores catastróficos en la administración; no sé cómo ese años no nos arruinamos, vigilaba los libros de contabilidad, los maestros, los alumnos y las clases con el rabillo del ojo, mientras toda mi atención estaba volcada en una bolsa de lona donde cargaba las páginas que garrapateaba de noche. Mi cuerpo cumplía funciones como autómata y mi mente estaba perdida en ese mundo que nacía palabra a palabra. Llegaba a casa cuando comenzaba a oscurecer, cenaba con la familia, me daba una ducha y luego me sentaba en la cocina o en el comedor frente a una pequeña máquina portátil, hasta que la fatiga me obligaba a partir a la cama. Escribía sin esfuerzo alguno, sin pensar, porque mi abuela clarividente me dictaba. A las seis de la madrugada debía levantarme para ir al trabajo, pero esas pocas horas de sueño eran suficientes; andaba en trance, me sobraba energía, como si llevara una lámpara encendida por dentro. La familia oía el golpeteo de las teclas y me veía perdida en las nubes, pero nadie me hizo preguntas, tal vez adivinaron que yo no tenía respuesta, en verdad no sabía con certeza que estaba haciendo, porque la intención de enviar una carta a mi abuelo se desdibujó rápidamente y no admití que me había lanzado en una novela, esa idea me parecía petulante.

Llevaba más de veinte años en la periferia de la literatura —periodismo, cuentos, teatro, guiones de televisión y centenares de cartas— sin atreverme a confesar mi verdadera vocación; necesitaría publicar tres novelas en varios idiomas antes de poner «escritora» como oficio al llenar un formulario. Cargaba mis papeles para todas partes por temor a que se extraviaran o se incendiara la casa; esa pila de hojas amarradas con una cinta era para mí como un hijo recién nacido. Un día, cuando la bolsa se había puesto muy pesada, conté quinientas páginas, tan corregidas y vueltas a corregir con un líquido blanco, que algunas habían adquirido la consistencia del cartón, otras estaban manchadas de sopa o tenían añadidos pegados con adhesivo, que se desplegaban como mapas, bendita computadora, que hoy me permite corregir siempre en limpio. No tenía a quién mandar esa extensa carta, mi abuelo ya no estaba en este mundo. Cuando recibimos la noticia de su muerte sentí una especie de alegría, eso era lo que él deseaba desde hacía años, y seguí escribiendo con más confianza, porque ese viejo espléndido se había encontrado por fin con la Memé y los dos leían por encima de mi hombro. Los comentarios fantásticos de mi abuela y la risa socarrona del Tata me acompañaron cada noche.

El epílogo fue lo más difícil, lo escribí muchas veces sin dar con el tono, me quedaba sentimental, o bien como un sermón o un panfleto político, sabía qué quería contar, pero no sabía cómo expresarlo, hasta que una vez más los fantasmas vinieron en mi ayuda. Una noche soñé que mi abuelo yacía de espalda en su cama, con los ojos cerrados, tal como estaba esa madrugada de mi infancia cuando entré a su cuarto a robar el espejo de plata. En el sueño yo levantaba la sábana, lo veía vestido de luto, con corbata y zapatos, y comprendía que estaba muerto, entonces me sentaba a su lado entre los muebles negros de su pieza a leerle el libro que acababa de escribir, y a medida que mi voz narraba la historia los muebles se convertían en madera clara, la cama se llenaba de velos azules y entraba el sol por la ventana. Desperté sobresaltada, a las tres de la madrugada, con la solución: Alba, la nieta, escribe la historia de la familia junto al cadáver de su abuelo, Esteban Trueba, mientras aguarda la mañana para enterrarlo. Fui a la cocina, me senté ante la máquina y en menos de dos horas escribí sin vacilar las diez páginas del epílogo.

Dicen que nunca se termina un libro, que simplemente el autor se da por vencido; en este caso mis abuelos, molestos tal vez al ver sus memorias tan traicionadas, me obligaron a poner la palabra fin. Había escrito mi primer libro. No sabía que esas páginas me cambiarían la vida, pero sentí que había terminado un largo tiempo de parálisis y mudez.

Até la pila de hojas con la misma cinta que había usado durante un año y se la pasé tímidamente a mi madre, quien volvió a los pocos días preguntando, con expresión de horror, cómo me atrevía a revelar secretos familiares y a describir a mi padre como un degenerado, dándole además su propio apellido. En esas páginas yo había introducido a un conde francés con un nombre escogido al azar: Bilbaire. Supongo que lo oí alguna vez, lo guardé en un compartimiento olvidado y al crear al personaje lo llamé así sin la menor conciencia de haber utilizado el apellido materno de mi progenitor. Con la reacción de mi madre renacieron algunas sospechas sobre mi padre que atormentaron mi niñez. Para complacerla decidí cambiar el apellido y después de mucho buscar encontré una palabra francesa con una letra menos, para que cupiera con holgura en el mismo espacio, pude borrar Bilbaire con corrector en el original y escribir encima Satigny, tarea que me tomó varios días revisando página por página, metiendo cada hoja en el rodillo de la máquina portátil y consolándome de ese trabajo artesanal con la idea de que Cervantes escribió El Quijote con una pluma de pájaro, a la luz de una vela, en prisión y con la única mano que le quedaba. A partir de ese cambio mi madre entró con entusiasmo en el juego de la ficción, participó en la elección del título La casa de los espíritus y aportó ideas estupendas, incluso algunas para ese conde controversial. A ella, que tiene una imaginación morbosa, se le ocurrió que entre las fotografías escabrosas que coleccionaba ese personaje había «una llama embalsamada cabalgando sobre una mucama coja». Desde entonces mi madre es mi editora y la única persona que corrige mis libros, porque alguien con capacidad de crear algo tan retorcido merece toda mi confianza. También fue ella quien insistió en publicarlo, se puso en contacto con editores argentinos, chilenos y venezolanos, mandó cartas a diestra y siniestra y no perdió la esperanza, a pesar de que nadie se dio la molestia de leer el manuscrito o de contestarnos. Un día conseguimos el nombre de una persona que podía ayudarnos en España. Yo no sabía que existieran agentes literarios, la verdad es que, como la mayor parte de los seres normales, tampoco había leído crítica y no sospechaba que los libros se analizan en universidades con la misma seriedad con que se estudian los astros en el firmamento. De haberlo sabido, no me habría atrevido a publicar ese montón de páginas manchadas de sopa y corrector líquido, que el correo se encargó de colocar sobre el escritorio de Carmen Balcells en Barcelona. Esa catalana magnífica, madraza de casi todos los grandes escritores latinoamericanos de las últimas tres décadas, se dio el trabajo de leer mi libro y a las pocas semanas me llamó para anunciarme que estaba dispuesta a ser mi agente y advertirme que si bien mi novela no estaba mal, eso no significaba nada, cualquiera puede acertar con un primer libro, sólo el segundo probaría que yo era una escritora. Seis meses más tarde fui invitada a España para la publicación de la novela. El día antes de partir mi madre ofreció a la familia una cena para celebrar el acontecimiento. A la hora de los postres el tío Ramón me entregó un paquete y al abrirlo apareció ante mis ojos maravillados el primer ejemplar recién salido de las máquinas, que él consiguió con malabarismos de viejo negociante, suplicando a los editores, movilizando a los Embajadores de dos continentes y utilizando la valija diplomática para que me llegara a tiempo. Es imposible describir la emoción de ese momento, basta decir que nunca más he vuelto a sentirla con otros libros, con traducciones a idiomas que creía ya muertos, o con las adaptaciones al cine o al teatro, ese ejemplar de La casa de los espíritus con una franja rosada y una mujer con pelo verde tocó mi corazón profundamente. Partí a Madrid con el libro en el regazo, bien expuesto a la vista de quien quisiera mirar, acompañada por Michael, tan orgulloso de mi proeza como mi madre.

Ambos entraban a las librerías preguntando si tenían mi libro y armaban una escena si les decían que no y otra si les decían que sí, porque no lo habían vendido. Carmen Balcells nos recibió en el aeropuerto envuelta en un abrigo de piel morado y al cuello una bufanda de seda color malva que arrastraba por el suelo como la cola desmayada de un cometa, me abrió los brazos y desde ese momento se convirtió en mi ángel protector. Ofreció un festín para presentarme a la intelectualidad española, pero yo estaba tan asustada que pasé buena parte de la velada escondida en el baño.

Esa noche en su casa vi por primera y única vez un kilo de caviar del Irán y cucharas soperas a disposición de los comensales, una extravagancia faraónica totalmente injustificada porque de todos modos yo era una pulga y ella no sospechaba entonces la trayectoria afortunada que tendría esa novela, pero seguro la conmovieron mi apellido ilustre y mi aspecto de provinciana. Aún recuerdo la pregunta inicial en la entrevista que me hizo el más renombrado crítico literario del momento: ¿puede explicar la estructura cíclica de su novela? Debo haberlo mirado con expresión bovina porque no sabía de qué diablos me hablaba, creía que sólo los edificios tienen estructura y lo único cíclico de mi repertorio eran la luna y la menstruación. Poco después los mejores editores europeos, desde Finlandia hasta Grecia, compraron la traducción y así se disparó el libro en una carrera meteórica.

Se había producido uno de esos raros milagros que todo autor sueña, pero yo no alcancé a darme cuenta del éxito escandaloso hasta año y medio más tarde, cuando ya estaba a punto de terminar una segunda novela nada más que para probar a Carmen Balcells mi condición de escritora y demostrarle que el kilo de caviar no había sido pura pérdida.

Seguí trabajando doce horas diarias en el colegio, sin atreverme a renunciar, porque el contrato millonario de Michael, conseguido en parte con el ensalmo líquido de la señora de la limpieza, se había hecho humo. Por una de esas coincidencias tan precisas que parecen metáforas, su trabajo se vino al suelo el mismo día que yo presentaba mi libro en Madrid. Al descender del avión en el aeropuerto de Caracas nos salió al encuentro su socio con la mala noticia; se borró la alegría de mi triunfo y fue reemplazada por los nubarrones de su desgracia. Denuncias de corrupción y soborno en el banco que financiaba la obra obligaron a la justicia a intervenir, congelaron los pagos y se paralizó la construcción. La prudencia indicaba cerrar la oficina de inmediato y tratar de liquidar lo más posible, pero él creyó que el banco era demasiado poderoso y había muchos intereses políticos de por medio como para que el conflicto se eternizara, concluyó que si lograba mantenerse a flote por un tiempo todo se arreglaría y el contrato volvería a sus manos. Entretanto su socio, más diestro en esas reglas del juego, desapareció con su parte del dinero dejándolo sin trabajo y sumido en un creciente abismo de deudas. Las preocupaciones acabaron por agotar a Michael, pero se negó a admitir su fracaso y su depresión hasta que un día cayó desmayado. Paula y Nicolás lo llevaron en brazos a la cama y yo traté de reanimarlo con agua y bofetones, como había visto en las películas. Más tarde el médico diagnosticó azúcar en la sangre y comentó divertido que la diabetes no se cura con baldes de agua fría. Volvió a desmayarse con alguna frecuencia y todos acabamos por acostumbrarnos. No habíamos oído la palabra porfiria y nadie atribuyó sus síntomas a ese raro desorden del metabolismo, pasarían tres años antes que una sobrina cayera muy enferma y después de meses de exhaustivos análisis los médicos de una clínica norteamericana diagnosticaran la enfermedad; la familia completa debió examinarse y así descubrimos que Michael, Paula y Nicolás padecen esa condición.

Para entonces nuestro matrimonio se había convertido en una burbuja de cristal que debíamos tratar con grandes precauciones para no hacerla trizas; cumplíamos con ceremoniosas reglas de cortesía y hacíamos porfiados esfuerzos por mantenernos juntos a pesar de que cada día nuestros caminos se separaban más. Nos teníamos respeto y simpatía, pero esa relación me pesaba sobre los hombros como un saco de cemento; en mis pesadillas avanzaba por un desierto arrastrando una carreta y en cada paso se hundían las ruedas y mis pies en la arena. En ese tiempo sin amor encontré evasión en la escritura. Mientras en Europa mi primera novela se abría camino, yo seguía escribiendo de noche en la cocina de nuestra casa en Caracas, pero me había modernizado, ahora lo hacía en una máquina eléctrica. Comencé De amor y de sombra el 8 de enero de 1983 porque ese día me había traído suerte con La casa de los espíritus, iniciando así una tradición que todavía mantengo y no me atrevo a cambiar, siempre escribo la primera línea de mis libros en esa fecha. Ese día trato de estar sola y en silencio por largas horas, necesito mucho tiempo para sacarme de la cabeza el ruido de la calle y limpiar mi memoria del desorden de la vida.

Enciendo velas para llamar a las musas y a los espíritus protectores, coloco flores sobre mi escritorio para espantar el tedio y las obras completas de Pablo Neruda bajo la computadora con la esperanza de que me inspiren por ósmosis; si estas máquinas se infectan de virus no hay razón para que no las refresque un soplo poético. Mediante una ceremonia secreta dispongo la mente y el alma para recibir la primera frase en trance, así se entreabre una puerta que me permite atisbar al otro lado y percibir los borrosos contornos de la historia que espera por mí. En los meses siguientes cruzaré el umbral para explorar esos espacios y poco a poco, si tengo suerte, los personajes cobrarán vida, se harán cada vez más precisos y reales, y se me irá revelando el cuento. Ignoro cómo y por qué escribo, mis libros no nacen en la mente, se gestan en el vientre, son criaturas caprichosas con vida propia, siempre dispuestas a traicionarme. No decido el tema, el tema me escoge a mí, mi labor consiste simplemente en dedicarle suficiente tiempo, soledad y disciplina para que se escriba solo. Así sucedió con mi segunda novela. En 1978 fueron descubiertos en Chile, en la localidad de Lonquén a pocos kilómetros de Santiago, los cuerpos de quince campesinos asesinados por la dictadura y ocultos en unos hornos de cal abandonados. La Iglesia Católica denunció el hallazgo y estalló el escándalo antes que las autoridades pudieran acallarlo, era la primera vez que aparecían los restos de algunos desaparecidos y el dedo tembleque de la justicia chilena no tuvo más remedio que señalar a las Fuerzas Armadas. Varios carabineros fueron acusados, llevados a juicio, condenados por homicidio en primer grado y enseguida puestos en libertad por el General Pinochet mediante un decreto de amnistía. La noticia salió publicada en la prensa del mundo y así me enteré yo en Caracas.

Para entonces desaparecían miles de personas en muchas parte del continente, Chile no era una excepción. En Argentina las madres de los desaparecidos desfilaban en la Plaza de Mayo con las fotografías de sus hijos y sus nietos ausentes, en Uruguay sobraban nombres de presos y faltaban cuerpos. Lo ocurrido en Lonquén fue como un puñetazo en la boca del estómago, el dolor no me abandonó en años. Cinco hombres de la misma familia, los Maureira, murieron asesinados por esos carabineros. A veces iba distraída manejando por una autopista y me asaltaba la visión conmovedora de las mujeres Maureira buscando por años a sus hombres, preguntando inútilmente en prisiones, campos de concentración, hospitales y cuarteles, como miles y miles de otras personas que en otros lugares inquirían también por los suyos.

Ellas tuvieron mejor suerte que la mayoría, al menos supieron que sus hombres habían muerto y pudieron llorarlos y rezar por ellos, aunque no enterrarlos, porque los militares les birlaron los restos y dinamitaron los hornos de cal para evitar que se convirtieran en sitio de peregrinaje y devoción. Esas mujeres caminaron un día a lo largo de unos toscos mesones examinando los despojos, unas llaves, un peine, un trozo de chaleco azul, algo de pelo o unos pocos dientes, y dijeron: este es mi marido, este es mi hermano, este es mi hijo. Siempre al pensar en ellas me volvía con implacable claridad el recuerdo de ese tiempo que viví en Chile bajo el pesado manto del terror, la censura y la autocensura, las delaciones, el toque de queda, los soldados de caras pintadas para no ser reconocidos, los automóviles con vidrios oscuros de la policía política, las detenciones en la calle, en las casas, en las oficinas, mis carreras para asilar perseguidos en las Embajadas, las noches en vela porque teníamos a alguien oculto bajo nuestro techo, las burdas estrategias para sacar sigilosamente información hacia el extranjero e introducir dinero para ayudar a las familias de los presos. Para mi segunda novela no tuve que pensar en el tema, las mujeres de la familia Maureira, las madres de la Plaza de Mayo y millones de otras víctimas me acosaron obligándome a escribir. La historia de los muertos de Lonquén tenía raíces en mi corazón desde 1978, desde entonces había archivado todos los recortes de prensa que cayeron en mis manos sin saber exactamente para qué, puesto que aún no sospechaba que mis pasos se encaminarían hacia la literatura. En 1983 disponía de una gruesa carpeta de información y sabía dónde buscar más datos, mi trabajo consistió solamente en trenzar esos hilos en una sola cuerda. Contaba con mi amigo Francisco en Chile, a quien pensaba utilizar como modelo para el protagonista, a una familia de refugiados republicanos españoles para los Leal y un par de compañeras de la revista femenina donde antes trabajaba, que inspiraron el personaje de Irene. Tomé a Gustavo Morante, el novio de Irene, de un oficial del Ejército en Chile, que me siguió al Cerro San Cristóbal un mediodía otoñal de 1974. Estaba sentada bajo un árbol mirando Santiago desde las alturas, con la perra suiza de mi madre, a quien solía llevar a tomar aire, cuando se detuvo un automóvil a pocos metros, descendió un hombre en uniforme y avanzó hacia mí. El pánico me paralizó, por un instante pensé echar a correr, pero enseguida comprendí la inutilidad de cualquier intento de escapatoria y temblando lo enfrenté sin voz.

Ante mi sorpresa, el oficial no me ladró una orden, sino que se quitó la gorra, se disculpó por molestarme y preguntó si podía sentarse conmigo.

Yo todavía no podía pronunciar palabra, pero me tranquilizó ver que estaba solo, las detenciones siempre se llevaban a cabo entre varios. Era un hombre de unos treinta años, alto y apuesto, con un rostro un poco ingenuo, sin líneas de expresión. Noté su angustia apenas comenzó a hablar. Me dijo que sabía quién era yo, había leído algunos de mis artículos y no le gustaban, pero se divertía con mis programas en televisión, me había visto subir al cerro a menudo y ese día me había seguido porque tenía algo que contarme. Dijo que provenía de una familia muy religiosa, era católico observante y de joven había contemplado la posibilidad de entrar al Seminario, pero había ingresado a la Escuela Militar para complacer a su padre. Pronto descubrió que le gustaba esa profesión y con el tiempo el Ejército se convirtió en su verdadero hogar. Estoy preparado para morir por mi patria, dijo, pero no sabía lo difícil que es matar por ella. Y entonces, después de una pausa muy larga, me describió su primer fusilamiento, cómo le tocó ejecutar a un prisionero político, tan torturado que no podía tenerse de pie y debieron amarrarlo en una silla, de cómo dio la orden de fuego en ese patio escarchado a las cinco de la mañana, y cómo cuando se disipó el ruido de los balazos se dio cuenta de que el hombre estaba vivo y lo miraba tranquilamente a los ojos, porque ya estaba más allá del miedo.

—Tuve que acercarme al prisionero, ponerle la pistola en la sien y apretar el gatillo. La sangre me salpicó el uniforme… No puedo quitármelo del alma, no puedo dormir, ese recuerdo me persigue.

—¿Por qué me lo cuenta a mí? —le pregunté.

—Porque no me basta habérselo dicho a mi confesor, quiero compartirlo con alguien que tal vez pueda usarlo. No todos los militares somos asesinos, como andan diciendo por ahí, muchos tenemos conciencia. —Se puso de pie, me saludó con una inclinación leve, se caló la gorra y partió en su automóvil.

Meses más tarde otro hombre, esta vez vestido de civil, me contó algo similar. Los soldados disparan a las piernas para obligar a los oficiales a dar el tiro de gracia y mancharse también con sangre, me dijo. Guardé esas historias conmigo por nueve años, al fondo de un cajón, anotadas en una hoja de papel, hasta que me sirvieron en De amor y de sombra. Algunos críticos consideraron ese libro sentimental y demasiado político; para mí está lleno de magia porque me reveló los extraños poderes de la ficción. En el lento y silencioso proceso de la escritura entro en un estado de lucidez, en el cual a veces puedo descorrer algunos velos y ver lo invisible, tal como hacía mi abuela con su mesa de tres patas. No es el caso mencionar todas las premoniciones y coincidencias que se dieron en esas páginas, basta una. Si bien disponía de abundante información, tenía grandes lagunas en la historia porque buena parte de los juicios militares quedó en secreto y lo que se publicó estaba desfigurado por la censura. Además me encontraba muy lejos y no podía ir a Chile a interrogar a las personas implicadas, como hubiera hecho en otras circunstancias. Mis años de periodismo me han enseñado que en esas entrevistas personales se obtienen las claves, los motivos y las emociones de la historia, ninguna investigación de biblioteca puede reemplazar los datos de primera mano conseguidos en una conversación cara a cara.

Escribí la novela en esas calientes noches de Caracas con el material de mi carpeta de recortes, un par de libros, algunas grabaciones de Amnistía Internacional y las voces infatigables de las mujeres de los desaparecidos, que atravesaron distancias y tiempos para venir en mi ayuda. Así y todo, debí recurrir a la imaginación para llenar las lagunas. Al leer el original mi madre objetó una parte que le pareció absolutamente improbable: los protagonistas van de noche en una motocicleta durante el toque de queda a una mina cerrada por los militares, cruzan el cerco, se meten en un campo prohibido, abren la mina con picos y palas, encuentran los restos de los cuerpos asesinados, toman fotografías, vuelven con las pruebas y se las entregan al Cardenal, quien finalmente ordena abrir la tumba. Esto es imposible, dijo, nadie se atrevería a correr semejantes riesgos en plena dictadura. No se me ocurre otra manera de resolver el argumento, considéralo una licencia literaria, repliqué. El libro fue publicado en 1984. Cuatro años más tarde fue eliminada la lista de exilados que no podían regresar a Chile y me sentí libre de volver por primera vez a mi país para votar en un plebiscito, que finalmente derrocó a Pinochet. Una noche sonó el timbre de la casa de mi madre en Santiago y un hombre insistió en hablar conmigo en privado. En un rincón de la terraza me contó que era sacerdote, que se había enterado en secreto de confesión de los cuerpos enterrados en Lonquén, había ido en su motocicleta durante el toque de queda, abierto la mina prohibida con pico y pala, fotografiado los restos y llevado las pruebas al Cardenal, quien mandó a un grupo de sacerdotes, periodistas y diplomáticos a abrir la tumba clandestina.

—Nadie lo sospecha excepto el Cardenal y yo. Si se hubiera difundido mi participación en este asunto, seguramente no estaría aquí hablándole, también yo habría desaparecido. ¿Cómo lo supo usted? —me preguntó.

—Me lo soplaron los muertos —repliqué, pero no me creyó.

Ese libro también trajo a Willie a mi vida, por eso le estoy agradecida.

Mis dos primeras novelas demoraron bastante en cruzar el Atlántico, pero finalmente llegaron a las librerías de Caracas, algunas personas las leyeron, se publicaron un par de críticas favorables, y eso cambió la calidad de mi vida. Se me abrieron círculos a los cuales no había tenido acceso, conocí gente interesante, algunos medios de prensa me pidieron colaboraciones y me llamaron productores de televisión ofreciéndome entrada por la puerta ancha, pero para entonces ya sabía cuán inciertas son esas promesas y no quise dejar mi empleo seguro en el colegio. Un día en el teatro se me acercó un hombre de voz suave y cuidadosa pronunciación para felicitarme por mi primera novela, dijo que lo tocaba profundamente, entre otras cosas porque vivió con su familia en Chile durante el gobierno de Salvador Allende y presenció el Golpe Militar. Más tarde me enteré que también estuvo preso en esos primeros días de brutalidad indiscriminada, porque los vecinos, confundidos por su acento, creyeron que era un agente cubano y lo denunciaron. Así comenzó mi amistad con Ildemaro, la más significativa de mi vida, una mezcla de buen humor y de severas lecciones. A su lado aprendí mucho, él guiaba mis lecturas, revisaba algunos de mis escritos y discutíamos de política, cuando pienso en él me parece verlo apuntándome con el índice mientras me instruye sobre la obra de Benedetti o despeja las brumas de mi cerebro con un docto sermón socialista, pero esa imagen no es la única, también lo recuerdo muerto de la risa o rojo de vergüenza cuando le tumbábamos la solemnidad a punta de bromas. Nos incorporó a su familia y por primera vez en muchos años volvimos a tener el calor de una tribu, se reiniciaron los almuerzos dominicales, nuestros hijos se consideraban primos y todos tenían llaves de ambas casas. Ildemaro, que es médico pero tiene más vocación por la cultura, nos proveía de entradas a un sinfín de actos a los cuales asistíamos para no ofenderlo. Al principio Paula fue la única con valor suficiente para reírse en su presencia de las vacas sagradas del arte, y pronto los demás seguimos su ejemplo y terminamos formando un grupo de teatro doméstico con el propósito de parodiar los actos culturales y las prédicas intelectuales de nuestro amigo, pero él encontró rápidamente una manera astuta de desbaratar nuestros planes: se convirtió en el miembro más activo de la compañía. Bajo su dirección montamos algunos espectáculos que trascendieron los límites del sufrido círculo de amigos, como una conferencia sobre los celos en la cual presentamos una máquina de nuestra invención para medir «el nivel de celotipia» en las víctimas de ese grave flagelo. Una sociedad de psiquiatras —no recuerdo si junguianos o lacanianos— nos tomó en serio, fuimos invitados a hacer una demostración y una noche fuimos a parar a la sede del Instituto con nuestra descabellada charla. La máquina de los celos consistía en un cajón negro con caprichosos bombillos que se encendían y se apagaban y erráticas agujas que marcaban números, conectada mediante cables de batería a un casco en la cabeza de Paula, quien cumplía valientemente el papel de conejillo de experimentación, mientras Nicolás daba vueltas una manivela. Los psiquiatras escuchaban atentos y tomaban notas, algunos parecían algo perplejos, pero en general quedaron satisfechos y al día siguiente apareció en el periódico una docta reseña de la conferencia. Paula sobrevivió a la máquina de los celos y tanto se encariñó con Ildemaro que lo hizo depositario de sus confidencias más íntimas y para darle gusto aceptaba el papel de artista estelar en todas las producciones de la compañía. Ahora Ildemaro me llama a menudo para saber de ella, escucha los detalles en silencio y trata de darme ánimo, pero no esperanza, porque él no la tiene. En esa época nada indicaba que el destino de mi hija sufriría este descalabro, era entonces una bella estudiante en sus veinte años, brillante y alegre, a quien no le importaba hacer el ridículo sobre un escenario si Ildemaro se lo pedía. La infatigable Abuela Hilda, quien había salido de Chile siguiendo a la familia al exilio y vivía media vida en nuestra casa, mantenía abierto en permanencia un costurero en el comedor, donde fabricábamos disfraces y escenarios. Michael participaba con buen humor, a pesar que solían tambalear su salud y su entusiasmo. Nicolás, que sufría de pánico escénico y vergüenza ajena, se encargaba de los montajes técnicos: luz, sonido y efectos especiales, así podía mantenerse oculto tras las cortinas. Poco a poco la mayor parte de nuestros amigos se incorporaron al teatro y no quedó nadie para constituir el público, pero preparar las obras era tan divertido para los actores y músicos que no importaba hacer las representaciones ante una sala vacía. La casa se nos llenó de gente, de ruido y de risas, por fin teníamos una familia extendida y nos sentíamos a gusto en esa nueva patria.

Sin embargo no ocurría lo mismo con mis padres. El tío Ramón veía aproximarse sus setenta años y deseaba regresar a morir en Chile, como explicó con cierto dramatismo, provocando carcajadas entre nosotros, que lo sabemos inmortal. Un par de meses más tarde lo vimos preparar sus maletas y poco después partió con mi madre de vuelta a un país donde no había puesto los pies en muchos años y donde todavía gobernaba el mismo general. Me sentí huérfana, temía por ellos, presentía que no volveríamos a vivir en la misma ciudad y me preparé para reiniciar la antigua rutina de las cartas diarias. Para despedirlos ofrecimos una parranda con guisos y vinos chilenos y la última obra de la compañía de teatro. Mediante canciones, bailes, actores y títeres narramos las vidas tormentosas y los amores ilegales de mi madre y el tío Ramón, representados por Paula e Ildemaro, provisto de diabólicas cejas postizas. Esta vez tuvimos público, porque asistieron casi todos los buenos amigos que nos habían acogido en ese cálido país. En un sitio de honor estaba Valentín Hernández, cuyas visas generosas nos abrieron las puertas. Fue la última vez que lo vimos, poco después murió de una enfermedad repentina dejando en el desconsuelo a su mujer y sus descendientes. Era uno de aquellos patriarcas amorosos y vigilantes que cobijan bajo su capa protectora a todos los suyos. Le costó morir porque no quería irse dejando a su familia expuesta al vendaval de estos aterradores tiempos modernos y en el fondo de su corazón tal vez soñaba con llevárselos consigo. Un año después su viuda reunió a las hijas, los yernos y los nietos para conmemorar la muerte de su marido de una manera alegre, como a él le hubiera gustado, y se los llevó de paseo a Florida. El avión estalló en el aire y no quedó nadie de esa familia para llorar a los ausentes o recibir las condolencias.

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