Paula

Paula


Primera Parte

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Cien días. Han pasado exactamente cien días desde que caíste en coma. A mi madre le fallaron las últimas fuerzas, ayer no pudo levantarse por la mañana, está agotada y aceptó finalmente las presiones para regresar a Chile, compré el pasaje y hace un par de horas fui a dejarla al avión. No se te ocurra morirte y dejarme infinitamente huérfana, le advertí al despedirnos. Al volver al hotel encontré mi cama abierta, una cacerola con sopa de lentejas y su libro de oraciones que me dejó por compañía, así terminó nuestra luna de miel. Nunca antes dispusimos de tanto tiempo para estar juntas; con nadie salvo con los hijos recién nacidos he gozado de una intimidad tan profunda y larga. Con los hombres que he amado la convivencia ha tenido siempre elementos de pasión, coquetería y pudor, o bien ha degenerado en franco disgusto, no sabía cuán cómodo es compartir el espacio con otra mujer. La echaré de menos, pero necesito estar sola y reunir energía en silencio, el ruido del hospital me está volviendo sorda.

El padre de Ernesto partirá pronto y también él me hará falta, he pasado muchas horas acompañada por este hombronazo, que se instala junto a tu cama a cuidarte con rara delicadeza y a distraerme con las aventuras de su existencia. Durante la Guerra Civil de España perdió a su padre y a sus tíos, en su familia sólo quedaron vivas las mujeres y los niños más pequeños. El abuelo de tu marido fue fusilado contra el muro de una iglesia y en la confusión de esos tiempos su mujer escapó de pueblo en pueblo sin saber que era viuda con sus tres niños en brazos, pasando hambre e incontables penurias. Logró salvar a sus hijos, que crecieron en la España franquista sin que flaquearan jamás sus firmes convicciones republicanas. A los dieciocho años el padre de Ernesto era un joven estudiante en plena dictadura del General Franco, cuando la represión estaba en su apogeo. Como sus hermanos, él también pertenecía secretamente al Partido Comunista.

Un día una compañera cayó en manos de la policía, a él le avisaron de inmediato, se despidió de su madre y sus hermanos y alcanzó a huir antes que la joven delatara su paradero. Anduvo primero por el norte de África, pero sus pasos lo llevaron finalmente al Nuevo Mundo y terminó refugiado en Venezuela, allí trabajó, se casó, tuvo hijos y permaneció más de treinta años. A la muerte de Franco volvió a su pueblo en Córdoba en busca de su pasado.

Logró encontrar a algunos de sus antiguos camaradas y así, de uno en otro, averiguó el paradero de la muchacha en quien había pensado cada día durante tres décadas. En un piso pobretón de paredes manchadas lo esperaba una mujer bordando junto a la ventana; no la reconoció pero ella no lo había olvidado y le tendió las manos, agradecida por esa visita tardía. Entonces él se enteró que a pesar de la tortura ella no había confesado y comprendió que su huida y su largo exilio fueron inútiles, la policía nunca anduvo tras sus pasos porque no fue delatado. Ya es tarde para pensar en cambios, el destino de este hombre está trazado, no puede regresar a España, se le ha curtido el alma en los bosques amazónicos. En las horas interminables que compartimos en el hospital me relata sus andanzas por ríos anchos como mares, cumbres nunca antes pisadas por seres humanos, valles donde los diamantes brotan de la tierra como semillas y las serpientes matan con el solo olor de su veneno; me describe tribus que vagan desnudas bajo árboles centenarios, indios guajiros que venden como ganado a sus mujeres y sus hijas, soldados a sueldo de los traficantes de drogas, cuatreros que violan, matan e incendian impunemente. Iba un día por la selva con un grupo de trabajadores y una recua de mulas, abriéndose paso a machetazos en la vegetación, cuando uno de los hombres erró el golpe y el machete le cayó en una pierna abriendo un tajo profundo y partiéndole el hueso. Comenzó a desangrarse como un torrente a pesar del torniquete y otras medidas de emergencia. En eso alguien se acordó del indio que conducía las mulas, un viejo candongo con fama de brujo, y fueron a buscarlo al otro extremo de la fila. El hombre se acercó plácido, le echó una mirada a la pierna, apartó a los curiosos y procedió a realizar sus ensalmos con la parsimonia de quien ha visto a menudo la muerte. Abanicó la herida con su sombrero para espantar a los mosquitos, le lanzó una lluvia de salivazos y trazó unas cuantas cruces en el aire, mientras canturreaba en lengua del bosque. Así detuvo la hemorragia, concluyó el padre de Ernesto en tono casual. Envolvieron el horrible tajo con un trapo, colocaron al herido en una improvisada angarilla y viajaron con él durante horas, sin que derramara ni una gota de sangre, hasta llegar al puesto de socorro más cercano donde fue posible coserlo y entablillarlo. Quedó cojo, pero todavía tiene su pierna. Les conté esta anécdota a las monjas que te visitan a diario y no parecieron sorprendidas, están acostumbradas a los milagros. Si un indio del Amazonas puede detener un chorro de sangre con saliva, cuánto más podrá hacer la ciencia por ti, hija. Debo conseguir ayuda. Ahora que estoy sola, los días se hacen más largos y las noches más oscuras. Me sobra tiempo para escribir, porque una vez que cumplo los rituales de tu cuidado ya no hay más que hacer, salvo recordar.

A comienzo de los años sesenta mi trabajo había progresado de las estadísticas forestales a unos tambaleantes inicios en el periodismo, que me condujeron por casualidad a la televisión. En el resto del mundo ya se transmitía a color, pero en Chile, último rincón del continente americano, estábamos dando recién los primeros pasos con programas experimentales en blanco y negro. Los privilegiados dueños de un televisor se convirtieron en las personas más influyentes de su barrio, los vecinos se amontonaban en torno a los escasos aparatos existentes para observar hipnotizados en la pantalla un dibujo geométrico inmóvil y escuchar música de ascensor. Pasaban las tardes con la boca abierta y la vista fija esperando alguna revelación que cambiara el curso de sus vidas, pero nada ocurría, sólo el cuadrado, el círculo y la misma majadera melodía. Lentamente pasamos de la geometría básica a unas pocas horas de programación didáctica sobre el funcionamiento de un motor, el temperamento industrioso de las hormigas y clases de primeros auxilios en las cuales le daban respiración boca a boca a un lívido muñeco. También nos ofrecían un noticiario sin imágenes narrado como en la radio y de vez en cuando una película del cine mudo. A falta de temas más interesantes, le ofrecieron a mi jefe en la FAO quince minutos para exponer el problema del hambre en el mundo. Era la época de las profecías apocalípticas: la humanidad se reproducía sin control, los alimentos no alcanzaban, la tierra estaba agotada, el planeta iba a perecer y en menos de cincuenta años los pocos sobrevivientes estarían destrozándose unos a otros por el último mendrugo de pan. El día del programa mi jefe se indispuso y tuve que ir al canal para dar una disculpa. Lo lamento, me dijo secamente el productor, a las tres de la tarde una persona de esa oficina deberá aparecer ante la cámara, porque así lo habíamos acordado y no dispongo de otro material para llenar el espacio.

Imaginé que si los telespectadores soportaban el cuadrado y el círculo y a Chaplin en La quimera del oro cinco veces por semana, el asunto no era realmente en serio. Me presenté provista de unos trozos de película cortados a tijeretazos, donde aparecían unos búfalos raquíticos arando el suelo agrietado por la sequía de un remoto rincón del Asia. Como el documental era en portugués, inventé un texto dramático que más o menos se ajustara al escuálido ganado y lo narré con tal énfasis que a nadie le cupo dudas sobre el próximo fin de los búfalos, el arroz y la humanidad completa. Al terminar el productor me pidió, con un suspiro de resignación que volviera todos los miércoles a predicar contra el hambre, el infeliz estaba ansioso por completar su horario. Fue así como terminé a cargo de un programa en el cual me tocaba hacer desde el guión hasta los dibujos de los créditos. El trabajo en el Canal consistía en llegar puntual, sentarme ante una luz roja y hablar al vacío; nunca tomé conciencia de que al otro lado de la luz un millón de orejas esperaban mis palabras y de ojos juzgaban mi peinado, de ahí mi sorpresa cuando desconocidos me saludaban por la calle. La primera vez que me viste aparecer en la pantalla, Paula, tenías un año y medio y el susto de ver la cabeza decapitada de tu mamá asomando tras un vidrio, te dejó un buen rato en estado catatónico. Mis suegros poseían el único televisor en un kilómetro a la redonda y cada tarde se les llenaba la sala de espectadores a quienes la Granny atendía como visitas. Pasaba la mañana horneando galletas y dando vueltas a la manivela de una máquina para hacer helados y la noche lavando platos y barriendo la basura de circo que quedaba en los suelos de su casa, sin que nadie se lo agradeciera. Me convertí en la persona más conspicua del barrio, los vecinos me saludaban con respeto y los niños me señalaban con el dedo. Habría podido seguir en ese oficio por el resto de mis días, pero finalmente el país se cansó de vacas famélicas y pestes de arrozales. Cuando eso ocurrió yo era una de las pocas personas con experiencia en televisión —muy rudimental, por cierto— y pude optar a otros programas, pero ya Michael se había graduado de ingeniero y a los dos nos picaba el comején de la aventura, deseábamos viajar antes de tener más hijos.

Conseguimos un par de becas, partimos a Europa y llegamos a Suiza contigo de la mano, tenías casi dos años y eras una mujer en miniatura.

El tío Ramón no ha inspirado ninguno de los personajes de mis libros, tiene demasiada decencia y sentido común. Las novelas se hacen con dementes y villanos, con gente torturada por sus obsesiones, con víctimas de los engranajes implacables del destino. Desde el punto de vista de la narración, un hombre inteligente y de buenos sentimientos como el tío Ramón no sirve para nada, en cambio como abuelo es perfecto, lo supe apenas le presenté a su primera nieta en el aeropuerto de Ginebra y lo vi sacar a luz un caudal secreto de ternura que había mantenido oculto hasta entonces. Apareció con una gran medalla colgada al cuello de una cinta tricolor, te entregó las llaves de la ciudad en una caja de terciopelo y te dio la bienvenida en nombre de los Cuatro Cantones, la Banca Suiza y la Iglesia Calvinista. En ese instante comprendí cuánto amaba en realidad a mi padrastro y se borraron de una plumada los celos tormentosos y las rabietas del pasado. En esa ocasión vestías el sombrero y el abrigo de Sherlock Holmes que yo había soñado antes de tu nacimiento y que la Abuela Hilda, siguiendo mis precisas instrucciones, te fabricó en su máquina de coser. Hablabas con propiedad y te comportabas con los modales educados de una señorita, tal como te había enseñado la Granny. Yo trabajaba a horario completo y poco sospechaba de cómo criar hijos, me resultaba muy cómodo delegar esa tarea y ahora, a la vista de los espléndidos resultados, comprendo que mi suegra lo hizo mucho mejor. La Granny se encargó, entre otras cosas, de quitarte los pañales. Compró dos bacinillas, una pequeña para ti y una grande para ella, y ambas se sentaban por horas en la sala a jugar a las visitas, hasta que aprendiste el truco. La suya era la única casa con teléfono en el barrio y los vecinos que acudían a pedirlo prestado se acostumbraron a ver a esa dulce dama inglesa con el trasero a la vista sentada frente a su nieta. La abuela Hilda por su lado descubrió la manera de darte de comer, porque eras inapetente como los ruiseñores.

Improvisó una montura amarrada al lomo de su perra, una bestia negra y grande con resistencia de burro, sobre la cual cabalgabas mientras ella te perseguía con la cuchara de sopa. En Europa estas dos abuelas ejemplares fueron reemplazadas por el tío Ramón, quien te convenció que él era el dueño universal de la Coca-Cola y que nadie podía consumirla sin su autorización en todo el universo y más allá. Aprendiste a llamarlo por teléfono en francés, interrumpiendo las sesiones del Consejo de las Naciones Unidas para pedirle permiso para tomar una gaseosa. Del mismo modo te hizo creer que era el amo del zoológico, de los programas infantiles de la televisión y del famoso chorro de agua en el lago de Ginebra. Atento al horario del chorro, cronometró su reloj y, confiado en la puntualidad suiza, fingía dar la orden por teléfono al Presidente de la República, te asomaba a la ventana y se deleitaba con la expresión maravillada de tu cara cuando surgía el agua en el lago como una majestuosa columna elevándose hacia el cielo. Compartía contigo juegos tan surrealistas, que llegué a temer por tu salud mental. Guardaba una caja con seis muñequitos llamados «Los condenados de la muerte», cuyo fin era ser ejecutados al amanecer del día siguiente. Cada noche te presentabas ante ese inefable verdugo a solicitar clemencia y así obtenías una prórroga de veinticuatro horas en la sentencia. Te dijo que descendía directamente de Jesucristo y para probar que ambos llevaban el mismo apellido te llevó años más tarde al Cementerio Católico en Santiago a ver el mausoleo de don Jesús Huidobro. También te aseguró que era príncipe, que el día de su nacimiento la gente se abrazaba en la calle mientras replicaba alegremente las campanas de las iglesias anunciando la buena nueva. ¡Ha nacido Ramón! ¡Ha nacido Ramón! Se prendía al pecho las múltiples condecoraciones recibidas a lo largo de su carrera diplomática diciéndote que eran medallas de heroísmo ganadas en batallas contra los enemigos de su reino. Todo se lo creíste por años, hija.

Ese año dividimos el tiempo entre Suiza y Bélgica donde Michael estudiaba ingeniería y yo televisión. En Bruselas vivíamos en un diminuto apartamento en lo alto de una peluquería. El resto de los inquilinos eran muchachas con faldas cortas, escotes muy bajos, pelucas de colores imposibles y perritos lanudos con lazos al cuello. A toda hora se escuchaba música, jadeos y peleas, mientras entraban y salían los apurados clientes de esas damiselas. El ascensor daba directamente al único cuarto de nuestro piso y cuando se nos olvidaba pasar el cerrojo solíamos despertar a media noche con un desconocido junto a mi cama, preguntando por Pinky o Suzanne. Mi beca formaba parte de un programa para congoleses con quienes Bélgica estaba en deuda por muchos años de brutal colonización. Yo constituía la única excepción, mujer de piel blanca clara entre treinta varones negros. A la semana de sufrir humillaciones comprendí que no estaba preparada para semejante prueba y renuncié, a pesar de que sin el dinero de la beca pasaríamos angustias.

El director me pidió que explicara a la clase mi brusca partida y no me quedó más remedio que enfrentar a aquel compacto grupo de estudiantes y decir en mi lamentable francés, que en mi país los hombres no entran al baño de mujeres desabrochándose la bragueta, no empujan a las damas para pasar primero por las puertas, no se atropellan para sentarse a la mesa o subir al autobús, que me sentía maltratada y me retiraba porque no estaba acostumbrada a tales modales. Un silencio glacial recibió mi perorata. Después de una larga pausa uno de ellos tomó la palabras para decir que en su país ninguna mujer decente manifestaba necesidad de ir al baño en público, tampoco trataba de pasar por las puertas antes que los hombres sino que caminaba varios pasos atrás, y que su madre y sus hermanas no se sentaban en la mesa con él, comían después las sobras de la cena. Agregó que se sentían permanentemente ofendidos por mí, jamás habían visto una persona tan mal educada, y como yo constituía una minoría en el grupo debía aguantar como mejor pudiera. Es cierto que soy una minoría en este curso, pero ustedes lo son en este país, repliqué, estoy dispuesta a adaptarme, pero también deberán hacerlo ustedes si quieren evitar problemas en Europa. Era una solución salomónica, acordamos ciertas normas básicas de convivencia y me quedé. Nunca quisieron sentarse conmigo a la mesa o en el bus, pero dejaron de invadir el baño y de apartarme a empujones. Durante ese año el feminismo se me fue al diablo: caminaba modestamente dos metros más atrás de mis compañeros, no levantaba la mirada ni la voz y pasaba última por las puertas. Una vez dos de ellos aparecieron por nuestro apartamento en busca de unos apuntes de clases y esa misma tarde llegó la administradora del edificio a advertirnos que la «gente de color» no era bienvenida y que habían hecho una excepción con nosotros, porque a pesar de ser sudamericanos no éramos completamente oscuros. Guardo como recuerdo de mi aventura belgo-africana una fotografía donde estoy al centro de mis compañeros; entre treinta rostros de ébano se pierde mi cara color de pan crudo. Nuestras becas eran exiguas, pero Michael y yo estábamos en la edad en que la pobreza es de buen tono. Muchos años después regresé a Bélgica para recibir un premio literario de manos del Rey Balduino. Esperaba un gigante de capa y corona, como el de los retratos reales, y me encontré frente a un caballero pequeño, suave, cansado y algo cojo, a quien no reconocí. Me preguntó amablemente si conocía su país y le conté sobre mis tiempos de estudiante, cuando vivíamos tan ajustados que sólo comíamos papas fritas y carne de caballo. Me miró desconcertado y temí haberlo ofendido. ¿A usted le gusta la carne de caballo?, le pregunté para tratar de arreglar las cosas.

Gracias a esa dieta y otros ahorros, nos alcanzó el dinero para recorrer Europa desde Andalucía hasta Oslo en un Volkswagen destartalado, convertido en carromato gitano, que avanzaba por los caminos estornudando con una pila de bártulos en el techo. Nos sirvió con lealtad de dromedario hasta el final del viaje y cuando llegó el momento de dejarlo estaba en tan malas condiciones que debimos pagar para que lo llevaran a un depósito de chatarra.

Durante meses vivimos en una carpa, tú creías que no había otra forma de existencia, Paula, y cuando entrábamos a un edificio sólido preguntabas asombrada cómo se plegaban las paredes para subirlas al automóvil. Recorrimos incontables castillos, catedrales y museos, llevándote en una mochila a la espalda y alimentándote de Coca-Cola y bananas. No tenías juguetes, pero te entretenías imitando a los guías turísticos; a los tres años sabías la diferencia entre un fresco romano y uno del Renacimiento. En mi memoria se mezclan ruinas, plazas y palacios de todas esas ciudades, no sé bien si estuve en Florencia o si la vi en una tarjeta postal, si asistí a una corrida de toros o si fue una carrera de caballos, no logro diferenciar la Costa Azul de la Costa Brava y en el atolondramiento del exilio perdí las fotografías que prueban mi paso por aquellos lugares, de modo que aquel pedazo de mi pasado puede ser simplemente un sueño, como tantos que me tuercen la realidad. Parte de la confusión se debía a un segundo embarazo ocurrido en momento inoportuno, porque el vapuleo del carromato y el esfuerzo de montar la carpa y cocinar a gatas en el suelo me pusieron enferma. Nicolás fue engendrado en un saco de dormir, durante los primeros atisbos de una primavera fría, posiblemente en el Bois de Boulogne, a treinta metros de los homosexuales vestidos de muchachitas impúberes que se prostituían por diez dólares y a pocos pasos de una carpa vecina desde donde nos llegaban humo de mariguana y estrépito de jazz. Con tales antecedentes, ese hijo debió ser un aventurero desenfrenado, pero resultó ser un tipo apacible de esos que inspiran confianza al primer golpe de vista, desde el vientre se acomodaba a las circunstancias sin dar guerra, era parte del tejido de mi propio cuerpo, tal como en cierta forma lo es todavía; sin embargo, aun en el mejor de los casos el embarazo es una tremenda invasión, una ameba creciendo adentro de una, pasando por múltiples etapas de evolución —pez, cucaracha, dinosaurio, mono— hasta alcanzar un aspecto humano. Durante aquel esforzado recorrido por Europa, Nicolás se mantuvo agazapado dentro de mí muy quieto, pero de todos modos su presencia causaba estragos en mis pensamientos.

Perdí interés por los restos de pasadas civilizaciones, me aburría en los museos, me mareaba en el carromato y apenas podía comer.

Supongo que por eso no logro recordar detalles del viaje.

Regresamos a Chile en plena euforia de la Democracia Cristiana, un partido que prometía reformas sin cambios drásticos y que había sido elegido con apoyo de la derecha para evitar un posible triunfo de Salvador Allende, a quien muchos temían como a Satanás.

Las elecciones fueron teñidas desde el comienzo por una campaña de terror en la cual la derecha estaba empeñada desde el comienzo de la década, cuando triunfó la Revolución Cubana desencadenando un torrente de esperanza por toda América Latina. Grandes afiches mostraban madres embarazadas defendiendo a sus hijos de las garras de soldados rusos. Nada nuevo bajo el sol: lo mismo se había dicho treinta años antes, en tiempos del Frente Popular, y lo mismo se diría de Allende poco después durante las elecciones de 1970. La política de conciliación de los demócrata-cristianos, amparada por los norteamericanos de las compañías del cobre, estaba destinada al fracaso porque no satisfacía a la izquierda ni a la derecha. El proyecto agrario, que la gente llamaba «reforma de macetero», repartió unos cuantos terrenos abandonados o mal explotados, pero los latifundios siguieron en manos de los de siempre. Cundió el descontento y dos años más tarde buena parte de la población comenzaría a virar hacia la izquierda, los múltiples partidos políticos que propiciaban reformas reales se juntarían en una coalición y, ante la sorpresa del mundo en general y de los Estados Unidos en particular, Salvador Allende se convertiría en el primer Presidente marxista de la historia elegido por votación popular. Pero no debo adelantarme, en 1966 todavía se celebraba el triunfo de la Democracia Cristiana en las elecciones parlamentarias del año anterior, y se hablaba de que ese partido gobernaría el país durante los próximos cincuenta años, que la izquierda había sufrido una derrota irrecuperable y Allende estaba reducido a un cadáver político. Era también la época de las mujeres con aspecto de huérfanas desnutridas y los vestidos tan cortos que apenas les cubrían las nalgas. Se veían algunos hippies en los barrios más sofisticados de la capital, con sus ropajes de la India, collares, flores y largas melenas, pero para quienes habíamos estado en Londres y los habíamos visto drogados bailando semidesnudos en la Plaza Trafalgar, los de Chile resultaban patéticos. Ya entonces mi vida se caracterizaba por el trabajo y las responsabilidades, nada más lejos de mi temperamento que el ocio bucólico de los Hijos de las Flores, sin embargo me acomodé de inmediato a los signos externos de esa cultura porque me quedaban mucho mejor los vestidos largos, sobre todo en los últimos meses del embarazo, cuando estaba redonda. No sólo adopté las flores en mi ropa, las pinté también en las paredes de la casa y en el automóvil, enormes girasoles amarillos y dalias multicolores que escandalizaban a mis suegros y al vecindario. Por suerte Michael parece que no se dio cuenta, andaba ocupado en un nuevo trabajo de construcción y en largas partidas de ajedrez.

Nicolás vino al mundo en un parto laborioso que demoró un par de días y me dejó más recuerdos que todo el año viajando por Europa.

Tuve la impresión de caer por un precipicio, ganando impulso y velocidad con cada segundo, hasta un estrepitoso final en el cual se me abrieron los huesos y una fuerza telúrica incontrolable empujó a la criatura hacia afuera. Nada así había experimentado cuando naciste tú, Paula, porque fue una limpia cesárea. Con tu hermano no hubo nada romántico, sólo esfuerzo, sufrimiento y soledad. No había oído que los padres podían tener alguna participación en el evento, y por lo demás Michael no era el hombre ideal para ayudar en ese trance, desfallece a la vista de una aguja o de sangre. El parto me parecía entonces un asunto estrictamente personal, como la muerte; no sospechaba que mientras yo padecía sola en una pieza del hospital, otras mujeres de mi generación daban a luz en sus casas en compañía de una matrona, el marido, los amigos y un fotógrafo, fumando mariguana y con música de los Beatles.

Nicolás nació sin un solo pelo, con un cuerno en la frente y un brazo morado; temí que de tanto leer ciencia ficción había traído a la tierra una criatura de otro planeta, pero el médico me aseguró que era humano. El unicornio fue producto de los fierros que utilizaron para arrancármelo en el momento del parto y el color púrpura del brazo desapareció al poco tiempo. De niño lo recuerdo calvo, pero en algún momento deben haberse normalizado sus células capilares, porque hoy tiene una mata de cabello negro ondulado y cejas gruesas. Si tuviste celos de tu hermano nunca los demostraste, fuiste una segunda madre para él. Compartían una habitación muy pequeña, con personajes de cuentos pintados en las paredes y una ventana por donde asomaba la sombra siniestra de un dragón que por las noches agitaba sus pavorosas zarpas. Tú llegabas a mi cama arrastrando al bebé, no podías levantarlo en brazos y tampoco eras capaz de dejarlo solo a merced del monstruo del jardín. Más tarde, cuando él aprendió los fundamentos del miedo, dormía con un martillo bajo el colchón para defender a su hermana. Durante el día el dragón se convertía en un robusto cerezo, entre sus ramas ustedes colgaban columpios, construían refugios y en verano se enfermaban con las frutas verdes que disputaban a los pájaros. Ese diminuto jardín era un mundo seguro y encantado, allí montaban una tienda para pasar las noches jugando a los indios, enterraban tesoros y criaban gusanos. En una piscina absurda al fondo del patio se bañaban con los niños y perros del vecindario; sobre el techo crecía una parra salvaje y ustedes exprimían las uvas para fabricar un vino repugnante. En la casa de mis suegros, a una cuadra de distancia, contaban con un desván atiborrado de sorpresas, árboles frutales, panes recién horneados por una abuela perfecta y un hueco en la cerca para pasar a gatas a la cancha de golf y corretear a gusto en propiedad ajena. Nicolás y tú se criaron oyendo las canciones inglesas de la Granny y mis cuentos. Cada noche cuando los acomodaba en sus camas, me daban el tema o la primera frase y en menos de tres segundos yo producía una historia a la medida; no he vuelto a gozar de esa inspiración instantánea, pero espero que no haya muerto y en el futuro mis nietos logren resucitarla.

Tantas veces oí decir que en Chile vivíamos en un matriarcado, que casi lo creo; hasta mi abuelo y mi padrastro, señores autoritarios de estilo feudal, lo afirmaban sin sonrojarse. No sé quién inventó el mito del matriarcado ni cómo se ha perpetuado por más de cien años; tal vez un visitante de otras épocas, uno de esos geógrafos daneses o comerciantes de Liverpool de paso por nuestras costas advirtió que las chilenas son más fuertes y organizadas que la mayoría de los hombres, concluyó frívolamente que tienen el mando, y de tanto repetir aquella falacia, acabó convertida en dogma.

Ellas sólo reinan a veces entre las paredes de su casa. Los varones controlan el poder político y económico, la cultura y las costumbres, proclaman las leyes y las aplican a su antojo y cuando las presiones sociales y el aparato legal no bastan para someter a las mujeres más alzadas, interviene la religión con su innegable sello patriarcal. Lo imperdonable es que son las madres quienes se encargan de perpetuar y reforzar el sistema, criando hijos arrogantes e hijas serviciales; si se pusieran de acuerdo para hacerlo de otro modo podrían terminar con el machismo en una generación. Por siglos la pobreza ha obligado a los hombres a recorrer el delgado territorio nacional de una punta a otra en busca de sustento, no es raro que el mismo que en invierno escarba en las entrañas de las minas del norte, se encuentra en verano en el valle central cosechando fruta o en el sur en un bote pesquero.

Los hombres pasan y se van, pero las mujeres no se mueven, son árboles anclados en el suelo firme. En torno a ellas giran los hijos propios y otros allegados, se hacen cargo de los viejos, los enfermos, los desamparados, son el eje de la comunidad. En todas las clases sociales, menos las privilegiadas por el dinero, la abnegación y el trabajo se consideran las máximas virtudes femeninas; el espíritu de sacrificio es una cuestión de honor, mientras más sufren por la familia, más orgullosas se sienten. Se acostumbran desde temprano a considerar al compañero como un hijo bobalicón, a quien perdonan graves defectos, desde ebriedad hasta violencia doméstica, porque es hombre. En los años sesenta un reducido grupo de mujeres jóvenes, que habían tenido la buena fortuna de divisar el mundo más allá de la cordillera de los Andes, se atrevieron a plantear un desafío. Mientras se trataba de quejas vagas nadie le dio importancia, pero en 1967 apareció la primera publicación feminista sacudiendo el estupor provinciano en el cual vegetábamos. Nació como otro capricho del dueño de la más poderosa editorial del país, un millonario errático cuyo propósito no era despertar conciencia ni nada que se le parezca, sino fotografiar adolescentes andróginas para las páginas de moda. Se reservó el trato exclusivo con las hermosas modelos, buscó dentro de su medio social quien hiciera el resto del trabajo y la elección cayó en Delia Vergara, una periodista recién graduada cuyo aspecto aristocrático ocultaba voluntad de acero e intelecto subversivo. Esta mujer produjo una elegante revista con el mismo aspecto glamoroso y las frivolidades de tantas otras publicaciones de entonces y de ahora, pero destinó parte de ella a la divulgación de sus ideas feministas. Se rodeó de un par de audaces colegas y crearon un estilo y un lenguaje que hasta entonces no se habían visto en letras de molde en el país. Desde el primer número la revista provocó acaloradas polémicas; los jóvenes la recibieron con entusiasmo y los grupos más conservadores se alzaron en defensa de la moral, la patria y la tradición, que seguramente peligraban con el asunto de la igualdad entre los sexos. Por una de esas extrañas vueltas de la suerte, Delia había leído en Ginebra una carta mía, que mi madre le mostró, y así se enteró de mi existencia. Le llamó la atención el tono de algunos párrafos y cuando volvió a Chile me buscó para que participara en su proyecto. Cuando me conoció yo no tenía trabajo, estaba a punto de dar a luz y mi falta de credenciales era bochornosa, no había pasado por la Universidad, tenía el cerebro lleno de fantasías y, producto de mi escolaridad trashumante, escribía con gruesas faltas gramaticales, pero igual me ofreció una página sin poner más condiciones que un toque irónico, porque en medio de tantos artículos combativos hacía falta algo liviano. Acepté sin saber cuán difícil es escribir en broma por encargo. En privado los chilenos tenemos la risa pronta y el chiste fácil, pero en público somos un pueblo de tontos graves paralizados por el temor de hacer el ridículo, eso me ayudó porque me enfrenté con escasa competencia. En mi columna trataba a los varones de trogloditas y supongo que si cualquier hombre se atreviera a escribir con esa insolencia sobre el sexo opuesto, sería linchado en una plaza pública por una turba de mujeres enfurecidas, pero a mí nadie me tomaba en serio. Cuando se publicaron los primeros números de la revista con reportajes sobre anticonceptivos, divorcio, aborto, suicidio y otros temas impronunciables, se armó un lío. Los nombres de quienes trabajábamos en la revista andaban de boca en boca, a veces con admiración, pero en general acompañados de una mueca. Soportamos muchas agresiones y en los años siguientes todas menos yo, que estaba casada con un híbrido inglés, terminaron separadas de sus maridos criollos, incapaces de tolerar la combativa celebridad de sus esposas.

Tuve un primer atisbo de la desventaja de mi sexo cuando era una mocosa de cinco años y mi madre me enseñaba a tejer en el corredor de la casa de mi abuelo, mientras mis hermanos jugaban en el álamo del jardín. Mis dedos torpes intentaban anudar la lana con los palillos, se me iban los puntos, se me enredaba la madeja, transpiraba por el esfuerzo de concentración, y en eso mi madre me dijo: siéntate con las piernas juntas como una señorita. Lancé el tejido lejos y en ese momento decidí que iba a ser hombre; me mantuve firme en ese propósito hasta los once años, cuando me traicionaron las hormonas a la vista de las orejas monumentales de mi primer amor y empezó inexorablemente a cambiar mi cuerpo.

Habrían de pasar cuarenta años para aceptar mi condición y comprender que, con el doble de esfuerzo y la mitad de reconocimiento, había logrado lo mismo que a veces consiguen algunos hombres. Hoy no me cambiaría por ninguno, pero en mi juventud las injusticias cotidianas me amargaban la existencia. No se trataba de envidia freudiana, no hay razón para codiciar ese pequeño y caprichoso apéndice masculino, si tuviera uno no sabría qué hacer con él. Delia me prestó un alto de libros de autoras norteamericanas y europeas y me mandó leerlos por orden alfabético, a ver si despejaba las brumas románticas de mi cerebro envenenado por exceso de literatura de ficción, y así fui descubriendo de a poco una manera articulada de expresar la rabia sorda que me había acompañado siempre. Me convertí en una formidable antagonista para el tío Ramón, que debió recurrir a sus peores trampas de oratoria para hacerme frente; ahora era yo quien redactaba documentos con tres copias en papel sellado y él quien se negaba a firmarlos.

Cierta noche fuimos invitados con Michael a cenar en casa de un conocido político socialista, que había hecho una carrera luchando por justicia e igualdad para el pueblo. A sus ojos el pueblo se componía sólo de hombres, no se le había ocurrido que las mujeres también estaban incluidas. Su esposa tenía un cargo directivo en una gran corporación y solía aparecer en la prensa como uno de los escasos ejemplos de mujer emancipada; no sé por qué estaba casada con aquel protomacho. Los demás invitados eran también personajes de la política o la cultura y nosotros, diez años menores, para nada calzábamos en aquel sofisticado grupo. En la mesa alguien celebró mis artículos de humor, me preguntó si no pensaba escribir en serio y en un rapto de inspiración repliqué que me gustaría entrevistar a una mujer infiel. Un silencio gélido cayó en el comedor, los comensales conturbados fijaron la vista en sus platos y nadie dijo palabra por un buen rato. Finalmente la dueña de casa se puso de pie, partió rumbo a la cocina a preparar café y yo la seguí con el pretexto de ayudarla. Mientras colocábamos las tazas sobre una bandeja me dijo que si prometía guardar el secreto y no revelar jamás su identidad, estaba dispuesta a concederme la entrevista. Al día siguiente me presenté con una grabadora en su oficina, una sala luminosa en un edificio de vidrio y acero en pleno centro de la ciudad, donde ella reinaba sin rivales femeninas en un puesto de mando entre una multitud de tecnócratas de traje gris y corbata a rayas. Me recibió sin muestras de ansiedad, delgada, elegante, con la falda corta y la sonrisa ancha, vestida con un traje Chanel y varias vueltas de cadenas doradas al cuello, dispuesta a contar su historia sin escrúpulos de conciencia. En noviembre de ese año la revista publicó diez líneas sobre el asesinato del Che Guevara que había convulsionado al mundo, y cuatro páginas con mi entrevista a esa mujer infiel que estremeció a la pacata sociedad chilena. En una semana se duplicaron las ventas y me contrataron como parte del personal de planta. Llegaron miles de cartas a la oficina, muchas de organizaciones religiosas y de conocidos jerarcas de la derecha política espantados por el mal ejemplo público de aquella sinvergüenza, pero también recibimos otras de lectoras confesando sus propias aventuras. Cuesta imaginar hoy día que algo tan banal provocara semejante reacción, después de todo la infidelidad es tan antigua como la institución del matrimonio. Nadie perdonó que la protagonista del reportaje tuviera las mismas motivaciones para el adulterio que un hombre: oportunidad, aburrimiento, despecho, coquetería, desafío, curiosidad. La señora de mi entrevista no estaba casada con un borracho brutal ni con un inválido en silla de ruedas, tampoco padecía el tormento de un amor imposible; en su vida no había tragedia, simplemente carecía de buenas razones para guardar lealtad a un marido que a su vez la traicionaba. Muchos se horrorizaron ante su organización perfecta, alquilaba un apartamento discreto con dos amigas, lo mantenían impecable y se lo turnaban en la semana para llevar a sus amantes, así no pasaban el mal rato de frecuentar hoteles donde podían ser reconocidas. A nadie se le había ocurrido que las mujeres podían disfrutar de tal comodidad, un apartamento propio para citas de amor era privilegio sólo de varones, incluso había un nombre francés para llamarlo: garçonnière. En la generación de mi abuelo eran de uso común entre los señorones, pero ya muy pocos podían darse ese lujo y en general cada cual fornicaba como y donde mejor podía de acuerdo a su presupuesto. En todo caso, no faltaban habitaciones de alquiler para amores furtivos y todo el mundo sabía exactamente el precio y dónde estaban localizadas.

Veinte años más tarde, en una vuelta de mi largo periplo, me encontré en otro rincón del mundo, muy lejos de Chile, con el marido de la señora del traje Chanel. El hombre había sufrido prisión y tortura durante los primeros años de la dictadura militar y llevaba el cuerpo y el alma marcados de cicatrices.

Entonces vivía en exilio, separado de su familia, y le fallaba la salud, porque el frío de la cárcel se le había metido por dentro y le estaba devorando los huesos, sin embargo no había perdido su encanto ni su tremenda vanidad. Apenas se acordaba de mí, sólo me distinguía en su memoria por aquella entrevista, que había leído fascinado.

—Siempre quise saber quién era esa mujer infiel —me dijo en tono confidencial—. Comenté el caso con todos mis amigos. En Santiago no se hablaba de otra cosa en esos días. Me habría encantado hacer una visita a ese apartamento, ojalá con sus dos amigas también.

Perdona la falta de modestia, Isabel, pero creo que esas tres tipas merecían encontrarse con un macho bien plantado.

—Para serte franca, creo que eso nunca les faltó.

—Ha pasado mucho tiempo ¿no vas a decirme quién era ella?

—No.

—¡Dime al menos si la conozco!

—Sí… bíblicamente.

El trabajo en la revista y más tarde en televisión fue una válvula de escape a la chifladura heredada de mis antepasados; sin eso la presión acumulada habría estallado enviándome directo a una casa de orates. El ambiente prudente y moralista, la mentalidad pueblerina y la rigidez de las normas sociales de esos tiempos en Chile eran agobiadores. Pronto mi abuelo se acostumbró a mi vida pública y dejó de lanzar mis artículos a la basura, no los comentaba, pero de vez en cuando me preguntaba qué opinaba Michael y me recordaba que debía sentirme muy agradecida por tener un marido tan tolerante. No le gustaba mi reputación de feminista, ni mis vestidos largos y sombreros antiguos, y mucho menos mi viejo Citroën pintado como una cortina de baño, pero me perdonaba las extravagancias porque en la vida real yo cumplía el papel de madre, esposa y ama de casa. Por el placer de escandalizar al prójimo era capaz de desfilar por la calle con un sostén ensartado en un palo de escoba —sola, por supuesto, nadie estaba dispuesto a acompañarme— pero en la vida privada había interiorizado las fórmulas para la eterna felicidad doméstica. Por las mañanas le servía desayuno en cama a mi marido, por las tardes lo esperaba de punta en blanco y con la aceituna de su martíni entre los dientes, por las noches le dejaba sobre una silla el traje y la camisa que se pondría al día siguiente, le lustraba los zapatos, le cortaba el pelo y las uñas y le compraba la ropa sin que tuviera la molestia de probársela, tal como hacía con mis hijos. No era tan sólo estupidez de mi parte, sino exceso de energía.

De los hippies cultivaba el aspecto exterior, en realidad vivía como una hormiga obrera trabajando doce horas diarias para pagar las cuentas.

La única vez que probé mariguana, que un verdadero hippie me ofreció, comprendí que no era para mí. Fumé seis pitos seguidos y no me invadió la euforia alucinante de la que tanto había oído hablar, sólo dolor de cabeza; mis pragmáticos genes vascos son inmunes a la dicha fácil de las drogas. Volví a la televisión, esta vez con un programa feminista de humor, y colaboraba en la única revista infantil del país, que acabé dirigiendo cuando su fundador murió de un mal fulminante. Por años me divertí entrevistando asesinos, videntes, prostitutas, necrofílicos, saltimbanquis, santones de confusos milagros, psiquiatras dementes y mendigas con falsos muñones que alquilaban recién nacidos para conmover a las almas caritativas. Escribía recetas de cocina inventadas en la inspiración de un instante y de vez en cuando improvisaba el horóscopo guiándome por los cumpleaños de mis amistades. La astróloga vivía en el Perú y el correo solía atrasarse o bien sus envíos se perdían en los vericuetos del destino. Cierta vez la llamé para anunciarle que disponíamos del horóscopo de marzo, pero nos faltaba el de febrero, y me contestó que publicara el que teníamos, cuál era el problema, el orden no altera el producto; desde entonces empecé a fabricarlos con el mismo porcentaje de aciertos. La tarea más ardua era el Correo del Amor, que firmaba con el seudónimo de Francisca Román. A falta de experiencia personal recurría a la intuición heredada de la Memé y los consejos de la Abuela Hilda, que veía todas las telenovelas de moda y era una verdadera experta en asuntos del corazón. El archivo de cartas de Francisca Román me serviría hoy para escribir varios volúmenes de cuentos ¿dónde habrán ido a parar esos cajones repletos de epístolas melodramáticas? No me explico cómo me alcanzaba el tiempo para la casa, los niños y el marido, pero de algún modo me las arreglaba. En los ratos libres cosía mis vestidos, escribía cuentos infantiles y obras de teatro y mantenía con mi madre un continuo torrente de cartas. Entretanto Michael permanecía siempre al alcance de la mano, celebrando esa dicha sin conflictos en la cual nos habíamos instalado con la ingenua certeza de que si cumplíamos con las normas, todo resultaría bien para siempre. Parecía enamorado y yo ciertamente lo estaba. Era un padre permisivo y algo ausente; de todos modos los castigos y las recompensas corrían por mi cuenta, se suponía que a los hijos los criaban las madres. El feminismo no me alcanzó para repartir las tareas domésticas, en verdad esa idea no me pasó por la cabeza, creía que la liberación consistía en salir al mundo y echarme encima los deberes masculinos, pero no pensé que también se trataba de delegar parte de mi carga. El resultado fue mucho cansancio, como le pasó a millones de mujeres de mi generación que hoy cuestionan los movimientos feministas.

Los muebles de la casa solían desaparecer y en su lugar surgían dudosas antigüedades del Mercado Persa, donde un comerciante sirio cambiaba trastos viejos por trajes de caballero; en la medida en que Michael se quedaba sin ropa, la casa se llenaba de bacinillas desportilladas, máquinas de coser a pedal, ruedas de carreta y faroles a gas. Mis suegros, atemorizados por ciertos personajes que desfilaban por nuestro hogar, hacían lo posible por proteger a sus nietos de peligros potenciales. Mi cara en la televisión y mi nombre en la revista eran invitaciones abiertas para algunos seres estrafalarios, como un empleado del Correo que mantenía correspondencia con los marcianos, o una muchacha que abandonó a su hija recién nacida sobre el escritorio de mi oficina. Tuvimos a la niña con nosotros por un tiempo y ya habíamos decidido adoptarla, cuando al regresar una tarde a casa descubrimos que sus abuelos legítimos se la habían llevado bajo protección policial.

Un minero del Norte, vidente de oficio, quien de tanto pronosticar catástrofes había perdido la cordura, durmió sobre el sofá de nuestra sala por dos semanas, hasta que se resolvió un paro del Servicio Nacional de Salud. El infeliz llegó a la capital para ser atendido en el Hospital Psiquiátrico justo el día que se declaró la huelga. Escaso de dinero y sin conocer a nadie, pero con su facultad profética intacta, fue capaz de ubicar a una de las pocas personas dispuestas a ampararlo en esa ciudad hostil. A este hombre le falta un tornillo, puede sacar una navaja y degollarlos a todos, me advirtió la Granny muy nerviosa. Cogió a sus dos nietos y se los llevó a dormir con ella mientras duró la visita del vidente, quien por lo demás resultó completamente inofensivo y hasta puede ser que nos salvara la vida. Predijo que en un temblor fuerte se caerían algunas paredes de la casa, Michael hizo una inspección completa, reforzó algunos puntos y cuando vino el remezón sólo se desplomó el muro del patio, aplastando las dalias y el conejo del vecino.

La Granny y la Abuela Hilda ayudaron a cuidar a los niños, Michael les dio estabilidad y decencia, el colegio los educó y el resto lo adquirieron por viveza y talento naturales. Yo traté simplemente de entretenerlos. Tú eras una niña sabia, Paula. Desde pequeña tenías vocación pedagógica, a tu hermano, los perros y las muñecas les tocó cumplir el papel de alumnos. El tiempo libre que te dejaban tus actividades docentes se repartía entre juegos con la Granny, visitas a una residencia de ancianos del vecindario y sesiones de costura con la Abuela Hilda. A pesar de los primorosos vestidos de batista bordada que mi madre te compraba en Suiza, lucías como huérfana con trapos mal cosidos por ti. Mientras mi suegro gastaba sus años de jubilado tratando de resolver la cuadratura del círculo y otros interminables problemas de matemáticas, la Granny gozaba a sus nietos en una verdadera orgía de abuela, subían al desván para jugar a los bandidos, se introducían clandestinamente al club para bañarse en la piscina y organizaban bochornosas representaciones teatrales ataviados con mis camisas de dormir. Con esa adorable mujer pasabas el verano horneando galletas y el invierno tejiendo bufandas a rayas para tus amigos de la residencia geriátrica; más tarde, cuando salimos de Chile, les escribías cartas a cada uno hasta que el último de esos bisabuelos ajenos murió de soledad. Esos años fueron los más felices y los más seguros en nuestras vidas. Nicolás y tú atesoran recuerdos dichosos que los sostuvieron en los tiempos duros, cuando pedían llorando que volviéramos a Chile; pero entonces no había retorno posible, la Granny yacía bajo una mata de jazmín, su marido se había extraviado en los laberintos de la demencia senil, los amigos habían muerto o estaban dispersos por el mundo y nosotros no teníamos lugar en ese país. Sólo quedaba la casa.

Todavía está allí, intacta. No hace mucho fui a visitarla y me sorprendió su tamaño, parece una casita de muñecas con una peluca medio calva en el techo.

Michael tuvo loable paciencia conmigo, no lo apabullaron los chismes ni las críticas que yo provocaba, no interfería en mis proyectos por descabellados que fueran y me respaldó con lealtad aún en los errores, sin embargo nuestros caminos se fueron separando más y más. Mientras yo me movía entre feministas, bohemios, artistas e intelectuales, él se dedicaba a sus planos, sus cálculos, sus edificios en construcción, sus partidas de ajedrez y juegos de bridge. Se quedaba en la oficina hasta muy tarde, porque entre los profesionales chilenos es de buen tono trabajar de sol a sol y no tomar vacaciones, lo contrario se considera indicio de mentalidad de burócrata y lleva a un fracaso seguro en la empresa privada. Era buen amigo y buen amante, pero no guardo muchos recuerdos de él, se me ha desdibujado como una fotografía fuera de foco. Nos educaron en la tradición de que el marido provee para la familia y la mujer se hace cargo del hogar y los hijos, pero en nuestro caso no fue del todo así; empecé a trabajar antes que él y corría con gran parte de nuestros gastos, su sueldo se destinaba a pagar la deuda de la casa y hacer inversiones, el mío se esfumaba en lo cotidiano. En todo caso él permaneció fiel a sí mismo, ha cambiado poco a lo largo de su vida, pero yo le daba demasiadas sorpresas, ardía de inquietud, veía injusticias por todas partes, pretendía transformar el mundo y abrazaba tantas causas distintas que yo misma perdía la cuenta y mis hijos vivían en permanente estado de desconcierto. Diez años más tarde, cuando estábamos instalados en Venezuela y mis ideales estaban bastante estropeados por las vicisitudes del exilio, les pregunté a esos niños —formados en la era de los hippies y los sueños socialistas— cómo les gustaría vivir, y los dos respondieron al unísono y sin ponerse de acuerdo: como burgueses acomodados.

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