Paula

Paula


Primera Parte

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El tío Ramón y mi madre regresaron de Suiza el mismo año de la muerte de mi padre. Mi padrastro había escalado los lentos peldaños de la carrera diplomática y alcanzado un puesto importante en la Cancillería. Llevaba a los nietos al palacio de Gobierno, diciéndoles que era su residencia particular, y los instalaba en el largo comedor de los Embajadores, entre cortinajes de felpa y retratos de próceres de la Patria, donde mozos con guantes blancos les servían jugo de naranja. A los siete años te tocó hacer una composición en el colegio, cuyo tema era la familia y escribiste que tu único pariente interesante era el tío Ramón, príncipe y descendiente directo de Jesucristo, dueño de un palacio con criados en uniforme y guardias armados. La profesora me dio el nombre de un psiquiatra infantil, pero tu reputación quedó a salvo poco después, un día que debía llevarte al dentista, lo olvidé y te quedaste esperando durante horas en la puerta del colegio. La maestra intentó sin éxito ubicar a tu padre o a mí y por último llamó al tío Ramón. Dígale a Paula que no se mueva, iré a buscarla de inmediato, replicó él, y en efecto, media hora más tarde apareció una limusina presidencial embanderada y con una escolta de dos policías en moto, se bajó un chofer con la gorra en la mano, abrió la puerta de atrás y descendió tu abuelo con el pecho cubierto de condecoraciones y la capa negra de las grandes ceremonias, que había pasado a buscar a su casa en un rapto de inspiración poética. No recuerdas el tremendo plantón, hija, sólo aquella comitiva imperial y la cara de tu maestra, tan desconcertada que se inclinó en una profunda reverencia para saludar al tío Ramón.

Mi padre murió de un ataque fulminante, no tuvo tiempo de sacar la cuenta de sus grandezas ni de sus miserias porque una ola de sangre le inundó las cavidades más profundas del corazón y quedó tirado en la calle como un indigente. Fue recogido por la Asistencia Pública y trasladado a la morgue, donde una autopsia determinó el motivo de su muerte. Al revisar los bolsillos de su ropa encontraron algunos papeles, relacionaron el apellido y se pusieron en contacto conmigo para que identificara el cadáver. Al oír el nombre no imaginé que se tratara de mi padre, porque no había pensado en él desde hacía muchos años y no quedaban vestigios de su paso por mi vida, ni siquiera el rencor de su abandono, sino en mi hermano, cuyo segundo nombre es Tomás y que en esa época todavía andaba perdido en aquella secta misteriosa del Mesías argentino.

Llevábamos meses sin noticias suyas y por ese sentido trágico propio de mi familia, suponíamos lo peor. Mi madre había agotado los recursos para ubicarlo, sin el menor resultado, y se inclinaba a creer los rumores de que su hijo se había enganchado con los revolucionarios cubanos, porque la idea de que anduviera tras las huellas del difunto Che Guevara le resultaba más llevadera que saberlo hipnotizado por un santón.

Antes de partir a la morgue llamé al tío Ramón a su oficina para comunicarle tartamudeando que mi hermano había muerto. Llegué antes que él al siniestro edificio, me presenté ante un funcionario impasible quien me condujo a una sala fría donde había una camilla con un bulto cubierto por una sábana. Levantaron la tela y apareció un hombre gordo, lívido y desnudo, con un costurón de colchonero desde el cuello hasta el sexo, con quien no sentí ni la más remota conexión. Instantes después llegó el tío Ramón, le echó una mirada breve y anunció que era mi padre. Me acerqué otra vez y observé sus facciones con cuidado porque no tendría oportunidad de verlo nunca más.

Ese día me enteré de la existencia de un medio hermano mayor, hijo de mi padre y de otro amor, notablemente parecido al muchacho de quien me enamoré en una clase de matemáticas cuando tenía quince años. También supe de tres niños menores que tuvo con una tercera mujer, a quienes irónicamente les dio nuestros nombres. El tío Ramón se encargó del funeral y de redactar un documento en el cual renunciábamos a cualquier herencia en favor de esa otra familia; Juan y yo estampamos nuestros nombres de inmediato y enseguida falsificamos la firma de Pancho para evitar dilaciones engorrosas.

Al día siguiente caminamos tras el ataúd de ese desconocido por un sendero del Cementerio General, nadie más se presentó a ese modesto entierro, mi padre dejó en este mundo muy pocos amigos. No he vuelto a tener contacto con mis medios hermanos. Cuando pienso en mi padre sólo puedo visualizarlo inerte en la soledad abismante de esa helada sala de la morgue.

El cadáver de mi padre no fue el primero que había visto de cerca.

De lejos había divisado algunos cuerpos tirados en la calle en la batahola de la guerra que sacudió al Líbano y en un amago de revolución en Bolivia, pero más parecían marionetas que personas, a la Memé sólo puedo recordarla viva y del tío Pablo no quedaron rastros. El único muerto real y presente de mi niñez me tocó cuando tenía ocho años y las circunstancias lo hicieron inolvidable.

Esa noche del 25 de diciembre de 1950 permanecí despierta por horas, con los ojos abiertos en la oscuridad poblada de ruidos de la casa de la playa. Mis hermanos y mis primos ocupaban otras literas en la misma habitación y a través de las delgadas paredes de cartón escuchaba el aliento de los que dormían en otros cuartos, el ronroneo constante de la nevera y los pasos sigilosos de las ratas. Varias veces quise levantarme y salir al patio a refrescarme con la brisa salina que venía del mar, pero me disuadía el tráfico incesante de las cucarachas ciegas. Entre las sábanas húmedas por el rocío eterno de la costa palpaba mi cuerpo con asombro y terror, mientras las imágenes de esa tarde de revelación pasaban como ráfagas ante los pálidos reflejos de luna en la ventana. Sentía todavía la boca húmeda del pescador en mi cuello, su voz susurrando en mi oído. Desde lejos me llegaba el bullicio sordo del océano y cada tanto pasaba un automóvil por la calle, alumbrando brevemente los resquicios de las persianas. En el pecho sentía un rumor de campanario, una pesadez de lápida, una garra poderosa trepando hacia la garganta, ahogándome. El Diablo aparece de noche en los espejos… No había ninguno en ese cuarto, el único de la casa era un rectángulo oxidado en el baño donde mi madre se pintaba los labios, demasiado alto para mí; pero el Mal no sólo habita los espejos, me había dicho Margara, también deambula en la oscuridad a la caza de los pecados humanos y se mete dentro de las niñas perversas para devorarles las tripas.

Ponía mi mano donde él la había puesto y enseguida la retiraba asustada, sin entender esa mezcla de repugnancia y de turbio placer. Volvía a sentir los dedos ásperos y firmes del pescador explorándome, el roce de sus mejillas mal afeitadas, su olor y su peso, sus obscenidades en mi oreja. Seguramente me había salido en la frente la marca del pecado. ¿Cómo nadie se había dado cuenta?

Al llegar a la casa no me había atrevido a mirar a los ojos a mi madre ni a mi abuelo, me había escondido de Margara y pretextando dolor de barriga escapé temprano a la cama después de darme una larga ducha y refregarme entera con el jabón azul de lavar ropa, pero nada podía quitarme las manchas. Sucia, estaba sucia para siempre… Sin embargo no se me ocurría desobedecer la orden de ese hombre, al día siguiente volvería a encontrarme con él en el camino de los geranios y lo seguiría fatalmente hacia el bosque, aunque en ello se me fuera la vida. Sí tu abuelo lo sabe, me mata, me había advertido. Mi silencio era sagrado, yo era responsable de su vida. La proximidad de esa segunda cita me llenaba de terror, pero también de fascinación ¿qué había más allá del pecado? Las horas pasaban con una lentitud colosal, mientras escuchaba la respiración rítmica de mis hermanos y mis primos y calculaba cuánto faltaba para el amanecer. Apenas asomaran los primeros rayos de sol podría salir de la cama y pisar el suelo, porque con la luz las cucarachas vuelven a sus rincones. Tenía hambre, pensaba frasco de manjar blanco, y las galletas en la cocina, sentía frío y me arropaba en las pesadas mantas, pero de inmediato empezaba a sofocarme en la fiebre de los recuerdos prohibidos delirio de la anticipación.

A la mañana siguiente muy temprano, cuando la familia dormía todavía, me levanté sin ruido, me vestí y salí al patio, di vuelta a la casa y entre a la cocina por atrás. Las ollas de hierro y cobre colgaban de garfios en las paredes, sobre la mesa de granito gris había un balde con agua de mar lleno de almejas frescas y una bolsa de pan del día anterior. No pude abrir frasco de manjar blanco, pero corté un trozo de queso y una tajada de dulce de membrillo y salí al camino a mirar el sol, que asomaba por el cerro como una naranja incandescente. Eché a andar sin saber por qué hacia la boca del río, centro de esa pequeña aldea de pescadores, donde a esa hora todavía no había el menor trajín.

Pasé la iglesia, el correo, el almacén, pasé la población de casas nuevas, todas iguales con sus techos de cinc y sus terrazas de madera asomadas hacia el mar, pasé el hotel donde los jóvenes iban por las noches a bailar ritmos antiguos, porque los nuevos no llegaban por esos lados; pasé la calle larga del comercio con sus ventas de verduras y frutas, la farmacia, la tienda de telas del turco, el quiosco de periódicos, el bar y el billar, sin ver a nadie. Llegué a la zona de los pescadores, con sus chozas de madera y toscos mesones de mariscos y pescados, las redes colgadas a secar como portentosas telarañas, los botes panza arriba sobre la arena esperando que sus dueños se repusieran de la parranda de Noche Buena para salir mar adentro. Escuché voces y vi un grupo de personas junto a una de las últimas casuchas, donde el río se vuelca en el mar. El sol ya se había elevado y me picaba como un hormigueo caliente en los hombros. Con el último mordisco de queso y dulce de membrillo alcancé el final de la calle, me aproximé cautelosa al pequeño círculo de gente y traté de abrirme paso, pero me empujaron hacia atrás. En ese momento aparecieron dos carabineros en bicicleta, uno tocó un silbato y el otro gritó que se apartaran, carajo, que había llegado la ley. El círculo se abrió fugazmente y alcancé a ver al pescador sobre arena oscura del lecho del río, tendido de boca, los brazos abiertos en cruz, con los mismos pantalones negros, la misma camisa blanca y las mismas zapatillas de goma del día anterior, cuando me llevó al bosque. Uno de los policías dijo que le habían asestado un golpe en la cabeza y entonces vi la mancha de sangre seca en la oreja y el cuello. Algo me explotó en el pecho y me invadió un sabor de toronjas agrias, me doblé sacudida por arcadas violentas, caí de rodillas y expulsé sobre la arena una mezcolanza de queso, dulce de membrillo y culpa. ¿Qué hace aquí esta chiquilla?, exclamó alguien y una mano intentó sujetarme por un brazo, pero me puse de pie y eché a correr desesperada. Corrí y corrí con un dolor punzante en el costado y el gusto amargo en la boca, sin detenerme hasta que aparecieron los techos rojos de mi casa y entonces me desplomé a la orilla de la calle, ovillada entre unos arbustos.

¿Quién me vio en el bosque con el pescador? ¿Cómo lo supo el Tata?

No podía pensar, lo único cierto era que ese hombre no volvería nunca más a meterse al mar para sacar mariscos, que estaba muerto sobre la arena pagando el crimen de los dos, que yo estaba libre y no tendría que acudir a la cita, no me llevaría de nuevo al bosque. Mucho rato después escuché los sonidos de la casa, las empleadas preparando desayuno, las voces de mis hermanos y mis primos. Pasó la burra del lechero con su sonajera de tarros y el repartidor de pan en su triciclo y Margara salió refunfuñando a comprar. Me deslicé hasta el patio de las hortensias, me lavé la cara y las manos en la vertiente que caía del cerro, me acomodé un poco el pelo y me presenté en el comedor, donde ya estaba mi abuelo en su sillón con el periódico en las manos y una taza humeante de café con leche. ¿Por qué me mira así?, me saludó sonriendo.

Dos días más tarde, cuando lo autorizó el médico forense, velaron al hombre en su modesta vivienda. Todo el pueblo incluyendo los veraneantes desfilaron para verlo, rara vez sucedía algo interesante y nadie quiso perderse la novedad de un asesinato, el único registrado en la memoria de ese balneario desde los tiempos del pintor crucificado. Margara me llevó, a pesar de que mi madre lo consideraba un espectáculo morboso, porque el Tata —quien se ofreció para pagar el entierro— declaró que la muerte es natural y más valía acostumbrarse a ella desde temprano. Al atardecer subimos el cerro y llegamos a una casucha de tablas adornada con guirnaldas de papel, una bandera chilena y humildes ramos de flores de los jardines costeros. Para entonces los cantos desafinados de las guitarras ya languidecían y la concurrencia, aturdida de vino litreado, dormitaba en sillas de paja dispuestas en círculo en torno al ataúd, un simple cajón de madera de pino sin pulir, alumbrado por cuatro velas. La madre, vestida de luto, murmuraba a media voz rezos intercalados de sollozos y maldiciones, mientras avivaba las llamas de una cocina a leña donde hervía una tetera negra de hollín. Las vecinas juntaban tazas para ofrecer té y los hermanos menores, engominados y con zapatos de domingo, correteaban en el patio entre gallinas y perros. Sobre una cómoda destartalada había una fotografía del pescador en uniforme del servicio militar, cruzada por una cinta negra. Toda la noche se turnarían familiares y amigos para acompañar al cadáver antes que descendiera a la tierra, rasgando malamente las guitarras, comiendo lo que las mujeres traían de sus cocinas, recordando al difunto en la media lengua de los ebrios tristes. Margara avanzó mascullando entre dientes y arrastrándome de un brazo, porque yo me iba quedando atrás. Cuando estuvimos frente al ataúd me obligó a acercarme y rezar un Padrenuestro de despedida, porque según ella las ánimas de los asesinados nunca encuentran descanso y vienen de noche a penar a los vivos.

Acostado sobre una sábana blanca vi al hombre que tres días antes me había manoseado en el bosque. Lo miré primero con un miedo visceral y luego con curiosidad buscando el parecido, pero no pude hallarlo. Ese rostro no era el de mis pecados, era una máscara lívida de labios pintados, el pelo partido al medio y duro de brillantina, dos algodones en los huecos de las narices y un pañuelo atado en torno a la cabeza, sujetando la mandíbula.

Aunque por las tardes el hospital se llena de gente, los sábados y domingos por la mañana parece vacío. Llego cuando todavía está oscuro, con el cansancio acumulado de la semana me sorprendo arrastrando los pies y la cartera por el suelo, exhausta. Recorro los eternos pasillos solitarios, donde hasta el latido de mi corazón suena con eco, y me parece que camino sobre una correa transportadora que va en sentido contrario, no avanzo, siempre estoy en el mismo sitio, cada vez más fatigada. Voy murmurando fórmulas mágicas de mi invención y a medida que me acerco al edificio, al largo corredor de los pasos perdidos, a tu sala y a tu cama, se me cierra el pecho de angustia. Estás convertida en un bebé grande, Paula. Hace dos semanas que saliste de la Unidad de Cuidados Intensivos y hay pocos cambios. Llegaste a la sala común muy tensa, como aterrorizada, y poco a poco te has calmado, pero no hay indicios de inteligencia, sigues con la mirada fija en la ventana, inmóvil. No estoy desesperada aún, creo que a pesar de los nefastos pronósticos, volverás con nosotros y aunque no serás la mujer brillante y graciosa de antes, tal vez puedas tener una vida casi normal y ser feliz, yo me encargaré de ello. Los gastos se han disparado, paso en el banco cambiando dinero que se esfuma de mi cartera tan de prisa que no alcanzo a darme cuenta cómo desaparece, pero prefiero no sacar cuentas, este no es momento para la prudencia. Debo encontrar un fisioterapeuta porque los servicios del hospital son mínimos; de vez en cuando aparecen dos muchachas distraídas que te mueven brazos y piernas con desgana durante diez minutos, de acuerdo a las vagas instrucciones de un bigotudo enérgico que parece ser su jefe y sólo te ha visto una vez. Son muchos los pacientes y pocos los recursos, por eso yo misma te hago los ejercicios. Cuatro veces al día recorro tu cuerpo obligándolo a moverse, empiezo por los dedos de los pies, uno a uno, y sigo hacia arriba, con lentitud y fuerza, porque no es fácil abrirte las manos o doblarte las rodillas y los codos; te siento en la cama y te golpeo la espalda para limpiarte los pulmones, refresco con gotas de agua el áspero hueco de tu garganta porque la calefacción seca el aire, y para evitar deformaciones te coloco libros en las plantas de los pies, que amarro con vendas, también te separo los dedos de las manos con trozos de goma y procuro mantenerte la cabeza derecha con un improvisado collar hecho con un cojín de viaje y esparadrapo, pero estos recursos de emergencia son desoladores, Paula, debo llevarte pronto a un lugar donde puedan ayudarte, dicen que la rehabilitación hace milagros. El neurólogo me pide paciencia, asegura que aún no es posible trasladarte a ninguna parte y mucho menos cruzar el mundo contigo en un avión. Paso el día y buena parte de la noche en el hospital, me he hecho amiga de los enfermos de tu sala y sus familiares. A Elvira le doy masajes y estamos inventando un lenguaje de gestos para comunicarnos, en vista que las palabras la traicionan; a los demás les cuento historias y a cambio ellos me regalan café de sus termos y bocadillos de jamón que traen de sus casas. La mujer-caracol fue trasladada al cuarto cero, su fin se acerca. El marido de Elvira me dice a cada rato «su niña está más espabilada», pero puedo leer en sus ojos que en el fondo no lo cree. Les he mostrado fotos de tu boda y contado tu vida, ya te conocen bien y algunos lloran con disimulo cuando Ernesto viene a verte y te habla al oído, abrazándote. Tu marido está tan cansado como yo, tiene sombras moradas bajo los ojos, ha perdido peso y la ropa le cuelga.

Willie vino de nuevo, trata de hacerlo seguido para aliviar esta larga separación que parece eternizarse. Cuando nos juntamos hace cuatro años hicimos la promesa de no separarnos más, pero la vida se ha encargado de arruinarnos los planes. Este hombre es pura fuerza, tiene tantas virtudes como defectos, se traga todo el aire a su alrededor y me deja tembleque, pero me hace mucho bien estar con él. A su lado duermo sin pastillas, anestesiada por la seguridad y el calor de su cuerpo. Al amanecer me sirve café en la cama, me obliga a quedarme una hora más descansando y él parte al hospital a recibir el turno de la enfermera de noche. Se presenta en la sala común con sus bluyins descoloridos, zapatones de leñador, chaqueta de cuero negro y una boina como la que usaba mi abuelo, que se compró en la Plaza Mayor; a pesar del atuendo, parece un antiguo marinero genovés, temo que lo detengan en la calle para preguntarle las rutas de navegación hacia el Nuevo Mundo. Saluda a los enfermos en una jerigonza con acento mexicano y se instala junto a tu cama a acariciarte las manos y hablarte de lo que haremos cuando vayas a California, mientras los otros pacientes observan atónitos. Willie no logra disimular su preocupación, en su oficio de abogado le ha tocado ver innumerables accidentes y tiene poca esperanza de que te recuperes, me prepara el ánimo para lo peor.

—Nos haremos cargo de ella, muchas familias lo hacen, no seremos los únicos, cuidar y querer a Paula nos dará un nuevo propósito, aprenderemos una forma distinta de felicidad. Nosotros seguimos con nuestras vidas y la llevamos para todas partes ¿cuál es el problema? —me consuela con ese pragmatismo generoso y un poco ingenuo que me sedujo cuando lo conocí.

—¡No! —replico sin darme cuenta de que estoy gritando—. No pienso escuchar tus nefastas profecías. ¡Paula sanará!

—Estás obsesionada, sólo hablas de ella, no puedes pensar en nada más, vas rodando por un abismo con tanto impulso que no puedes detenerte. No me dejas ayudarte, no quieres oírme… Debes poner algo de distancia emocional entre ustedes dos o te volverás loca. Si tú te enfermas ¿quién se hará cargo de tu hija? Por favor, déjame cuidarte…

Los brujos aparecen por las tardes, no sé cómo llegaron aquí, están empeñados en pasarte energía y salud. En sus vidas diarias son empleados, técnicos, funcionarios, gente común y corriente, pero en sus horas libres estudian ciencias esotéricas y pretenden curar con el poder de sus convicciones. Me aseguran que pueden cargar las baterías agotadas de tu cuerpo enfermo, que tu espíritu está creciendo, renovándose, y de esta inmovilidad emergerá una mujer diferente y mejor. Me dicen que no debo mirarte con ojos de madre, sino con el ojo de oro, entonces te veré en otro plano, flotando imperturbable ajena a los terrores y las miserias de esta sala de hospital; pero también me aconsejan que me prepare, porque si ya has cumplido tu destino en este mundo y estás lista para seguir el largo viaje del alma, no regresarás. Forman parte de una organización mundial y se comunican con otros sanadores para enviarte fuerzas, tal como las monjas están en contacto con la otras congregaciones para rezar por ti, dicen que tu recuperación depende de tu propia voluntad de vivir, la decisión última está en tus manos. No me atrevo a comentar nada de esto con la familia en California, seguro no verían con buenos ojos a estos médicos espirituales. Tampoco Ernesto aprueba esta invasión de curanderos, no quiere que su mujer sea un espectáculo público, pero yo pienso que no te hacen daño, ni siquiera los percibes. Las monjas también participan en esas ceremonias, tocan las campanas tibetanas, echan incienso y claman a su dios cristiano y toda la corte celestial, mientras los demás en la sala observan los procedimientos de curación con ciertas reservas. No te asustes, Paula, no bailan cubiertos de plumas ni decapitan gallos para salpicarte con sangre, sólo te abanican un poco para remover la energía negativa, luego te aplican las manos en el cuerpo, cierran los ojos y se concentran. Me piden que los ayude, que imagine un rayo de luz entrando por mi cabeza, pasando a través de mí y saliendo de mis manos hacia ti, que te visualice sana y deje de llorar, porque la tristeza contamina el aire y aturde al alma. No sé si esto te hace bien, pero una cosa es segura: el ánimo de la gente en la sala ha cambiado, estamos más alegres. Nos hemos propuesto controlar la tristeza, ponemos sevillanas en la radio, repartimos galletas, y advertimos a los visitantes que no traigan caras largas. También se ha prolongado la hora de los cuentos, ya no soy sólo yo quien habla, todos participan. El más locuaz es el marido de Elvira con su caudal de anécdotas, vamos por turnos contándonos las vidas y cuando se agotan las aventuras personales comenzamos a inventarlas, de tanto agregar detalles y dar rienda a la imaginación nos hemos perfeccionado y suelen venir de otras habitaciones a escucharnos.

En la cama donde antes estaba la mujer-caracol tenemos ahora una enferma nueva, es una chica morena, llena de cortaduras y moretones, a quien cuatro desalmados violaron en un parque. Sus cosas están marcadas con un círculo rojo, el personal no la toca sin guantes, pero nosotros la incorporamos a la extraña familia de esta sala, la lavamos y le damos la comida en la boca. Al principio creyó haber despertado en un asilo de alienados y temblaba con cabeza oculta bajo las sábanas, pero poco a poco, entre las campanas tibetanas, las canciones de la radio y las confidencias de todos, fue ganando entusiasmo y empezó a sonreír.

Se ha hecho amiga de las monjas y de los sanadores, me pide que le lea en voz alta los chismes de la realeza europea y de los actores de cine, porque ella no puede alzar la cabeza. Frente a Elvira, hay una recién llegada del Departamento de Psiquiatría, se llama Aurelia y deberán operarle un tumor del cerebro porque sufre repetidas crisis de convulsiones. Al amanecer del día señalado para la cirugía se vistió y maquilló con esmero, se despidió de cada uno con un sentido abrazo y salió. Buena suerte, aquí estaremos pensando en usted, ánimo y valor, le decíamos mientras se alejaba por el corredor. Cuando llegó la camilla a buscarla para conducirla al pabellón de los suplicios, ya no estaba, se había largado a la calle y no regresó hasta dos días más tarde, cuando la policía se había cansado de buscarla. Se fijó otra fecha para la operación, pero tampoco esa vez pudieron hacerla porque Aurelia se atragantó con medio jamón serrano que trajo escondido en su bolso y el anestesista dijo que ni loco se metía con ella en esas condiciones. Ahora el cirujano anda de vacaciones de Semana Santa y quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que dispongan de un quirófano, por el momento nuestra amiga está a salvo. Atribuye el origen de su enfermedad a que su marido es imponente y por sus gestos deduzco que quiere decir impotente. A él no le funciona la polla y es a mí a quien le abren la sesera, suspira resignada, si él cumpliera yo estaría contenta como unas Pascuas y ni me acordaría de la enfermedad, la prueba es que los ataques comenzaron en mi luna de miel, cuando el gilipollas estaba más interesado en oír el boxeo por la radio que en mi camisón con plumas de cisne en el escote. Aurelia baila y canta flamenco, habla en verso rimado y si me descuido te esparce su perfume de lilas y te pinta con su lápiz de labios, Paula. Se burla por igual de médicos, brujos y monjas, los considera una pandilla de carniceros. Si hasta ahora la niña no se ha curado con el amor de su madre y su marido, es que no tiene remedio, dice. Entretanto la policía suele dar unas vueltas para hacer preguntas a la muchacha violada y por el trato que le dan parece que ella no fuera la víctima sino la autora del crimen: ¿qué hacías a las diez de la noche sola en ese barrio?, ¿por qué no gritaste?, ¿estabas drogada?

Esto te pasa por andar buscando guerra, mujer, de qué te quejas.

Aurelia es la única con agallas para enfrentarlos, se les pone por delante con los brazos en jarra y los increpa. No es para eso que les pagan, coño, siempre las mujeres llevan las de perder. Cállese señora, usted no tiene nada que ver en esto, replican indignados, pero los demás aplaudimos, porque cuando Aurelia no está en uno de sus trances, es de una lucidez asombrosa. Guarda bajo su cama tres maletas de ropa de bataclana y se cambia de vestuario varias veces al día, se pinta a brochazos y se bate el pelo como una torta de rizos oxigenados, a la menor provocación se desnuda para mostrar sus carnes renacentistas y nos desafía a que adivinemos su edad y tomemos nota de su cintura, la misma que conserva desde soltera, le viene por familia, su madre también era una belleza.

Y agrega con cierta mala leche que de poco le sirven tantos atributos, puesto que su marido es un eunuco. Cuando el hombre viene a visitarla se instala en una silla a dormitar aburrido mientras ella lo insulta y los demás hacemos esfuerzos tremendos para fingir que no nos damos cuenta.

Willie está averiguando dónde llevarte, Paula, necesitamos más ciencia y menos exorcismos, mientras yo trato de convencer a los médicos que te dejen ir y a Ernesto que acepte la situación. No quiere separarse de ti, pero no hay otra alternativa. En la mañana vinieron las dos muchachas de Rehabilitación y decidieron llevarte por primera vez al gimnasio en la planta baja. Yo estaba preparada con mi uniforme blanco y fui con ellas conduciendo la silla de ruedas, hay tanta gente en este lugar y hace tanto tiempo que me ven circulando por los pasillos que ya nadie duda de mi condición de enfermera. Al jefe del servicio le bastó una mirada superficial para decidir que no podía hacer nada por ti, el nivel de conciencia es cero, dijo, no obedece instrucciones de ninguna clase y tiene una traqueotomía abierta, no puedo responsabilizarme por un paciente en tales condiciones. Eso me decidió a sacarte cuanto antes de este hospital y de España, a pesar de que no puedo imaginar el viaje, conducirte en ascensor un par de pisos es una faena que requiere estrategia militar, veinte horas volando desde Madrid hasta California es impensable, pero ya encontraré la forma de hacerlo. Conseguí una silla de ruedas y con ayuda del marido de Elvira te senté atada al respaldo con una sábana torcida, porque te desmoronas como si no tuvieras huesos, te llevé a la capilla por algunos minutos y después a la terraza.

Aurelia me acompañó envuelta en su bata de terciopelo azul, que le da un aire de ave del paraíso, y por el camino le hacía morisquetas a los curiosos cuando te miraban demasiado, en realidad tu aspecto es lamentable, hija. Te instalé frente al parque, entre decenas de palomas que acudieron a picotear migas de pan. Voy a alegrar un poco a Paula, dijo Aurelia, y empezó a cantar y contonearse con tanto salero, que pronto se llenó el lugar de espectadores. De súbito abriste los ojos, con dificultad al principio, agobiada por la luz del sol y el aire limpio que no habías tenido en tanto tiempo, y cuando lograste enfocar la vista apareció ante ti la figura insólita de esa matrona rolliza vestida de azul bailando una apasionada sevillana en medio de un torbellino de palomas asustadas.

Levantaste las cejas con expresión de asombro y no sé qué pasó entonces por tu mente, Paula, empezaste a llorar con enorme tristeza, un llanto de impotencia y de miedo. Te abracé, te expliqué lo sucedido, por ahora no puedes moverte pero poco a poco te recuperarás, no puedes hablar porque tienes un hueco en el cuello y no te llega el aire a la boca, pero cuando te lo cierren podremos contarnos todo, tu tarea en esta etapa es sólo respirar profundo, te dije que te quiero mucho, hija, y nunca te dejaré sola. Te fuiste calmando de a poco, sin despegarme los ojos y creo que me reconociste, pero tal vez lo imaginé. Entretanto Aurelia cayó en otra de sus pataletas y así terminó nuestra primera aventura en la silla de ruedas. En opinión del neurólogo el llanto nada significa, no comprende por qué sigues en el mismo estado, teme daño cerebral y me ha anunciado una serie de pruebas a partir de la próxima semana. No quiero más exámenes, sólo quiero envolverte en una manta y salir corriendo contigo en brazos hasta el otro lado de la tierra, donde hay una familia esperándote.

Esta es una extraña experiencia de inmovilidad. Los días se miden grano a grano en un reloj de paciente arena, tan lentos que se pierden en el calendario, me parece que he estado siempre en esta ciudad invernal entre iglesias, estatuas y avenidas imperiales.

Los recursos de magia resultan inútiles; son mensajes lanzados en una botella al mar con la ilusión de que sean encontrados en otra orilla y alguien venga a rescatarnos, pero hasta ahora no hay respuesta. He pasado cuarenta y nueve años a la carrera, en la acción y la lucha, tras metas que no recuerdo, persiguiendo algo sin nombre que siempre estaba más allá. Ahora estoy obligada a permanecer quieta y callada; por mucho que corra no llego a ninguna parte, si grito nadie me oye. Me has dado silencio para examinar mi paso por este mundo, Paula, para retornar al pasado verdadero y al pasado fantástico, recuperar las memorias que otros han olvidado, recordar lo que nunca sucedió y lo que tal vez sucederá. Ausente, muda y paralizada, tú eres mi guía. El tiempo transcurre muy lento. O tal vez el tiempo no pasa, sino que nosotros pasamos a través del tiempo. Me sobran los días para reflexionar, nada que hacer, sólo esperar, mientras tú existes en este misterioso estado de insecto en capullo. Me pregunto qué clase de mariposa emergerá cuando despiertes… Se me van las horas escribiendo a tu lado. El marido de Elvira me trae café y me pregunta para qué me afano tanto con esta carta sin fin que no puedes leer. La leerás algún día, estoy segura, y te burlarás de mí con esa socarronería que sueles emplear para demoler mis sentimentalismos. Observo hacia atrás la totalidad de mi destino y con un poco de suerte encontraré sentido a la persona que soy. Con un esfuerzo brutal he ido toda mi vida remando río arriba; estoy cansada, quiero dar media vuelta, soltar los remos y dejar que la corriente me lleve suavemente hacia el mar. Mi abuela escribía en sus cuadernos para salvar los fragmentos evasivos de los días y engañar a la mala memoria. Yo intento distraer a la muerte. Mis pensamientos giran en un infatigable remolino, en cambio tú estás fija en un presente estático, ajena por completo a las pérdidas del pasado o los presagios del futuro. Estoy asustada. Algunas veces antes tuve mucho miedo, pero siempre había una salida de escape, incluso en el terror del Golpe Militar existía la salvación del exilio. Ahora estoy en un callejón ciego, no hay puertas a la esperanza y no sé qué hacer con tanto miedo.

Imagino que deseas oír de la época más feliz de tu infancia, cuando la Granny estaba viva, tus padres aún se amaban y Chile era tu país, pero este cuaderno va llegando a los años setenta, cuando las cosas comenzaron a cambiar. No me di cuenta que la historia había dado un vuelco hasta muy tarde. En septiembre de 1970 Salvador Allende fue elegido Presidente por una coalición de marxistas, socialistas, comunistas, grupos de la clase media desilusionados, cristianos radicales y millares de hombres y mujeres pobres agrupados bajo el emblema de la Unidad Popular y decididos a embarcarse en un programa de transición al socialismo, pero sin alterar la larga tradición burguesa y democrática del país. A pesar de las contradicciones evidentes del proyecto, una oleada de esperanza irracional movilizó a buena parte de la sociedad que esperaba ver emerger de ese proceso al hombre nuevo, motivado por altos ideales, más generoso, compasivo y justo. En el mismo instante en que se anunció el triunfo de Allende, sus adversarios comenzaron el sabotaje y la rueda de la fortuna viró en una dirección trágica. La noche de la elección no salí a la calle a celebrar con sus partidarios para no ofender a mis suegros y mi abuelo, que temían ver surgir en Chile a un nuevo Stalin.

Allende había sido candidato tres veces y triunfó a la cuarta, a pesar de la creencia generalizada de que había quemado su suerte en las fracasadas campañas anteriores. Hasta la Unidad Popular dudaba de él y estuvo a punto de escoger como su representante a Pablo Neruda. El poeta no tenía ninguna ambición política, se sentía viejo y fatigado, sólo le interesaba su novia, la poesía; sin embargo, como miembro disciplinado del Partido Comunista, se dispuso a acatar órdenes. Cuando finalmente Salvador Allende fue designado candidato oficial, después de muchas discusiones internas entre los partidos, Neruda fue el primero en sonreír aliviado y correr a felicitarlo. La herida profunda que partió al país en fracciones irreconciliables comenzó durante la campaña, cuando se dividieron familias, se deshicieron parejas y se pelearon amigos. Mi suegro cubrió los muros de su casa con propaganda de la derecha; discutíamos con pasión, pero no llegamos a insultarnos porque el cariño de ambos por la Granny y los niños era más fuerte que nuestras diferencias. En esa época él era todavía un hombre apuesto y sano, pero ya había comenzado el lento deterioro que lo condujo al abismo del olvido. Pasaba la mañana en cama enfrascado en sus matemáticas y seguía con fervor tres telenovelas que ocupaban buena parte de su tarde; a veces no se vestía, circulaba en pijama y zapatillas, atendido por su mujer, quien le llevaba la comida en bandeja. Su obsesión por lavarse las manos se hizo incontrolable, tenía la piel cubierta de llagas y sus manos elegantes acabaron convertidas en garras de cóndor.

Estaba seguro de la victoria de su candidato, pero a ratos sentía el hormigueo de la duda. A medida que se acercaba la elección retrocedía el invierno y aparecían los brotes de la primavera. La Granny, afanada en la cocina haciendo las primeras conservas de la estación y jugando con los nietos, no participaba en las discusiones políticas, pero se inquietaba mucho cuando oía nuestras voces acaloradas. Ese año me di cuenta que mi suegra bebía a escondidas, pero lo hacía con tal discreción, que nadie más lo percibió.

El día de la elección los más sorprendidos con el triunfo fueron los vencedores, porque en el fondo no lo esperaban. Detrás de las puertas y ventanas cerradas del barrio alto los derrotados temblaban, seguros que las turbas se alzarían con odio de clase acumulado por siglos, pero no fue así, sólo hubo manifestaciones pacíficas de alegría popular. Una muchedumbre cantando que el pueblo unido jamás será vencido invadió las calles agitando banderas y estandartes, mientras en la Embajada de los Estados Unidos se reunía el personal en una sesión de emergencia; los norteamericanos habían comenzado a conspirar un año antes, financiando a los extremistas de derecha y tratando de seducir a algunos generales de tendencia golpista. En los cuarteles los militares en estado de alerta esperaban instrucciones. El tío Ramón y mi madre estaban dichosos con el triunfo de Salvador Allende; el Tata reconoció su derrota y fue hidalgamente a saludarlo cuando esa misma noche llegó sorpresivamente de visita a la casa de mis padres. Al día siguiente me presenté como de costumbre a mi trabajo y encontré el edificio hirviendo de rumores contradictorios y al dueño de la editorial empaquetando sigiloso sus cámaras y preparando su avión privado para cruzar la frontera con su familia y buena parte de sus bienes, mientras un guardia privado cuidaba su automóvil italiano de carrera para evitar que el populacho supuestamente enardecido lo rayara. Nosotras seguimos trabajando como si nada pasara, anunció Delia Vergara en el mismo tono empleado años antes en el Líbano por Miss Saint John cuando decidió ignorar la guerra. Así lo hicimos durante los tres años siguientes. Al amanecer del otro día mi suegro fue uno de los primeros en colocarse en fila ante las puertas del banco para retirar su dinero, planeaba escapar al extranjero apenas desembarcaran las hordas cubanas o la dictadura soviética empezara a fusilar ciudadanos. Yo no me voy a ninguna parte, me quedo aquí con los niños, me aseguró la Granny llorando a espaldas de su marido. Los nietos se habían convertido en la razón de su existencia. La decisión de partir fue postergada, los pasajes quedaron sobre la chimenea, siempre listos, pero no se usaron porque las peores predicciones no se cumplieron; nadie tomó el país por asalto, las fronteras permanecieron abiertas, no hubo ejecuciones en un paredón, como mi suegro temía, y la Granny se puso firme en que ningún marxista iba a separarla de sus nietos y mucho menos uno que llevaba el mismo apellido de su nuera.

Como no hubo mayoría absoluta, el Congreso pleno debía decidir la elección. Hasta entonces siempre se había respetado la primera mayoría, se decía que gana quien tenga un solo voto de ventaja, pero la Unidad Popular despertaba demasiados recelos. De todos modos el peso de la tradición pudo más que el temor de los parlamentarios y el poder de la Embajada norteamericana y después de largas deliberaciones el Congreso —dominado por la Democracia Cristiana— redactó un documento exigiendo a Allende respeto por las garantías constitucionales; este lo firmó y dos meses más tarde recibió la banda presidencial en un acto solemne. Por primera vez en la historia un marxista era elegido por votación democrática, los ojos del mundo estaban puestos en Chile. Pablo Neruda partió como embajador a París, donde dos años después recibió la noticia de que había ganado el Premio Nobel de literatura. El anciano rey de Suecia le entregó una medalla de oro, que el poeta dedicó a todos los chilenos, «porque mi poesía es propiedad de mi patria».

El Presidente Allende nombró al tío Ramón Embajador en Argentina y así es como mi madre se convirtió en la administradora de un edificio monumental en la única colina de Buenos Aires, con varios salones, un comedor para cuarenta y ocho comensales, dos bibliotecas, veintitrés baños y un número indeterminado de alfombras y obras de arte provenientes de Gobiernos anteriores, suntuosidad difícil de explicar para la Unidad Popular, que pretendía proyectar una imagen de austeridad y sencillez. Era tanto el personal de servicio —choferes, cocineros, mozos, mucamas y jardineros— que se necesitaba estrategia militar para organizar el trabajo y los turnos de comidas. La cocina funcionaba sin respiro preparando cocteles, almuerzos, tés de damas, banquetes oficiales y dietas para mi madre, que de tanto afanarse pasaba enferma del estómago. Aunque ella apenas probaba bocado, inventaba recetas que dieron fama a la mesa de la Embajada. Era capaz de presentar un pavo intacto con plumas en el trasero y los ojos abiertos, y al quitar cuatro alfileres la piel se desprendía como un vestido revelando la carne jugosa y el interior relleno con pajaritos, que a su vez estaban rellenos con almendras, a mil años luz de los trozos de hígado flotando en agua caliente de mis almuerzos escolares en el Líbano. En uno de esos ágapes conocí a la vidente más célebre de Buenos Aires. Me clavó los ojos desde el lado opuesto de la mesa y no dejó de observarme durante toda la cena. Debe haber tenido unos sesenta años, de porte aristocrático, vestida de negro en un estilo sobrio y algo anticuado. Al salir del comedor se me acercó manifestando que deseaba hablar conmigo en privado, mi madre me la presentó como María Teresa Juárez y nos acompañó a una biblioteca. Sin decir palabra la mujer se sentó en un sofá y me señaló el sitio a su lado, luego tomó mis manos, las retuvo entre las suyas por unos minutos que se me hicieron muy largos porque no sabía qué pretendía, y finalmente me anunció cuatro profecías que apunté en un papel y no he olvidado nunca: habrá un baño de sangre en tu país, estarás inmóvil o paralizada por largo tiempo, tu único camino es la escritura y uno de tus hijos será conocido en muchas partes del mundo. ¿Cuál de ellos?, quiso saber mi madre. Ella pidió ver fotografías, las estudió por unos segundos y te señaló a ti, Paula. Como los otros tres pronósticos se cumplieron, supongo que también será verdad el último, eso me da esperanza de que no morirás, hija, todavía te falta realizar tu destino. Apenas salgamos de este hospital pienso ponerme en contacto con esa dama, si es que todavía vive, para preguntarle qué te espera en el futuro.

El tío Ramón, entusiasmado con su misión en Argentina, abrió las puertas de la Embajada a políticos, intelectuales, prensa y todo aquel que contribuyera al proyecto de Salvador Allende. Secundado por mi madre, quien en esos tres años dio muestras de gran fortaleza, organización y valentía, se empeñó en normalizar las difíciles relaciones entre Chile y Argentina, dos vecinos que habían tenido muchos roces en el pasado y ahora debían superar el recelo provocado por el experimento socialista chileno. En horas robadas al sueño revisó el inventario y las engorrosas cuentas de la Embajada para evitar que en la abundancia y el desorden se distrajeran fondos. La gestión de la Unidad Popular era examinada con lupa por sus enemigos políticos, siempre a la caza del menor pretexto para denigrarla. Su primera sorpresa fue el presupuesto de seguridad, preguntó a sus colegas del Cuerpo Diplomático y descubrió que los guardaespaldas privados se habían convertido en un problema en Buenos Aires. Comenzaron como protección contra secuestros y atentados, pero pronto no hubo forma de controlarlos y para esa época ya había más de treinta mil y su número seguía aumentando. Constituían un verdadero ejército armado hasta los dientes, sin ética, jefes, normas ni reglamentos, que se encargaba de promover el terror para justificar su existencia. También se sospechaba que era muy sencillo secuestrar o asesinar a alguien, bastaba ponerse de acuerdo en la suma con sus propios guardias y ellos se encargaban del trabajo. El tío Ramón decidió correr el riesgo y despidió a los suyos porque le pareció que el representante de un Gobierno del pueblo no podía rodearse de matones a sueldo. Poco después estalló una bomba en el edificio, que redujo las lámparas y ventanas a una montaña de polvo de cristal y destrozó para siempre los nervios de la perra suiza de mi madre, pero nadie resultó herido. Para acallar el escándalo se anunció a la prensa que había sido una explosión de gas en una cañería deficiente. Ese fue el primer atentado terrorista que enfrentaron mis padres en esa ciudad. Cuatro años más tarde tendrían que huir entre gallos y medianoche para salvar sus vidas.

Cuando aceptaron el puesto no imaginaron cuánto trabajo significaba esa Embajada, la más importante para Chile después de Washington, pero se dispusieron a cumplir su misión con la experiencia acumulada en muchos años de oficio diplomático. Lo hicieron con tanto brillo, que después debieron pagarlo con muchos años de exilio.

En los tres años siguientes el Gobierno de la Unidad Popular nacionalizó los recursos naturales del país —cobre, hierro, nitratos, carbón— que desde siempre habían estado en manos extranjeras, negándose a pagar ni un dólar simbólico de compensación; expandió dramáticamente la reforma agraria, repartiendo entre los campesinos latifundios de antiguas y poderosas familias, lo cual desató una odiosidad sin precedentes; desarmó los monopolios que por décadas habían impedido la competencia en el mercado y los obligó a vender a un precio conveniente para la mayoría de los chilenos. Los niños recibían leche en la escuela, se organizaron clínicas en las poblaciones marginales y los ingresos de los más pobres subieron a un nivel razonable. Estos cambios iban acompañados de alegres demostraciones populares de apoyo al Gobierno, sin embargo los mismos partidarios de Allende se negaban a admitir que había que pagar las reformas y que la solución no estaba en imprimir más billetes. Pronto empezó el caos económico y la violencia política.

Afuera se seguía el proceso con curiosidad, se trataba de un pequeño país latinoamericano que había escogido el camino de una revolución pacífica. En el extranjero Allende tenía la imagen de un líder progresista empeñado en mejorar la situación de los trabajadores y superar las injusticias económicas y sociales, pero dentro de Chile la mitad de la población lo detestaba y el país estaba dividido en fuerzas irreconciliables. Los Estados Unidos, en ascuas ante la posibilidad de que sus ideas tuvieran éxito y el socialismo se extendiera irremisiblemente por el resto del continente, eliminó los créditos y estableció un bloqueo económico. El sabotaje de la derecha y los errores de la Unidad Popular produjeron una crisis de proporciones nunca vistas, la inflación alcanzó límites tan increíbles que no se sabía en la mañana cuánto costaría un litro de leche por la tarde, sobraban billetes pero había muy poco para comprar, empezaron las colas para conseguir productos esenciales, aceite, pasta de dientes, azúcar, cauchos para los vehículos. No pudo evitarse el mercado negro. Para mi cumpleaños mis compañeras de trabajo me regalaron dos rollos de papel para el baño y un tarro de leche condensada, los más preciosos artículos del momento. Como todos los demás, fuimos víctimas de la angustia del abastecimiento, a veces nos parábamos en cola para no perder una oportunidad, aunque la recompensa fuera betún de zapatos amarillo. Surgieron profesionales que guardaban los puestos o adquirían productos al precio oficial para revenderlos al doble. Nicolás se especializó en conseguir cigarrillos para la Granny. Desde Buenos Aires mi madre me enviaba por misteriosos conductos cajones de alimentos, pero se confundían sus instrucciones y a veces recibíamos un galón de salsa de soya o veinticuatro frascos de cebollitas en vinagre.

A cambio nosotros le mandábamos sus nietos de visita cada dos o tres meses; viajaban solos con sus nombres y datos en un letrero colgado al cuello. El tío Ramón los convenció que el magnífico edificio de la Embajada era su casa de veraneo, de modo que si alguna duda tenían los niños sobre su origen principesco, allí se disiparon. Para que no se aburrieran les daba empleo en su oficina, el primer sueldo de sus vidas lo recibieron de manos de ese abuelo formidable por servicios prestados como subsecretarios de las secretarias del Consulado. Allí pasaron también las paperas y la peste cristal, escondiéndose en los veintitrés baños para que no les tomaran una muestra de heces para un examen médico.

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