Paula

Paula


Página 19 de 20

EPÍLOGO

Navidad de 1992

En la madrugada del domingo 6 de diciembre, en una noche prodigiosa en que se descorrieron los velos que ocultan la realidad, murió Paula. Eran las cuatro de la madrugada. Su vida se detuvo sin lucha, ansiedad ni dolor, en su tránsito sólo hubo paz y el amor absoluto de quienes la acompañábamos. Murió sobre mi regazo, rodeada por su familia, por los pensamientos de los ausentes y los espíritus de sus antepasados que acudieron en su ayuda. Murió con la misma gracia perfecta que hubo en todos los gestos de su existencia.

Desde hacía un tiempo yo presentía el final; lo supe con la misma certeza inapelable con que desperté un día de 1963 segura que desde hacía tan sólo algunas horas había una hija gestándose en mi vientre. La muerte vino con paso leve. Los sentidos de Paula fueron clausurándose uno a uno en las semanas anteriores, creo que ya no oía, estaba casi siempre con los ojos cerrados, no reaccionaba cuando la tocábamos o la movíamos. Se alejaba inexorablemente. Escribí una carta a mi hermano describiendo esos síntomas imperceptibles para los demás, pero evidentes para mí, anticipándome con una rara mezcla de angustia y alivio. Juan me contestó con una sola frase: estoy rezando por ella y por ti.

Separarme de Paula era un tormento insufrible, pero peor me resultaba verla agonizar despacio durante los siete años pronosticados por los palitos del I Ching. Aquel sábado llegó Inés temprano y preparamos los baldes de agua para bañarla y lavarle el cabello, su ropa del día y sábanas limpias, como hacíamos cada mañana. Cuando nos disponíamos a desnudarla notamos que estaba sumida en un sopor anormal, como un desmayo, lacia, con una expresión de infante, como si hubiera regresado a la edad inocente en que cortaba flores en el jardín de la Granny. Entonces adiviné que estaba lista para su última aventura y en un instante bendito la confusión y el terror de este año de quebrantos desaparecieron, dando paso a una diáfana tranquilidad. Váyase, Inés, quiero estar sola con ella, le pedí. La mujer se arrojó sobre Paula besándola, llévate mis pecados contigo y trata de que allá arriba me los perdonen, suplicaba, y no quiso irse hasta que le aseguré que ella la había escuchado y estaba dispuesta a servirle de correo. Fui a avisar a mi madre, quien se vistió de prisa y bajó a la habitación de Paula. Quedamos las tres solas, acompañadas por la gata instalada en un rincón con sus inescrutables pupilas de ámbar fijas en la cama, esperando. Willie hacía las compras del mercado y Celia y Nicolás no vienen los sábados, ese día asean su apartamento, así es que calculé que disponíamos de muchas horas para despedirnos sin interrupciones. Sin embargo mi nuera despertó esa mañana con un presentimiento y sin decir palabra dejó a su marido a cargo de las tareas domésticas, tomó a los dos niños y vino a vernos. Encontró a mi madre a un lado de la cama y a mí al otro, acariciando a Paula en silencio. Dice que apenas entró al cuarto percibió la inmovilidad del aire y la luz delicada que nos envolvía y comprendió que había llegado el momento tan temido y al mismo tiempo deseado. Se sentó junto a nosotras, mientras Alejandro jugaba con sus carritos en la silla de ruedas y Andrea dormitaba sobre la alfombra aferrada a su pañal. Un par de horas más tarde llegaron Willie y Nicolás y tampoco ellos necesitaron explicaciones. Encendieron fuego en la chimenea y pusieron la música preferida de Paula, conciertos de Mozart, Vivaldi, nocturnos de Chopin. Debemos llamar a Ernesto, decidieron, pero su teléfono en Nueva York no contestaba y calculamos que todavía venía volando desde la China y sería imposible ubicarlo.

Las últimas rosas de Willie empezaron a deshojarse sobre la mesa de noche entre frascos de medicinas y jeringas. Nicolás salió a comprar flores y regresó poco después con brazadas de ramos silvestres como los que Paula escogió para su boda; el aroma de tuberosa y lirios se repartió suavemente por toda la casa mientras las horas, cada vez más lentas, se enredaban en los relojes.

A media tarde se presentó la doctora Forrester y confirmó que algo había cambiado en el estado de la enferma. No detectó fiebre ni signos de dolor, los pulmones estaban despejados, tampoco se trataba de otro ataque de porfiria, pero la complicada maquinaria de su organismo funcionaba apenas. Parece un derrame cerebral, dijo, y sugirió llamar una enfermera y conseguir oxígeno, en vista que habíamos acordado desde un principio que no la llevaríamos más a un hospital, pero me negué. No fue necesario discutirlo, todos en la familia estábamos de acuerdo en no prolongar su agonía, sólo aliviarla. La doctora se instaló discretamente cerca de la chimenea a esperar, atrapada también en la magia de esa noche única. Qué simple es la vida, al final de cuentas… En este año de suplicios renuncié poco a poco a todo, primero me despedí de la inteligencia de Paula, después de su vitalidad y su compañía, finalmente debía separarme de su cuerpo. Todo lo había perdido y mi hija se iba, pero en verdad me quedaba lo esencial: el amor. En última instancia lo único que tengo es el amor que le doy.

Por los grandes ventanales vi el cielo oscurecerse. A esa hora la vista desde el cerro donde vivimos es extraordinaria, el agua de la bahía se torna de un color acero fosforescente y el paisaje adquiere relieve de sombras y luces. Al caer la noche los niños agotados se durmieron en el suelo tapados con una manta y Willie se afanó en la cocina preparando algo de cenar, recién entonces caímos en cuenta que no habíamos comido en todo el día. Volvió poco después con una bandeja y la botella de champaña que teníamos reservada desde hacía un año para el momento en que Paula despertara en este mundo. No pude probar bocado, pero brindé por mi hija, para que despertara contenta a otra vida. Encendimos velas y Celia tomó la guitarra y cantó las canciones de Paula, tiene una voz profunda y cálida que parece surgir de la tierra misma y que siempre conmovía a su cuñada. Canta para mí sola, le pedía a veces, cántame bajito. Una lucidez gloriosa me permitió vivir esas horas a plenitud, con la intuición despejada y los cinco sentidos y otros cuya existencia desconocía alertas. Las llamas cálidas de las velas alumbraban a mi niña, su piel de seda, sus huesos de cristal, las sombras de sus pestañas, durmiéndose para siempre. Abrumadas por la intensidad del cariño hacia ella y la dulce camaradería de las mujeres en los ritos fundamentales de la existencia, mi madre, Celia y yo improvisamos las últimas ceremonias, lavamos su cuerpo con una esponja, la frotamos con agua de colonia, la vestimos con ropa abrigada para que no tuviera frío, le pusimos sus zapatillas de piel de conejo y la peinamos.

Celia colocó entre sus manos las fotografías de Alejandro y Andrea: cuida a tus sobrinos, le pidió. Escribí los nombres de todos nosotros en un papel, traje los azahares de novia de mi abuela y una cucharita de plata de la Granny y también se los puse sobre el pecho, para que los llevara de recuerdo, junto al espejo de plata de mi abuela, porque pensé que si me había protegido durante cincuenta años, seguro podía ampararla a ella en ese último trayecto. Paula se había vuelto de ópalo, blanca, transparente… ¡tan fría! La frialdad de la muerte proviene de las entrañas, como una hoguera de nieve ardiendo por dentro; al besarla el hielo quedaba en mis labios, como una quemadura.

Reunidos en torno a la cama repasamos antiguas fotografías e hicimos memoria del pasado más alegre, desde el primer sueño en que Paula se me reveló mucho antes de nacer, hasta su cómico arrebato de celos cuando Celia y Nicolás se casaron; celebramos los dones que nos dio durante su vida y cada uno de nosotros se despidió de ella y rezó a su manera. A medida que transcurrían las horas algo solemne y sagrado llenó el ámbito, tal como ocurrió al nacer Andrea en esa misma habitación; ambos momentos se parecen mucho, el nacimiento y la muerte están hechos del mismo material.

El aire se volvió más y más quieto, nos movíamos con lentitud para no alterar el reposo de nuestros corazones, nos sentíamos colmados por el espíritu de Paula, como si fuéramos uno solo, no había separación entre nosotros, la vida y la muerte se unieron. Por algunas horas experimentamos la realidad sin tiempo ni espacio del alma.

Me introduje en la cama junto a mi hija sosteniéndola contra mi pecho, como hacía cuando ella era pequeña. Celia quitó a la gata y acomodó a los dos niños dormidos para que con sus cuerpos calentaran los pies de su tía. Nicolás tomó a su hermana de la mano, Willie y mi madre se sentaron a los lados rodeados de seres etéreos, de murmullos y tenues fragancias del pasado, de duendes y apariciones, de amigos y parientes, vivos y muertos. Toda la noche aguardamos despacio, recordando los momentos duros, pero sobre todo los felices, contando historias, llorando un poco y sonriendo mucho, honrando la luz de Paula que nos alumbraba, mientras ella se hundía más y más en el sopor final, su pecho alzándose apenas en aleteos cada vez más lentos. Su misión en este mundo fue unir a quienes pasaron por su vida y esa noche todos nos sentimos acogidos bajo sus alas siderales, inmersos en ese silencio puro donde tal vez reinan los ángeles. Las voces se convirtieron en murmullos, el contorno de los objetos y los rostros de la familia comenzaron a esfumarse, las siluetas se mezclaban y confundían, de pronto me di cuenta que éramos más, la Granny estaba allí con su vestido de percala, su delantal manchado de mermelada, su olor fresco de ciruelas y sus grandes ojos de añil claro; el Tata con su boina vasca y su tosco bastón se había instalado en una silla cerca de la cama; a su lado distinguí una mujer pequeña y delgada de rasgos gitanos, que me sonreía cuando se cruzaban nuestras miradas, la Memé, supongo, pero no me atreví a hablarle para que no se desvaneciera como un tímido espejismo. Por los rincones de la pieza creí ver a la Abuela Hilda con su tejido en las manos, a mi hermano Juan orando junto a las monjas y los niños del colegio de Madrid, a mi suegro todavía joven, a una corte de ancianos benevolentes de la residencia geriátrica que Paula visitaba en su infancia. Poco después la mano inconfundible del tío Ramón se posó en mi hombro y oí nítidamente la voz de Michael y vi a mi derecha a Ildemaro mirando a Paula con la ternura que reserva para ella.

Sentí la presencia de Ernesto materializándose a través del vidrio del ventanal, descalzo, vestido con su ropa de aikido, una sólida figura blanca que entró levitando y se inclinó sobre la cama para besar a su mujer en los labios. Hasta pronto, mi chica bella, espérame al otro lado, dijo, y se quitó la cruz que siempre lleva colgada y se la puso a ella en el cuello. Entonces le entregué el anillo de matrimonio, que yo había llevado durante un año exactamente, y él lo deslizó en su dedo como el día en que se casaron. Volví a encontrarme en la torre en forma de silo poblada de palomas de aquel sueño premonitorio en España, pero mi hija ya no tenía doce años, sino veintiocho bien cumplidos, no vestía su abrigo a cuadros sino una túnica blanca, no llevaba el pelo atado en media cola sino suelto a la espalda. Comenzó a elevarse y yo subí también colgada de la tela de su vestido. Escuché de nuevo la voz de la Memé: No puedes ir con ella, ha bebido la poción de la muerte… Pero me impulsé con mis últimas fuerzas y logré aferrarme de su mano, dispuesta a no soltarla, y al llegar arriba vi abrirse el techo y salimos juntas. Afuera amanecía, el cielo estaba pintado con brochazos de oro y el paisaje extendido a nuestros pies refulgía recién lavado por la lluvia. Volamos sobre valles y cerros y descendimos por fin en el bosque de las antiguas secoyas, donde la brisa soplaba entre las ramas y un pájaro atrevido desafiaba al invierno con su canto solitario. Paula me señaló el arroyo, vi rosas frescas tiradas en la orilla y un polvo blanco de huesos calcinados en el fondo y oí la música de millares de voces susurrando entre los árboles. Sentí que me sumergía en esa agua fresca y supe que el viaje a través del dolor terminaba en un vacío absoluto. Al diluirme tuve la revelación de que ese vacío está lleno de todo lo que contiene el universo. Es nada y es todo a la vez. Luz sacramental y oscuridad insondable. Soy el vacío, soy todo lo que existe, estoy en cada hoja del bosque, en cada gota de rocío, en cada partícula de ceniza que el agua arrastra, soy Paula y también soy yo misma, soy nada y todo lo demás en esta vida y en otras vidas, inmortal.

Adiós, Paula, mujer.

Bienvenida, Paula, espíritu.

Ir a la siguiente página

Report Page