Paula

Paula


Primera Parte

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Volvamos a Ramón, el único enamorado de mi madre que nos interesa, porque a los demás nunca les hizo mucho caso y pasaron sin dejar rastro. Se había separado de su mujer, quien regresó a Santiago con los hijos, y trabajaba en la Embajada en Bolivia ahorrando hasta el último céntimo para conseguir su nulidad matrimonial, procedimiento usual en Chile, donde a falta de una ley de divorcio se recurre a trampas, mentiras, testigos falsos y perjurio. Los años de amores postergados le sirvieron para cambiar su personalidad, se desprendió del sentido de culpa inculcado por un padre déspota y se alejó de la religión, que lo oprimía como una camisa de fuerza. Mediante apasionadas cartas y unas cuantas llamadas telefónicas había logrado derrotar a rivales tan poderosos como un dentista, mago en sus horas libres, que podía sacar un conejo vivo de una paila con aceite hirviendo; al rey de las ollas a presión, que introdujo esos artefactos en el país alterando para siempre la parsimonia de la cocina criolla; y a varios otros galanes que podrían haberse convertido en nuestro padrastro, incluyendo a mi favorito, Benjamín Viel, alto y recto como una lanza, con una risa contagiosa, asiduo visitante de la casa de mi abuelo en esa época. Mi madre asegura que el único amor de su existencia fue Ramón y como todavía ambos están vivos, no pienso desmentirla. Había pasado un par de años desde que salimos de Lima, cuando tramaron una escapada al norte de Chile. Para mi madre el riesgo de esa cita clandestina era inmenso, se trataba de un paso definitivo en dirección prohibida, de renunciar a la vida prudente de empleada bancaria y a las virtudes de viuda abnegada en casa de su padre, pero el impulso del deseo postergado y la fuerza de la juventud vencieron sus escrúpulos. Los preparativos de esa aventura llevaron meses y el único cómplice fue el tío Pablo, quien no quiso conocer la identidad del amante ni enterarse de los detalles, pero compró para su hermana la mejor tenida de viaje y le metió un atado de billetes en el bolsillo —por si se arrepiente a mitad de camino y decide volver, como dijo— y después la condujo taciturno al aeropuerto. Ella partió airosa sin dar explicaciones a mi abuelo porque supuso que jamás podría entender los abrumadores motivos del amor. Regresó una semana más tarde transformada por la experiencia de la pasión colmada y al descender del avión encontró al Tata vestido de negro y mortalmente serio, quien le salió al encuentro con los brazos abiertos y la estrechó contra su pecho, perdonándola en silencio.

Supongo que en esos días fugaces Ramón cumplió con creces las fogosas promesas de sus cartas, eso explicaría la decisión de mi madre de aguardar por años en la esperanza de que él pudiera liberarse de sus ataduras matrimoniales. Aquella cita y sus consecuencias fueron diluyéndose con las semanas. Mi abuelo, que no creía en amores a la distancia, nunca habló del tema y como ella tampoco lo mencionaba, terminó por creer que el implacable desgaste del tiempo había acabado con esa pasión, por lo mismo se llevó una sorpresa tremenda cuando supo de la abrupta llegada del galán a Santiago. En cuanto a mí, apenas sospeché que el príncipe encantado no era material de cuentos sino una persona real, sentí pánico; la idea de que mi madre se entusiasmara con él y nos abandonara me producía retortijones de miedo. Ramón se había enterado que un misterioso pretendiente con más chances que las suyas se perfilaba en el horizonte —quiero pensar que era Benjamín Viel pero carezco de pruebas— y sin más trámite abandonó su puesto en La Paz y se encaramó en el primer avión que consiguió rumbo a Chile. Mientras estuvo en el extranjero no fue tan notoria la separación con su esposa, pero cuando llegó a Santiago y no se instaló bajo el techo conyugal, la situación explotó; se movilizaron parientes, amigos y conocidos en una campaña tenaz para devolverlo al seno del hogar legítimo. En esos días íbamos con mis hermanos por la calle de la mano de Margara cuando una señora muy acomodada nos gritó hijos de puta a voz en cuello. En vista de la testarudez de ese marido recalcitrante, el tío obispo se presentó ante mi abuelo para exigir su intervención. Exaltado de furor cristiano y envuelto en olor de santidad —no se había bañado en quince años— lo puso al día sobre los pecados de su hija, una Betsabé enviada por el Maligno para perder a los mortales. Mi abuelo no era hombre de aceptar aquella retórica referida a un miembro de su familia ni de dejarse apabullar por un cura, por mucha que fuera su fama de santo, pero comprendió que debía salir al encuentro del escándalo antes que fuera tarde.

Arregló una cita con Ramón en su oficina para resolver el problema de raíz, pero se encontró con una voluntad tan pétrea como la suya.

—Estamos enamorados —explicó este con el mayor respeto, pero con voz firme y hablando en plural, a pesar de que las últimas cartas sembraban dudas sobre la reciprocidad de tal amor—. Permítame demostrarle que soy hombre de honor y que puedo hacer feliz a su hija.

Mi abuelo no le despintó la mirada, tratando de indagar sus más secretas intenciones y debe haberle gustado lo que vio.

—Está bien —decidió por fin—. Si así son las cosas, usted se viene a vivir a mi casa, porque no quiero que mi hija ande suelta quién sabe por qué andurriales. De paso le advierto que me la cuide mucho. A la primera barrabasada tendrá que enfrentarse conmigo ¿estamos claros?

—Perfectamente —replicó el improvisado novio algo tembleque pero sin bajar la vista.

Fue el comienzo de una amistad incondicional que duró más de treinta años entre ese suegro improbable y ese yerno ilegítimo.

Poco después llegó un camión a nuestra casa y desembarcó en el patio un cajón enorme del cual salieron una infinidad de bártulos.

Al ver al tío Ramón por primera vez pensé que se trataba de una broma de mi madre. ¿Ese era el príncipe por el cual tanto había suspirado? Nunca había visto un tipo más feo. Hasta entonces mis hermanos y yo habíamos dormido en la habitación de ella; esa noche colocaron mi cama en el cuarto de planchar rodeada de armarios con diabólicos espejos, y Pancho y Juan fueron trasladados a otra pieza con Margara. No me di cuenta que algo fundamental había cambiado en el orden familiar, a pesar de que cuando la tía Carmelita llegaba de visita Ramón salía volando por una ventana.

La verdad se me reveló algo después, un día que llegué del colegio a una hora intempestiva, entré al dormitorio de mi madre sin golpear, como siempre había hecho, y la encontré durmiendo la siesta con aquel desconocido a quien debíamos llamar tío Ramón. El tarascón de los celos no me soltó hasta diez años más tarde, cuando por fin pude aceptarlo. Se hizo cargo de nosotros, tal como había prometido ese día memorable en Lima, nos educó con mano firme y buen humor, nos dio límites y mensajes claros, sin demostraciones sentimentales, y jamás nos hizo concesiones; aguantó mis mañas sin tratar de comprar mi estima ni ceder un ápice de su terreno, hasta que me ganó por completo. Es el único padre que he tenido y ahora me parece francamente buen mozo.

La vida de mi madre es una novela que me ha prohibido escribir; no puedo revelar sus secretos y misterios hasta cincuenta años después de su muerte, pero para entonces estaré convertida en alimento de peces, si mis descendientes cumplen las instrucciones de arrojar mis cenizas al mar. A pesar de que rara vez logramos ponernos de acuerdo, ella es el amor más largo de mi vida, comenzó el día de mi gestación y ya dura medio siglo, además es el único realmente incondicional, ni los hijos ni los más ardientes enamorados aman así. Ahora está conmigo en Madrid. Tiene el pelo de plata y arrugas de setenta años, pero todavía brillan sus ojos verdes con la antigua pasión, a pesar de la amargura de estos meses, que todo lo torna opaco. Compartimos un par de piezas de hotel a pocas cuadras del hospital, donde contamos con una hornilla y una nevera. Nos alimentamos de chocolate espeso y churros comprados al pasar, a veces de unas contundentes sopas de lentejas con salchichón capaces de resucitar a Lázaro, que preparamos en nuestra cocinilla. Despertamos de madrugada, cuando todavía está oscuro, y mientras ella se despereza, yo me visto de prisa y preparo café. Parto primero, por calles parchadas de nieve sucia y hielo, y un par de horas más tarde ella se reúne conmigo en el hospital. El día se nos va en el corredor de los pasos perdidos, junto a la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos, solas hasta el anochecer, cuando aparece Ernesto de vuelta de su trabajo y comienzan a llegar de visita los amigos y las monjas.

Según el reglamento sólo podemos atravesar esa puerta nefasta dos veces al día, vestirnos con los delantales verdes, calzarnos forros de plástico y caminar veintiún pasos largos con el corazón en la mano hasta tu sala, Paula. Tu cama es la primera de la izquierda, hay doce en esa habitación, algunas vacías, otras ocupadas: pacientes cardíacos, recién operados, víctimas de accidentes, drogas o suicidios, que pasan por allí unos días y luego desaparecen, algunos vuelven a la vida, a otros se los llevan cubiertos con una sábana. A tu lado yace don Manuel, muriéndose lentamente. A veces se incorpora un poco para mirarte con ojos nublados por el dolor, vaya qué guapa es su niña, me dice. Suele preguntarme qué te sucedió, pero está sumido en las miserias de su propia enfermedad y apenas termino de explicarle lo olvida. Ayer le conté un cuento y por primera vez me escuchó con atención: había una vez una princesa a quien el día del bautizo sus hadas madrinas colmaron de dones, pero un brujo colocó una bomba de tiempo en su cuerpo, antes que su madre pudiera impedirlo. Para la época en que la joven cumplió veintiocho años felices todos habían olvidado el maleficio, pero el reloj contaba inexorablemente los minutos y un día aciago explotó la bomba sin ruido. Las enzimas perdieron el rumbo en el laberinto de las venas y la muchacha se sumió en un sueño tan profundo como la muerte.

Que Dios guarde a su princesa, suspiró don Manuel.

A ti te cuento otras historias, hija.

Mi infancia fue un tiempo de miedos callados: terror de Margara, que me detestaba, de que apareciera mi padre a reclamarnos, de que mi madre muriera o se casara, del diablo, los juegos bruscos, las cosas que los hombres malos pueden hacer con las niñas. No se te ocurra subir al automóvil de un desconocido, no hables con nadie en la calle, no dejes que te toquen el cuerpo, no te acerques a los gitanos. Siempre me sentí diferente, desde que puedo recordarlo he estado marginada; no pertenecía realmente a mi familia, a mi medio social, a un grupo. Supongo que de ese sentimiento de soledad nacen las preguntas que impulsan a escribir, en la búsqueda de respuestas se gestan los libros. El consuelo en los momentos de pánico fue el persistente espíritu de la Memé, que solía desprenderse de los pliegues de la cortina para acompañarme. El sótano era el oscuro vientre de la casa, lugar sellado y prohibido al cual me deslizaba por un ventanuco de ventilación. Me sentía bien en esa caverna olorosa a humedad, donde jugaba rompiendo tinieblas con una vela o con la misma linterna que usaba para leer de noche bajo las sábanas. Pasaba horas dedicada a juegos callados, lecturas clandestinas y esas complicadas ceremonias que inventan los niños solitarios. Había almacenado una buena provisión de velas robadas en la cocina y tenía una caja con trozos de pan y galletas para alimentar a los ratones. Nadie sospechaba de mis excursiones al fondo de la tierra, las empleadas atribuían los ruidos y las luces al fantasma de mi abuela y no se acercaban jamás por ese lado. El subterráneo consistía en dos cuartos amplios de techo bajo y suelo de tierra apisonada, donde quedaban expuestos los huesos de la casa, sus tripas de cañerías, su peluca de cables eléctricos; allí se amontonaban muebles rotos, colchones despanzurrados, pesadas maletas antiguas para viajes en barco que ya nadie recordaba. En un baúl metálico marcado con las iniciales de mi padre, encontré una colección de libros, fabulosa herencia que iluminó esos años de mi infancia: El tesoro de la juventud, Salgari, Shaw, Verne, Twain, Wilde, London y otros. Los supuse vedados porque pertenecían a ese T. A. de nombre impronunciable, no me atreví a sacarlos a la luz y, alumbrada por candiles, me los tragué con la voracidad que despiertan las cosas prohibidas, tal como años después leí a escondidas Las mil y una noches, aunque en realidad en esa casa no había libros censurados, nadie tenía tiempo para vigilar a los niños y mucho menos sus lecturas. A los nueve años me sumergí en las obras completas de Shakespeare, primer regalo del tío Ramón, una bella edición que repasé innumerables veces sin parar mientes en su calidad literaria, por el simple placer del chisme y la tragedia, es decir, por la misma razón que antes escuchaba los folletines de la radio y ahora escribo ficción.

Vivía cada cuento como si fuera mi propia vida, yo era cada uno de los personajes, sobre todo los villanos, mucho más atrayentes que los héroes virtuosos. La imaginación se me disparaba inevitablemente hacia la truculencia. Si leía sobre los pieles rojas que arrancaban el cuero cabelludo a sus enemigos, suponía que las víctimas quedaban vivas y continuaban sus luchas con apretados gorros de piel de bisonte para sujetarse los sesos que asomaban entre las fisuras del cráneo despellejado, y de allí a imaginar que las ideas también se les escapaban había un paso.

Dibujaba los personajes en cartulina, los recortaba y los sostenía con palitos, ese fue el comienzo de mis primeros intentos en el teatro. Les contaba cuentos a mis alelados hermanos, horribles historias de suspenso que llenaban sus días de terrores y sus noches de pesadillas, tal como después hice con mis hijos y con algunos hombres en la intimidad de la cama, donde una fábula bien contada suele tener un poderoso efecto afrodisiaco.

El tío Ramón tuvo una influencia fundamental en muchos aspectos de mi carácter, aunque en algunos casos me ha costado cuarenta años relacionar sus enseñanzas con mis reacciones. Poseía un Ford destartalado que compartía a medias con un amigo; él lo usaba lunes, miércoles, viernes y domingo por medio, y el otro lo tenía el resto del tiempo. Uno de esos domingos con automóvil, nos llevó con mis hermanos y mi madre al Open Door, un fundo en los alrededores de Santiago donde internaban a los locos mansos.

Conocía bien esos parajes porque en su juventud pasaba las vacaciones allí invitado por unos parientes que administraban la parte agrícola del sanatorio. Entramos a barquinazos por un camino de tierra bordeado por grandes plátanos orientales formando una bóveda verde por encima de nuestras cabezas. A un lado quedaban los potreros y al otro los edificios rodeados de un huerto de árboles frutales, donde deambulaban unos cuantos dementes pacíficos vestidos con camisolas descoloridas, que acudieron a nuestro encuentro corriendo junto al coche y asomando las caras y las manos por las ventanillas entre gritos de bienvenida. Nos encogimos en el asiento espantados mientras el tío Ramón los saludaba por el nombre, algunos habían estado allí por muchos años y en los veranos de su juventud jugaba con ellos. Por un precio razonable negoció con el cuidador para que nos dejara entrar al huerto.

—Bájense, niños, los locos son buena gente —ordenó—. Pueden subirse a los árboles, comer todo lo que quieran y llenar este saco.

Somos inmensamente ricos.

No sé cómo consiguió que los internos del sanatorio nos ayudaran.

Pronto les perdimos el miedo y terminamos todos encaramados devorando damascos, chorreados de jugo, arrancándolos a manos llenas de las ramas para meterlos en la bolsa. Les dábamos un mordisco y si no nos parecían bien dulces los tirábamos y sacábamos otro, nos lanzábamos los damascos maduros, que nos reventaban encima en una verdadera orgía de fruta y de risa.

Comimos hasta la saciedad y después de despedirnos a besos de los orates emprendimos el regreso en el viejo Ford con la gran bolsa repleta, de la cual seguimos engullendo hasta que nos vencieron los calambres de barriga. Ese día tuve conciencia por primera vez de que la vida puede ser generosa. Jamás habría tenido una experiencia así con mi abuelo o con otro miembro de mi familia, que consideraban la escasez una bendición y la avaricia una virtud. De vez en cuando el Tata aparecía con una bandeja de pasteles, siempre medidos, uno para cada uno, nada faltaba y nada sobraba el dinero era sagrado y a los niños nos enseñaban desde temprano cuánto costaba ganarlo. Mi abuelo tenía fortuna, pero no lo sospeché hasta mucho después. El tío Ramón era pobre como un ratón de sacristía y tampoco lo supe entonces, porque se las arregló para enseñarnos a gozar de lo poco que tenía. En los momentos más duros de mi existencia, cuando me ha parecido que se cierran todas las puertas, el sabor de esos damascos me viene a la boca para consolarme con la idea de que la abundancia está al alcance de la mano, si uno sabe encontrarla.

§ § §

Los recuerdos de mi niñez son dramáticos, como los de todo el mundo, supongo, porque las banalidades se pierden en el olvido, pero también puede deberse a mi tendencia a la tragedia. Dicen que el entorno geográfico determina el carácter. Vengo de un país muy bello, pero azotado por calamidades: sequía en verano, inundaciones en invierno, cuando se tapan las acequias y se mueren los indigentes de pulmonía; crecidas de los ríos al derretirse las nieves de las montañas y maremotos que con una sola ola trasladan barcos tierra adentro y los colocan en medio de las plazas; incendios y volcanes en erupción; pestes de mosca azul, caracol y hormigas; terremotos apocalípticos y un rosario ininterrumpido de temblores menores, a los cuales ya nadie da importancia; y si a la pobreza de la mitad de la población sumamos el aislamiento, hay material de sobra para un melodrama.

Pelvina López-Pun, la perra que instalaron en mi cuna desde mi primer día de vida con la idea de inmunizarme contra pestes y alergias, resultó un animal lujurioso que cada seis meses quedaba preñada de cualquier can callejero, a pesar de los ingeniosos recursos improvisados por mi madre, como ponerle calzones de goma.

Cuando estaba en celo colocaba el trasero pegado a la reja del jardín, mientras en la calle una jauría impaciente esperaba su turno para amarla entre los barrotes. A veces, al regresar del colegio, encontraba un perro atascado, al otro lado a Pelvina aullando y mis tíos, muertos de la risa, tratando de separarlos con manguerazos de agua fría. Después Margara ahogaba a las camadas de cachorros recién nacidos, tal como hacía con los gatos.

Un verano estábamos listos para partir de vacaciones, pero el viaje debió postergarse porque la perra estaba en celo y resultaba imposible llevarla en esas condiciones, en la playa no había forma de encerrarla y ya estaba demostrado que las pantaletas de goma son inútiles ante el ímpetu de una pasión verdadera. Tanto reclamó el Tata, que mi madre decidió venderla mediante un anuncio en el periódico: «fina perra bull-dog traída del extranjero, buen carácter, busca dueños cariñosos que sepan apreciarla». Nos explicó sus razones pero a nosotros nos pareció una infamia y dedujimos que si era capaz de desprenderse de Pelvina, lo mismo podía hacer con cualquiera de sus hijos. Suplicamos en vano; el sábado apareció una pareja interesada en adoptar a la perra.

Escondidos bajo la escalera vimos la sonrisa esperanzada de Margara cuando los condujo a la sala, esa mujer odiaba a la bestia tanto como a mí. Poco después mi madre salió en busca de Pelvina para presentarla a los potenciales compradores. Recorrió la casa de arriba abajo, antes de encontrarla en el baño, donde los niños la teníamos encerrada después de afeitarle y pintarle con mercurocromo partes del lomo. Con forcejeos y amenazas logró abrir la puerta, el animal salió disparado escalera abajo y de un salto se montó en el sofá donde estaban los clientes, quienes al ver las lacras lanzaron alaridos y dispararon atropellándose por llegar a la puerta antes que los alcanzara el contagio. Tres meses más tarde Margara debió eliminar media docena de perritos bastardos, mientras nosotros ardíamos de fiebre culpable. Poco después Pelvina murió misteriosamente, sospecho que Margara tuvo algo que ver con eso.

Ese mismo año me enteré en el colegio que los recién nacidos no llegan transportados por una cigüeña, sino que crecen como melones en la barriga de las madres, y que el Viejo Pascuero nunca existió, eran los padres quienes compraban los regalos de Navidad.

La primera parte de aquella revelación no me impactó porque no pensaba tener hijos todavía, pero la segunda fue devastadora. Me dispuse a pasar la Nochebuena en vela para descubrir la verdad, pero a pesar de mis esfuerzos acabó por vencerme el sueño.

Atormentada por las dudas, había escrito una carta-trampa pidiendo lo imposible: otro perro, una multitud de amigos y varios juguetes. Al despertar por la mañana encontré una caja con frascos de témpera, pinceles y una nota astuta del miserable Viejo Pascuero, cuya caligrafía era sospechosamente parecida a la de mi madre, explicando que no me trajo lo pedido para enseñarme a ser menos codiciosa, pero en cambio me ofrecía las paredes de mi pieza para pintar el perro, los amigos y los juguetes. Miré a mi alrededor y vi que habían quitado los severos retratos antiguos y el lamentable Sagrado Corazón de Jesús, y en el muro desnudo frente a mi cama descubrí una reproducción a color recortada de un libro de arte. El desencanto me dejó atónita por varios minutos, pero finalmente me repuse lo suficiente como para examinar esa imagen, que resultó ser una pintura de Marc Chagall. Al principio me parecieron sólo manchas anárquicas, pero pronto descubrí en el pequeño recorte de papel un asombroso universo de novias azules volando patas arriba, un pálido músico flotando entre un candelabro de siete brazos, una cabra roja y otros veleidosos personajes. Había tantos colores y objetos diferentes que necesité un buen rato para moverme en el maravilloso desorden de la composición. Ese cuadro tenía música: un tic-tac de reloj, gemido de violines, balidos de cabra, roce de alas, un murmullo inacabable de palabras. Tenía también olores: aroma de velas encendidas, de flores silvestres, de animal en celo, de ungüentos de mujer. Todo parecía envuelto en la nebulosa de un sueño feliz, por un lado la atmósfera era cálida como una tarde de siesta y por el otro se percibía la frescura de una noche en el campo. Yo era demasiado joven para analizar la pintura, pero recuerdo mi sorpresa y curiosidad, ese cuadro era una invitación al juego. Me pregunté fascinada cómo era posible pintar así, sin respeto alguno por las normas de composición y perspectiva que la profesora de arte intentaba inculcarme en el colegio. Si este Chagall puede hacer lo que le da la gana, yo también puedo, concluí, abriendo el primer frasco de témpera. Durante años pinté con libertad y gozo un complejo mural donde quedaron registrados los deseos, los miedos, las rabias, las preguntas de la infancia y el dolor de crecer. En un sitio de honor, en medio de una flora imposible y una fauna desquiciada, pinté la silueta de un muchacho de espaldas, como si estuviera mirando el mural. Era el retrato de Marc Chagall, de quien me había enamorado como sólo se enamoran los niños. En la época en que yo pintaba furiosamente las paredes de mi casa en Santiago, el objeto de mis amores tenía sesenta años más que yo, era célebre en todo el mundo, acababa de poner término a su larga viudez casándose en segundas nupcias y vivía en el corazón de París, pero la distancia y el tiempo son convenciones frágiles, yo creía que era un niño de mi edad y muchos años después, en abril de 1985, cuando Marc Chagall murió a los 93 años de eterna juventud, comprobé que en verdad lo era. Siempre fue el chiquillo imaginado por mí. Cuando nos fuimos de esa casa y me despedí del mural, mi madre me dio un cuaderno para registrar lo que antes pintaba: un cuaderno de anotar la vida. Toma, desahógate escribiendo, me dijo. Así lo hice entonces y así lo hago ahora en estas páginas. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Me sobra tiempo. Me sobra el futuro completo. Quiero dártelo, hija, porque has perdido el tuyo.

Aquí todos te llaman la niña, debe ser por tu cara de colegiala y ese pelo largo que las enfermeras trenzan. Le pidieron permiso a Ernesto para cortártelo, es muy engorroso mantenerlo limpio y desenredado, pero aún no lo han hecho, les da lástima, lo consideran tu mejor atributo de belleza porque aún no han visto tus ojos abiertos. Creo que están un poco enamoradas de tu marido, les conmueve tanto amor; lo ven inclinado sobre tu cama hablándote en susurros, como si pudieras oírlo, y quisieran ser amadas así.

Ernesto se quita el chaleco y te lo pasa por las manos inertes, toca, Paula, soy yo, dice, es el chaleco que prefieres ¿lo reconoces? Ha grabado mensajes secretos y te los deja puestos con audífonos, para que escuches su voz cuando estás sola; lleva un algodón impregnado en su colonia y lo coloca bajo tu almohada, para que su olor te acompañe. A las mujeres de nuestra familia el amor les llega como un vendaval, así le pasó a mi madre con el tío Ramón, a ti con Ernesto, a mí con Willie y supongo que les sucederá igual a las nietas y bisnietas que vendrán. Un día de Año Nuevo, cuando ya estaba viviendo con Willie en California, te llamé por teléfono para darte un abrazo a la distancia, comentar el año viejo y preguntarte cuál era tu deseo para ese 1988 que comenzaba. Quiero un compañero, un amor como el que tú tienes ahora, me contestaste al punto. Habían pasado apenas cuarenta y ocho horas cuando me devolviste la llamada, eufórica.

—¡Ya lo tengo, mamá! ¡Anoche conocí en una fiesta al hombre con quien me voy a casar! —y me contaste atropelladamente que desde el primer instante fue como una hoguera, se miraron, se reconocieron y tuvieron la certeza de ser el uno para el otro.

—No seas cursi, Paula. ¿Cómo puedes estar tan segura?

—Porque me dieron náuseas y tuve que irme. Por suerte él salió detrás de mí…

Una madre normal te hubiera advertido contra tales pasiones, pero yo no tengo autoridad moral para dar consejos de temperanza, de modo que siguió una de nuestras conversaciones típicas.

—Formidable, Paula. ¿Vas a vivir con él?

—Primero debo terminar mis estudios.

—¿Piensas seguir estudiando?

—¡No puedo dejar todo tirado!

—Bueno, si se trata del hombre de tu vida…

—Calma, vieja, acabo de conocerlo.

—Yo también acabo de conocer a Willie y ya ves donde estoy. La vida es corta, hija.

—Es más corta a tu edad que a la mía. Está bien, no haré el doctorado, pero al menos terminaré la maestría.

Y así fue. Concluiste tus estudios con honores y después partiste a vivir con Ernesto en Madrid, donde los dos encontraron empleo, él como ingeniero electrónico y tú como psicóloga voluntaria en un colegio, y poco después se casaron. En el primer aniversario de matrimonio tú estabas en coma y tu marido te llevó de regalo un cuento de amor que te susurró al oído arrodillado junto a ti, mientras las enfermeras observaban conmovidas y en la cama de al lado lloraba don Manuel.

¡Ah, el amor carnal! La primera vez que padecí un ataque fulminante fue a los once años. El tío Ramón había sido destinado en Bolivia de nuevo, pero esta vez llevó a mi madre y sus tres hijos. No habían podido casarse y el Gobierno no pagaba los gastos de esa familia ilegal, pero ellos hicieron oídos sordos a los chismes malintencionados y se empeñaron en sacar adelante esa difícil relación a pesar de los obstáculos formidables que debían salvar. Lo consiguieron plenamente y hoy, más de cuarenta años después, constituyen una pareja legendaria. La Paz es una ciudad extraordinaria, tan cerca del cielo y con el aire tan delgado que se pueden ver los ángeles al amanecer, el corazón está siempre a punto de reventar y la vista se pierde en la pureza agobiadora de sus paisajes. Cadenas de montañas y cerros morados, rocas y pincelazos de tierra en tonos de azafrán, púrpura y bermellón, rodean la hondonada donde se extiende esa ciudad de contrastes.

Recuerdo calles estrechas subiendo y bajando como serpentinas, comercios míseros, buses destartalados, indios vestidos de lanas multicolores masticando eternamente una bola de hojas de coca con los dientes verdes. Centenares de iglesias con sus campanarios y sus patios donde se sentaban las indias a vender yucas secas y maíz morado junto a fetos disecados de llamas para emplastos de buena salud, mientras espantaban moscas y amamantaban a sus hijos.

El olor y los colores de La Paz se fijaron en mi memoria como parte del lento y doloroso despertar de la adolescencia. La ambigüedad de la niñez terminó en el momento preciso en que salimos de la casa de mi abuelo. La noche antes de partir me levanté sigilosamente, bajé la escalera con cuidado para que no crujieran los peldaños, recorrí la planta baja a oscuras y llegué hasta la cortina del salón, donde me aguardaba la Memé para decirme que dejara de lamentarme porque ella estaba dispuesta a irse de viaje conmigo, ya nada tenía que hacer en esa casa, que tomara su espejo de plata del escritorio del Tata y me lo llevara.

Allí estaré de ahora en adelante, siempre contigo, agregó. Por primera vez me atreví a abrir la puerta cerrada del cuarto de mi abuelo. La luz de la calle se colaba a través de las rendijas de las persianas y mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad; vi su silueta inmóvil y su perfil austero, estaba de espaldas entre las sábanas, rígido e inmóvil como un cadáver en aquella habitación de muebles fúnebres donde el reloj de torre marcaba las tres de la mañana.

Exactamente así lo vería treinta años más tarde, cuando se me apareció en un sueño para revelarme el final de mi primera novela.

Sigilosamente recorrí el espacio hasta su escritorio, pasando tan cerca de su cama que pude percibir su soledad de viudo, y abrí uno a uno los cajones, aterrada de que despertara y me sorprendiera robando. Encontré el espejo con mango labrado junto a una caja de lata que no me atreví a tocar, lo cogí a dos manos y salí retrocediendo en punta de pies. A salvo en mi cama observe el cristal brillante donde tantas veces me habían dicho que de noche aparecen los demonios, y supongo que reflejó mi cara de diez años, redonda y pálida, pero en mi imaginación vi el rostro dulce de la Memé dándome las buenas noches. Al amanecer pinté por última vez en mi mural una mano escribiendo la palabra adiós. Ese día fue pleno de confusión, órdenes contradictorias, despedidas apresuradas y esfuerzos sobrehumanos para acomodar las maletas sobre el techo de los automóviles que nos conducirían al puerto para embarcarnos hacia el norte. El resto del viaje sería en un tren de trocha angosta que trepaba con lentitud de caracol milenario hacia las alturas bolivianas. Mi abuelo vestido de luto, con su bastón y su boina vasca, de pie junto a la puerta de la casa donde me crie, despidió mi infancia.

Los atardeceres de La Paz son como incendios astrales y en las noches sin luna se pueden ver todas las estrellas, incluso aquellas que murieron hace millones de años y las que nacerán mañana. A veces me tendía de espalda en el jardín a mirar esos cielos formidables y sentía un vértigo de muerte, caía y caía hacia el fondo.

Al regresar del colegio buscaba soledad y silencio en los senderos de ese gran jardín, donde encontraba escondites para mi cuaderno de anotar la vida y rincones secretos para leer lejos del bullicio.

Asistíamos a una escuela mixta, hasta entonces mi único contacto con muchachos había sido con mis hermanos, pero ellos no contaban, aún hoy pienso que Pancho y Juan no tienen sexo, son como bacterias.

En la primera clase de historia la profesora habló de las guerras de Chile contra Perú y Bolivia en el siglo diecinueve.

Había aprendido en mi país que los chilenos ganaron las batallas por su valor temerario y el patriotismo de sus jefes, pero en esa clase nos revelaron las brutalidades cometidas por mis compatriotas contra la población civil. Los soldados chilenos, drogados con una mezcla de aguardiente y pólvora, entraban a las ciudades ocupadas como hordas enloquecidas. Con bayoneta calada y cuchillos de matarifes ensartaban niños, abrían el vientre a las mujeres y mutilaban los genitales de los hombres. Levanté la mano dispuesta a defender el honor de nuestras Fuerzas Armadas, sin sospechar entonces de lo que son capaces, y me cayó una lluvia de proyectiles. La maestra me echó del salón y salí en medio de una silbatina feroz a cumplir castigo de pie en un rincón del pasillo con la cara contra la pared. Sujetando las lágrimas, para que nadie me viera humillada, rumié mi rabia durante tres cuartos de hora. En esos minutos decisivos mis hormonas, cuya existencia hasta entonces ignoraba, explotaron con la fuerza de una catástrofe volcánica; no exagero, ese mismo día tuve mi primera menstruación. En la esquina opuesta del pasillo, de pie contra el muro, cumplía también castigo un muchacho alto y flaco como una escoba, con el cuello largo, el cabello negro y enormes orejas protuberantes, que por detrás le daban un aire de ánfora griega.

No he vuelto a ver orejas más sensuales que aquellas. Fue amor al instante, me enamoré de sus orejas antes de verle la cara, con tal vehemencia, que en los meses siguientes se me arruinó el apetito y de tanto ayunar y suspirar caí con anemia. Este arrebato romántico estaba desprovisto de ideas sexuales; no relacioné lo sucedido en mi infancia en un bosque de pinos junto al mar con un pescador de manos calientes, con los prístinos sentimientos inspirados por esos apéndices extraordinarios. Padecí un enamoramiento casto, y por lo tanto mucho más devastador, que duró un par de años.

Recuerdo ese período en La Paz como una cadena interminable de fantasías en el umbroso jardín de la casa, de páginas ardientes escritas en mis cuadernos y de sueños cursis en los cuales el orejudo doncel me rescataba de las fauces de un dragón. Para colmo el colegio entero lo supo y por culpa de ese amor y de mi indisimulable condición de chilena me hicieron víctima de las burlas más abrumadoras. Fue un romance destinado al fracaso, el objeto de mi pasión me trató siempre con tanta indiferencia que llegué a pensar que en su presencia me tornaba invisible. Poco antes de partir definitivamente de Bolivia, estalló una pelea en el recreo y sin saber cómo terminé abrazada a mi amado, rodando por el polvo entre golpes, tirones de pelo y patadas. Era mucho más grande que yo y a pesar de que puse en práctica lo aprendido con mi abuelo en las tardes de lucha libre en el Teatro Caupolicán, me dejó machucada y con sangre de narices, sin embargo en un momento de furia ciega una de sus orejas quedó al alcance de mis dientes y pude darle un apasionado mordisco. Durante semanas anduve en las nubes. Es el encuentro más erótico de mi larga vida, mezcla del placer intenso del abrazo y el dolor no menos agudo de la golpiza. Con ese despertar masoquista a la lujuria otra mujer con menos suerte sería hoy víctima complaciente de los azotes de un sádico, pero tal como se me dieron las cosas, no he tenido ocasión de practicar ese tipo de abrazo nunca más.

Poco después nos despedimos de Bolivia y no volví a ver esas orejas. El tío Ramón partió en avión directamente hacia París y de allí al Líbano, mientras mi madre y los niños descendíamos en tren a un puerto en el norte de Chile, donde nos embarcamos rumbo a Génova en una nave italiana, luego en autobús a Roma y de allí en avión a Beirut. El viaje duró cerca de dos meses y creo que mi madre sobrevivió de milagro. Ocupábamos el último vagón del tren en compañía de un indio enigmático, que no hablaba palabra y permanecía siempre en cuclillas en el suelo junto a una estufa, masticando coca y rascándose los piojos, armado con un rifle arcaico. Día y noche sus ojillos oblicuos nos observaban con expresión impenetrable, no lo vimos dormir nunca; mi madre temía que en un descuido nos asesinara, a pesar de que le habían asegurado que estaba contratado para protegernos. El tren avanzaba tan lento por el desierto, entre dunas y minas de sal, que mis hermanos se bajaban y corrían al lado. Para molestar a mi madre se retrasaban, fingiéndose extenuados, y gritaban pidiendo socorro, porque el tren los dejaba atrás. En el buque Pancho se atrapó tan a menudo los dedos en las pesadas puertas de hierro, que al final sus aullidos a nadie conmovían, y Juan se perdió un día por varias horas. Jugando al escondite se quedó dormido en un camarote desocupado y no lo encontraron hasta que despertó con las sirenas del barco, cuando el capitán estaba a punto de detener la navegación y echar botes al agua para buscarlo, mientras a mi madre la sujetaban dos recios contramaestres para evitar que se zambullera en el Atlántico. Me enamoré de todos los marineros con una pasión casi tan violenta como la inspirada por el joven boliviano, pero supongo que ellos se prendaron de mi madre. Esos esbeltos jóvenes italianos me alborotaban la imaginación, pero no lograban mitigar mi vicio inconfesable de jugar a las muñecas.

Encerrada en el camarote las mecía, las bañaba, les daba biberón y les cantaba en voz baja para no ser sorprendida, mientras mis malvados hermanos me amenazaban con exhibirlas en la cubierta.

Cuando por último desembarcamos en Génova, Pancho y Juan, leales a toda prueba, llevaban cada uno bajo el brazo un sospechoso bulto envuelto en una toalla, mientras yo me despedía suspirando de los marineros de mis amores.

Vivimos en el Líbano tres años surrealistas que me sirvieron para aprender algo de francés y conocer buena parte de los países vecinos incluyendo Tierra Santa e Israel, que en la década de los cincuenta, tal como ahora, vivía en guerra permanente contra los árabes. Cruzar la frontera en automóvil, como hicimos varias veces, constituía una aventura peligrosa. Nos instalamos en un apartamento moderno, amplio y feo. Desde la terraza podíamos ver un mercado libre y la Gendarmería, que más tarde, cuando empezó la violencia, cumplieron papeles importantes. El tío Ramón destinó una pieza para el Consulado y colgó en el edificio el escudo y la bandera de Chile. Ninguna de mis nuevas amistades había oído hablar jamás de ese país, pensaban que yo venía más bien de la China. Por lo general en aquella época y en esa parte del mundo las muchachas permanecían recluidas en su casa y en el colegio hasta el día de su boda, si tenían la desdicha de casarse, momento en que cambiaban la prisión paterna por la del marido. Yo era tímida y vivía muy aislada, vi la primera película de Elvis Presley cuando él ya estaba gordo. Nuestra vida familiar se complicó, mi madre no se adaptaba a la cultura árabe, al clima caliente, ni al carácter autoritario del tío Ramón, sufría jaquecas, alergias y súbitas crisis nerviosas con alucinaciones; cierta vez tuvimos que preparar maletas para regresar a casa de mi abuelo en Santiago porque ella juraba que por el ventanuco del baño la espiaba un cura ortodoxo con todos sus paramentos litúrgicos. Mi padrastro echaba de menos a sus hijos y tenía escaso contacto con ellos porque las comunicaciones con Chile sufrían atrasos de meses, lo cual contribuía a la sensación de habitar en el fin del mundo. La situación económica era muy apretada, el dinero se estiraba en laboriosas cuentas semanales y si sobraba algo íbamos al cine o a patinar en una cancha de hielo artificial, únicos lujos que podíamos permitirnos. Vivíamos con decencia, pero en un nivel diferente al de otros miembros del Cuerpo Diplomático y del círculo que frecuentábamos, entre quienes los clubes privados, los deportes de invierno, el teatro y las vacaciones en Suiza eran la norma. Mi madre se fabricó un vestido largo de seda que usaba para las recepciones de gala, lo transformaba de manera milagrosa con una cola de brocado, mangas de encaje o un lazo de terciopelo en la cintura, pero supongo que nadie se fijaba en su atuendo, sólo en su rostro. Se convirtió en una experta en ese arte supremo de mantener las apariencias sin dinero, preparaba platos baratos, los disimulaba con sofisticadas salsas de su invención y los servía en sus famosas bandejas de plata; se las arregló para que la sala y el comedor lucieran elegantes con los cuadros traídos de la casa de mi abuelo y tapices comprados a crédito en los muelles de Beirut, pero el resto era de gran modestia. El tío Ramón mantenía intacto su indoblegable optimismo. Con mi madre tenía demasiados problemas, a menudo me he preguntado qué los mantuvo juntos en ese tiempo y la única respuesta que se me ocurre es la tenacidad de una pasión nacida en la distancia, alimentada con cartas románticas y fortalecida por una verdadera montaña de inconvenientes. Son dos personas muy diferentes, no es raro que discutieran hasta la extenuación; algunas de sus peleas eran de tal magnitud que adquirían nombre propio y quedaban registradas en el anecdotario familiar. Admito que en ese tiempo nada hice por facilitarles la convivencia; cuando comprendí que ese padrastro había llegado a nuestras vidas para quedarse, le declaré una guerra sin cuartel.

Ahora me cuesta recordar los tiempos en que planeaba maneras atroces de darle muerte. No resultó fácil su papel, no sé cómo logró sacar adelante a esos tres chiquillos Allende que le cayeron en la vida.

Nunca lo llamamos papá, porque esa palabra nos traía malos recuerdos, pero se ganó el título de tío Ramón, símbolo de admiración y confianza. Hoy, a los setenta y cinco años, cientos de personas repartidas en cinco continentes, incluyendo algunos funcionarios del Gobierno y de la Academia Diplomática en Chile, lo llaman tío Ramón con los mismos sentimientos.

Con la idea de dar cierta continuidad a mi educación, fui enviada a un colegio inglés para niñas, cuyo objetivo era fortalecer el carácter mediante pruebas de rigor y disciplina, que a mí poca mella me hacían porque no en vano había sobrevivido incólume a los espantosos juegos bruscos. Que las alumnas memorizaran la Biblia constituía la meta de esa enseñanza: Deuteronomio capítulo cinco versículo tercero, ordenaba Miss Saint John, y debíamos recitarlo sin vacilar. Así aprendí algo de inglés y pulí hasta el ridículo el sentido estoico de la vida cuya semilla había sembrado mi abuelo en el caserón de las corrientes de aire. El idioma inglés y la resistencia ante la adversidad me han sido bastante útiles, la mayor parte de las otras destrezas que poseo me las enseñó el tío Ramón con su ejemplo y con unos métodos didácticos que la psicología moderna calificaría de brutales. Fue cónsul general en varios países árabes, con sede en Beirut, ciudad espléndida que entonces se consideraba el París del Medio Oriente, donde los camellos y los Cadillacs con parachoques de oro de los jeques obstaculizaban el tráfico, y las mujeres musulmanas, cubiertas por mantos negros con una mirilla a la altura de los ojos, compraban en el mercado codo a codo con las extranjeras escotadas. Los sábados algunas amas de casa de la colonia norteamericana lavaban los automóviles en pantalones cortos y con un trozo de barriga al aire. Los hombres árabes, que rara vez veían mujeres sin velo, hacían penosos viajes en burro desde aldeas remotas para asistir al espectáculo de esas extranjeras semidesnudas. Se alquilaban sillas y se vendía café y dulces de almíbar a los mirones, instalados en hileras al otro lado de la calle.

En verano soportábamos un calor húmedo de baño turco, pero mi colegio se regía por las normas impuestas por la Reina Victoria en la brumosa Inglaterra de fines del siglo pasado. El uniforme era un sayo medieval de tela gruesa atado con tiras porque los botones se consideraban frívolos, zapatones de aspecto ortopédico y un sombrero de explorador calado hasta las cejas, capaz de bajar los humos al más arrogante. La comida constituía material didáctico que se usaba para templarnos el carácter; todos los días servían arroz blanco sin sal y dos veces por semana lo presentaban quemado; lunes, miércoles y viernes se acompañaba con legumbres, los martes con yogur y el jueves con hígado cocido. Me costó meses sobreponerme a las arcadas ante esos trozos de carne gris flotando en agua caliente, pero terminé por encontrarlos deliciosos y aguardaba el almuerzo de los jueves con ansiedad. Desde entonces soy capaz de digerir cualquier alimento, incluso comida inglesa.

Las alumnas provenían de diversas regiones y casi todas estaban internas. Shirley era la chica más bonita del colegio, aun con el sombrero del uniforme se veía bien; venía de la India, tenía el pelo negro-azul, se maquillaba los ojos con un polvo nacarado y caminaba con paso de gacela desafiando la ley de gravedad.

Encerradas en el baño me enseñó la danza del vientre, que de nada me ha servido hasta ahora porque nunca tuve valor suficiente para seducir a hombre alguno con esos menequeteos. Un día, cuando ella acababa de cumplir quince años, la retiraron del colegio y se la llevaron de vuelta a su país para casarla con un comerciante cincuentón, escogido por sus padres, a quien ella jamás había visto; lo conoció mediante una fotografía de estudio coloreada a mano. Elizabeth, mi mejor amiga, era un personaje de novela: huérfana, criada como sirvienta por sus hermanas que robaron su parte de la herencia paterna, cantaba como un ángel y hacía planes para escaparse a América. Treinta y cinco años más tarde nos encontramos en Canadá. Cumplió sus sueños de independencia, dirige una empresa propia, tiene casa de lujo, automóvil con teléfono, cuatro abrigos de piel y dos perros regalones, pero todavía llora cuando recuerda su juventud en Beirut. Mientras Elizabeth ahorraba centavos para huir al Nuevo Mundo y la hermosa Shirley cumplía su destino de novia por encargo, las demás estudiábamos la Biblia y comentábamos en susurros a un tal Elvis Presley, a quien nadie había visto ni escuchado cantar, pero decían que causaba estragos con su guitarra eléctrica y su revoltura de pelvis. Me movilizaba en el autobús del colegio, era la primera que recogía por la mañana y la última que dejaba por la tarde, pasaba horas dando vueltas por la ciudad, arreglo muy conveniente porque sentía pocos deseos de ir a la casa. De todos modos, tarde o temprano llegaba.

A menudo encontraba al tío Ramón en camiseta, sentado bajo un ventilador, abanicándose con el periódico y escuchando boleros.

—¿Qué te enseñaron las monjas hoy? —me saludaba.

—No son monjas, son señoritas protestantes. Hablamos de Job —replicaba yo, sudando, pero flemática y digna en mi patibulario uniforme.

—¿Job? ¿Ese tonto a quien Dios puso a prueba enviándole toda suerte de desgracias?

—No era ningún tonto, tío Ramón, era un santo varón que jamás renegó del Señor, a pesar de sus sufrimientos.

—¿Te parece correcto? Dios apuesta con Satanás, castiga al pobre hombre sin piedad y además pretende que lo adore. Es un dios cruel, injusto y frívolo. Un patrón que se comporta así con sus siervos no merece lealtad ni respeto, mucho menos adoración.

El tío Ramón, educado por los jesuitas, empleaba un énfasis estremecedor y una lógica implacable —los mismos que usaba en las trifulcas con mi madre— para demostrar la estupidez del héroe bíblico; su actitud, lejos de constituir un ejemplo loable, era un problema de personalidad. En menos de diez minutos de oratoria echaba por tierra las virtuosas enseñanzas de Miss Saint John.

—¿Estás convencida de que Job era un pelotudo?

—Sí, tío Ramón.

—¿Podrías asegurarlo por escrito?

—Sí.

El señor cónsul cruzaba el par de metros que nos separaban de su oficina, redactaba en papel sellado un documento con tres copias diciendo que yo, Isabel Allende Llona, de catorce años, ciudadana chilena, certificaba que Job, el del Antiguo Testamento, era un pánfilo. Me hacía firmarlo, después de leerlo cuidadosamente porque jamás se debe firmar algo a ciegas, lo doblaba y lo guardaba en la caja fuerte del Consulado. Luego regresaba a sentarse bajo el ventilador y con un profundo suspiro de fastidio me decía:

—Bueno, hija, ahora voy a probarte que tú tenías razón, Job era un santo hombre de Dios. Te daré los argumentos que tú debieras haber empleado si supieras pensar. Conste que me doy este trabajo sólo para enseñarte a discutir, eso siempre sirve en la vida.

Y procedía a desmantelar su propio alegato anterior para convencerme de aquello que yo creía firmemente al principio. Poco después me tenía de nuevo derrotada, esta vez al borde del llanto.

—¿Aceptas que Job hizo lo correcto al permanecer fiel a su Señor a pesar de todas sus desgracias?

—Sí, tío Ramón.

—¿Estás absolutamente segura?

—Sí.

—¿Estás dispuesta a firmarme un documento?

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