Paula

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Primera Parte » Capítulo 1

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Capítulo 1

Escucha, Paula, voy a contarte una historia, para que cuando despiertes no estés tan perdida.

La leyenda familiar comienza a principios del siglo pasado, cuando un fornido marinero vasco desembarcó en las costas de Chile, con la cabeza perdida en proyectos de grandeza y protegido por el relicario de su madre colgado al cuello, pero para qué ir tan atrás, basta decir que su descendencia fue una estirpe de mujeres impetuosas y hombres de brazos firmes para el trabajo y corazón sentimental. Algunos de carácter irascible murieron echando espumarajos por la boca, pero tal vez la causa no fue rabia, como señalaron las malas lenguas, sino alguna peste local. Compraron tierras fértiles en las cercanías de la capital que con el tiempo aumentaron de valor, se refinaron, levantaron mansiones señoriales con parques y arboledas, casaron a sus hijas con criollos ricos, educaron a los hijos en severos colegios religiosos, y así con el correr de los años se integraron a una orgullosa aristocracia de terratenientes que prevaleció por más de un siglo, hasta que el vendaval del modernismo la reemplazó en el poder por tecnócratas y comerciantes. Uno de ellos era mi abuelo. Nació en buena cuna, pero su padre murió temprano de un inexplicable escopetazo; nunca se divulgaron los detalles de lo ocurrido esa noche fatídica, quizás fue un duelo, una venganza o un accidente de amor, en todo caso, su familia quedó sin recursos y, por ser el mayor, debió abandonar la escuela y buscar empleo para mantener a su madre y educar a sus hermanos menores. Mucho después, cuando se había convertido en hombre de fortuna ante quien los demás se quitaban el sombrero, me confesó que la peor pobreza es la de cuello y corbata, porque hay que disimularla. Se presentaba impecable con la ropa del padre ajustada a su tamaño, los cuellos tiesos y los trajes bien planchados para disimular el desgaste de la tela. Esa época de penurias le templó el carácter, creía que la existencia es solo esfuerzo y trabajo, y que un hombre honorable no puede ir por este mundo sin ayudar al prójimo. Ya entonces tenía la expresión concentrada y la integridad que lo caracterizaron, estaba hecho del mismo material pétreo de sus antepasados y, como muchos de ellos, tenía los pies plantados en suelo firme, pero una parte de su alma escapaba hacia el abismo de los sueños. Por eso se enamoró de mi abuela, la menor de una familia de doce hermanos, todos locos excéntricos y deliciosos, como Teresa, a quien al final de su vida empezaron a brotarle alas de santa y cuando murió se secaron en una noche todos los rosales del Parque Japonés, o Ambrosio, gran rajadiablos y fornicador, que en sus momentos de generosidad se desnudaba en la calle para regalar su ropa a los pobres. Me crie oyendo comentarios sobre el talento de mi abuela para predecir el futuro, leer la mente ajena, dialogar con los animales y mover objetos con la mirada. Cuentan que una vez desplazó una mesa de billar por el salón, pero en verdad lo único que vi moverse en su presencia fue un azucarero insignificante, que a la hora del té solía deslizarse errático sobre la mesa. Esas facultades despertaban cierto recelo y a pesar del encanto de la muchacha los posibles pretendientes se acobardaban en su presencia; pero para mi abuelo la telepatía y la telequinesia eran diversiones inocentes y de ninguna manera obstáculos serios para el matrimonio, solo le preocupaba la diferencia de edad, ella era mucho menor y cuando la conoció todavía jugaba con muñecas y andaba abrazada a una almohadita roñosa. De tanto verla como a una niña, no se dio cuenta de su pasión hasta que ella apareció un día con vestido largo y el cabello recogido y entonces la revelación de un amor gestado por años lo sumió en tal crisis de timidez que dejó de visitarla. Ella adivinó su estado de ánimo antes que él mismo pudiera desenredar la madeja de sus propios sentimientos y le mandó una carta, la primera de muchas que le escribiría en los momentos decisivos de sus vidas. No se trataba de una esquela perfumada tanteando terreno, sino de una breve nota a lápiz en papel de cuaderno preguntándole sin preámbulos si quería ser su marido y, en caso afirmativo, cuándo. Meses más tarde se llevó a cabo el matrimonio. La novia se presentó ante el altar como una visión de otras épocas, ataviada en encajes color marfil y con un desorden de azahares de cera enredados en el moño; al verla él decidió que la amaría porfiadamente hasta el fin de sus días.

Para mí esta pareja fueron siempre el Tata y la Memé. De sus hijos solo mi madre interesa en esta historia, porque si empiezo a contar del resto de la tribu no terminamos nunca y además los que aún viven están muy lejos; así es el exilio, lanza a la gente a los cuatro vientos y después resulta muy difícil reunir a los dispersos. Mi madre nació entre dos guerras mundiales un día de primavera en los años veinte, una niña sensible, incapaz de acompañar a sus hermanos en las correrías por el ático de la casa cazando ratones para guardarlos en frascos de formol. Creció protegida entre las paredes de su hogar y del colegio, entretenida en lecturas románticas y obras de caridad, con fama de ser la más bella que se había visto en esa familia de mujeres enigmáticas.

Desde la pubertad tuvo varios enamorados rondándola como moscardones, que su padre mantenía a la distancia y su madre analizaba con sus naipes del Tarot, hasta que los coqueteos inocentes terminaron con la llegada a su destino de un hombre talentoso y equívoco, quien desplazó sin esfuerzo a los demás rivales y le colmó el alma de inquietudes. Fue tu abuelo Tomás, que desapareció en la bruma, y lo menciono solo porque llevas algo de su sangre, Paula, por ninguna otra razón. Este hombre de mente rápida y lengua despiadada, resultaba demasiado inteligente y desprejuiciado para esa sociedad provinciana, un ave rara en el Santiago de entonces. Se le atribuía un pasado oscuro, circulaban rumores de que pertenecía a la Masonería, por lo tanto era enemigo de la Iglesia, y que mantenía oculto un hijo bastardo, pero nada de eso podía esgrimir el Tata para disuadir a su hija porque carecía de pruebas y él no era persona capaz de manchar sin fundamento la reputación ajena. En esos tiempos Chile era una torta de milhojas —y en cierta forma todavía lo es—, había más castas que en la India y existía un epíteto peyorativo para colocar a cada cual en su sitio: roto, pije, arribista, siútico y muchos más hasta alcanzar la plataforma cómoda de la gente como uno. El nacimiento determinaba a las personas; era fácil descender en la jerarquía social, pero para subir no bastaban dinero, fama o talento, se requería el esfuerzo sostenido de varias generaciones.

En favor de Tomás pesaba su linaje honorable, a pesar de que a los ojos del Tata existían antecedentes políticos sospechosos. Ya entonces sonaba el nombre de un tal Salvador Allende, fundador del Partido Socialista, que predicaba contra la propiedad privada, la moral conservadora y la autoridad de los patrones. Tomás era primo de ese joven diputado.

Mira, Paula, tengo aquí el retrato del Tata. Este hombre de facciones severas, pupila clara, lentes sin montura y boina negra, es tu bisabuelo. En la fotografía aparece sentado empuñando su bastón, y junto a él, apoyada en su rodilla derecha, hay una niña de tres años vestida de fiesta, graciosa como una bailarina en miniatura, mirando la cámara con ojos lánguidos. Esa eres tú, detrás estamos mi madre y yo, la silla me oculta la barriga, estaba embarazada de tu hermano Nicolás. Se ve al viejo de frente y se aprecia su gesto altivo, esa dignidad sin aspavientos de quien se ha formado solo, ha recorrido su camino derechamente y ya no espera más de la vida. Lo recuerdo siempre anciano, aunque casi sin arrugas, salvo dos surcos profundos en las comisuras de la boca, con una blanca melena de león y una risa brusca de dientes amarillos. Al final de sus años le costaba moverse, pero se ponía trabajosamente de pie para saludar y despedir a las mujeres y apoyado en su bastón acompañaba a las visitas hasta la puerta del jardín. Me gustaban sus manos, ramas retorcidas de roble, fuertes y nudosas, su infaltable pañuelo de seda al cuello y su olor a jabón inglés de lavanda y desinfectante. Trató con humor desprendido de inculcar a sus descendientes su filosofía estoica; la incomodidad le parecía sana y la calefacción nociva, exigía comida simple —nada de salsas ni revoltijos— y le parecía vulgar divertirse. Por las mañanas soportaba una ducha fría, costumbre que nadie en la familia imitó y que hacia el final de su existencia, cuando parecía un anciano escarabajo, cumplía impávido sentado en una silla bajo el chorro helado. Hablaba en refranes contundentes y a cualquier interrogatorio contestaba con otras preguntas, de modo que no sé mucho de su ideología, pero conocí a fondo su carácter. Fíjate en mi madre, que en este retrato tiene algo más de cuarenta años y se encuentra en el apogeo de su esplendor, vestida a la moda con falda corta y el pelo como un nido de abejas. Está riéndose y sus grandes ojos verdes se ven como dos rayas enmarcadas por el arco en punta de las cejas negras. Esa era la época más feliz de su vida, cuando había terminado de criar a sus hijos, estaba enamorada y todavía su mundo parecía seguro.

Me gustaría mostrarte una fotografía de mi padre, pero las quemaron todas hace más de cuarenta años.

§ § §

¿Dónde andas, Paula? ¿Cómo serás cuando despiertes? ¿Serás la misma mujer o deberemos aprender a conocernos como dos extrañas?

¿Tendrás memoria o tendré que contarte pacientemente los veintiocho años de tu vida y los cuarenta y nueve de la mía?

Dios guarde a su niña, me susurra con dificultad don Manuel, el enfermo que ocupa la cama a tu lado. Es un viejo campesino, operado varias veces del estómago, que lucha todavía contra el estropicio y la muerte. Dios guarde a su niña, me dijo también ayer una mujer joven con un bebé en los brazos, que se había enterado de tu caso y acudió al hospital a ofrecerme esperanza.

Sufrió un ataque de porfiria hace dos años y estuvo en coma más de un mes, tardó un año en volver a la normalidad y debe cuidarse por el resto de sus días, pero ya trabaja, se casó y tuvo un niño. Me aseguró que el estado de coma es como dormir sin sueños, un misterioso paréntesis. No llore más, señora, dijo, su hija no siente nada, saldrá de aquí caminando y después no se acordará de lo que le ha pasado.

Cada mañana recorro los pasillos del sexto piso a la caza del especialista para indagar nuevos detalles. Ese hombre tiene tu vida en sus manos y no confío en él, pasa como una corriente de aire, distraído y apurado, dándome engorrosas explicaciones sobre enzimas y copias de artículos sobre tu enfermedad, que trato de leer, pero no entiendo. Parece más interesado en hilvanar las estadísticas de su computadora y las fórmulas de su laboratorio, que en tu cuerpo crucificado sobre esta cama. Así es esta condición, unos se recuperan de la crisis en poco tiempo y otros pasan semanas en terapia intensiva, antes los pacientes simplemente se morían, pero ahora podemos mantenerlos vivos hasta que el metabolismo funciona de nuevo, me dice sin mirarme a los ojos. Bien, si es así solo cabe esperar. Si tú resistes, Paula, yo también.

Cuando despiertes tendremos meses, tal vez años para pegar los trozos rotos de tu pasado o mejor aún podemos inventar tus recuerdos a medida según tus fantasías; por ahora te contaré de mí y de otros miembros de esta familia a la cual las dos pertenecemos, pero no me pidas exactitudes porque se me deslizarán errores, mucho se me olvida o se me tuerce, no retengo lugares fechas ni nombres, en cambio jamás se me escapa una buena historia. Sentada a tu lado observando en una pantalla las líneas luminosas que señalan los latidos de tu corazón, trato de comunicarme contigo con los métodos mágicos de mi abuela. Si ella estuviera aquí podría llevarte mis mensajes y ayudarme a sujetarte en este mundo. Has emprendido un extraño viaje por los médanos de la inconsciencia. ¿Para qué tanta palabra si no puedes oírme?

¿Para qué estas páginas que tal vez nunca leas? Mi vida se hace al contarla y mi memoria se fija con la escritura; lo que no pongo en palabras sobre papel, lo borra el tiempo.

Hoy es 8 de enero de 1992. En un día como hoy, hace once años comencé en Caracas una carta para despedirme de mi abuelo, que agonizaba con un siglo de lucha a la espalda. Sus firmes huesos seguían resistiendo, aunque hacía mucho él se preparaba para seguir a la Memé, quien le hacía señas desde el umbral. Yo no podía regresar a Chile y no era el caso molestarlo con el teléfono que tanto lo fastidiaba, para decirle que se fuera tranquilo porque nada se perdería del tesoro de anécdotas que me contó a lo largo de nuestra amistad, yo nada había olvidado. Poco después el viejo murió, pero el cuento me había atrapado y no pude detenerme, otras voces hablaban a través de mí, escribía en trance, con la sensación de ir desenredando un ovillo de lana, y con la misma urgencia con que escribo ahora. Al final del año se habían juntado quinientas páginas en una bolsa de lona y comprendí que eso ya no era una carta, entonces anuncié tímidamente a la familia que había escrito un libro. ¿Cómo se titula? Preguntó mi madre. Hicimos una lista de nombres, pero no logramos ponernos de acuerdo en ninguno y por fin tú, Paula, lanzaste una moneda al aire para decidirlo.

Así nació y se bautizó mi primera novela, La casa de los espíritus, y yo me inicié en el vicio irrecuperable de contar historias. Ese libro me salvó la vida. La escritura es una larga introspección, es un viaje hacia las cavernas más oscuras de la conciencia, una lenta meditación. Escribo a tientas en el silencio y por el camino descubro partículas de verdad, pequeños cristales que caben en la palma de una mano y justifican mi paso por este mundo. También un 8 de enero comencé mi segunda novela y después ya no me atreví a cambiar aquella fecha afortunada, en parte por superstición, pero también por disciplina; he comenzado todos mis libros un 8 de enero.

Hace varios meses terminé El plan infinito, mi novela más reciente, y desde entonces me preparo para este día. Tenía todo listo: tema, título, primera frase, sin embargo no escribiré esa historia todavía, porque desde que enfermaste solo me alcanzan las fuerzas para acompañarte, Paula. Llevas un mes dormida, no sé cómo alcanzarte, te llamo y te llamo, pero tu nombre se pierde en los vericuetos de este hospital. Tengo el alma sofocada de arena, la tristeza es un desierto estéril. No sé rezar, no logro hilar dos pensamientos, menos podría sumergirme en la creación de otro libro. Me vuelco en estas páginas en un intento irracional de vencer mi terror, se me ocurre que si doy forma a esta devastación podré ayudarte y ayudarme, el meticuloso ejercicio de la escritura puede ser nuestra salvación. Hace once años escribí una carta a mi abuelo para despedirlo en la muerte, este 8 de enero de 1992 te escribo, Paula, para traerte de vuelta a la vida.

§ § §

Era mi madre una espléndida joven de dieciocho años cuando el Tata se llevó a la familia a Europa en un viaje de esfuerzo que entonces se hacía solo una vez en la vida, Chile queda a los pies del mundo. Tenía intención de dejar a su hija en un colegio de Inglaterra para que adquiriera cultura y de paso olvidara sus amores con Tomás, pero Hitler le desbarató los planes y la Segunda Guerra Mundial estalló con estrépito de cataclismo, sorprendiéndolos en la Costa Azul. Con increíbles dificultades, avanzando contra la corriente por caminos atochados de gente que escapaba a pie, a caballo o en cualquier vehículo disponible, lograron llegar a Amberes y subir en el último barco chileno que zarpó del muelle. Las cubiertas y los botes salvavidas habían sido tomados por docenas de familias judías que huían dejando pertenencias —y en algunos casos fortunas— en manos de cónsules inescrupulosos que les vendieron visas a precio de oro. A falta de camarotes viajaban como ganado, durmiendo a la intemperie y pasando hambre porque el alimento estaba racionado. Durante esa penosa travesía la Memé consolaba a las mujeres que lloraban por sus hogares perdidos y por la incertidumbre del futuro, mientras el Tata negociaba comida en la cocina y frazadas con los marineros para repartir entre los refugiados. Uno de ellos, peletero de oficio, en agradecimiento le regaló a la Memé un suntuoso abrigo de astracán gris. Navegaron durante semanas por aguas infestadas de submarinos enemigos, con las luces apagadas por la noche y rezando de día, hasta que dejaron atrás el Atlántico y llegaron sanos y salvos a Chile. Al atracar en el puerto de Valparaíso lo primero que vislumbraron fue la figura inconfundible de Tomás en traje de lino blanco y sombrero de Panamá, entonces el Tata comprendió la futilidad de oponerse a los misteriosos mandatos del destino y, de muy mal talante, dio su consentimiento para la boda.

La ceremonia se llevó a cabo en su casa, con participación del Nuncio Apostólico y algunos personajes del mundo oficial. La novia lucía un sobrio vestido de raso y una actitud desafiante; no sé cómo se presentó el novio, porque la fotografía está cortada, de él solo nos queda un brazo. Al conducir a su hija al salón, donde habían levantado un altar adornado con cascadas de rosas, el Tata se detuvo al pie de la escalera.

—Todavía es tiempo de arrepentirse. No se case, hija, por favor piénselo mejor. Hágame una señal y yo me encargo de deshacer esta pelotera de gente y mandar el banquete al hospicio… —Ella replicó con una mirada glacial.

Tal como había sido advertida mi abuela en una sesión de espiritismo, el matrimonio de mis padres fue un desastre desde sus albores. Mi madre se embarcó de nuevo, esta vez rumbo al Perú, donde Tomás había sido nombrado secretario de la Embajada de Chile. Llevaba una colección de pesados baúles con su ajuar de desposada y un cargamento de regalos, tantos objetos de porcelana, cristal y plata, que medio siglo más tarde aún tropezamos con ellos en rincones inesperados. Cincuenta años de destinaciones diplomáticas en diversas latitudes, divorcios y largos exilios no lograron liberar a la familia de ese lastre; mucho me temo, Paula, que heredarás, entre otros objetos espeluznantes, una lámpara de ninfas caóticas y querubines rechonchos que mi madre aún preserva.

Tu casa es de una sencillez monacal y en tu escuálido ropero solo cuelgan cuatro blusas y dos pantalones, me pregunto qué haces con lo que te voy dando, eres como la Memé, que apenas descendió del barco y pisó tierra firme, se desprendió del abrigo de astracán para cubrir a una pordiosera. Mi madre pasó los dos primeros días de su luna de miel tan mareada por los brincos del océano Pacífico que no pudo dejar el camarote, y apenas se sintió algo mejor y salió a respirar a pleno pulmón, su marido cayó postrado con dolor de muelas. Mientras ella paseaba por las cubiertas, indiferente a las miradas codiciosas de oficiales y marineros, él gimoteaba en su litera. La puesta de sol pintaba de naranja el horizonte inmenso y por las noches las estrellas escandalosas invitaban al amor, pero el sufrimiento fue más poderoso que el romance. Habían de pasar tres días interminables antes que el paciente permitiera al médico de a bordo intervenir con un alicate para aliviarlo del suplicio, solo entonces cedió la hinchazón y los esposos pudieron iniciar la vida de casados. La noche siguiente se presentaron juntos en el comedor invitados a la mesa del capitán. Después de un formal brindis por los recién casados apareció la entrada, langostinos servidos en copas talladas en hielo. En un gesto de coqueta intimidad mi madre estiró su tenedor y sacó un marisco del plato de su marido, con tan mala suerte que un minúsculo punto de salsa americana cayó en su corbata. Tomás cogió un cuchillo para raspar el agravio, pero la mancha se extendió. Y entonces, ante el asombro de los comensales y la mortificación de su mujer, el diplomático metió los dedos en el plato, cogió los crustáceos, se los restregó sobre el pecho, encharcando la camisa, el traje y el resto de la corbata, enseguida se pasó las manos por el cabello engominado, se puso de pie, saludó con una breve inclinación y partió a su camarote, donde permaneció durante el resto de la navegación sumido en taimado silencio. A pesar de esos percances, yo fui engendrada en alta mar.

Mi madre no había sido preparada para la maternidad, en aquel tiempo esos asuntos se trataban en susurros frente a las muchachas solteras, y la Memé no tuvo la ocurrencia de advertirla sobre los indecentes afanes de las abejas y las flores, porque su alma flotaba en otros niveles, más interesada en la translúcida naturaleza de los aparecidos que en las groseras realidades de este mundo, sin embargo apenas presintió su embarazo supo que sería una niña, la llamó Isabel y estableció con ella un diálogo permanente que no ha cesado hasta hoy. Aferrada a la criatura que crecía en su vientre, trató de compensar su soledad de mujer mal casada; me conversaba en alta voz asustando a quienes la veían actuar como una alucinada, y supongo que yo la escuchaba y le respondía, pero no me acuerdo de ese período intrauterino.

Mi padre tenía gustos espléndidos. La ostentación siempre fue vicio mal mirado en Chile, donde la sobriedad es signo de refinamiento, en cambio en Lima, ciudad de virreyes, el boato es de buen tono. Se instaló en una casa desproporcionada a su posición de segundo secretario de la Embajada, se rodeó de indios de servicio, encargó a Detroit un automóvil lujoso y despilfarró en fiestas, casinos y paseos en yate, sin que nadie se explicara cómo financiaba tales extravagancias. En breve tiempo consiguió relacionarse con lo más granado del mundillo político y social, descubrió las flaquezas de cada uno y mediante sus contactos llegó a enterarse de ciertas confidencias indiscretas y hasta de algunos secretos de Estado. Se convirtió en el invitado infaltable de las parrandas de Lima; en plena guerra obtenía el mejor whisky, la cocaína más pura y las cortesanas más complacientes, todas las puertas se le abrían. Mientras él trepaba los peldaños de su carrera, su mujer se sentía prisionera en una situación sin salida, unida a los veinte años a un hombre escurridizo de quien dependía por completo. Languidecía en el calor húmedo del verano escribiendo páginas interminables a su madre, que se cruzaban en el mar y se perdían en las bolsas del correo como una conversación de sordos. Esas cartas melancólicas apiladas sobre su escritorio convencieron a la Memé del desencanto de su hija, suspendió sus sesiones de espiritismo con sus tres amigas esotéricas de la Hermandad Blanca, puso las barajas de adivinación en un maletín y partió a Lima en un frágil bimotor, de los pocos que llevaban pasajeros, porque en ese período de guerra los aviones se reservaban para propósitos militares. Llegó justo a tiempo para mi nacimiento. Como había traído sus hijos al mundo en la casa, ayudada por su marido y una comadrona, se desconcertó con los modernos métodos de la clínica.

Atontaron a la parturienta de un solo pinchazo sin darle oportunidad de participar en los acontecimientos y apenas nació el bebé lo trasladaron a una guardería aséptica. Mucho después, cuando se disiparon las brumas de la anestesia, informaron a la madre que había dado a luz una niña, pero que de acuerdo con el reglamento solo podría tenerla consigo a las horas de amamantarla.

—¡Es un fenómeno y por eso no me dejan verla!

—Es una chiquilla preciosa —replicó mi abuela, procurando dar a su voz un tono convincente, aunque en realidad no había tenido ocasión de verme bien todavía. A través de un vidrio le habían asomado un bulto envuelto en una mantilla, que a sus ojos no tenía aspecto completamente humano.

Mientras yo chillaba de hambre en otro piso, mi madre forcejeaba furiosa, dispuesta a recuperar a su hija por la violencia, en caso necesario. Acudió un doctor, diagnosticó una crisis histérica, le colocó otra inyección y la dejó dormida por doce horas más. Para entonces mi abuela estaba convencida que se encontraban en la antesala del infierno y apenas su hija se espabiló un poco, la ayudó a lavarse la cara con agua fría y ponerse la ropa.

—Hay que escapar de aquí. Vístete y saldremos del brazo como dos señoras que han venido de visita.

—¡Pero no podemos irnos sin la niña, mamá por Dios!

—Cierto —replicó mi abuela, quien probablemente no había pensado en ese detalle.

Entraron con actitud decidida a la sala donde estaban secuestrados los recién nacidos, cogieron un bebé y se lo llevaron apresuradamente sin levantar sospechas. Pudieron identificar el sexo porque la criatura llevaba una cinta rosada en la muñeca, pero no dispusieron de tiempo para averiguar si acaso se trataba de la suya y por lo demás el asunto no era de vital importancia, todos los niños son más o menos iguales a esa edad.

Es posible que en la prisa me confundieran y en alguna parte hay una mujer con dotes de clarividencia y ojos color de espinaca ocupando mi lugar.

A salvo en la casa me desnudaron para ver si estaba completa y descubrieron un sol en la base de la espalda. Esta mancha es buen signo, aseguró la Memé, no debemos preocuparnos por ella, crecerá sana y afortunada. Nací en agosto, signo Leo, sexo femenino y si no me cambiaron en la clínica tengo sangre castellano-vasca, un cuarto de francesa y una cierta dosis de araucana o mapuche, como todos los de mi tierra. A pesar de haber venido al mundo en Lima, soy chilena; vengo de «un largo pétalo de mar y vino y nieve» como definió Pablo Neruda a mi país, y de allí vienes tú también, Paula aunque tienes el sello indeleble del Caribe, donde creciste.

Te cuesta un poco entender nuestra mentalidad del sur. En Chile estamos determinados por la presencia eterna de las montañas, que nos separan del resto del continente, y por la sensación de precariedad, inevitable en una región de catástrofes geológicas y políticas. Todo tiembla bajo nuestros pies, no conocemos seguridades, si nos preguntan cómo estamos, la respuesta es «sin novedad» o «más o menos»; nos movemos de una incertidumbre a otra, caminamos cautelosos en una región de claroscuros, nada es preciso, no nos gustan los enfrentamientos, preferimos negociar.

Cuando las circunstancias nos empujan a los extremos despiertan nuestros peores instintos y la historia da un vuelvo trágico, porque los mismos hombres que en la vida cotidiana parecen mansos, al contar con impunidad y un buen pretexto suelen convertirse en fieras sanguinarias. Pero en tiempos normales los chilenos son sobrios, circunspectos, formales y sienten pánico de llamar la atención, que para ellos es sinónimo de hacer el ridículo. Por lo mismo yo he sido un bochorno para la familia.

¿Y dónde estaba Tomás mientras su mujer daba a luz y su suegra llevaba a cabo el discreto rapto de su primogénita? No lo sé, mi padre es una gran ausencia en mi vida, se fue tan temprano y de manera tan rotunda, que no guardo recuerdos suyos. Mi madre convivió con él por cuatro años con dos largas separaciones entre medio, y se dio tiempo para dar a luz tres hijos. Era tan fértil que bastaba sacudir un calzoncillo en un radio de medio kilómetro para que ella quedara embarazada, condición que heredé, pero tuve la fortuna de llegar a tiempo a la época de la píldora. En cada parto desaparecía su marido, tal como hacía frente a cualquier problema significativo, y regresaba alegre con un regalo extravagante para su mujer una vez que la emergencia había sido superada. Ella veía proliferar cuadros en las paredes y porcelanas chinas en las repisas sin comprender el origen de tanto dispendio; era imposible explicar esos lujos con un sueldo que a otros funcionarios apenas alcanzaba, pero cuando intentaba averiguarlo, él le contestaba con evasivas, tal como ocurría al indagar ella sobre sus ausencias nocturnas, sus viajes misteriosos y sus turbias amistades. Ya tenía dos niños y estaba a punto de dar a luz el tercero, cuando el castillo de naipes de su inocencia se desmoronó. Una mañana Lima amaneció agitada por un rumor de escándalo que sin ser publicado en los periódicos, se deslizó en todos los salones. Se trataba de un viejo millonario que solía prestar su apartamento a los amigotes para citas clandestinas de amor. En el dormitorio, entre muebles antiguos y tapices persas colgaba un falso espejo de marco barroco, que en realidad era una ventana. Al otro lado se instalaba el dueño de casa con grupos selectos de sus invitados, bien provistos de licor y drogas, dispuestos a deleitarse con los juegos de la pareja de turno, que por lo general nada sospechaba. Esa noche se encontraba entre los mirones un político altamente colocado en el Gobierno. Al abrir la cortina para espiar a los incautos amantes, la primera sorpresa fue que se trataba de dos varones, y la segunda que uno de ellos, ataviado con corsé y portaligas de encaje, era el hijo mayor del político, un joven abogado a quien se le auguraba una carrera brillante. La humillación hizo perder el control al padre, a patadas rompió el espejo, se lanzó encima de su hijo para arrancarle los colgajos de mujer y si no lo atajan tal vez lo asesina. Pocas horas después los corrillos limeños comentaban los pormenores de lo ocurrido, agregando detalles cada vez más escabrosos. Se sospechaba que el incidente no fue casual, que alguien planeó la escena por puro afán de maldad. Asustado, Tomás desapareció sin dar explicaciones. Mi madre no se enteró del escándalo hasta varios días después; vivía aislada por las molestias de sus continuos embarazos y también para evitar a los acreedores que reclamaban cuentas impagas. Cansados de esperar sus sueldos, los criados de la casa habían desertado, solo quedaba Margara, una empleada chilena de rostro hermético y corazón de piedra que servía a la familia desde tiempos inmemoriales. En esas condiciones comenzaron los síntomas del parto, apretó los dientes y se dispuso a dar a luz del modo más primitivo. Yo tenía cerca de tres años, y mi hermano Pancho apenas caminaba. Esa noche, encogidos en un pasillo, oímos los gemidos de mi madre y presenciamos el trasiego de Margara con teteras de agua caliente y toallas. Juan vino al mundo a medianoche, pequeño y arrugado, un desmigajado ratón sin pelo que apenas respiraba.

Pronto se vio que no podía tragar, tenía un nudo en la garganta y el alimento no pasaba, estaba destinado a perecer de hambre mientras a su madre le reventaban los senos de leche, pero lo salvó la tenacidad de Margara, empeñada en mantenerlo vivo, primero con un algodón empapado en leche que exprimía gota a gota, y después metiéndole a la fuerza una papilla espesa con una cuchara de palo.

Por años dieron vuelta en mi cabeza razones morbosas para justificar la desaparición de mi padre, me cansé de preguntar a medio mundo, existe un silencio conspirativo en torno a él.

Quienes lo conocieron y aún viven, me lo describen como un hombre muy inteligente y no agregan más. En mi niñez lo imaginé como un criminal y más tarde, cuando supe de perversiones sexuales, se las atribuí todas, pero parece que nada tan novelesco adorna su pasado, era solo un alma cobarde; un día se vio acosado por sus mentiras, perdió el control de la situación y salió escapando.

Dejó la Cancillería, no volvió a ver a su madre, sus familiares ni amigos, literalmente se hizo humo. Lo visualizo —un poco en broma, claro está— huyendo hacia Machu Picchu disfrazado de india peruana, con trenzas postizas y varias polleras multicolores. ¡No repitas eso jamás!, ¿de dónde sacas tantas tonterías?, me atajó mi madre cuando le mencioné aquella posibilidad. Fuera como fuera, partió sin dejar rastro, pero no se trasladó a las alturas transparentes de los Andes para diluirse en una aldea de aymarás, como yo suponía, simplemente descendió un peldaño en la implacable escalera de las clases sociales chilenas y se tornó invisible.

Regresó a Santiago y continuó transitando por las calles céntricas, pero como no frecuentaba el mismo medio social, fue como si hubiera muerto. No volví a ver a mi abuela paterna ni a nadie de su familia, excepto Salvador Allende, quien se mantuvo cerca de nosotros por un firme sentimiento de lealtad. Nunca más vi a mi padre, no oí mencionar su nombre y nada sé de su aspecto físico, por lo tanto resulta irónico que un día me llamaran para identificar su cadáver en la morgue, pero eso fue mucho después.

Lamento, Paula, que en este punto desaparezca este personaje, porque los villanos constituyen la parte más sabrosa de los cuentos.

Mi madre, que había sido criada en un ambiente privilegiado donde las mujeres no participaban en los asuntos económicos, se atrincheró en su casa cerrada, enjugó las lágrimas del abandono y sacó la cuenta que al menos por un tiempo no moriría de inanición porque contaba con el tesoro de las bandejas de plata que podía ir liquidando una a una para pagar las cuentas. Se encontraba sola con tres criaturas en un país extraño, rodeada de un boato inexplicable y sin un centavo en la cartera, pero era demasiado orgullosa para pedir ayuda. De todos modos la Embajada estaba alerta y se supo de inmediato que Tomás había desaparecido dejando a los suyos en bancarrota. El decoro del país estaba en juego, no se podía permitir que el nombre de un funcionario chileno rodara por el lodo y mucho menos que su mujer e hijos fueran puestos en la calle por los acreedores. El cónsul se presentó a visitar a la familia con instrucciones de enviarla de vuelta a Chile con la mayor discreción posible. Adivinaste, Paula, se trataba del tío Ramón, tu abuelo príncipe y descendiente directo de Jesucristo. Él mismo asegura que era uno de los hombres más feos de su generación, pero creo que exagera; no diremos que es guapo, pero lo que le falta en gallardía le sobra en inteligencia y encanto, además, los años le han dado un aire de gran dignidad. En la época en que fue enviado en nuestra ayuda era un caballero desmirriado, de tinte verdoso, con bigotes de morsa y cejas mefistofélicas, padre de cuatro hijos y católico observante, ni sombra del personaje mítico que llegó a ser después, cuando cambió la piel como las culebras. Margara abrió la puerta al visitante y lo condujo a la habitación de la señora, quien lo recibió en cama rodeada de sus niños, todavía machucada por el alumbramiento pero en todo el resplandor dramático y la ebullente fortaleza de su juventud. El señor cónsul, que apenas conocía a la esposa de su colega —la había visto siempre embarazada y con un aire distante que no invitaba a acercarse— permaneció de pie cerca de la puerta sumido en un manglar de emociones. Mientras la interrogaba sobre los pormenores de su situación y le explicaba el plan de repatriarla, lo atormentaba una furiosa estampida de toros en el pecho. Calculando que no existía una mujer más fascinante y sin comprender cómo su marido pudo abandonarla, porque él daría la vida por ella, suspiró abatido por la tremenda injusticia de haberla conocido demasiado tarde. Ella lo miró largamente.

—Está bien, volveré a la casa de mi padre —aceptó por fin.

—Dentro de pocos días sale un barco del Callao rumbo a Valparaíso, trataré de conseguir pasajes —tartamudeó él.

—Viajo con mis tres hijos, Margara y la perra. No sé si este niño, que nació muy débil, resistirá la travesía —y aunque le brillaban los ojos de lágrimas no se permitió llorar.

En un chispazo desfilaron por la mente de Ramón su esposa, sus hijos, su padre apuntándolo con un índice acusador y su tío obispo con un crucifijo en la mano lanzando rayos de condenación, se vio saliendo excomulgado de la Iglesia y sin honra de la Cancillería, pero no podía desprenderse del rostro perfecto de esa mujer y sintió que un huracán lo levantaba del suelo. Dio dos pasos en dirección a la cama. En esos dos pasos decidió su futuro.

—De ahora en adelante yo me hago cargo de ti y de tus hijos para siempre.

§ § §

Para siempre… ¿Qué es eso, Paula? He perdido la medida del tiempo en este edificio blanco donde reina el eco y nunca es de noche. Se han esfumado las fronteras de la realidad, la vida es un laberinto de espejos encontrados y de imágenes torcidas. Hace un mes, a esta misma hora, yo era otra mujer. Hay una fotografía mía de entonces, estoy en la fiesta de presentación de mi reciente novela en España, con un vestido escotado color berenjena, collar y pulseras de plata, las uñas largas y la sonrisa confiada, un siglo más joven que ahora. No reconozco a esa mujer, en cuatro semanas el dolor me ha transformado. Mientras explicaba desde un micrófono las circunstancias que me llevaron a escribir El plan infinito, mi agente se abrió paso en el gentío para soplarme al oído que tú habías ingresado al hospital. Tuve el presentimiento feroz de que una desgracia fundamental nos había desviado las vidas. Cuando llegué a Madrid dos días antes, ya te sentías muy mal. Me extrañó que no estuvieras en el aeropuerto para recibirme, como siempre hacías, dejé las maletas en el hotel y, agotada por el esforzado viaje desde California, partí a tu casa donde te encontré vomitando y abrasada de fiebre. Acababas de regresar de un retiro espiritual con las monjas del colegio en el cual trabajas, cuarenta horas a la semana como voluntaria ayudando a niños sin recursos, y me contaste que había sido una experiencia intensa y triste, te abrumaban las dudas, tu fe era frágil.

—Ando buscando a Dios y se me escapa, mamá…

—Dios espera siempre, por ahora es más urgente buscar un médico.

¿Qué te pasa, hija?

—Porfiria —replicaste sin vacilar.

Desde hacía varios años, al saber que heredaste esa condición, te cuidabas mucho y te controlabas con uno de los pocos especialistas de España. Al verte ya sin fuerzas, tu marido te llevó a un servicio de emergencia, diagnosticaron una gripe y te mandaron de vuelta a casa. Esa noche Ernesto me contó que desde hacía semanas, incluso meses, estabas tensa y cansada. Mientras discutíamos una supuesta depresión, tú sufrías tras la puerta cerrada de tu pieza; la porfiria te estaba envenenando de prisa y ninguno de nosotros tuvo el buen ojo para darse cuenta. No sé cómo cumplí con mi trabajo, tenía la voluntad ausente y entre dos entrevistas de prensa corría al teléfono para llamarte. Apenas me dieron la noticia de que estabas peor cancelé el resto de la gira y volé a verte al hospital, subí corriendo los seis pisos y ubiqué tu sala en ese monstruoso edificio. Te encontré reclinada en la cama, lívida, con una expresión perdida, y me bastó una mirada para comprender cuán grave estabas.

—¿Por qué lloras? —me preguntaste con voz desconocida.

—Porque tengo miedo. Te quiero, Paula.

—Yo también te quiero, mamá…

Eso fue lo último que me dijiste, hija. Instantes después delirabas recitando números, los ojos fijos en el techo. Ernesto y yo nos quedamos a tu lado durante la noche, consternados, turnándonos la única silla disponible, mientras en otras camas de la sala agonizaba una anciana, gritaba una mujer demente e intentaba dormir una gitana desnutrida y marcada de golpes. Al amanecer convencí a tu marido que se fuera a descansar, llevaba varias noches en vela y estaba extenuado. Se despidió de ti con un beso en la boca. Una hora después se desencadenó el horror, un escalofriante vómito de sangre seguido de convulsiones; tu cuerpo tenso, arqueado hacia atrás, se agitaba en violentos espasmos que te levantaban de la cama, los brazos temblaban con las manos agarrotadas, como si intentaras aferrarte a algo, los ojos despavoridos, el rostro congestionado y babeante. Me lancé encima de ti para sujetarte, grité y grité pidiendo ayuda, la sala se llenó de gente vestida de blanco y me sacaron a viva fuerza.

Recuerdo encontrarme de rodillas en el suelo, luego un bofetón en la cara. ¡Tranquila, señora, cállese o tendrá que irse! Su hija se encuentra mejor, puede entrar y quedarse con ella, me sacudió un enfermero. Traté de ponerme de pie, pero se me doblaban las piernas; me ayudaron a llegar hasta tu cama y después se fueron, quedé sola contigo y con las pacientes de las otras camas, que observaban en silencio, cada una sumida en sus propios males.

Tenías el color ceniza de los espectros, los ojos volteados hacia arriba, un hilo de sangre seca junto a la boca, estabas fría.

Esperé llamándote con los nombres que te he dado desde niña, pero te alejabas hacia otro mundo; quise darte de beber agua, te sacudí, me fijaste las pupilas dilatadas y vidriosas, mirando a través de mí hacia otro horizonte y de pronto te quedaste inmóvil, exangüe, sin respirar. Alcancé a llamar a gritos y enseguida intenté darte respiración boca a boca, pero el miedo me había bloqueado, hice todo mal, te soplé aire sin ritmo ni concierto, de cualquier modo, cinco o seis veces, y entonces noté que tampoco te latía el corazón y comencé a golpearte el pecho con los puños.

Instantes más tarde llegó ayuda y lo último que vi fue tu cama alejándose a la carrera por el pasillo hacia el ascensor. Desde ese momento la vida se detuvo para ti y también para mí, las dos cruzamos un misterioso umbral y entramos a la zona más oscura.

§ § §

—Su estado es crítico —me notificó el médico de guardia en la Unidad de Cuidados Intensivos.

—¿Debo llamar a su padre en Chile? Demorará más de veinte horas en llegar aquí —pregunté.

—Sí.

Se había corrido la voz y empezaban a llegar parientes de Ernesto, amigos y monjas de tu colegio; alguien avisó por teléfono a la familia, repartida en Chile, Venezuela y los Estados Unidos. Al poco rato apareció tu marido, sereno y suave, más preocupado por los sentimientos ajenos que por los propios, se veía muy cansado.

Le permitieron verte por unos minutos y al salir nos informó que estabas conectada a un respirador y recibías una transfusión de sangre. No está tan mal como dicen, siento el corazón de Paula latiendo fuerte junto al mío, dijo, frase que en ese momento me pareció sin sentido, pero ahora que lo conozco más puedo comprender mejor. Ambos pasamos ese día y la noche siguiente sentados en la sala de espera, a ratos me dormía extenuada y cuando abría los ojos lo veía a él inmóvil, siempre en la misma postura, aguardando.

—Estoy aterrada, Ernesto —admití al amanecer.

—Nada podemos hacer, Paula está en manos de Dios.

—Para ti debe ser más fácil aceptarlo porque al menos cuentas con tu religión.

—Me duele como a ti, pero tengo menos miedo de la muerte y más esperanza en la vida —replicó abrazándome. Hundí la cara en su chaleco, aspirando su olor a hombre joven, sacudida por un atávico espanto.

Horas después llegaron de Chile mi madre y Michael, también Willie de California. Tu padre venía muy pálido, subió al avión en Santiago convencido que te encontraría muerta, el viaje debe haber sido eterno para él. Desconsolada abracé a mi madre y comprobé que a pesar de haberse reducido de tamaño con la edad, todavía es una enorme presencia protectora. A su lado Willie parece un gigante, pero cuando busqué un pecho donde apoyar la cabeza, el de ella me resultó más amplio y seguro que el de mi marido. Entramos a la sala de Cuidados Intensivos y alcanzamos a verte consciente y un poco mejor que el día anterior, los médicos comenzaban a reponerte el sodio, que perdías a raudales, y la sangre fresca te había reanimado; sin embargo la ilusión duró solo unas horas, poco después tuviste una crisis de ansiedad y te administraron una dosis masiva de sedantes, que te tumbó en un coma profundo del que no has despertado hasta ahora.

—Pobrecita su niña, no merece esta suerte. ¿Por qué no me muero yo, que ya estoy viejo, en vez de ella? —me dice a veces don Manuel, el enfermo de la cama de al lado, con su trabajosa voz de agonizante.

Es muy difícil escribir estas páginas, Paula, recorrer de nuevo las etapas de este doloroso viaje, precisar los detalles, imaginar cómo habría sido si hubieras caído en mejores manos, si no te hubieran aturdido con drogas, si… ¿Cómo sacudirme la culpa?

Cuando mencionaste la porfiria pensé que exagerabas y en vez de buscar más ayuda confié en esta gente vestida de blanco, les entregué sin reservas a mi hija. Es imposible retroceder en el tiempo, no debo mirar hacia atrás, sin embargo no puedo dejar de hacerlo, es una obsesión. Para mí solo existe la certeza irremisible de este hospital madrileño, el resto de mi existencia se ha esfumado en una densa niebla.

Willie, quien a los pocos días debió regresar a su trabajo en California, me llama cada mañana y cada noche para darme fuerza, recordarme que nos amamos y tenemos una vida feliz al otro lado del mar. Me llega su voz de muy lejos y me parece que lo estoy soñando, que en realidad no existe una casa de madera colgada sobre la bahía de San Francisco, ni ese ardiente amante ahora convertido en un marido lejano. También me parece que he soñado a mi hijo Nicolás, a Celia mi nuera, al pequeño Alejandro con sus pestañas de jirafa. Carmen Balcells, mi agente, viene a veces para transmitirme condolencias de mis editores o noticias de mis libros y no sé de qué me habla, solo existes tú, hija, y el espacio sin tiempo donde ambas nos hemos instalado.

En las largas horas de silencio se me atropellan los recuerdos, todo me ha sucedido en el mismo instante, como si mi vida entera fuera una sola imagen ininteligible. La niña y la joven que fui, la mujer que soy, la anciana que seré, todas las etapas son agua del mismo impetuoso manantial. Mi memoria es como un mural mexicano donde todo ocurre simultáneamente: las naves de los conquistadores por una esquina mientras la Inquisición tortura indios en otra, los libertadores galopando con banderas ensangrentadas y la Serpiente Emplumada frente a un Cristo sufriente entre las chimeneas humeantes de la era industrial. Así es mi vida, un fresco múltiple y variable que solo yo puedo descifrar y que me pertenece como un secreto. La mente selecciona, exagera, traiciona, los acontecimientos se esfuman, las personas se olvidan y al final solo queda el trayecto del alma, esos escasos momentos de revelación del espíritu. No interesa lo que me pasó, sino las cicatrices que me marcan y distinguen. Mi pasado tiene poco sentido, no veo orden, claridad, propósitos ni caminos, solo un viaje a ciegas, guiada por el instinto y por acontecimientos incontrolables que desviaron el curso de mi suerte. No hubo cálculo, solo buenos propósitos y la vaga sospecha de que existe un diseño superior que determina mis pasos. Hasta ahora no he compartido mi pasado, es mi último jardín, allí donde ni el amante más intruso se ha asomado. Tómalo, Paula, tal vez te sirva de algo, porque creo que el tuyo ya no existe, se te perdió en este largo sueño y no se puede vivir sin recuerdos.

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