Paula

Paula


Primera Parte

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Durante años asistí a un gimnasio donde mediante un sistema de cuerdas y poleas me suspendían del techo para que la fuerza de gravedad extendiera mi esqueleto. En mis pesadillas me veo atada por los tobillos cabeza abajo, pero mi madre asegura que eso es totalmente falso, nunca padecí nada tan cruel, me colgaban del cuello con un moderno aparato que impedía la muerte instantánea por ahorcamiento. Aquel recurso extremo fue inútil, sólo se me alargó el cuello. Mi primera escuela fue de monjas alemanas, pero no duré mucho allí, a los seis años me expulsaron por perversa: organicé un concurso de mostrar los calzones, aunque tal vez la verdadera razón fue que mi madre escandalizaba a la pudibunda sociedad santiaguina con su falta de marido. De allí fui a parar a un colegio inglés más comprensivo, donde esas exhibiciones no acarreaban mayores consecuencias, siempre que se hicieran discretamente. Estoy segura que mi infancia habría sido diferente si la Memé hubiera vivido más. Mi abuela me estaba criando para Iluminada, las primeras palabras que me enseñó fueron en esperanto, un engendro impronunciable que ella consideraba el idioma universal del futuro, y aún andaba yo en pañales cuando ya me sentaba a la mesa de los espíritus, pero esas espléndidas posibilidades terminaron con su partida. La casona familiar, encantadora cuando ella la presidía, con sus tertulias de intelectuales, bohemios y lunáticos, se convirtió a su muerte en un espacio triste cruzado de corrientes de aire. El olor de entonces perdura en mi memoria: estufas a parafina en invierno y azúcar quemada en verano, cuando encendían una fogata en el patio para hacer dulce de moras en una enorme olla de cobre. Con la muerte de mi abuela se vaciaron las jaulas de pájaros, callaron las sonatas en el piano, se secaron las plantas y las flores en los jarrones, escaparon los gatos a los tejados, donde se convirtieron en bestias bravas, y poco a poco perecieron los demás animales domésticos, los conejos y las gallinas acabaron guisados por la cocinera, y la cabra salió un día a la calle y murió aplastada por el carretón del lechero. Sólo quedó la perra Pelvina López-Pun dormitando junto a la cortina que dividía la sala del comedor. Yo deambulaba llamando a mi abuela entre pesados muebles españoles, estatuas de mármol, cuadros bucólicos y pilas de libros, que se acumulaban por los rincones y se reproducían de noche como una fauna incontrolable de papel impreso. Existía una frontera tácita entre la parte ocupada por la familia y la cocina, los patios y los cuartos de las empleadas, donde transcurría la mayor parte de mi vida. Aquel era un submundo de habitaciones mal ventiladas, oscuras, con un camastro, una silla y una cómoda desvencijada como único mobiliario, decoradas con un calendario y estampas de santos. Ese era el único refugio de aquellas mujeres que trabajaban de sol a sol, las primeras en levantarse al amanecer y las últimas en acostarse después de servir la cena a la familia y limpiar la cocina. Salían un domingo cada dos semanas, no recuerdo que gozaran de vacaciones o tuvieran familia, envejecían sirviendo y morían en la casa. Una vez al mes aparecía un hombronazo medio chalado a encerar los pisos. Se colocaba virutillas de acero amarradas a los pies y bailaba una zamba patética raspando el parquet, luego aplicaba a gatas cera con un trapo y finalmente sacaba brillo a mano con un pesado escobillón.

Cada semana venía también la lavandera, una mujercita de nada, en los huesos, siempre con dos o tres chiquillos colgados de sus faldas, que se llevaba una montaña de ropa sucia equilibrada sobre la cabeza. Se la entregaban contada, para que nada faltara cuando la traía de vuelta, limpia y planchada. Cada vez que me tocaba presenciar el humillante proceso de contar camisas, servilletas y sábanas, iba después a esconderme entre los pliegues de felpa del salón para abrazarme a mi abuela. No sabía por qué lloraba; ahora lo sé: lloraba de vergüenza. En la cortina reinaba el espíritu de la Memé y supongo que por eso la perra no se movía de aquel lugar.

Las empleadas, en cambio, creían que rondaba en el sótano, de donde provenían ruidos y luces tenues, por eso evitaban acercarse por aquel lado. Yo conocía bien la causa de esos fenómenos, pero no tenía interés alguno en revelarla. En los cortinajes teatrales del salón buscaba el rostro translúcido de mi abuela; escribía mensajes en trozos de papel, los doblaba con cuidado y los prendía con un alfiler en la gruesa tela para que ella los encontrara y supiera que no la había olvidado.

La Memé se despidió de la vida con sencillez, nadie se dio cuenta de sus preparativos de viaje al Más Allá hasta última hora, cuando ya era demasiado tarde para intervenir. Consciente de que se requiere una gran ligereza para desprenderse del suelo, echó todo por la borda, se deshizo de sus bienes terrenales y eliminó sentimientos y deseos superfluos, quedándose sólo con lo esencial, escribió unas cuantas cartas y por último se tendió en su cama para no levantarse más. Agonizó una semana ayudada por su marido, quien usó toda la farmacopea a su alcance para ahorrarle sufrimiento, mientras la vida se le escapaba y un tambor sordo resonaba en su pecho. No hubo tiempo de avisar a nadie, sin embargo sus amigas de la Hermandad Blanca se enteraron telepáticamente y aparecieron en el último instante para entregarle mensajes destinados a las ánimas benevolentes que por años habían comparecido a las sesiones de los jueves en torno a la mesa de tres patas. Esta mujer prodigiosa no dejó rastro material de su paso por este mundo, excepto un espejo de plata, un libro de oraciones con tapas de nácar y un puñado de azahares de cera, restos de su tocado de novia. Tampoco me dejó muchos recuerdos y los que tengo deben estar deformados por mi visión infantil de entonces y el paso del tiempo, pero no importa, porque su presencia me ha acompañado siempre. Cuando el asma o la inquietud le cortaban el aliento, me estrechaba para aliviarse con mi calor, esa es la imagen más precisa que guardo de ella: su piel de papel de arroz, sus dedos suaves, el aire silbando en su garganta, el abrazo apretado, el aroma de colonia y a veces un soplo del aceite de almendras que se echaba en las manos. He escuchado hablar de ella, conservo en una caja de lata las únicas reliquias suyas que han perdurado y el resto lo he inventado porque todos necesitamos una abuela. Ella no sólo ha cumplido ese papel a la perfección, a pesar del inconveniente de su muerte, sino que inspiró el personaje que más amo de todos los que aparecen en mis libros:

Clara, clarísima, clarividente, en La casa de los espíritus.

Mi abuelo no pudo aceptar la pérdida de su mujer. Creo que vivían en mundos irreconciliables y se amaron en encuentros fugaces con una ternura dolorosa y una pasión secreta. El Tata tenía la vitalidad de un hombre práctico, sano, deportista y emprendedor, ella era extranjera en esta tierra, una presencia etérea e inalcanzable. Su marido debió conformarse con vivir bajo el mismo techo, pero en diferente dimensión, sin poseerla jamás.

Sólo en algunas ocasiones solemnes, como al nacer los hijos que él recibió en sus manos, o cuando la sostuvo en sus brazos a la hora de la muerte, tuvo la sensación de que ella realmente existía.

Intentó mil veces aprehender ese espíritu liviano que pasaba ante sus ojos como un cometa dejando una perdurable estela de polvo astral, pero quedaba siempre con la impresión de que se le escapaba. Al final de sus días, cuando le faltaba poco para cumplir un siglo de vida y del enérgico patriarca sólo quedaba una sombra devorada por la soledad y la implacable corrosión de los años, abandonó la idea de ser su dueño absoluto, como pretendió en la juventud, y sólo entonces pudo abrazarla en términos de igualdad. La sombra de la Memé adquirió contornos precisos y se convirtió en una criatura tangible que lo acompañaba en la minuciosa reconstrucción de los recuerdos y en los achaques de la vejez. Cuando recién quedó viudo se sintió traicionado, la acusó de haberlo desamparado a mitad de camino, se vistió de luto cerrado como un cuervo, pintó de negro sus muebles y para no sufrir más trató de eliminar otros afectos de su existencia, pero nunca lo logró del todo, era un hombre derrotado por su corazón gentil. Ocupaba una pieza grande en el primer piso de la casa, donde sonaban cada hora las campanadas fúnebres de un reloj de torre. La puerta se mantenía cerrada y rara vez me atreví a golpear, pero por las mañanas pasaba a saludarlo antes de ir al colegio y a veces me autorizaba para revisar el cuarto en busca de un chocolate que escondía para mí. Nunca lo oí quejarse, era de una reciedumbre heroica, pero a menudo se le aguaban los ojos y cuando se creía solo hablaba con el recuerdo de su mujer. Con los años y las penas ya no pudo controlar el llanto, se limpiaba las lágrimas a manotazos, furioso por su propia debilidad, me estoy poniendo viejo, caramba, gruñía. Al quedar viudo abolió las flores, los dulces, la música y todo motivo de alegría; el silencio penetró en la casa y en su alma.

§ § §

La situación de mis padres era ambigua, porque en Chile no hay divorcio, pero no fue difícil convencer a Tomás de anular el matrimonio y así mis hermanos y yo quedamos convertidos en hijos de madre soltera. Mi padre, quien por lo visto no tenía gran interés en incurrir en gastos de manutención, cedió también la tutela de sus hijos y luego se esfumó sin bulla, mientras el círculo social en torno a mi madre se cerraba apretadamente para acallar el escándalo. El único bien que exigió al firmar la nulidad matrimonial fue la devolución de su escudo de armas, tres perros famélicos en un campo azul, que obtuvo de inmediato porque mi madre y el resto de la familia se reían a carcajadas de los blasones. Con la partida de ese irónico escudo desapareció cualquier linaje que pudiéramos reclamar, de un plumazo quedamos sin estirpe. La imagen de Tomás se diluyó en el olvido. Mi abuelo no quiso oír hablar de su antiguo yerno y tampoco admitió quejas en su presencia, por algo había advertido a su hija que no se casara. Ella consiguió un modesto empleo en un banco, cuyo principal atractivo era la posibilidad de jubilarse con sueldo completo al término de treinta y cinco años de abnegada labor y el mayor inconveniente era la concupiscencia del director que solía acosarla por los rincones. En el caserón familiar vivían también un par de tíos solteros que se encargaron de poblar mi infancia de sobresaltos.

Mi preferido era el tío Pablo, un joven huraño y solitario, moreno, de ojos apasionados, dientes albos, pelo negro y tieso peinado con gomina hacia atrás, bastante parecido a Rodolfo Valentino, siempre ataviado con un abrigo de grandes bolsillos donde escondía los libros que se robaba en las bibliotecas públicas y en las casas de sus amigos. Le imploré muchas veces que se casara con mi mamá, pero me convenció que de las relaciones incestuosas nacen siameses pegados, entonces cambié de rumbo y le hice la misma súplica a Benjamín Viel, por quien sentía una admiración incondicional. El tío Pablo fue un gran aliado de su hermana, deslizaba billetes en su cartera, la ayudó a mantener a los hijos y la defendió de chismes y otras agresiones. Enemigo de sentimentalismos, no permitía que nadie lo tocara ni le respirara cerca, consideraba el teléfono y el correo como invasiones a su privacidad, se sentaba a la mesa con un libro abierto junto al plato para desalentar cualquier atisbo de conversación y trataba de atemorizar al prójimo con modales de salvaje, pero todos sabíamos que era un alma compasiva y que en secreto, para que nadie sospechara su vicio, socorría a un verdadero ejército de necesitados. Era el brazo derecho del Tata, su mejor amigo y socio en la empresa de criar ovejas y exportar lana a Escocia. Las empleadas de la casa lo adoraban y a pesar de sus hoscos silencios, sus mañas y bromas pesadas, le sobraban amigos. Muchos años más tarde, este excéntrico atormentado por el comején de la lectura, se enamoró de una prima encantadora que había sido criada en el campo y entendía la vida en términos de trabajo y religión.

Esa rama de la familia, gente muy conservadora y formal, debió soportar estoicamente las rarezas del pretendiente. Un día mi tío compró una cabeza de vaca en el mercado, pasó dos días raspándola y limpiándola por dentro, ante el asco nuestro, que no habíamos visto de cerca nada tan fétido ni tan monstruoso, y terminada la faena se presentó el domingo después de misa en casa de su novia, vestido de etiqueta y con la cabezota puesta, como una máscara.

Pase, don Pablito, lo saludó al instante y sin inmutarse la empleada que abrió la puerta. En el dormitorio de mi tío había repisas con libros del suelo hasta el techo y al centro un camastro de anacoreta, donde pasaba gran parte de la noche leyendo. Me había convencido que en la oscuridad los personajes abandonan las páginas y recorren la casa; yo escondía la cabeza bajo las sábanas por miedo al Diablo en los espejos y a esa multitud de personajes que deambulaban por las piezas reviviendo sus aventuras y pasiones: piratas, cortesanas, bandidos, brujas y doncellas. A las ocho y media debía apagar la luz y dormir, pero el tío Pablo me regaló una linterna para leer entre las sábanas; desde entonces tengo una inclinación perversa por la lectura secreta.

Resultaba imposible aburrirse en esa casa llena de libros y de parientes estrafalarios, con un sótano prohibido, sucesivas camadas de gatos recién nacidos —que Margara ahogaba en un balde con agua— y la radio de la cocina, encendida a espaldas de mi abuelo, donde atronaban canciones de moda, noticias de crímenes horrendos y novelas de despecho. Mis tíos inventaron los juegos bruscos, feroz diversión que consistía básicamente en atormentar a los niños hasta hacerlos llorar. Los recursos eran siempre novedosos, desde pegar en el techo el billete de diez pesos que nos daban de mesada, donde podíamos verlo pero no alcanzarlo, hasta ofrecernos bombones a los cuales les habían quitado con una jeringa el relleno de chocolate para reemplazarlo por salsa picante. Nos lanzaban dentro de un cajón desde lo alto de la escalera, nos colgaban cabeza abajo sobre el excusado amenazaban con tirar la cadena, llenaban el lavatorio con alcohol, le encendían fuego y nos ofrecían una propina si metíamos la mano, apilaban cauchos viejos del automóvil de mi abuelo y nos colocaban dentro, donde chillábamos de susto en la oscuridad, medio asfixiados por el olor a goma podrida. Cuando cambiaron la antigua cocina a gas por una eléctrica, nos paraban sobre las hornillas, las encendían a temperatura baja y empezaban a contarnos un cuento, a ver si el calor en la suela de los zapatos podía más que el interés por la historia, mientras nosotros saltábamos de un pie a otro. Mi madre nos defendía con el ardor de una leona, pero no siempre estaba cerca para protegernos, en cambio el Tata tenía la idea que los juegos bruscos fortalecían el carácter, eran una forma de educación. La teoría de que la infancia debe ser un período de inocencia plácida no existía entonces, ese fue un invento posterior de los norteamericanos, antes se esperaba que la vida fuera dura y para eso nos templaban los nervios. Los métodos didácticos se fundamentaban en la resistencia: mientras más pruebas inhumanas superaba un crío, mejor preparado estaba para los albures de la edad adulta. Admito que en mi caso dio buen resultado y si fuera consecuente con esa tradición habría martirizado a mis hijos y ahora lo estaría haciendo con mi nieto, pero tengo el corazón blando.

Algunos domingos de verano íbamos con la familia al San Cristóbal, un cerro en el medio de la capital que entonces era salvaje y hoy es un parque. A veces nos acompañaban Salvador y Tencha Allende con sus tres hijas y sus perros. Allende ya era un político de renombre, el diputado más combativo de la izquierda y blanco del odio de la derecha, pero para nosotros era sólo un tío más.

Subíamos a duras penas por senderos mal trazados entre malezas y pastizales, llevando canastos con comida y chales de lana. Arriba buscábamos un lugar despejado, con vista de la ciudad tendida a nuestros pies, tal como veinte años después haría yo durante el Golpe Militar por motivos muy diferentes, y dábamos cuenta de la merienda, defendiendo los trozos de pollo, los huevos cocidos y las empanadas de los perros y del invencible avance de las hormigas.

Los adultos descansaban mientras los primos nos escondíamos entre los arbustos para jugar al doctor. A veces se escuchaba el rugido ronco y lejano de un león, que nos llegaba desde el otro lado del cerro, donde estaba el zoológico. Una vez por semana alimentaban a las fieras con animales vivos para que la excitación de la caza y la descarga de adrenalina los mantuviera sanos; los grandes felinos devoraban un burro viejo, las boas tragaban ratones, las hienas engullían conejos; decían que allí iban a parar los canes y gatos callejeros recogidos por la perrera y que siempre había listas de gente esperando una invitación para asistir a ese pavoroso espectáculo. Yo soñaba con esas pobres bestias atrapadas en las jaulas de los grandes carnívoros y me retorcía de angustia pensando en los primeros cristianos en el coliseo romano, porque en el fondo de mi alma estaba segura que si me daban a elegir entre renunciar a la fe o convertirme en almuerzo de un tigre de Bengala, no dudaría en escoger lo primero. Después de comer bajábamos corriendo empujándonos, rodando por la parte más abrupta del cerro; Salvador Allende adelante con los perros, su hija Carmen Paz y yo siempre las últimas. Llegábamos abajo con las rodillas y las manos cubiertas de arañazos y peladuras, cuando los demás ya se habían cansado de esperarnos. Aparte de esos domingos y de las vacaciones del verano, la existencia era de sacrificio y esfuerzo. Esos años fueron muy difíciles para mi madre, enfrentaba penurias, chismes y desaires de quienes antes fueron sus amigos, su sueldo en el banco apenas alcanzaba para alfileres y lo redondeaba cosiendo sombreros. Me parece verla sentada a la mesa del comedor —la misma mesa de roble español que hoy me sirve de escritorio en California— probando terciopelos, cintas y flores de seda. Los enviaba por barco en cajas redondas a Lima, donde iban a dar a manos de las más encopetadas damas de la sociedad. Así y todo no podía subsistir sin ayuda del Tata y del tío Pablo. En el colegio me dieron una beca condicionada a mis notas, no sé cómo la consiguió, pero imagino que debe haberle costado más de una humillación. Pasaba horas haciendo cola en hospitales con mi hermano menor Juan, quien a punta de cuchara de palo aprendió a tragar, pero sufría los peores trastornos intestinales y se convirtió en caso de estudio para los médicos hasta que Margara descubrió que devoraba pasta dentífrica y lo curó del vicio a correazos. Se convirtió en una mujer agobiada de responsabilidades, padecía insoportables dolores de cabeza que la tumbaban por dos o tres días y la dejaban exangüe. Trabajaba mucho y tenía poco control sobre su vida o sus hijos. Margara, que con el tiempo se fue endureciendo hasta llegar a ser una verdadera tirana, intentaba por todos los medios alejarla de nosotros; cuando ella regresaba del banco por las tardes ya estábamos bañados, comidos y en la cama. No me alborote a los niños, gruñía.

No molesten a su mamá, que está con jaqueca, nos ordenaba. Mi madre se aferraba a sus hijos con la fuerza de la soledad, tratando de compensar las horas de su ausencia y la sordidez de la existencia con giros poéticos. Los tres dormíamos con ella en la misma habitación y por la noche, únicas horas en que estábamos juntos, nos contaba anécdotas de sus antepasados y cuentos fantásticos salpicados de humor negro, nos hablaba de un mundo imaginario donde todos éramos felices y no regían las maldades humanas ni las leyes despiadadas de la naturaleza. Esas conversaciones a media voz, todos en la misma pieza, cada uno en su cama, pero tan cerca que podíamos tocarnos, fueron lo mejor de esa época. Allí nació mi pasión por los cuentos, a esa memoria echo mano cuando me siento a escribir.

Pancho, el más resistente de los tres a los temibles juegos bruscos, era un chiquillo rubio, fornido y calmado, que a veces perdía la paciencia y se convertía en una fiera capaz de arrancar pedazos a mordiscos. Adorado por Margara, que lo llamaba el rey, se encontró perdido cuando esa mujer se fue de la casa. En la adolescencia partió atraído por una extraña secta a vivir en una comunidad en pleno desierto del norte. Escuchamos rumores de que volaban a otros mundos con hongos alucinógenos, se abandonaban en orgías inconfesables y les lavaban el cerebro a los jóvenes para convertirlos en esclavos de los dirigentes; nunca supe la verdad, los que pasaron por esa experiencia no hablan del tema, pero quedaron marcados. Mi hermano renunció a la familia, se desprendió de los lazos afectivos y se escondió tras una coraza que sin embargo no lo ha protegido de penurias e incertidumbres. Más tarde se casó, se divorció, se volvió a casar y se divorció de nuevo de las mismas mujeres, tuvo hijos, ha vivido casi siempre fuera de Chile y dudo que regrese. Poco puedo decir de él, porque no lo conozco; es para mí un misterio, como mi padre. Juan nació con el raro don de la simpatía; aún ahora, que es un solemne profesor en la madurez de su destino, se hace querer sin proponérselo. Cuando niño parecía un querubín con hoyuelos en las mejillas y un aire de desamparo capaz de conmover los corazones más brutales, prudente, astuto y pequeño, sus múltiples males retardaron su crecimiento y lo condenaron a una salud enclenque. Lo consideramos el intelectual de la familia, un verdadero sabio. A los cinco años recitaba largas poesías y podía calcular en un instante cuánto debían darle de cambio si compraba con un peso tres caramelos de ocho centavos. Obtuvo dos maestrías y un doctorado en universidades de los Estados Unidos y en la actualidad estudia para obtener un título de teólogo. Era profesor de ciencias políticas, agnóstico y marxista, pero a raíz de una crisis espiritual, decidió buscar en Dios respuesta a los problemas de la humanidad, abandonó su profesión y emprendió estudios divinos.

Está casado, por lo tanto no puede convertirse en sacerdote católico, como le hubiera correspondido por tradición, y optó por hacerse metodista, ante el desconcierto inicial de mi madre, quien poco sabía de esa iglesia e imaginó al genio de la familia reducido a cantar himnos al son de una guitarra en alguna plaza pública. Estas conversiones súbitas no son raras en mi tribu materna, tengo muchos parientes místicos. No imagino a mi hermano predicando en un púlpito porque nadie entendería sus doctos sermones, mucho menos en inglés, pero será un notable profesor de teología. Cuando supo que estabas enferma dejó todo, tomó el primer avión y se vino a Madrid a darme apoyo. Debemos tener esperanza de que Paula sanará, me repite hasta el cansancio.

¿Sanarás, hija? Te veo en esa cama, conectada a media docena de tubos y sondas, incapaz siquiera de respirar sin ayuda. Apenas te reconozco, tu cuerpo ha cambiado y tu cerebro está en sombra. ¿Qué pasa por tu mente? Háblame de tu soledad y tu miedo, de las visiones distorsionadas, del dolor de tus huesos que pesan como piedras, de esas siluetas amenazantes que se inclinan sobre tu cama, voces, murmullos, luces, nada debe tener sentido para ti; sé que oyes porque te sobresaltas con el sonido de un instrumento metálico, pero no sé si entiendes. ¿Quieres vivir, Paula? Pasaste la vida tratando de reunirte con Dios. ¿Quieres morir? Tal vez ya comenzaste a morir. ¿Qué sentido tienen tus días ahora? Has regresado al lugar de la inocencia total, has vuelto a las aguas de mi vientre, como el pez que eras antes de nacer. Cuento los días y ya son demasiados.

Despierta, hija, por favor despierta…

§ § §

Me pongo una mano sobre el corazón, cierro los ojos y me concentro. Adentro hay algo oscuro. Al principio es como el aire en la noche, tinieblas transparentes, pero pronto se transforma en plomo impenetrable. Procuro calmarme y aceptar aquella negrura que me ocupa por entero, mientras me asaltan imágenes del pasado. Me veo ante un espejo grande, doy un paso atrás, otro más y en cada paso se borran décadas y me achico hasta que el cristal me devuelve la figura de una niña de unos siete años, yo misma.

Ha llovido durante varios días, vengo saltando charcos, envuelta en un abrigo azul demasiado grande, con un bolsón de cuero a la espalda, un sombrero de fieltro metido hasta las orejas y los zapatos empapados. El portón de madera, hinchado por el agua, está trancado, necesito el peso de todo el cuerpo para moverlo. En el jardín de la casa de mi abuelo hay un álamo gigantesco con las raíces al aire, un macilento centinela vigilando la propiedad que parece abandonada, persianas zafadas de las bisagras, muros descascarados. Afuera apenas comienza a oscurecer, pero adentro ya es noche profunda, todas las luces están apagadas, menos la de la cocina. Hacia allá me dirijo pasando por el garaje, es una pieza grande, con las paredes manchadas de grasa, donde cuelgan de unos garfios cacerolas y cucharones renegridos. Un par de bombillos salpicados de moscas alumbran la escena; una olla hierve y silba la tetera, el cuarto huele a cebolla y un enorme refrigerador ronronea sin cesar. Margara, una mujerona de sólidos rasgos indígenas con una trenza flaca enrollada en la cabeza, escucha la novela de la radio. Mis hermanos están sentados a la mesa con sus tazas de cocoa caliente y sus panes con mantequilla. La mujer no levanta los ojos. Anda a ver a tu madre, está en cama otra vez, rezonga. Me quito el sombrero y el abrigo.

No dejes tus cosas tiradas, no soy tu sirvienta, no tengo por qué recogerlas, me ordena subiendo el volumen de la radio. Salgo de la cocina y enfrento la oscuridad del resto de la casa, tanteo buscando el interruptor y enciendo una pálida luz que ilumina apenas un recibidor amplio al cual dan varias puertas. Un mueble con patas de león sostiene el busto de mármol de una muchacha pensativa; hay un espejo con grueso marco de madera, pero no lo miro porque puede aparecer el Diablo reflejado en el cristal. Subo la escalera a tiritones, se cuelan corrientes de aire por un hueco incomprensible en esa extraña arquitectura, llego al segundo piso aferrada al pasamano, el ascenso me parece interminable, percibo el silencio y las sombras, me acerco a la puerta cerrada del fondo y entro suavemente, sin golpear, en la punta de los pies. La única claridad proviene de una estufa, los techos están cubiertos del polvillo de pesadumbre de la parafina quemada, acumulado por años.

Hay dos camas, una litera, un diván, sillas y mesas, apenas se puede circular entre tantos muebles. Mi madre, con la perra Pelvina López-Pun dormida a los pies, yace bajo una montaña de cobijas, media cara se vislumbra sobre la almohada: cejas bien dibujadas enmarcan sus ojos cerrados, la nariz recta, los pómulos altos, la piel muy pálida.

—¿Eres tú? —y saca una mano pequeña y fría buscando la mía.

—¿Te duele mucho, mamá?

—Me va a explotar la cabeza.

—Voy a buscarte un vaso de leche caliente y a decirles a mis hermanos que no metan ruido.

—No te vayas, quédate conmigo, ponme la mano en la frente, eso me ayuda.

Me siento sobre la cama y hago lo que me pide, temblando de compasión, sin saber cómo librarla de ese dolor maldito, Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Si ella se muere mis hermanos y yo estamos perdidos, nos mandarán donde mi padre, esa idea me aterroriza. Margara me dice a menudo que si no me porto bien tendré que ir a vivir con él. ¿Será cierto? Necesito averiguarlo pero no me atrevo a preguntarle a mi madre, empeoraría su jaqueca, no debo darle más preocupaciones porque el dolor crecerá hasta reventarle la cabeza, tampoco puedo tocar ese tema con el Tata, no hay que pronunciar el nombre de mi padre en su presencia, papá es una palabra prohibida, quien la pronuncia suelta a todos los demonios. Siento hambre, deseo ir a la cocina a tomar mi cocoa, pero no debo dejar a mi madre y tampoco me alcanza el valor para enfrentar a Margara. Tengo los zapatos mojados y los pies helados.

Acaricio la frente de la enferma y me concentro, ahora todo depende de mí, si no me muevo y rezo sin distraerme podré vencer el dolor.

Tengo cuarenta y nueve años, me pongo una mano sobre el corazón y con voz de niña digo: no quiero ser como mi madre, seré como mi abuelo, fuerte, independiente, sana y poderosa, no aceptaré que nadie me mande ni deberé nada a nadie; quiero ser como mi abuelo y proteger a mi madre.

§ § §

Creo que el Tata lamentó a menudo que yo no fuera hombre, porque en ese caso me habría enseñado a jugar pelota vasca, usar sus herramientas y cazar, me habría convertido en su compañero en esos viajes que hacía cada año a la Patagonia durante la esquila de las ovejas. En aquellos tiempos se iba al sur en tren o en automóvil por unos caminos torcidos y terrosos que solían convertirse en charcos de lodo, donde las ruedas quedaban pegadas y se necesitaban dos bueyes para rescatar la máquina. Se cruzaban lagos en lanchones tirados con cordeles y la cordillera en mula; eran expediciones de esfuerzo. Mi abuelo dormía bajo las estrellas forrado en una pesada manta de Castilla, se bañaba en aguas furiosas de ríos alimentados por la nieve derretida de las cumbres y comía garbanzos y sardinas en lata, hasta llegar al lado argentino, donde lo esperaba una cuadrilla de hombres toscos con una camioneta y un cordero asándose a fuego lento. Se instalaban alrededor de la hoguera en silencio, no eran personas comunicativas, vivían en una naturaleza inmensa y desamparada, allí el viento arrastra las palabras sin dejar huella. Con sus cuchillos de gauchos partían grandes trozos de carne y los devoraban con la vista fija en las brasas, sin mirarse. A veces uno tocaba canciones tristes en una guitarra mientras circulaba de mano en mano el mate cebado, esa aromática infusión de yerba verde y amarga que por esos lados se bebe como té. Guardo imágenes imborrables del único viaje al sur que hice con mi abuelo, a pesar de que el mareo en el automóvil casi me mata, la mula me lanzó al suelo un par de veces y después, cuando vi la forma en que trasquilaban las ovejas, me quedé sin habla y no volví a pronunciar palabra hasta que regresamos a la civilización. Los esquiladores, que ganaban por animal rapado, eran capaces de afeitar una oveja en menos de un minuto, pero a pesar de su pericia solían rebanar pedazos de piel y me tocó ver a más de un infeliz cordero abierto en canal, al cual le metían las tripas de cualquier modo dentro de la barriga, lo cosían con una aguja de colchonero y lo soltaban con el resto del rebaño para que en caso de sobrevivir siguiera produciendo lana.

De ese viaje perduró el amor por las alturas y mi relación con los árboles. He regresado varias veces al sur de Chile, y siempre vuelvo a sentir la misma indescriptible emoción ante el paisaje, el paso de la cordillera de los Andes está grabado en mi alma como uno de los momentos de revelación de mi existencia. Ahora y en otros tiempos desesperados, cuando intento recordar oraciones y no encuentro palabras ni ritos, la única visión de consuelo a que puedo recurrir son esos senderos diáfanos por la selva fría, entre helechos gigantescos y troncos que se elevan hacia el cielo, los abruptos pasos de las montañas y el perfil filudo de los volcanes nevados reflejándose en el agua color esmeralda de los lagos.

Estar en Dios debe ser como estar en esa extraordinaria naturaleza. En mi memoria han desaparecido mi abuelo, el guía, las mulas, estoy sola caminando en el silencio solemne de aquel templo de rocas y vegetación. Aspiro el aire limpio, helado y húmedo de lluvia, se me hunden los pies en una alfombra de barro y hojas podridas, el olor de la tierra me penetra como una espada, hasta los huesos. Siento que camino y camino con paso liviano por desfiladeros de niebla, pero estoy siempre detenida en ese ignoto lugar, rodeada de árboles centenarios, troncos caídos, pedazos de cortezas aromáticas y raíces que asoman de la tierra como mutiladas manos vegetales. Me rozan la cara firmes telarañas, verdaderos manteles de encaje, que atraviesan la ruta de lado a lado perlados de gotas de rocío y de mosquitos de alas fosforescentes.

Por aquí y por allá surgen resplandores rojos y blancos de copihues y otras flores que viven en las alturas enredadas a los árboles como luminosos abalorios. Se siente el aliento de los dioses, presencias palpitantes y absolutas en ese ámbito espléndido de precipicios y altas paredes de roca negra pulidas por la nieve con la sensual perfección del mármol. Agua y más agua. Se desliza como delgadas y cristalinas serpientes por las fisuras de las piedras y las recónditas entrañas de los cerros, juntándose en pequeños arroyos, en rumorosas cascadas. De pronto me sobresalta el grito de un pájaro cercano o el golpe de una piedra rodando desde lo alto, pero enseguida vuelve la paz completa de esas vastedades y me doy cuenta que estoy llorando de felicidad. Ese viaje lleno de obstáculos, de ocultos peligros, de soledad deseada y de indescriptible belleza es como el viaje de mi propia vida. Para mí, este recuerdo es sagrado, este recuerdo es también mi patria, cuando digo Chile, a eso me refiero. A lo largo de mi vida he buscado una y otra vez la emoción que me produce el bosque, más intensa que el más perfecto orgasmo o el más largo aplauso.

Cada año, cuando comenzaba la temporada de lucha libre, mi abuelo me llevaba al Teatro Caupolicán. Me vestían de domingo, con zapatos de charol negro y guantes blancos que contrastaban con la ruda apariencia del público. Así ataviada y bien cogida de la mano de ese viejo cascarrabias, me abría paso entre la rugiente multitud de espectadores. Nos sentábamos siempre en primera fila para ver la sangre, como decía el Tata, animado por una feroz anticipación. Una vez aterrizó sobre nosotros uno de los gladiadores, una salvaje mole de carne sudada aplastándonos como cucarachas. Mi abuelo se había preparado tanto para aquel momento, que cuando por fin ocurrió, no supo reaccionar y en vez de molerlo a bastonazos, como siempre anunció que lo haría, lo saludó con un cordial apretón de mano, al cual el hombre igualmente desconcertado respondió con una tímida sonrisa. Fue una de las grandes zozobras de mi infancia, el Tata descendió del Olimpo bárbaro donde hasta entonces había ocupado el único trono y se redujo a una dimensión humana; creo que en ese momento comenzaron mis rebeldías. El favorito era El Ángel, un apuesto varón de larga melena rubia, envuelto en una capa azul con estrellas plateadas, botas blancas y unos pantaloncitos ridículos que apenas cubrían sus vergüenzas. Cada sábado apostaba su magnífico pelo amarillo contra el temible Kuramoto, un indio mapuche que se fingía nipón y vestía kimono y zapatos de madera. Se trenzaban en una lucha aparatosa, se mordían, se retorcían el cuello, se pateaban los genitales y se metían los dedos en los ojos, mientras mi abuelo, con su boina en una mano y blandiendo el bastón con la otra, chillaba ¡mátalo!, ¡mátalo!, indiscriminadamente porque le daba lo mismo quién asesinara a quién. Dos de cada tres peleas Kuramoto vencía al Ángel, entonces el árbitro producía unas flamígeras tijeras y ante el silencio respetuoso del público, el falso guerrero japonés procedía a cortar los rizos de su rival. El prodigio de que una semana más tarde El Ángel luciera su cabellera hasta los hombros, constituía prueba irrefutable de su condición divina. Pero lo mejor del espectáculo era La Momia, que por años llenó mis noches de terror. Bajaban las luces del teatro, se escuchaba una marcha fúnebre en un disco rayado y aparecían dos egipcios caminando de perfil con antorchas encendidas, seguidos por otros cuatro que llevaban en andas un sarcófago pintarrajeado.

La procesión colocaba la caja sobre el ring y se retiraba un par de pasos cantando en alguna lengua muerta. Con el corazón helado, veíamos levantarse la tapa del ataúd y emerger a un humanoide envuelto en vendajes, pero en perfecto estado de salud, a juzgar por sus bramidos y golpes de pecho. No tenía la agilidad de los otros luchadores, se limitaba a repartir patadas formidables y mazazos mortales con los brazos tiesos, lanzando a sus contrincantes a las cuerdas y despachurrando al árbitro. Una vez le asestó uno de sus puñetazos en la cabeza a Tarzán y por fin mi abuelo pudo mostrar en la casa algunas manchas rojas en su camisa.

Esto no es sangre ni cosa que se le parezca, es salsa de tomate, gruñó Margara mientras remojaba la camisa en cloro. Aquellos personajes dejaron una huella sutil en mi memoria y cuarenta años más tarde traté de resucitarlos en un cuento, pero el único que me produjo un impacto imperecedero fue El Viudo. Era un pobre hombre en la cuarentena de su desafortunada existencia, la antítesis de un héroe, que subía al cuadrilátero vestido con un bañador antiguo, de esos que usaban los caballeros a principio de siglo, de tejido negro hasta las rodillas, con pechera y tirantes.

Llevaba además una gorra de natación que daba a su aspecto un toque de irremediable patetismo. Lo recibía una tempestad de chiflidos, insultos, amenazas y proyectiles, pero a campanazos y toques de silbato el árbitro lograba finalmente acallar a las fieras.

El Viudo elevaba una vocecita de notario para explicar que esta era su última pelea, porque estaba enfermo de la espalda y se sentía muy deprimido desde el fallecimiento de su santa esposa, que en paz descanse. La buena mujer había partido al cielo dejándolo solo a cargo de dos tiernos hijos. Cuando la rechifla alcanzaba proporciones de batalla campal, dos niños de expresión compungida trepaban entre las cuerdas y se abrazaban a las rodillas del Viudo rogándole que no peleara, porque lo iban a matar. Un silencio súbito sobrecogía a la multitud mientras yo recitaba en un susurro mi poesía favorita: Dos tiernos huerfanitos van al panteón / tomados de la mano en un mismo dolor / en la tumba del padre se arrodillan los dos / y una oración rezando le dirigen a Dios. Cállese, me codeaba el Tata, pálido. Con un sollozo atravesado en la garganta, El Viudo explicaba que debía ganarse el pan, por eso enfrentaba al Asesino de Texas. En el enorme teatro se podía escuchar el salto de una pulga, en un instante la sed de tortazos y de sangre de aquella muchedumbre bestial se transformaba en lagrimeante compasión y una lluvia misericordiosa de monedas y billetes caía sobre el ring. Los huérfanos recogían el botín con rapidez y partían a la carrera, mientras se abría paso la figura panzuda del Asesino de Texas, que no sé por qué se vestía de galeote romano y azotaba el aire con un látigo. Por supuesto El Viudo siempre recibía una paliza descomunal, pero el vencedor debía retirarse protegido por carabineros para que el público no lo hiciera picadillo, mientras el machucado Viudo y sus hijitos salían llevados en andas por manos bondadosas, que además les repartían golosinas, dinero y bendiciones.

—Pobre diablo, mala cosa la viudez —comentaba mi abuelo, francamente conmovido.

A finales de la década de los sesenta, cuando trabajaba como periodista, me tocó hacer un reportaje sobre el «Cachascán», como llamaba el Tata a este extraordinario deporte. A los veintiocho años yo todavía creía en la objetividad del periodismo y no me quedó más remedio que hablar de las vidas miserables de esos pobres luchadores, desenmascarar la sangre de tomate, los ojos de vidrio que aparecían en los dedos engarfiados de Kuramoto, mientras el perdedor «ciego» salía aullando a tropezones y tapándose la cara con las manos teñidas de rojo, y la peluca apolillada de El Ángel, ya tan anciano que seguro sirvió de modelo para el mejor cuento de García Márquez, Un señor muy viejo con unas alas enormes. Mi abuelo leyó mi reportaje con los dientes apretados y pasó una semana sin hablarme, indignado.

§ § §

Los veranos de mi infancia transcurrieron en la playa, donde la familia tenía una gran casona destartalada frente al mar.

Partíamos en diciembre, antes de Navidad, y regresábamos a finales de febrero, negros de sol y ahítos de fruta y pescado. El viaje, que hoy se hace en una hora por autopista, entonces era una odisea que tomaba un día completo. Los preparativos comenzaban con una semana de anterioridad, se llenaban cajas de comida, sábanas y toallas, bolsas de ropa, la jaula con el loro, un pajarraco insolente capaz de arrancar el dedo de un picotazo a quien se atreviera a tocarlo, y por supuesto, Pelvina López-Pun. Sólo quedaban en la casa de la ciudad la cocinera y los gatos, animales salvajes que se alimentaban de ratones y palomas. Mi abuelo tenía un coche inglés negro y pesado como un tanque, con una parrilla en el techo donde se amarraba la montaña de bultos. En la cajuela abierta viajaba Pelvina junto a las cestas de la merienda, que no atacaba porque apenas veía las maletas caía en profunda melancolía perruna. Margara llevaba vasijas, paños, amoníaco y un frasco con tisana de manzanilla, un abyecto licor dulce de fabricación casera al cual se le atribuía la vaga virtud de encoger el estómago, pero ninguna de esas precauciones evitaba el mareo. Mi madre, los tres niños y la perra languidecíamos antes de salir de Santiago, empezábamos a gemir de agonía al entrar a la carretera y cuando llegábamos a la zona de las curvas en los cerros caíamos en estado crepuscular. El Tata, que debía detenerse a menudo para que nos bajáramos medio desmayados a respirar aire puro y estirar las piernas, conducía aquel carromato maldiciendo la ocurrencia de llevarnos a veranear. También paraba en las parcelas de los agricultores a lo largo del camino para comprar queso de cabra, melones y frascos de miel. Una vez adquirió un pavo vivo para engordarlo; se lo vendió una campesina con una barriga enorme a punto de dar a luz, y mi abuelo, con su caballerosidad habitual, se ofreció para atrapar el ave. A pesar de las náuseas, nos divertimos un buen rato ante el espectáculo inolvidable de ese viejo cojo corriendo en fragorosa persecución. Por fin logró cogerlo por el cuello con el mango del bastón y se le fue encima en medio de una ventolera indescriptible de polvo y plumas. Lo vimos regresar al automóvil cubierto de caca con su trofeo bajo el brazo, bien atado por las patas. Nadie imaginó que la perra lograría sacudirse el malestar por unos minutos para arrancarle la cabeza de un mordisco antes de llegar a destino. No hubo forma de quitar las manchas de sangre, que quedaron impresas en el automóvil como recordatorio eterno de aquellos viajes calamitosos.

Ese balneario en verano era un mundo de mujeres y niños. La Playa Grande era un paraíso hasta que se instaló la refinería de petróleo y arruinó para siempre la transparencia del mar y espantó a las sirenas, que no volvieron a oírse más por esas orillas. A las diez de la mañana comenzaban a llegar las empleadas en uniforme con los niños. Se instalaban a tejer, vigilando a las criaturas con el rabillo del ojo, siempre en los mismos lugares.

Al centro de la playa se colocaban bajo carpas y quitasoles las familias más antiguas, dueñas de los caserones grandes; a la izquierda los nuevos ricos, los turistas y la clase media, que alquilaban las casas de los cerros, en el extremo derecho visitantes modestos que venían de la capital por el día en destartalados microbuses. En traje de baño todo el mundo se ve más o menos igual, sin embargo cada cual adivinaba de inmediato su sitio exacto. En Chile la clase alta tiene por lo general un aspecto europeo, pero al descender en la escala social y económica se acentúan los rasgos indígenas. La conciencia de clase es tan fuerte, que nunca vi a nadie traspasar las fronteras de su puesto.

A mediodía llegaban las madres, con grandes sombreros de paja y botellas con jugo de zanahoria, que se usaba entonces para obtener un bronceado rápido. A eso de las dos, cuando el sol estaba en su apogeo, todos partían a almorzar y dormir la siesta, recién entonces aparecían los jóvenes con aire de aburrimiento, muchachas frutales y chicos impávidos que se echaban en la arena a fumar y frotarse unos con otros hasta que la excitación los obligaba a buscar alivio en el mar. Los viernes al anochecer llegaban los maridos de la capital y el sábado y domingo la playa cambiaba de aspecto. Las madres mandaban a los hijos de paseo con las nanas y se instalaban en grupos, con sus mejores bañadores y sombreros, compitiendo por la atención de los esposos ajenos, afán inútil puesto que estos apenas las miraban, más interesados en comentar la política —único tema en Chile— calculando el momento de volver a la casa a comer y beber como cosacos. Mi madre, sentada como una emperatriz al centro del centro de la playa, tomaba sol por las mañanas y en las tardes se iba a jugar al Casino; había descubierto una martingala que le permitía ganar cada tarde lo suficiente para sus gastos. Para evitar que pereciéramos arrastrados por las olas de ese mar traicionero, Margara nos ataba con cuerdas que enrollaba en su cintura mientras tejía interminables chalecos para el invierno; cuando sentía un tirón, levantaba la vista brevemente para ver quién estaba en apuros y halando del cordel lo arrastraba de vuelta a tierra firme.

Sufríamos a diario esa humillación, pero apenas nos zambullíamos en el agua olvidábamos las burlas de los otros chiquillos. Nos bañábamos hasta quedar azules de frío, juntábamos conchas y caracoles, comíamos pan de huevo con arena y helados de limón medio derretidos, que vendía un sordomudo en un carrito lleno de hielo con sal. Por las tardes salía de la mano de mi madre a ver la puesta de sol desde las rocas. Esperábamos para formular un deseo atentas al último rayo verde que surgía como una llamita en el instante preciso en que el sol desaparecía en el horizonte. Yo pedía siempre que mi mamá no encontrara marido y supongo que ella pedía exactamente lo contrario. Me hablaba de Ramón, a quien por su descripción yo imaginaba como un príncipe encantado cuya principal virtud era que se hallaba muy lejos. El Tata nos dejaba en el balneario al comienzo del verano y regresaba a Santiago casi de inmediato, era la única época en que gozaba de cierta paz, le gustaba su casa vacía, jugar a golf y a la brisca en el Club de la Unión. Si aparecía algún fin de semana en la costa no era para participar en el relajo de las vacaciones, sino para probar sus fuerzas nadando por horas en ese mar gélido de olas fuertes, salir a pescar y arreglar los innumerables desperfectos de esa casa abatida por la humedad. Solía llevarnos a un establo cercano a tomar leche fresca al pie de la vaca, un galpón oscuro y fétido donde un peón con las uñas inmundas ordeñaba directamente en tazones de lata. Bebíamos una leche cremosa y tibia, con moscas flotando en la espuma. Mi abuelo, que no creía en la higiene y era partidario de inmunizar a los niños mediante contacto íntimo con las fuentes de infección, celebraba con grandes risotadas que nos tragáramos las moscas vivas.

Los habitantes del pueblo veían llegar la invasión de veraneantes con una mezcla de rencor y entusiasmo. Eran personas modestas, casi todos pescadores y pequeños comerciantes o dueños de un pedazo de tierra junto al río, donde cultivaban unos pocos tomates y lechugas. Se vanagloriaban de que allí nunca pasaba nada, era una aldea muy tranquila, sin embargo un amanecer de invierno encontraron crucificado a un conocido pintor en los mástiles de un velero. Oí los comentarios en susurros, no era una noticia adecuada para los niños, pero años más tarde averigüé algunos pormenores. El pueblo entero se encargó de borrar huellas, confundir evidencias y enterrar pruebas, y la policía no se esmeró demasiado en aclarar el tenebroso crimen, porque todos sabían quiénes habían clavado el cuerpo en los palos. El artista vivía todo el año en su casa de la costa, dedicado a la pintura, escuchando su colección de discos clásicos y dando largos paseos con su mascota, un afgano de pura raza tan esmirriado que la gente lo creía una cruza de perro con aguilucho. Los pescadores más apuestos posaban como modelos para los cuadros y pronto se convertían en sus compañeros de jarana. Por las noches los ecos de la música alcanzaban los confines del caserío y a veces los jóvenes no regresaban a sus hogares ni a su trabajo durante días.

Madres y novias intentaron en vano recuperar a sus hombres, hasta que, perdida la paciencia, empezaron a complotar sigilosamente.

Las imagino cuchicheando mientras reparaban las redes, intercambiando guiños en los afanes del mercado y pasándose unas a otras las contraseñas del aquelarre. Esa noche se deslizaron como sombras por la playa, se aproximaron a la casa grande, entraron silenciosas sin perturbar a sus hombres que dormían la borrachera y llevaron a cabo lo que habían ido a hacer sin que temblaran los martillos en sus manos. Dicen que también el esbelto perro afgano sufrió la misma suerte. Algunas veces me tocó visitar las míseras chozas de los pescadores, con su olor a brasas de carbón y sacos de pesca, y volvía a sentir la misma desazón que me invadía en los cuartos de las empleadas.

En la casa de mi abuelo, larga como un ferrocarril, las paredes de cartón-piedra eran tan delgadas que de noche se mezclaban los sueños, las cañerías y objetos metálicos claudicaban pronto al óxido, el aire salado corroía los materiales como lepra perniciosa. Una vez al año había que repasar todo con pintura y despanzurrar los colchones para lavar y secar al sol la lana que comenzaba a pudrirse por la humedad. La casa fue construida junto a un cerro que el Tata hizo cortar como una torta sin pensar en la erosión, de donde manaba un chorro permanente de agua alimentando gigantescas matas de hortensias rosadas y azules, siempre en flor. En la cumbre del cerro, donde se accedía por una escala interminable, vivía una familia de pescadores. Uno de los hijos, un hombre joven de manos callosas por el desgraciado oficio de arrancar mariscos de las rocas, me llevó al bosque. Yo tenía ocho años. Era el día de Navidad.

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