Paula

Paula


Primera Parte

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Tuve la suerte de que mi colegio fue el único que no cerró sus puertas cuando empezó la crisis, en cambio mis hermanos dejaron de ir a clases y pasaron meses de mortal aburrimiento encerrados en el apartamento. Miss Saint John consideró una vulgaridad esa guerra en la cual no participaban los ingleses, de modo que prefirió ignorarla. La calle frente al colegio se dividió en dos bandos separados por pilas de sacos de arena, tras los cuales acechaban los contrincantes. En las fotos de los periódicos tenían un aspecto patibulario y sus armas resultaban aterradoras, pero vistos detrás de sus barricadas desde lo alto del edificio, parecían veraneantes en un picnic. Entre los sacos de arena escuchaban radio, cocinaban y recibían visitas de sus mujeres y niños, mataban las horas jugando a los naipes o a las damas y durmiendo la siesta. A veces se ponían de acuerdo con los enemigos para ir en busca de agua o cigarrillos. La impasible Miss Saint John se caló su sombrero verde de las grandes ocasiones y salió a parlamentar en su pésimo árabe con aquellos sujetos que obstaculizaban las calles para pedirles que permitieran el paso del autobús escolar, mientras las pocas niñas que aún quedaban y las asustadas profesoras la observábamos desde el techo. No sé qué argumentos esgrimió, pero el caso es que el vehículo siguió funcionando puntualmente hasta que se quedó sin alumnas, sólo yo lo usaba. Me guardé bien de contar en la casa que otros padres habían retirado a sus hijas del colegio y nunca mencioné las negociaciones diarias del chofer con los hombres de las barricadas para que nos dejaran pasar. Asistí a clases hasta que se vació el establecimiento y Miss Saint John me solicitó cortésmente que no regresara por unos días, hasta que se resolviera ese desagradable incidente y la gente volviera a sus cabales. Para entonces la situación se había tornado muy violenta y un vocero del Gobierno libanés aconsejó a los diplomáticos sacar a sus familias del país porque no se podía garantizar su seguridad. Después de secretos conciliábulos el tío Ramón me puso junto a mis hermanos en uno de los últimos vuelos comerciales de esos días. El aeropuerto era un hervidero de hombres luchando por salir; algunos pretendían llevar a sus mujeres e hijas como carga, no las consideraban del todo humanas y no podían comprender la necesidad de comprarles un pasaje. Apenas despegamos de la pista una señora cubierta de pies a cabeza con un manto oscuro se dispuso a cocinar en el pasillo del avión sobre un quemador a queroseno, ante la alarma de la azafata francesa. Mi madre se quedó en Beirut con el tío Ramón donde permanecieron unos meses hasta que fueron trasladados a Turquía. Entretanto los marines norteamericanos volvieron a sus portaaviones y desaparecieron sin dejar huella, llevándose con ellos la prueba de mi primer beso. Fue así como emprendimos viaje de regreso al otro extremo del mundo, a la casa de mi abuelo en Chile. Yo tenía quince años y era la segunda vez que estaba lejos de mi madre, la primera había sido cuando ella se juntó con el tío Ramón en esa cita clandestina al norte de Chile, que consagró sus amores. No sabía entonces que estaríamos separadas la mayor parte de nuestras vidas. Comencé a escribirle mi primera carta en el avión, he continuado haciéndolo casi a diario a lo largo de muchos años y ella hace otro tanto. Juntamos esa correspondencia en un canasto y al final del año la atamos con una cinta de color y la guardamos en lo alto de un closet, así hemos coleccionado montañas de páginas. Nunca las hemos releído, pero sabemos que el registro de nuestras vidas está a salvo de la mala memoria.

Hasta entonces mi educación había sido caótica, había aprendido algo de inglés y francés, buena parte de la Biblia de memoria y las lecciones de defensa personal del tío Ramón, pero ignoraba lo más elemental para funcionar en este mundo. Cuando llegué a Chile a mi abuelo se le ocurrió que con un poco de ayuda yo podía terminar la escolaridad en un año y decidió enseñarme personalmente historia y geografía. Después averiguó que tampoco sabía sumar y me envió a clases privadas de matemáticas. La profesora era una viejuca de pelos teñidos color azabache y varios dientes sueltos, que vivía muy lejos en una casa modesta decorada con los regalos de sus alumnos a lo largo de cincuenta años de vocación docente, donde flotaba imperturbable el olor de coliflores cocidas. Para llegar hasta allá era necesario encaramarse en dos autobuses, pero valía la pena, porque esa mujer fue capaz de meterme en el cerebro suficientes números como para pasar el examen, después de lo cual se me borraron para siempre.

Subir a un bus en Santiago podía ser una aventura peligrosa que requería temperamento decidido y agilidad de saltimbanqui, el vehículo jamás pasaba a tiempo, había que esperarlo por horas, y siempre venía tan repleto que avanzaba ladeado, con pasajeros colgando de las puertas. Mi formación estoica y mis articulaciones dobles me ayudaron a sobrevivir a esas batallas cotidianas.

Compartía la clase con cinco estudiantes, uno de los cuales se sentaba siempre a mi lado, me prestaba sus apuntes y me acompañaba hasta el paradero del bus. Mientras aguardábamos con paciencia bajo el sol o la lluvia, él escuchaba callado mis cuentos exagerados sobre viajes a sitios que yo no sabía ubicar en el mapa, pero cuyos nombres investigaba en la Enciclopedia Británica de mi abuelo. Al llegar el autobús me ayudaba a trepar sobre el racimo humano que colgaba de la pisadera, empujándome con ambas manos por el trasero. Un día me invitó al cine. Le dije al Tata que debía quedarme estudiando con la profesora y partí con el galán a un teatro de barrio, donde nos calamos una película de terror. Cuando el monstruo de la Laguna Verde asomó su horrenda cabeza de lagarto milenario a escasos centímetros de la doncella que nadaba distraída, yo lancé un grito y él aprovechó para tomarme la mano. Me refiero al muchacho, no al lagarto, por supuesto. El resto de la película transcurrió en una nebulosa, no me importaron los colmillos del gigantesco reptil ni la suerte de la rubia tonta que se bañaba en esas aguas, mi atención estaba concentrada en el calor y la humedad de esa mano ajena acariciando la mía, casi tan sensual como el mordisco en la oreja de mi amado en La Paz y mil veces más que el beso robado del soldado norteamericano en la cancha de patinaje en hielo de Beirut. Llegué a casa de mi abuelo levitando, convencida de haber encontrado al hombre de mi vida y que esas manos entrelazadas eran un compromiso formal. Había oído decir a mi amiga Elizabeth en el colegio del Líbano que se puede quedar embarazada por chapotear en la misma piscina con un muchacho y sospeché lógicamente que una hora completa intercambiando sudores manuales podía tener el mismo efecto. Pasé la noche despierta, imaginando mi vida futura casada con él y esperando con ansias la próxima clase de matemáticas, pero al día siguiente mi amigo no llegó a casa de la profesora.

Durante toda la clase estuve observando la puerta, angustiada, pero no vino ese día ni el resto de la semana ni nunca más, simplemente se hizo humo. Con el tiempo me repuse de ese humillante abandono y por muchos años no pensé en ese joven. Creí volver a verlo doce años más tarde, el día en que me llamaron de la morgue para identificar el cuerpo de mi padre. Me pregunté muchas veces por qué desapareció tan de súbito y de tanto darle vueltas en la cabeza llegué a una conclusión truculenta, pero prefiero no seguir especulando, porque sólo en las telenovelas los enamorados descubren un día que son hermanos.

Una de las razones para olvidar aquel amor fugaz fue que conocí a otro muchacho, y aquí, Paula, entra tu padre en la historia.

Michael tiene raíces inglesas, es producto de una de esas familias de inmigrantes que han nacido y vivido en Chile por generaciones y todavía se refieren a Inglaterra como home, leen periódicos británicos con semanas de atraso y mantienen un estilo de vida y un código social decimonónico, cuando eran los arrogantes súbditos de un gran imperio, pero que hoy ya no se usan ni en el corazón de Londres. Tu abuelo paterno trabajaba para una compañía norteamericana del cobre, en un pueblo al norte de Chile, tan insignificante, que escasamente figura en los mapas. El campamento de los gringos consistía en una veintena de casas cercadas por alambres de púas, donde sus habitantes intentaban reproducir lo más fielmente posible el modo de vida de sus ciudades de origen, con aire acondicionado, agua en botellas y profusión de catálogos para encargar a los Estados Unidos desde leche condensada hasta muebles de terraza. Cada familia cultivaba porfiadamente su jardín, a pesar de las inclemencias del sol y la sequía; los hombres jugaban al golf en los arenales y las señoras competían en concursos de rosas y tortas. Al otro lado de la alambrada subsistían los trabajadores chilenos en hileras de casuchas con baños comunes, sin otras diversiones que una cancha de fútbol trazada con un palo sobre la tierra dura del desierto y un bar en las afueras del campamento donde se embriagaban los fines de semana. Dicen que también había un prostíbulo, pero no di con él cuando salí a buscarlo, tal vez porque yo esperaba por lo menos un farol rojo, pero debe haber sido un rancho igual a los otros.

Michael nació y vivió los primeros años de su existencia en ese lugar, protegido de todo mal, en una inocencia edénica, hasta que lo enviaron interno a un colegio británico en el centro del país.

Creo que no tuvo idea cabal de que estaba en Chile hasta que alcanzó la edad de los pantalones largos. Su madre, a quien todos recordamos como Granny, tenía grandes ojos azules y un corazón virgen de mezquindades. Su vida transcurrió entre la cocina y el jardín, olía a pan recién horneado, a mantequilla, a dulce de ciruelas. Años después, cuando renunció a sus sueños, olía a alcohol, pero pocos llegaron a saberlo, porque se mantenía a prudente distancia y se tapaba la boca con un pañuelo al hablar, y también porque tú, Paula, que entonces tenías ocho o nueve años, escondías las botellas vacías para que nadie descubriera su secreto. El padre de Michael era buenmozo y moreno, con aspecto de andaluz, pero por sus venas corría sangre alemana de la cual se enorgullecía, cultivó en su carácter las virtudes que él consideraba teutónicas y llegó a ser un ejemplo de hombre honesto, responsable y puntual, aunque también se mostraba inflexible, autoritario y seco. Jamás tocaba a su mujer en público, pero la llamaba young lady y le brillaban los ojos cuando la miraba. Pasó treinta años en el campamento norteamericano ganando buenos dólares, se jubiló a los cincuenta y ocho años y se trasladó a la capital, donde construyó una casa junto a la cancha de golf de un club. Michael creció entre los muros de un colegio para muchachos, dedicado al estudio y a deportes viriles, lejos de su madre, el único ser que pudo enseñarle a expresar sus sentimientos. Con su padre sólo compartía frases de buena educación y partidas de ajedrez en las vacaciones. Cuando lo conocí acababa de cumplir veinte años, estudiaba el primer semestre de Ingeniería Civil, manejaba una motocicleta y vivía en un apartamento con una empleada que lo atendía como a un señorito, nunca tuvo que lavar sus calcetines o cocinar un huevo. Era un muchacho alto, apuesto, muy delgado, con grandes ojos color caramelo, que se sonrojaba cuando estaba nervioso. Una amiga nos presentó, vino a verme un día con el pretexto de enseñarme química y enseguida pidió permiso formal a mi abuelo para llevarme a la ópera. Fuimos a ver Madame Butterfly y yo, que carecía por completo de formación musical, pensé que se trataba de un espectáculo humorístico y me reí a carcajadas cuando vi caer del techo una lluvia de flores de plástico sobre una gorda que cantaba a pleno pulmón mientras se abría la barriga a cuchillazos delante de su hijo, una pobre criatura con los ojos vendados y con un par de banderas en las manos. Así comenzaron unos amores muy lentos y dulces, destinados a durar muchos años antes de consumarse, porque a Michael le faltaban como seis años de universidad y yo aún no terminaba la escuela. Pasaron varios meses antes que nos tomáramos de las manos en el concierto de los miércoles y casi un año antes del primer beso.

—Me gusta este joven, viene a mejorar la raza —se rio mi abuelo cuando finalmente admití que estábamos enamorados.

El lunes te agarró la muerte, Paula. Vino y te señaló, pero se encontró frente a frente con tu madre y tu abuela y por esta vez retrocedió. No está derrotada y todavía te ronda, rezongando con su revuelo de harapos sombríos y rumor de huesos. Te fuiste para el otro lado por algunos minutos y en verdad nadie se explica cómo ni por qué estás de vuelta. Nunca te habíamos visto tan mal, ardías de fiebre, un ronroneo aterrador te salía del pecho, se te asomaba el blanco de los ojos a través de los párpados entrecerrados, de pronto la tensión te bajó casi a cero y comenzaron a sonar las alarmas de los monitores y la sala se llenó de gente, todos tan afanados en torno a ti, que se olvidaron de nosotras, y así es como estuvimos presentes cuando se te escapaba el alma del cuerpo, mientras te inyectaban drogas, te soplaban oxígeno y trataban de poner de nuevo en marcha tu corazón agotado.

Trajeron un aparato y empezaron a darte golpes eléctricos, terribles corrientazos en el pecho, que te hacían saltar de la cama. Oímos órdenes, voces alteradas y carreras, llegaron otros médicos con diferentes máquinas y jeringas, quién sabe cuántos minutos eternos transcurrieron, parecieron muchas horas. No podíamos verte, te tapaban los cuerpos de quienes te atendían, pero pudimos percibir con nitidez tu zozobra y el aliento triunfal de la muerte. Hubo un momento en el cual la febril agitación se congeló de súbito, como en una fotografía, y entonces escuché el murmullo en sordina de mi madre exigiéndote que lucharas, hija, ordenándole a tu corazón que siguiera andando en nombre de Ernesto y de los años preciosos que te faltan por vivir y del bien que aún puedes sembrar. El tiempo se detuvo en los relojes, las curvas y picos verdes en las pantallas de las máquinas se convirtieron en líneas rectas y un zumbido de consternación reemplazó el chillido de las alarmas. Alguien dijo no hay más que hacer… y otra voz agregó ha muerto, la gente se apartó, algunos se alejaron y pudimos verte inerte y pálida, como una niña de mármol. Entonces sentí la mano de mi madre en la mía impulsándome hacia delante y dimos unos pasos al frente acercándonos a la orilla de tu cama y sin una lágrima te ofrecimos la reserva completa de nuestro vigor, toda la salud y fortaleza de nuestros más recónditos genes de navegantes vascos y de indómitos indios americanos, y en silencio invocamos a los dioses conocidos y por conocer y a los espíritus benéficos de nuestros antepasados y a las fuerzas más formidables de la vida, para que corrieran a tu rescate. Fue tan intenso el clamor que a cincuenta kilómetros de distancia Ernesto sintió el llamado con la claridad de un campanazo, supo que rodabas hacia un abismo y echó a correr en dirección al hospital. Entretanto en torno a tu cama se helaba el aire y se confundía el tiempo y cuando los relojes marcaron de nuevo los segundos, ya era tarde para la muerte. Los médicos vencidos se habían retirado y las enfermeras se preparaban para desconectar los tubos y cubrirte con una sábana, cuando una de las pantallas mágicas dio un suspiro y la caprichosa línea verde empezó a ondular señalando tu retorno a la vida. ¡Paula!, te llamamos mi madre y yo en una sola voz y las enfermeras repitieron el grito y la sala se llenó con tu nombre.

Ernesto llegó una hora más tarde; había devorado la autopista y atravesado la ciudad como una exhalación. Hasta entonces no tenía duda que sanarías, pero en esta ocasión, vencido, de rodillas en la capilla, rogó simplemente para que cesara este martirio y descansaras por fin. Sin embargo, cuando te abrazó en la siguiente visita la vehemencia del amor y el deseo de retenerte fueron más poderosos que la resignación. Te siente en su propio cuerpo, se adelanta a los diagnósticos clínicos, percibe signos invisibles para otros ojos, es el único que pareciera comunicarse contigo.

Vive, vive por mí, por nosotros, Paula, somos un equipo chica mía, te rogaba, verás que todo sale bien, no te vayas, seré tu apoyo, tu refugio, tu amigo, te sanaré con mi amor, acuérdate de ese bendito 3 de enero en que nos conocimos y todo cambió para siempre, no puedes dejarme ahora, estamos recién comenzando, nos queda medio siglo por delante. No sé qué otras súplicas, secretos o promesas te susurró al oído ese lunes tenebroso, ni cómo te sopló ganas de vivir en cada beso que te dio, pero estoy segura que hoy respiras por obra de su tenaz ternura. Tu vida es una misteriosa victoria del amor. Ya has superado la peor parte de la crisis, te están administrando el antibiótico preciso, han controlado tu presión y poco a poco cede la fiebre. Has vuelto al punto de partida, no sé qué significa esta especie de resurrección. Llevas más de dos meses en coma, no me engaño, hija, sé cuán grave estás, pero puedes recuperarte por completo; el especialista en porfiria asegura que no tienes daño cerebral, la enfermedad sólo te ha atacado los nervios periféricos. Palabras, palabras benditas, las repito una y otra vez como una fórmula de encantamiento que puede traerte la salvación. Hoy te habían colocado de costado en la cama y a pesar del aspecto torturado de tu pobre cuerpo, tu cara estaba intacta y te veías hermosa como una novia dormida, con sombras azules bajo tus largas pestañas.

Las enfermeras te habían refrescado con agua de colonia y recogido el cabello en una gruesa trenza, que colgaba fuera de la cama como una cuerda marinera. No hay señas de tu inteligencia, pero vives y tu espíritu aún te habita. Respira, Paula, tienes que respirar…

Mi madre sigue regateando con Dios, ahora le ofrece su vida por la tuya, dice que de todos modos setenta años son mucho tiempo, mucho cansancio y muchas penas. También yo quisiera ocupar tu lugar, pero no existen recursos de ilusionista para estos trueques, cada una de nosotras, abuela, madre e hija, deberá cumplir su propio destino. Al menos no estamos solas, somos tres. Tu abuela está cansada, trata de disimularlo, pero le pesan los años y durante estos meses de sufrimiento en Madrid el invierno se le ha metido en los huesos, no hay forma de darle calor, duerme bajo una montaña de frazadas y de día anda envuelta en chalecos y bufandas, pero no deja de temblar. Hablé largamente por teléfono con el tío Ramón para que me ayude a convencerla de que es hora de volver a Chile. No he podido escribir en varios días, sólo ahora, que empiezas a salir de la agonía, vuelvo a estas páginas. La relación discreta que compartimos con Michael floreció con parsimonia, a la antigua, en el salón de la casa del Tata, entre tazas de té en invierno y copas de helados en verano. El descubrimiento del amor y la dicha de sentirme aceptada me transformaron, la timidez dio paso a un carácter más bien explosivo y se terminaron esos largos períodos de rabioso silencio de la infancia y la adolescencia. Una vez por semana íbamos en su motocicleta a escuchar un concierto, sábado por medio me permitían ir al cine, siempre que regresara temprano, y algunos domingos mi abuelo lo invitaba a los almuerzos familiares, verdaderos torneos de resistencia. La sola comilona era una prueba rompehuesos: bocadillos de marisco, empanadas picantes, cazuela de gallina o pastel de choclo, torta de manjar blanco, vino con fruta y una jarra descomunal de pisco sour, el más fatídico brebaje chileno. Los comensales competían en la hazaña de tragarse aquel ágape y a veces, por afán de desafío, antes del postre pedían huevos fritos con tocino. Los sobrevivientes ganaban así el privilegio de manifestar sus locuras particulares. A la hora del café ya estaban discutiendo a gritos y antes que pasaran las copitas de licor dulce habían jurado que ese era el último domingo de parranda familiar, sin embargo a la semana siguiente se repetía con pocas variantes la misma mortificación porque ausentarse habría sido un desaire inconcebible, mi abuelo no lo habría perdonado. Yo temía esas reuniones casi tanto como los almuerzos en casa de Salvador Allende, donde las primas me miraban con disimulado desprecio porque no sabía de qué diablos hablaban. Vivían en una casa pequeña, acogedora, atiborrada de obras de arte, libros valiosos y fotografías que si aún existen, son documentos históricos. La política era el único tema en esa familia inteligente y bien informada. La conversación volaba por las alturas en torno a los acontecimientos mundiales y de vez en cuando aterrizaba en los últimos detalles de la chismografía nacional, pero en cualquier caso yo quedaba en la luna. En ese tiempo sólo leía novelas de ciencia ficción y mientras los Allende planeaban con fervor socialista la transformación del país, yo deambulaba de asteroide en asteroide en compañía de extraterrestres tan escurridizos como los ectoplasmas de mi abuela.

En la primera oportunidad en que sus padres viajaron a Santiago, Michael me llevó a conocerlos. Mis futuros suegros me esperaban a tomar té a las cinco de la tarde, mantel almidonado, porcelana inglesa pintada, panecillos hechos en casa. Me recibieron con simpatía, sentí que sin conocerme me aceptaban agradecidos por el amor que yo prodigaba a su hijo. El padre se lavó las manos una docena de veces durante mi breve visita y al sentarse a la mesa retiró la silla con los codos, para no ensuciárselas antes de la comida. Hacia el final me preguntó si era pariente de Salvador Allende y cuando asentí le cambió la expresión, pero su natural cortesía le impidió manifestar sus ideas al respecto en nuestro primer encuentro, ya habría ocasión de hacerlo más adelante. La madre de Michael me cautivó desde el comienzo, era un alma candorosa, incapaz de una mala intención, la bondad se asomaba en sus ojos líquidos color aguamarina. Me acogió con sencillez, como si nos conociéramos desde hacía años, y esa tarde sellamos un pacto secreto de ayuda mutua, que nos sería de gran utilidad en las pruebas dolorosas de los años siguientes. A los padres de Michael, que deben haber deseado para su hijo una muchacha tranquila y discreta de la colonia inglesa, no les costó mucho adivinar las fallas de mi carácter desde el comienzo, por lo mismo es admirable que me abrieran los brazos con tal prontitud.

No había cumplido aún diecisiete años cuando comencé a trabajar y desde entonces lo he hecho siempre. Terminé el colegio y no supe qué hacer con mi futuro; debí plantearme ir a la universidad, pero estaba confundida, quería independencia y de todos modos pensaba casarme pronto y tener hijos, ese era el destino de las muchachas de entonces. Deberías estudiar teatro, me sugirió mi madre, que me conocía más que nadie, pero esa idea me pareció completamente descabellada. Al día siguiente de mi graduación me apresuré en buscar empleo de secretaria, porque no estaba preparada para otra cosa. Había oído decir que en las Naciones Unidas pagaban bien y decidí aprovechar mis conocimientos de inglés y francés. En la guía de teléfono encontré en lugar destacado una extraña palabra: FAO y sin sospechar de qué se trataba me presenté a la puerta, donde me recibió un joven de aspecto descolorido.

—¿Quién es el dueño aquí? —le pregunté a quemarropa.

—No sé… Creo que esto no tiene dueño —murmuró algo perturbado.

—¿Quién es el que manda más?

—Don Hernán Santa Cruz —replicó sin vacilar.

—Quiero hablar con él.

—Anda en Europa.

—¿Quién es el encargado de dar empleo cuando él no está?

Me dio el nombre de un conde italiano, pedí una cita y cuando estuve ante el impresionante escritorio de ese apuesto romano, le zampé que el señor Santa Cruz me mandaba a hablar con él para que me diera trabajo. El aristocrático funcionario no sospechó que yo no conocía a su jefe ni de vista y me tomó a prueba por un mes, a pesar de que presenté el peor examen de dactilografía de la historia de esa organización. Me sentaron frente a una pesada máquina Underwood y me ordenaron que redactara una carta con tres copias, sin decirme que debía ser comercial. Escribí una carta de amor y despecho salpicada de faltas porque las teclas parecían tener vida propia, además puse el papel carbón al revés y las copias salieron impresas en la parte de atrás de la hoja. Buscaron el puesto donde pudiera hacer menos daño y fui asignada temporalmente de secretaria a un experto forestal argentino cuya misión era llevar la contabilidad de los árboles del globo terráqueo. Comprendí que mi suerte no podía durar mucho más y me dispuse a aprender a escribir a máquina correctamente en cuatro semanas, contestar el teléfono y servir café como una profesional, rogando en secreto para que el temido Santa Cruz tuviera un accidente mortal y no regresara jamás. Sin embargo, mis súplicas no fueron escuchadas y al mes justo regresó el dueño de la FAO, un hombronazo enorme, con aspecto de jeque árabe y vozarrón de trueno, ante quien los empleados en general y el noble italiano en particular, se inclinaban con respeto, por no decir terror. Antes de que se enterara de mi existencia por otros medios, me presenté en su oficina para contarle que había usado su santo nombre en vano y estaba dispuesta a hacer las penitencias correspondientes.

Una carcajada estentórea recibió mi confesión.

—Allende… ¿de cuáles Allendes eres tú? —rugió por fin, cuando terminó de secarse las lágrimas.

—Parece que mi padre se llamaba Tomás.

—¡Cómo que parece! ¿No sabes cómo se llama tu padre?

—Nadie puede estar seguro de quién es su padre, sólo se puede estar seguro de la madre —repliqué con la dignidad en alto.

—¿Tomás Allende? ¡Ah, ya sé quién es! Un hombre muy inteligente… —y se quedó mirando el vacío, como quien se muere de ganas de contar un secreto y no puede.

Chile es del tamaño de un pañuelo. Resultó que ese caballero con actitud de sultán era uno de los mejores amigos de juventud de Salvador Allende, además conocía bien a mi madre y a mi padrastro, por esas razones no me puso en la calle, como el conde romano esperaba, sino que me trasladó al Departamento de Información, donde alguien con mis recursos imaginativos estaría mejor empleada que copiando estadísticas forestales, según me explicó. Me soportaron en la FAO durante varios años, allí hice amigos, aprendí los rudimentos del oficio de periodista y tuve mi primera oportunidad de hacer televisión. En los ratos libres hacía traducciones de novelas rosa del inglés al español. Eran historias románticas cargadas de erotismo, todas cortadas por el mismo molde: hermosa e inocente joven sin fortuna conoce a hombre maduro, fuerte, poderoso, viril, desilusionado del amor y solitario, en un lugar exótico, por ejemplo una isla polinésica donde ella trabaja como institutriz y él posee un latifundio. Ella es siempre virgen, aunque sea viuda, de senos mórbidos, labios túrgidos y ojos lánguidos; mientras él luce sienes de plata, piel dorada y músculos de acero. El terrateniente es superior a ella en todo, pero la institutriz es buena y bonita. Después de sesenta páginas de pasión ardiente, celos e incomprensibles intrigas, se casan, por supuesto, y la doncella esdrújula es desflorada por el varón metálico en una atrevida escena final. Se necesitaba firmeza de carácter para permanecer fiel a la versión original y a pesar de los esmeros de Miss Saint John en el Líbano, la mía no alcanzaba para tanto. Casi sin darme cuenta introducía pequeñas modificaciones para mejorar la imagen de la heroína, empezaba con algunos cambios en los diálogos, para que ella no pareciera completamente retardada, y luego me dejaba arrastrar por la inspiración y alteraba los finales, de modo que a veces la virgen concluía sus días vendiendo armas en el Congo y el hacendado partía a Calcuta a cuidar leprosos. No duré mucho tiempo en ese trabajo, a los pocos meses me despidieron. Para entonces mis padres habían regresado de Turquía y vivía con ellos en un caserón estilo español de adobe y tejas en los faldeos de la cordillera, donde era bastante difícil trasladarse en bus e imposible conseguir teléfono.

Tenía una torre, dos hectáreas de huerto, una vaca melancólica que jamás dio leche, un cerdo a quien debíamos sacar a escobazos de los dormitorios, gallinas, conejos y una mata de calabazas enredada en el techo; los enormes frutos solían rodar desde lo alto, poniendo en peligro a quienes tuvieran la mala suerte de encontrarse abajo. Atrapar el bus para ir y venir de la oficina se convirtió en una obsesión, me levantaba al amanecer para llegar a tiempo en las mañanas y en la tarde el vehículo iba repleto, de modo que visitaba a mi abuelo y allí esperaba la noche para encaramarme en uno con menos pasajeros. Así nació la costumbre de ir cada día a ver al viejo y llegó a ser tan importante para ambos, que sólo fallé cuando nacieron mis hijos, durante los primeros días del Golpe Militar y una vez que quise pintarme los pelos de amarillo y por un error del peluquero terminé con la cabeza verde. No me atreví a aparecer delante del Tata hasta que conseguí una peluca de mi color original. En invierno nuestra casa era una mazmorra gélida goteando por los techos, pero en primavera y verano resultaba encantadora, con sus vasijas de barro desbordantes de petunias, el zumbido de las abejas y trinar de los pájaros, el aroma de flores y frutas, los tropezones del cerdo entre las piernas de las visitas y el aire puro de las montañas.

Los almuerzos dominicales se trasladaron de la casa del Tata a la de mis padres, allí se juntaba la tribu para destrozarse puntualmente cada semana. Michael, quien provenía de un hogar pacífico donde imperaba la mayor cortesía, y a quien el colegio había condicionado para disimular sus emociones en todo momento, excepto en las canchas deportivas donde había libertad para comportarse como un bárbaro, era mudo testigo de las pasiones desmedidas de mi familia.

Ese año murió el tío Pablo en un extraño accidente aéreo. Volaba sobre el desierto de Atacama en una avioneta y el aparato estalló en el aire. Algunos vieron la explosión y una bola incandescente cruzando el cielo, pero no quedaron restos y, después de peinar la región meticulosamente, las cuadrillas de rescate regresaron con las manos vacías. Nada había para enterrar, el funeral se llevó a cabo con un ataúd vacío. Tan abrupta y total fue la desaparición de este hombre a quien tanto amé, que he cultivado la fantasía de que no quedó reducido a cenizas sobre esas dunas desoladas; tal vez salvó de milagro, pero sufrió un trauma irrecuperable y hoy vaga en otras latitudes convertido en un anciano plácido y sin memoria, que nada sospecha de la joven esposa y los cuatro niños que dejó atrás. Estaba casado con una de esas raras personas de alma diáfana destinadas a purificarse en el esfuerzo y el sufrimiento. Mi abuelo recibió la amarga noticia sin un gesto, apretó la boca, se puso de pie apoyado en su bastón y salió cojeando a la calle para que nadie pudiera ver la expresión de sus ojos. No volvió a hablar de su hijo favorito, tal como no mencionaba a la Memé. Para ese viejo valiente, mientras más profunda la herida más privado era el dolor.

Había cumplido tres años de amores relativamente castos, cuando oí hablar entre mis compañeras de oficina de una maravillosa píldora para evitar embarazos, que había revolucionado la cultura en Europa y los Estados Unidos y ahora se podía conseguir en algunas farmacias locales. Traté de indagar más y me enteré que sólo era posible comprarla con una receta médica, pero no me atreví a recurrir al inefable doctor Benjamín Viel, quien para entonces se había convertido en el gurú de la planificación familiar en Chile, y tampoco me alcanzó la confianza para hablar del tema con mi madre. Por lo demás, ella tenía demasiados problemas con sus hijos adolescentes como para pensar en píldoras mágicas para una hija soltera. Mi hermano Pancho había desaparecido de la casa tras las huellas de un santón que reclutaba discípulos proclamándose el nuevo Mesías. En realidad este personaje tenía una ferretería en Argentina y el asunto resultó un complejo fraude teológico, pero la verdad afloró mucho después, cuando mi hermano y otros jóvenes ya habían malgastado años persiguiendo un mito. Mi madre hizo lo posible por arrancar a su hijo de aquella misteriosa secta y de hecho fue a buscarlo un par de veces cuando mi hermano tocó el fondo de la desilusión y pidió socorro a la familia. Lo rescataba de oscuras pocilgas, donde lo encontraba hambriento, enfermo y traicionado, sin embargo apenas recuperaba fuerzas desaparecía de nuevo y durante meses no sabíamos su paradero. De vez en cuando llegaban noticias de sus andanzas en Brasil aprendiendo artes de vudú, o en Cuba entrenándose para revolucionario, pero ninguno de esos rumores tenía verdadero fundamento, en realidad nada sabíamos de él. Entretanto mi hermano Juan pasó un par de años poco afortunados en la Escuela de Aviación. Al poco tiempo de ingresar comprendió que carecía de aptitud y resistencia para soportar aquello, que detestaba los absurdos principios y ceremonias militares, que la mismísima patria le importaba un bledo y que si no salía de allí pronto perecería en manos de los cadetes mayores o cometería suicidio. Un día se escapó, pero la desesperación no lo llevó muy lejos, llegó a la casa con el uniforme en harapos y tartamudeando que había desertado y si lo agarraban sería sometido a juicio militar, y en caso de salvarse de ser fusilado por traición a la patria pasaría el resto de su juventud en una mazmorra. Mi madre actuó rápido, lo escondió en la despensa, hizo una promesa a la Virgen del Carmen, patrona de las Fuerzas Armadas de Chile para que la ayudara en su empresa, luego partió a la peluquería, se vistió con su mejor vestido y pidió audiencia con el Director de la Escuela. Una vez en su presencia, no le dio tiempo de abrir la boca, se le fue encima, lo cogió por la ropa y le gritó que él era el único responsable de la suerte de su hijo, que si acaso no se daba cuenta de las humillaciones y torturas que sufrían los cadetes, que si algo le sucedía a Juan ella se encargaría de arrastrar por el barro el nombre de la Escuela, y siguió bombardeándolo de argumentos y sacudiéndolo hasta que el general, vencido por esos ojos de pantera y el instinto maternal suelto, aceptó a mi hermano de regreso en sus filas.

Pero volvamos a la píldora. Con Michael no hablábamos de esos groseros detalles, nuestra formación puritana pesaba demasiado.

Las sesiones de caricias en algún rincón del jardín por la noche nos dejaban a ambos extenuados y a mí furiosa. Tardé bastante en comprender la mecánica del sexo, porque no había visto a un hombre desnudo, salvo estatuas de mármol con un pirulín de infante, y no tenía muy claro en qué consistía una erección, al sentir algo duro creía que eran las llaves de la motocicleta en el bolsillo de su pantalón. Mis lecturas clandestinas de Las mil y una noches en el Líbano me dejaron la cabeza llena de metáforas y giros poéticos; me hacía falta un simple manual de instrucciones. Después, cuando tuve claras las diferencias entre hombres y mujeres y el funcionamiento de algo tan sencillo como un pene, me sentí estafada. No veía entonces y no veo todavía la diferencia moral entre esas hirvientes sesiones de manoseos insatisfactorios y alquilar una habitación en un hotel y hacer lo que dicte la fantasía, pero ninguno de los dos se atrevía a sugerirlo. Sospecho que no quedaban por los alrededores muchas doncellas castas de mi edad, pero ese tema era tabú en aquellos tiempos de hipocresía colectiva. Cada cual improvisaba como mejor podía, con las hormonas alborotadas, la conciencia sucia y el terror de que después de llegar hasta el final el muchacho no sólo podía hacerse humo, sino también divulgar su conquista. El papel de los hombres era atacar y el nuestro defendernos fingiendo que el sexo no nos interesaba porque no era de buen tono aparecer colaborando con nuestra propia seducción. ¡Qué diferentes fueron las cosas para ti, Paula! Tenías dieciséis años cuando viniste una mañana a decirme que te llevara al ginecólogo porque querías averiguar sobre anticonceptivos. Muda de impresión, porque comprendí que había terminado tu infancia y empezabas a escapar de mi tutela, te acompañé. Mejor no lo comentamos, vieja, nadie entendería que me ayudes en este asunto, me aconsejaste entonces. A tu edad yo navegaba en aguas confusas, aterrada por advertencias apocalípticas: cuidado con aceptar una bebida, puede estar drogada con unos polvos que les dan a las vacas para ponerlas en celo; no te subas a su coche porque te llevará a un descampado y ya sabes lo que te puede suceder. Desde el principio me rebelé contra esa doble moral que autorizaba a mis hermanos pasar la noche fuera de casa y regresar al amanecer oliendo a licor sin que nadie se ofendiera. El tío Ramón se encerraba con ellos a solas, eran «cosas de hombres» en las cuales mi madre y yo no teníamos derecho a opinar. Se consideraba natural que se deslizaran de noche a la pieza de la empleada; hacían chistes al respecto que me resultaban doblemente ofensivos, porque a la prepotencia del macho se sumaba el abuso de clase.

Imagino el escándalo si yo hubiera invitado al jardinero a mi cama. A pesar de mi rebeldía, el temor a las consecuencias me paralizaba, nada enfría tanto como la amenaza de un embarazo inoportuno. Nunca había visto un condón, excepto aquellos en forma de peces tropicales que los comerciantes libaneses ofrecían a los marines en Beirut, pero entonces pensé que eran globos de cumpleaños. El primero que cayó en mis manos me lo mostraste tú en Caracas, Paula, cuando andabas para todos lados con un maletín de adminículos para tu curso de sexualidad. Es el colmo que a tu edad no sepas cómo se usa esto, me dijiste un día cuando yo tenía más de cuarenta años, había publicado mi primera novela y estaba escribiendo la segunda. Ahora me asombra tamaña ignorancia en alguien que había leído tanto como yo. Además algo sucedió en mi infancia que podría haberme dado algunas luces o al menos haber provocado curiosidad para aprender sobre ese asunto, pero lo tenía bloqueado en el fondo más oscuro de la memoria.

Ese día de Navidad de 1950 iba por el paseo de la playa, una larga terraza bordeada de geranios. Tenía ocho años, la piel quemada por el sol, la nariz en carne viva y la cara llena de pecas, vestía un delantal de piqué blanco y un collar de conchas ensartadas en un hilo. Me había pintado las uñas con acuarela roja, los dedos parecían machucados, y empujaba un coche de mimbre con mi muñeca nueva, un siniestro bebé de goma con un orificio en la boca y otro entre las piernas, al que se le daba agua por arriba para que saliera por abajo. La playa estaba vacía, la noche anterior los habitantes del pueblo habían cenado tarde, asistido a la misa de medianoche y celebrado hasta la madrugada, a esa hora nadie se había levantado aún. Al final de la terraza empezaba un roquerío donde el océano se estrellaba rugiendo con un escándalo de espuma y de algas; la luz era tan intensa que se borraban los colores en el blanco incandescente de la mañana. Rara vez llegaba tan lejos, pero ese día me aventuré por esos lados buscando un sitio para dar agua a la muñeca y cambiarle los pañales. Abajo, entre las rocas, un hombre salió del mar, llevaba lentes submarinos y un tubo de goma en la boca, que se quitó con gesto brusco, aspirando a todo pulmón. Vestía un pantalón de baño negro, muy gastado, y un cordel en la cintura del cual colgaban unos hierros con las puntas curvas, sus herramientas de mariscar. Traía tres erizos, que metió en un saco, y luego se echó a descansar de espaldas sobre una piedra. Su piel lisa y sin vellos era como cuero curtido y su pelo muy negro y crespo. Cogió una botella y bebió largos sorbos de agua, reuniendo fuerzas para sumergirse otra vez, con el revés de la mano se quitó el cabello de la cara y se secó los ojos, entonces levantó la vista y me vio. Al principio tal vez no se dio cuenta de mi edad, vislumbró una figura meciendo un bulto y en la reverberación de las once de la mañana puede haberme confundido con una madre y su niño. Me llamó con un silbido y levantó la mano en un gesto de saludo. Me puse de pie desconfiada y curiosa. Para entonces sus ojos se habían acostumbrado al sol y me reconoció, repitió el saludo y me gritó que no me asustara, que no me fuera, que tenía algo para mí, sacó un par de erizos y medio limón de su bolsa y empezó a trepar las rocas. Cómo has cambiado, el año pasado parecías un mocoso igual a tus hermanos, dijo. Retrocedí un par de pasos, pero luego lo reconocí también y le devolví la sonrisa, tapándome la boca con una mano, porque todavía no terminaba de cambiar los dientes. Solía llegar por las tardes a ofrecer su mercadería en nuestra casa, el Tata insistía en escoger el pescado y los mariscos personalmente. Ven, siéntate aquí, a mi lado, déjame ver tu muñeca, si es de goma seguro se puede bañar, vamos a meterla al mar, yo te la cuido, no le va a pasar nada, mira, allá abajo tengo un saco lleno de erizos, en la tarde le llevaré unos cuantos a tu abuelo ¿quieres probarlos? Tomó uno con sus grandes manos callosas, indiferente a las duras espinas, le introdujo la punta de un garfio en la coronilla, donde la concha tiene la forma de un pequeño collar de perlas enroscado, y lo abrió. Apareció una cavidad anaranjada y vísceras flotando en un líquido oscuro. Me acercó el marisco a la nariz y me dijo que lo oliera, que ese era el olor del fondo del mar y de las mujeres cuando están calientes. Aspiré, primero con timidez y luego con fruición esa fragancia pesada de yodo y sal. Me explicó que el erizo sólo debe comerse cuando está vivo, de otro modo es veneno mortal, exprimió unas gotas de limón en el interior de la concha y me mostró cómo se movían las lenguas, heridas por el ácido.

Extrajo una con los dedos, echó la cabeza hacia atrás y la deslizó en su boca, un hilo de jugo oscuro chorreaba entre sus labios gruesos. Acepté probar, había visto a mi abuelo y a mis tíos vaciar las conchas en un tazón y devorarlos con cebolla y cilantro, y el pescador sacó otro pedazo y me lo puso en la boca, era suave y blando, pero también un poco áspero, como toalla mojada. El gusto y el olor no se parecen a nada, al principio me pareció repugnante, pero enseguida sentí palpitar la carne suculenta y se me llenó la boca de sabores distintos e inseparables. El hombre sacó de la concha uno a uno los trozos de carne rosada, comió algunos y me dio otros; después abrió el segundo erizo y dimos cuenta también de él, riéndonos, salpicando jugo, chupándonos los dedos mutuamente. Al final hurgó en el fondo sanguinolento de las conchas y retiró unas pequeñas arañas que se alimentan del marisco, son puro sabor concentrado. Colocó una en la punta de su lengua y esperó con la boca abierta que caminara hacia el interior, la aplastó contra el paladar y luego me mostró el bicho despachurrado antes de tragárselo. Cerré los ojos. Sentí sus dedos gruesos recorriendo el contorno de mis labios, la punta de la nariz y la barbilla, haciéndome cosquillas, abrí la boca y pronto sentí las patitas del cangrejo moviéndose, pero no pude controlar una arcada y lo escupí. Tonta, me dijo, al tiempo que atrapaba el animalejo entre las rocas y se lo comía. No te creo que tu muñeca hace pipí, a ver, muéstrame el hoyito. ¿Es hombre o mujer tu muñeca? ¡Cómo que no sabes! ¿Tiene pito o no tiene? Y entonces se quedó mirándome con una expresión indescifrable y de pronto tomó mi mano y la puso sobre su sexo. Percibí un bulto bajo la tela húmeda del pantalón de baño, algo que se movía, como un grueso trozo de manguera; traté de retirar la mano, pero él la sostuvo con firmeza mientras susurraba con una voz diferente que no tuviera miedo, no me haría nada malo, sólo cosas ricas. El sol se volvió más caliente, la luz más lívida y el rugido del océano más abrumador, mientras bajo mi mano cobraba vida esa dureza de perdición. En ese instante la voz de Margara me llamó desde muy lejos, rompiendo el encantamiento. Atolondrado, el hombre se puso de pie y me dio un empujón, apartándome, tomó el garfio de mariscar y bajó saltando por las rocas hacia el mar. A medio camino se detuvo brevemente, se volvió y me señaló su bajo vientre. ¿Quieres ver lo que tengo aquí, quieres saber cómo hacen el papá y la mamá? Hacen como los perros, pero mucho mejor; espérame aquí mismo en la tarde, a la hora de la siesta, a eso de las cuatro, y nos vamos al bosque, donde nadie nos vea. Un instante después desapareció entre las olas. Puse la muñeca en el coche y partí de vuelta a la casa. Iba temblando.

Almorzábamos siempre en el patio de las hortensias, bajo el parrón, en torno a una mesa grande cubierta con manteles blancos.

Ese día estaba la familia completa celebrando la Navidad, había guirnaldas colgadas, ramas de pino sobre la mesa y platillos con nueces y frutas confitadas. Sirvieron los restos del pavo de la noche anterior, ensalada de lechuga y tomate, maíz tierno y un congrio gigantesco horneado con mantequilla y cebolla. Trajeron el pescado entero, con cola, una cabezota con ojos suplicantes y la piel intacta como un guante de plata manchada que mi madre retiró con un solo gesto, exponiendo la carne reluciente. Pasaban de mano en mano las jarras de vino blanco con duraznos y las bandejas con pan amasado, todavía tibio. Como siempre, todos hablaban a gritos.

Mi abuelo, en mangas de camisa y con un sombrero de paja, era el único ajeno al alboroto, absorto en la tarea de quitar las semillas a un ají para rellenarlo con sal, a los pocos minutos conseguía un líquido salado y picante capaz de perforar cemento, que él bebía con deleite. En un extremo de la mesa estábamos los niños, cinco primos bulliciosos arrebatándonos los panes más dorados. Yo sentía aún el sabor de los erizos en la boca y pensaba solamente que a las cuatro de la tarde tenía una cita. Las empleadas habían preparado las habitaciones, aireadas y frescas, y después del almuerzo la familia se retiró a descansar. Los cinco primos compartíamos unas literas en la misma pieza, era difícil evadirse de la siesta porque el ojo tremebundo de Margara vigilaba, pero después de un rato hasta ella partió agotada a su pieza. Esperé que los otros chiquillos cayeran vencidos por el sueño y la casa se apaciguara, entonces me levanté sigilosa, me puse el delantal y las sandalias, escondí la muñeca debajo de la cama y salí. El piso de madera crujía con cada pisada, pero en esa casa todo sonaba: las tablas, las cañerías, el motor de la nevera y el de la bomba de agua, los ratones y el loro del Tata, que pasaba el verano insultándonos desde su percha.

El pescador me esperaba al final del paseo de la playa, vestido con un pantalón oscuro, una camisa blanca y zapatillas de goma.

Cuando me aproximé echó a caminar adelante y yo lo seguí sin decir palabra, como una sonámbula. Cruzamos la calle, nos metimos por un callejón y empezamos a trepar el cerro rumbo al bosque. Arriba no había casas, sólo pinos, eucaliptos y arbustos; el aire era fresco, casi frío, el sol apenas penetraba en la umbrosa bóveda verde. La intensa fragancia de los árboles y las matas salvajes de tomillo y yerbabuena se mezclaba con la otra que subía del mar.

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